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I
«Salvemos el planeta, señorías: pueden quitarse la corbata»
Desde tiempos remotos, uno de los lenitivos más eficaces para sobreponerse a coyunturas sociales traumáticas ha sido el cultivo de las bellas artes. Al menos eso parecen decirnos los periodos históricos que, testigos de hecatombes humanitarias y grandes convulsiones, acogieron expiaciones colectivas espoleadas por una desesperada necesidad de belleza. Al día siguiente de la Gran Peste que asoló el continente europeo en el siglo XIV, en ciudades como Venecia y Milán se desencadenó una explosión de vitalidad y colorido que tuvo su principal traducción en el arte de vestirse. Algo parecido ocurrió al final de la primera guerra mundial, cuando los soldados desmovilizados regresaron de los frentes y complementaron sus viejos armarios de civil con prendas procedentes de la incipiente industria del deporte, inaugurando así el ciclo más glorioso de la elegancia masculina. Posteriormente, en 1945, tras cinco años de crímenes y atrocidades, la voluntad de vivir se recubrió de tweed, Donegal, franela y cheviot.
Con estos antecedentes, tras el último bache civilizador provocado por la covid-19, un optimista podría pensar que la imaginación indumentaria volvería a ejercer de revulsivo contra la melancolía en que nos habían sumido la pandemia y su gestión. ¿Estaremos, pues, a las puertas de un renacimiento del arte de vestirse? Cuesta mucho creerlo. En realidad, nada indica que la nueva normalidad haya desatado la sed de belleza del homo confort (Stefano Boni). Es más, a juzgar por la implantación universal del arresto domiciliario retribuido, más conocido como teletrabajo, no tenemos motivos para albergar grandes ilusiones en lo tocante a un florecimiento del vestido masculino. Uno de los efectos más notorios de esta innovadora servidumbre, saludada como un progreso social, ha sido el de expandir por todo el globo un temperamento comodón y utilitarista que se ha desecho de toda consideración estética en el marco de la intimidad: «Ahora que ya no tengo que salir de casa, camiseta de tirantes y calzoncillos; en invierno, sudadera y chándal», razonan, gozosos, los (tele)trabajadores.
Hace mucho tiempo, Francis de Miomandre sugería a los franceses variar sus «menús a fin de agregar placer y sorpresa a esa vieja tarea fisiológica de comer»: repetir sin descanso los mismos platos, ¿no sería tan triste y lamentable como llevar todos los días la misma ropa? Ante esta cuestión, los perezosos asalariados de la era post-covid se parten de risa. Legitimados por la coartada de la privacidad —completamente ficticia gracias a las nuevas tecnologías—, los pocos que, coaccionados, se ponían traje y corbata para ir al trabajo han purgado sus guardarropas para hacer sitio a las bermudas y las camisetas de futbol. Su único e innegociable compromiso es con el gregarismo. Y si no difieren en el fondo, ¿por qué habrían de hacerlo en la forma?

El peso de la costumbre que invitaba al estudio y al autoconocimiento como cimientos de un gusto indumentario superior ha dado paso al nihilismo, jaleado como un avance de la libertad con mayúsculas. Para nuestros contemporáneos, vestirse ha dejado de ser la actividad de un «espíritu que busca su expresión» (Valéry), y esta conversión, fruto de un proceso, no se ha producido de un día para otro. Que los hombres han abandonado el rigor formal del traje por un sucedáneo de la comodidad es indiscutible y se veía venir, incluso en los foros más tradicionales, desde tiempo atrás. Hace cuarenta años, en Estados Unidos se dirimió una batalla simbólica entre el fangal de las finanzas y la industria de alta tecnología que concluyó, sin grandes conmociones, con la aplastante victoria de Silicon Valley. En lo sucesivo, tendremos que recurrir a Wall Street (Oliver Stone), o a fotografías del facineroso Ronald Reagan, para recordar cómo se vestían los yuppies ochenteros, psicópatas arrogantes y penúltimos baluartes de un clasicismo arrasado por los pantalones cortos, la sudadera con capucha y las suelas de goma (de los límites morales del traje os hablaré otro día).
En las décadas posteriores, amén de profesionales de cuello blanco y entusiastas por cuenta propia, las instituciones políticas, judiciales y financieras lograron poner cierto freno a la relajación vestimentaria. Ciertamente, se trataba de una resistencia de cadena de montaje (todos los hombres se parecían una barbaridad), pero resistencia, al fin y al cabo. En estas estábamos cuando, hace poco, por sorpresa y como quien no quiere la cosa, el presidente del Gobierno español ejerció de árbitro institucional del casual veraniego y emplazó, muy informal él, a políticos y empresarios a guardar la corbata en un cajón en aras de una causa justa y necesaria: contribuir al ahorro energético.

