/ Laberinto con vistas / Antonio Monterrubio /
En una Carta a Voltaire, Rousseau comparte la indignación de este ante las trabas que surgen por doquier para que cada cual practique su fe «en la más perfecta libertad». Igualmente se subleva contra la desfachatez que supone que «el hombre ose controlar el interior de las conciencias en las que no sabría penetrar». El laicismo fue uno de los faros que guiaron a los pensadores de las Luces. La mayoría no eran ateos, ni siquiera agnósticos; simplemente deseaban que la creencia no emborronara el brillo de la razón.
Hoy asistimos a un revival de las religiones que abarca una de sus facetas más oscuras: la intolerancia. La vemos campar a sus anchas a lo largo del globo, bajo una u otra advocación. La ortodoxia rígida se va imponiendo dentro de cada credo y busca desbordarlo para dominar toda la población circundante, sea o no cliente. En nuestro medio comprobamos la intromisión sistemática de la jerarquía eclesiástica en asuntos que ni de lejos le conciernen. No contenta con defender intereses materiales abusivos y espurios, pretende someter a creyentes, descreídos e incrédulos a puntos de vista que solo los obligan a ellos. Actúa como un lobby más, un grupo de presión institucional secundado por otros paraeclesiásticos que pueden permitirse ahondar en su fanatismo y vocación coercitiva. Ahí entran Abogados Cristianos, Hazte Oír, escuelas concertadas y demás a los que no desautoriza, cuando no los alienta con entusiasmo.
La existencia en nuestra legislación del delito de ofensa a los sentimientos religiosos, por ejemplo, casa mal con nuestra rimbombante presunción de ser un Estado de derecho. Utilizando el mismo rasero, podrían figurar en el código penal las ofensas a los sentimientos políticos, deportivos o gastronómicos. Huelga añadir, por supuesto, que en la práctica el susodicho delito únicamente atañe al catolicismo. Otras confesiones, desde el islam al judaísmo pasando incluso por algunas cristianas, pueden ser impunemente objeto de mofa y befa. Anotemos que un tratado básico del derecho moderno como es el de Cesare Beccaria De los delitos y las penas, de 1764, ponía exquisito cuidado en deslindar ley y teología, puntualizando que la primera contemplaba solamente faltas y delitos, dejando al margen el concepto de pecado. El laicismo con el que soñaron los Ilustrados hace agua en nuestros días. Por otra parte, hay pieles de un espesor tan fino que aún no se ha inventado la unidad para medirlo.
Al artista argentino León Ferrari algunas obras le han acarreado encontronazos con la jerarquía eclesiástica y sus brazos seculares. Así, su escultura más conocida, La civilización occidental y cristiana, nos presenta un Cristo de factura convencional crucificado en un modelo de bombardero estadounidense de los usados en la guerra de Vietnam. Esta figura en madera levantó las iras de obispos, cardenales y laicos de alto copete. Objetivamente es difícil ver qué reparos tendría un seguidor de Cristo con esta imagen. Entre las sugerencias que despierta está la traición de los ideales originales. Claro que el verdadero problema es el sentido obvio: el Occidente cristiano ha llevado muerte y destrucción por el mundo, incluyendo el Occidente cristiano. Seguramente la institución clerical se sintió más interpelada por Papa con Gorila. Un pontífice revestido con sus mejores galas y con un sospechoso aire de familia con Juan Pablo II está a punto de abrazar a un simio gigantesco. No era necesaria la audioguía para comprender. La obra fue tachada sin tardanza de provocadora en los medios mas acreditados. Se habló de «ofensa gratuita a la Iglesia católica». Pero el hijo del artista había sido desaparecido por una Junta militar harto piadosa, cuya relación con la jerarquía eclesiástica era de lo más cordial. Ambas entidades se consideraban sin duda abanderadas de la civilización occidental. La escultura se limitaba a constatar una verdad incómoda, y por eso recibió toda clase de ataques.
La prueba del algodón de un laicismo que se precie es la facultad de cantarles las cuarenta a los poderes religiosos cuando se propasan, y especialmente cuando incurren en complicidad con estafadores o criminales. Si realmente su reino no es de este mundo, que prediquen con el ejemplo. Solo es laicismo aquel que se opone con rotundidad a toda prescripción de dogmas, y ampara al pensamiento libre frente a tirios y troyanos. Postula la tolerancia y el respeto hacia creencias y ritos de diversa índole, mientras no conculquen los más elementales derechos del hombre y del ciudadano. Pero también exige que no se pretendan imponer a nadie en contra de su voluntad y, no pocas veces, de su integridad física.
«Incluso si el género humano entero concluyera de manera definitiva que el Sol se mueve y la Tierra permanece en reposo, a despecho de este razonamiento el Sol no se moverá una pulgada y esas conclusiones quedarían falsas y erróneas para siempre» (Hume: El escéptico). Dejando aparte una imprecisión científica, tenemos aquí una declaración de principios filosóficos de alto voltaje. La Ilustración propone que los hechos no están supeditados a la opinión. Ni la cantidad ni la calidad de quienes sostienen determinada convicción le añaden un ápice a su legitimidad, y menos aún a su certeza. La posmodernidad tardocapitalista titubea en lo referente a qué es o no verdad, y con frecuencia no acierta a reconocer su brillo en medio de un lodazal. Pero va más allá, negando que sirva para algo, que tenga utilidad.
Un tiempo tan obtusamente materialista es incapaz de otorgar valor a lo que no renta. Uno prefiere flotar en la superficie, nadando panza arriba cual rodaballo. Se huye de la visión objetiva con tal de no tener que renunciar a las ideas recibidas y las explicaciones prefabricadas. Estamos habituados a ver proliferar mentiras interesadas y evidencias facticias, ya inseparables del paisaje mental contemporáneo. Ahora bien, hay formas más sutiles de derogar la realidad. El mayor enemigo de la verdad, después de los prejuicios, es la facilidad. Sobrevolar los hechos sin hacer el menor esfuerzo por acceder a sus entrañas es traicionarla. Las Luces nos enseñaron que su búsqueda no era tarea sencilla ni agradable, y que el éxito en ningún caso estaba garantizado. Por otro lado, pusieron seriamente en entredicho el concepto de verdad absoluta al mismo tiempo que el de monarquía absoluta. En cambio la nuestra es época de certezas débiles, fofas, desprovistas de sustancia.
El reciente espectáculo esperpéntico del asalto al Capitolio y su rotundo fracaso ha dado pie a una inacabable colección de ditirambos en honor de la democracia estadounidense. Calificada de modélica, consolidada y hasta perfecta dentro y fuera de la Unión, se ha llegado a presentarla como la más respetada del mundo. A ver, ¿qué me estáis contando? Se trata de una nación riquísima con un Estado de bienestar raquítico donde sanidad y educación de calidad son lujos inasequibles para los más. Es tierra de abismales desigualdades, racismo estructural y discriminación en función de los orígenes. Las tropelías cometidas en su nombre sobre países extranjeros en dos siglos y medio de vida independiente son innumerables. Pero vamos a poner el foco en las cuestiones meramente institucionales, ya que hoy solamente parecen importar los efectos de superficie. La libertad de elección de sus ciudadanos se reduce a optar entre centroderecha y derecha dura, vampirizada además en los últimos años por una ultraderecha frenética. Los escasos políticos progresistas no tienen otra salida que ligarse a un Partido Demócrata en el cual sus posibilidades de tener un peso real son minúsculas. Más bien van a servir como botones de muestra de variedad y libertad de opinión, que no de acción. Solo candidatos ricos, apoyados por donantes muchimillonarios, poco desinteresadas grandes corporaciones y redes de arrastre mediáticas tradicionales y modernas, amén de ejércitos de consejeros, asesores y propagandistas, tienen una oportunidad no ya de ser presidentes, sino incluso de ser nominados. La cosa es casi igual de grave en el caso de gobernadores o parlamentarios, salvo alguna excepción para dar buena impresión. Cualquier candidato a lo que sea necesita tener detrás una maquinaria partidista que no ofrece gratis su apoyo.
Nadie debería ignorar que el dólar lleva la voz cantante, en Washington y en los cincuenta estados. Las manadas de lobbies feroces aúllan a sus anchas por el territorio de la Unión, indicando que el dinero manda. Lo decide todo en primera y en última instancia, y contra sus sentencias no cabe apelación. Wall Street es el verdadero corazón del Poder, y no el Capitolio ni la Casa Blanca. Si el lenguaje fuera fiel a sus compromisos etimológicos, no estaríamos hablando de democracia, ni siquiera de oligarquía, sino de plutocracia. Pues quien gobierna no es el pueblo, ni una feliz minoría, es el Capital.
Ante las críticas, los incensadores de turno salen con un argumento que creen irrefutable: la democracia americana, según ellos la más antigua del mundo, era perfecta en su origen, pero con los años ha perdido algo de lustre. Sus padres fundadores eran la bondad personificada y se movían por altos ideales. Vale, vamos a comentar solo un aspecto en el que muchos de ellos convergen. Thomas Jefferson, principal autor de la Declaración de Independencia y tercer presidente, era propietario de seiscientos esclavos. Con una, llamada Sally Hemings, tuvo presuntamente seis hijos. Los cuatro supervivientes fueron los únicos que emancipó, cuando llegaron a su mayoría de edad. La madre no corrió la misma suerte, y siguió en idéntica condición hasta la muerte del prócer. Quizás él no confiaba demasiado en que recuperada su libertad, se quedara a su lado. De hecho este hombre condenaba la institución de la esclavitud, si bien consideraba que los negros eran inferiores por naturaleza, y precisaban de los blancos para dirigir sus vidas. Como diría el otro, «¡las cosas que hemos visto!».