No quiero encarnizarme con los políticos profesionales; ya os he hablado de su incalculable valor como parámetro de vulgaridad. Aunque el actual presidente es un ejemplo de torpeza (un sastre me comentaba recientemente su gran talento para potenciar sus imperfecciones, unas piernas chuecas, enfundándose pantalones ajustados, de tiro bajo y boca estrecha), todos ellos, sin excepción, entran en la categoría de desastres naturales. Mire uno donde mire, el paisaje no difiere: conjuntos inexpresivos y carentes de vigor, prendas insolidarias entre sí, pequeños y grandes detalles que destruyen el conjunto y una rigidez sin atractivo alguno han permitido a la clase política traspasar con creces las puertas del ridículo. Diderot diría que sus trajes están dispuestos como sobre maniquíes. ¡Qué magnífica nulidad la suya! ¡Ojalá fueran tan elocuentes para vestirse como para fingir, burlar o desdecirse! ¿Debemos lamentarlo? Eso, juzgadlo vosotros; pero una apariencia pobre, anodina, sin matices, me parece a mí, nunca es un bien.
Además, en esto de ofrecer la corbata en sacrificio para salvar el planeta nuestros dirigentes no son originales. En 2005, la muy protocolaria derecha japonesa, encabezada por Junichiro Koizumi (Partido Liberal Democrático), se lio la manta a la cabeza y exhortó a sus señorías a abandonar la corbata para cumplir con el Protocolo de Kioto. El mismo Koizumi se presentó en el parlamento con pinta caribeña, pantalones blancos y camisa holgada, proclamando a los cuatro vientos lo cómodo que era «vestir sin corbata». Como el gesto irreverente es más seductor que el sentido común, y para no contravenir la recomendación del jefe, algunos ministros se sometieron a un frenético trasiego indumentario: se ponían la corbata para una ceremonia oficial, se la quitaban para hablar con la prensa, se la volvían a anudar para cualquier chorrada propia de la agenda política, y así sucesivamente.
Al final pesó más la inercia protocolaria y la medida fue contestada desde la oposición: deshacerse de la corbata, se adujo, era una medida ineficaz para luchar contra el calentamiento global; en consecuencia, mejor preservar la imagen de hombres serios, especialmente en las apariciones televisivas. Ah, y en los despachos ministeriales, veintiocho grados para mitigar las emisiones de gas de efecto invernadero. Por cierto, las preocupaciones ecológico-institucionales entre los japoneses tampoco eran novedad: ya en 1979, el primer ministro Masayoshi había propuesto camisas de manga corta —aberración sesentera— para los parlamentarios, aunque, por fortuna, su iniciativa quedó en nada.
Pero volvamos al ruedo ibérico. A mí, lo que no deja de llamarme la atención es que un presidente de lo que sea llame a la incorrección e induzca, satisfecho, al error. Vosotros lo sabéis de sobra, pero os refrescaré la memoria por si las moscas: con traje, siempre corbata. Con todo, lo más notable de esta historieta de corbatas y ahorro energético es el revuelo tontorrón y fastidioso que ha suscitado. Acabada la intervención del señor presidente vino el pitorreo. Cuando el avispero se agita, todos compiten por ver quien es más idiota. Si me preguntaseis por el ganador de la becerrada, señalaría, no sin ciertas dudas, al columnista católico, apostólico y romano Juan Manuel de Prada, a quien le ha faltado tiempo para afirmar que desanudarse la corbata e incendiar conventos es todo uno: «Aquellos descorbatamientos que tanto perturbaron a Pemán [se refiere a las vísperas de la Segunda República], llevaron a la quema de conventos». En cuanto un hombre se quita la corbata, asegura el devoto, enciende la tea. «Despojados de estos símbolos, los pueblos vuelven a hacerse fieras, vuelven a acudir, solícitos y rugientes, a la llamada de la selva». ¿Pueblos rugientes? ¿Llamada de la selva? ¡Ay, intelectuales de mis entretelas! ¡Qué retórica, qué dominio de la historia, qué modelo de rigor! En serio, amigos, ¿no son de lo que no hay? ¿Qué pasará por esas cabezas de chorlito?