No es un caso aislado, ni mucho menos. Washington, padre de la patria y primer presidente, disponía de más de cien esclavos que cultivaban la enorme extensión de tierra de la que era dueño. De los que poseía Benjamin Franklin testimonian los anuncios de venta de carne negra que insertaba en su famoso periódico, el Pensylvania Gazette. Si en sus postreros años se mostró contrario a tales prácticas, fue por razones de eficiencia económica, y no por escrúpulos humanitarios. James Madison, quinto mandatario, tuvo cientos de ellos toda su vida, que duró hasta los 85. En su vejez, sin dejar de atesorarlos, participó en una filantrópica sociedad dedicada a la reinstalación de esclavos en el continente africano. O sea, otra forma de racismo que se enfocaba a quitárselos de encima si ya no eran útiles. Por cierto, resulta curioso ese vocablo de reinstalación aplicado a gentes que no habían puesto jamás un pie en África o habían sido arrebatadas de ella en su niñez o adolescencia. El séptimo presidente, Andrew Jackson, era el amo de una inmensa hacienda, la Hermitage Plantation, en la que trabajaban unos 2000 esclavos. Por si su inquina hacia los negros no fuera suficiente, apuntó maneras de auténtico genocida con los pieles rojas. Su Indian Removal Act, conocida en español con el más explícito título de Ley de Traslado Forzoso, provocó el envío de no menos de 100.000 nativos a tierras yermas de Oklahoma y Kansas. Algunos viajaron en condiciones espantosas desde lugares remotos como Florida (seminolas) o el este de Alabama (creeks y cheroquis).
Todo esto no es ningún secreto de Estado ni duerme en oscuros cajones sepultados en sótanos custodiados por la NSA o alguna de esas agencias que no existen. Puede consultarse en Internet. Pero es más barato y reporta mayores beneficios abanicar el Mito. Y ahora que se saben cosas y se irán descubriendo otras muchas, no sirve la disculpa característica de la Guerra fría, cuando incluso mentes preclaras caían bajo el hechizo de una propaganda K2r encargada de limpiar cualquier mancha. Una intelectual tan perspicaz como Hannah Arendt fue víctima del cuento de la prístina pureza de la revolución americana. La comparación que establece en On Revolution entre esta y la francesa se antoja algo desequilibrada por la leyenda dorada que la rodeaba. No obstante, uno de sus apuntes pone el dedo en la llaga. «Si la Revolución americana no proclama de hecho nada más que la necesidad para toda la humanidad de un gobierno civilizado, la Revolución francesa proclama la existencia de derechos independientes del cuerpo político y exteriores a él». Ahí está el detalle. El arte de una élite en el buen gobierno de los hombres no puede llegar muy lejos si no despierta en cada uno de ellos el deseo y la urgencia del buen gobierno de sí mismos.

Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza. Recientemente se ha publicado en un volumen la trilogía de La verdad del cuentista (La verdad del cuentista, Almacén de ambigüedades y Laberinto con vistas) en la editorial Semuret.
“Hoy asistimos a un revival de las religiones que abarca una de sus facetas más oscuras: la intolerancia. La vemos campar a sus anchas a lo largo del globo, bajo una u otra advocación. La ortodoxia rígida se va imponiendo dentro de cada credo y busca desbordarlo para dominar toda la población circundante, sea o no cliente.
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Un tiempo tan obtusamente materialista… […] la nuestra es época de certezas débiles, fofas, desprovistas de sustancia.”
¿En qué quedamos: vivimos en una época materialista de certezas fofas o en una época de fanatismo religioso?
En cuanto a la archisobada caricatura de los Estados Unidos que se hace en le texto, su autor debería preguntar a los ukranianos, a los taiwaneses, a los países bálticos o a Polonia qué piensan de los americanos. O leer un buen libro sobre la Historia de la Segunda guerra mundial y visitar las playas de Utah y de Omaha y el Cementerio Estadounidense de Colleville-sur-Mer en Normandía.
(Por cierto, el artículo se compone de dos partes que tienen poco que ver entre ellas. Una sobre el laicismo y otra que comienza en el párrafo: “El reciente espectáculo esperpéntico del asalto al Capitolio”. Parece como si faltara el signo tipográfico que los separaba).