Ganados para la causa del harapo, los izquierdistas más tarugos continúan cebándose con la corbata, ¡oh, nudo corredizo!, ¡oh, estigma de reaccionarios!, que ahora, lo que me faltaba, se ha convertido en símbolo de desobediencia para zoquetes de derechas que, con gran indignación, se quejan de que no les dejan ponerse lo que no se ponen nunca. Con los principios de la libertad en una mano y la bandera nacional en la otra, el espectro político de la derecha ha denunciado la recomendación presidencial como una intolerable intrusión en la privacidad por parte de la «dictadura comunista». Y como algunos necesitan poca cosa para desplegar una prodigiosa estupidez, sólo para chinchar, han prometido llevar corbata hasta en la sauna. ¡Oh, Señor, bendice esa mano justiciera que avive el calefactor y eche el cerrojo por fuera!
En medio de este jolgorio, algunos amigos me han alertado de la posibilidad de que mi amor por la corbata me convierta en sospechoso de conservador. ¡Rayos! ¿Y qué otra cosa soy? ¿Acaso no conservo la diaria costumbre de anudarme una cravate sin esperar la venia de un presidente o la imposición de un patrón, sin atender a un protocolo institucional o llevar en cuenta el parecer de los demás? En todo caso, el aviso de mis amigos llegaba tarde: al día siguiente del anuncio, deambulaba sin rumbo por la calle cuando, tras concentrar su mirada en mi corbata de seda naranja con pequeñas esferas ocres, una preciosidad confeccionada hace más de siete décadas, un sujeto levantó complacido el pulgar en signo de aprobación. «He aquí, pensaría el muy cretino, un rebelde que desoye las órdenes del gobierno socialcomunista». Tiempo atrás, otro canelo, esta vez de izquierda, sorprendido al verme en un entorno de ocio con corbata y traje de tres piezas, ensayó un: «¡Viva España!», mientras pasaba de largo. Estas anécdotas, os lo digo con el corazón en la mano, lejos de encolerizarme, me divierten mucho. ¿Qué podría divertirme más que ser incapaz de echar a perder mi pésima reputación a izquierda y a derecha?
Amigos, no temáis por mi desprestigio a ojos de estos botarates: en el fondo, se trata de la habitual costra de cinismo y demagogia que recubre el discurso político de izquierda a derecha. Un día nuestros queridos representantes dicen que la corbata dispara la huella ecológica y acelera la entropía y al día siguiente quieren convencernos de que la energía nuclear es verde y segura. En el caso de los nipones, fue todavía peor: poco después de felicitarse por el pírrico ahorro energético derivado del abandono de la corbata organizaron en Fukushima una de las catástrofes nucleares (accidente, en lenguaje institucional) más graves de la historia, que a punto estuvo de librarnos de cualquier preocupación por el destino del planeta.

II
El juego de vestirse
Entonces, ¿cómo posicionarse ante esta ridícula polémica? ¿Qué pensar, qué hacer?, me preguntáis, angustiados, al ver la ligereza con que se aborda un asunto tan crucial para la vida espiritual de hombres y mujeres. Tal y como yo lo veo, la solución está clara y la tenemos, siempre la hemos tenido, delante de las narices. ¿Qué solución es esa? Pues la única posible: abolir las categorías de político y empresario. ¡Qué! ¿Os reís? Claro, claro… que si el pluralismo democrático, que si la soberanía nacional, el empleo, el desarrollo, el crecimiento, etcétera. Y no os culpo, de verdad; comprendo vuestra incredulidad cuando os hablan de una sociedad sin políticos, «un mal necesario», y empresarios, «creadores de riqueza», porque, ¿cómo vais a renunciar de buenas a primeras a las verdades indisputables que nos han metido en la sesera desde la más tierna infancia? No trataré de desengañaros, pero suponed que he perdido el juicio, que no estoy en mis cabales; y suponed también que vivimos en el país de Jauja de la autogestión política y económica. Ahora, haced un pequeño esfuerzo de imaginación y decidme: ¿no os relaméis al pensar lo que nos ahorraríamos en todos los aspectos? Pensad solo en la posibilidad de decidir por vosotros mismos el rumbo de vuestra existencia, de compartir el poder con los demás en lugar de enajenarlo, de elegir lo que queréis hacer en la vida sin necesidad de vender vuestro cuerpo y vuestra alma a ese Moloch de cartón piedra que es el mercado. Imaginaros, y ahora os pido mucho, que desoímos la «llamada de la selva» y en lugar de competir, cooperamos, y en vez de dejarnos la piel por llenarnos los bolsillos de dinero aprendemos a vivir juntos y no contra otros; ¿a que ya no os parece tan descabellado deshacerse de esos fardos?
*
Recapitulemos: si vestirse es una cuestión de adecuación a los distintos contextos de la vida social, nada mejor que abolir parlamentos y empresas para ahorrar emisiones de carbono y autorizaciones presidenciales. Ellos dicen que sobra la corbata y yo que sobran los políticos y el management. Eso es todo. Pero como esta solución provocará más enojo que comprensión y hará que muchos me toméis por el pito del sereno, no la desarrollaré más y la dejaré por aquí, no sin antes pediros que meditéis detenidamente sobre ella.
En relación al traje, y a la corbata, permitidme ahora que exponga una verdad: con independencia de la crueldad canicular, el gran drama de nuestros días es haber aniquilado el sentido del juego en beneficio de los falsos dioses del trabajo y la productividad. Ni siquiera la infancia, periodo ideal para teñir la existencia de un barniz lúdico, ha escapado de las garras del deber y las obligaciones profesionales. Para nuestros niños, como para sus padres, la elección de las prendas está ligada a las imposiciones del trabajo, no al juego. No creáis que exagero o que son imaginaciones mías ¡Oh, amigos míos, podría contaros tantas anécdotas…! Os relataré un par de ellas recientes. En cierta ocasión, una niña de tres años que jugaba distraída en un parque se quedó mirando fijamente mis spectators, los impetuosos zapatos bicolores que amo con locura, y levantado la cabeza me soltó:
—¿Trabajas en el circo?
—¿En el circo? —respondí, sorprendido—. No…
—¿Y por qué traes zapatos de payaso?
La ocurrencia me estampó una sonrisa de oreja a oreja; recordad: hay que saber reírse, y mucho, de uno mismo, especialmente cuando los comentarios infantiles sobre tu apariencia son tan recurrentes e ingeniosos como en mi caso. Una tarde invité a una buena amiga a merendar; mientras se ponía morada mojando churros en un gran tazón de chocolate, me preguntó:
—¿Vienes de trabajar?
—¿De trabajar? Pues no… —contesté, confundido.
—Entonces, ¿por qué traes corbata?
Debo aclarar que mi encantadora amiga tiene cinco años. Pensándolo bien, ¿no hay algo terrible en el hecho de que niñas tan pequeñas tengan una conciencia tan clara de la necesidad de trabajar? Con ser muy grave que no asocien el acto de vestirse con un momento placentero, lo realmente trágico es esa prematura conciencia de que es preciso ganarse la vida con el sudor de la frente en la edad de las despreocupaciones pecuniarias. Una sociedad que solo invita a trabajar, extraer, consumir, acumular, destruir la biosfera y quitarse la corbata para compensar es una sociedad que supera a todas a las demás en alienación, estupidez y demagogia. También es una sociedad que no juega. Esta es, amigos, la verdadera catástrofe de nuestra civilización.

III
Fervor de la corbata
Dar pasaporte a las corbatas, pensarán muchos, es un acto liberador, como si este sutil complemento pusiese al descubierto una vanidad inconfesable. Vestirse con mimo es, quién lo duda, un placer que debilita. Peor aún, te convierte, sin decirlo, en una presencia desafiante; y es que siempre habrá quienes piensen que os vestís pensando en ellos. Amigos míos, es la hora de los complejos. Si os ataviáis con delicadeza oiréis un runrún procedente de un corrillo de socarrones a salvo de la delicadeza y del gusto; en esos casos, recordad que quienes hacen zumbar vuestros oídos son gentes que hablan sin comprender. Son hombres, porque casi siempre son hombres, como tantos otros. No entienden que bajo una apariencia elegante hay mucho esfuerzo, reflexión, ensayo y, a veces, talento. Pero vosotros, mis estilosos amigos, sabéis por experiencia que una presencia soberbia rara vez aflora sin estudio; quienes os dedican esas miradas sardónicas no han sido testigos de vuestros esfuerzos, de vuestros afanes, de vuestros desvelos por expresaros dentro de los límites del estilo clásico, ese tirano implacable que impone la introspección como condición indispensable para la seguridad del juicio.
La única relación de un hombre, o una mujer, con la corbata es de orden espiritual. Ese, al menos, es mi caso. Pese a no inspirar demasiada confianza con ella, debo admitir que cuando salgo a la calle con corbata los gestos de desaprobación son raros. En las rarísimas ocasiones en que me topo con algún hombre impecablemente vestido, siento cómo su mirada procura la mía en busca de un gesto de complicidad, como si fuésemos los últimos miembros de una hermandad secreta que se reconocen por detalles inaccesibles para los no iniciados. A mí estas complicidades me irritan, y en esos casos, aparto la mirada, no por pudor, sino por puro fastidio. No me visto para ganarme el favor de nadie y lo último que deseo es pertenecer a esa logia de papanatas y clasistas que ven en el traje un símbolo de superioridad. Aprovecho para recordaros que llevar una corbata no hace a nadie más rebelde, no nos engañemos; tampoco más canalla. Esos prejuicios haríais bien en rehuirlos.
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«Jacques Emile Blanche y los retratistas de 1900 habrían podido pintar a nuestros padres con el pecho enjaezado con majestuosas corbatas, majestuosas y floridas», se decía en una revista de moda masculina de los años veinte. Ahora bien, ¿qué ven vuestros hijos en el pecho de los hombres? Corbatas majestuosas, desde luego, ven pocas, porque, a excepción del adorno floral (boutonnière), sobre el que nos detendremos en otra ocasión, ningún complemento es más inútil, más estrictamente decorativo, y, por tanto, prescindible. Lo que contemplan son logos, leyendas de todo tipo, escudos de equipos de fútbol e incluso, ¡lo he visto con mis propios ojos!, grandes cadenas de perro asomando bajo una camisa generosamente abierta. A nuestros bisabuelos estas audacias les habrían parecido chuscas y disparatadas. En la miseria de los últimos días de su vida, nos cuenta Edmond de Goncourt, Gerard de Nerval conservaba un amor tan grande por las cosas buenas que se hacía alfileres de corbata con papel dorado. ¿Por qué guardar una menor consideración por la calidad y la belleza que Nerval? Conservad también vosotros ese amor por las cosas buenas e inculcádselo a vuestros hijos. En lo referente a la corbata, no temáis y pecad siempre por exceso. Sujetadla con un alfiler o un bonito pasador, y encargad cuellos de camisa con ojales para deslizar un pin colar bar.
«Pero, ¿cómo? ¡Nos acusarán de pasadistas!», me reprocharéis. ¿Y qué? A diferencia de las modas del momento, ese pasadismo está inspirado en una tradición que nunca defrauda. Así pues, dadle vuelo a una corbata de nudo sencillo que guarde la debida proporción con vuestro cuello y complexión general. A ese conocido de buena voluntad que, en la certeza de haceros un favor, os apelmaza la corbata contra el pecho como se remacha una mariposa de celofán en un corcho con una chincheta, explicadle la importancia de insuflarles vida a los objetos, de proporcionarles lustre y un poco de gracia. Y a quienes se os acerquen para enderezar un pasador en diagonal que, con muy buen criterio, manteníais oculto bajo la chaqueta, aclaradle que el pasador en horizontal es distintivo de los militares, profesionales de la violencia y la guerra, con los que bajo ningún concepto queréis ser confundidos.

una presencia rutilante

Y si el calor aprieta, no hagáis como esos alcornoques los que os hablé y desprendeos raudos de la corbata. Sabed que la indignidad indumentaria deriva de la indolencia, no de quitarse la corbata. Yo mismo, ortodoxo por gusto, cuando en los sofocos de la canícula no sé bien qué ponerme, echo la vista atrás. ¿Y sabéis a quien acudo? Pues a poetas como el enorme Luis Cernuda, siempre irreprochable aun sin corbata. ¿Qué queréis? hay que aprender de los mejores. Fijaos en él y acertaréis siempre.
Un último consejo para acabar: no dejéis que las bizarras trifulcas sobre la corbata entre necios de izquierda y derecha hagan mella en vuestro fervor por la belleza. Si en vuestro espíritu se entretejen un sincero amor por lo sublime y el horror por la unanimidad estilística imperante, desoíd los continuos llamamientos a la equivocación, no bajéis la guardia y ejercitad en el vestido, con independencia de la temperatura, una elocuencia de las formas digna de admiración.


Michel Suárez (Pola de Siero [Asturias], 1971) es licenciado en historia por la Universidad de Oviedo, con estancia en la Faculdade de Letras de Coímbra, y máster y posteriormente doctor en historia contemporánea por la Universidad Federal Fluminense de Río de Janeiro, con estancia en París I, Panthéon-Sorbonne. Además, edita y es redactor de la revista Maldita Máquina: cuadernos de crítica social. Lo fundamental de su pensamiento fue abordado en esta entrevista para EL CUADERNO y está condensado en su ensayo El fondo de la virtud.
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