/ por Jorge Praga /
I.
Le bastan apenas dos minutos a Jean-Luc Godard para desnudar sus intenciones en el comienzo de su primer largometraje, A bout de souffle (1960): Michel, interpretado por un entonces desconocido Jean-Paul Belmondo, conduce por la campiña francesa un coche robado. La cámara sigue la mirada del conductor, atento a la carretera y a la suavidad del paisaje. En un encuadre que le retrata de perfil, Michel va lanzando tres frases en condicional: «Si no le gusta el mar, si no le gusta la montaña, si no le gusta la ciudad…», para concluir, «…entonces, ¡que le jodan!». Las frases van destinadas a su único oyente posible, el espectador, lo cual supone una primera transgresión. Por si no es suficiente, tras cada frase Michel cambia su mirada frontal a la carretera y se vuelve directamente a la cámara. Cuatro miradas a cámara en apenas unos segundos, cuatro pecados capitales sin redención posible. La mirada a cámara es la prohibición más sagrada y respetada del cine clásico. Tras ella se agazapa el espectador, seguro y protegido en su posición de fisgón invisible. Roto ese velo, esa cuarta pared del juego teatral, todo el costoso equilibrio del canon de Hollywood se tambalea sin cesar durante la proyección. En la primera parada que hace, Michel se enfrenta a un policía que le persigue por exceso de velocidad. Saca una pistola de la guantera y le dispara. Esta escena, que podría estar compuesta en un único plano secuencia, o bien fragmentada en planos cuyo montaje restituiría en la mente del espectador la acción completa, se sustituye por un plano del perfil de Michel, otro del revólver, gritos y un disparo, un cuerpo que cae. No hay raccord entre los fragmentos, que manifiestan su soledad de eslabones sin cadena, su materialidad de imágenes sin transparencia narrativa. El atropello de la sintaxis desemboca en uno de los planos más seminales de la historia del cine: en su huida Michel llega a París y busca a una chica por los Campos Elíseos. Un largo travelling de profundidad, ida y vuelta, acompaña a la pareja en sus diálogos frescos e irónicos, mientras ella, Patricia, (¿qué decir a estas alturas de Jean Seberg?) grita de vez en cuando con acento americano la cabecera del periódico New York Herald Tribune. Después de tantos años, parece que en 1960 el cinematógrafo empieza de nuevo su aventura.
II.
Jean-Luc Godard tuvo desde el comienzo el manto protector de la Nouvelle Vague, o, lo que es lo mismo, la cercanía amical de sus compañeros de crítica cinematográfica en Cahiers du Cinéma. Algunos de ellos estrenaron con éxito a finales de los cincuenta su primer largometraje: Claude Chabrol con El bello Sergio, Éric Rohmer con El signo del león, Alain Resnais con Hiroshima mon amour, François Truffaut con Los cuatrocientos golpes. Los galardones que recogieron estos dos últimos en el festival de Cannes de 1959 fueron la puesta de largo definitiva del movimiento. Godard entró pisando una alfombra ya extendida, incorporándose a una atención crítica que giraba en torno a estos nuevos cineastas bendecidos por André Bazin. Jacques Rivette, Louis Malle, Agnès Varda, fueron completando el grupo. Luego cada uno fue forjando su propia personalidad, haciendo películas que nada tenían que ver entre sí aunque todos mantuvieron un nivel de calidad extraordinario. Godard pronto reclamó una atención específica que se saldaba con la reverencia hacia el genio o con el rechazo frontal. El caso Godard, como le denominaba Román Gubern en un libro que le dedicó en 1969, Godard polémico, en el que recogía la opinión de un crítico de Positif en 1962 oculto bajo las iniciales R.B.:
«Autor de algunos cortometrajes en los que ya se afirmaba su gusto por una logorrea de lugares comunes y una misoginia desenfrenada, Godard, para exhibir un filme que no se podía proyectar (A bout de souffle), lo trituró tranquilamente, contando con las facultades de bobería de una crítica que le sirvió para lanzar una moda: la del filme mal hecho. Chapucero impenitente de películas, autor de conversaciones imbéciles y abyectas sobre la tortura y la delación, publicista de sí mismo, Godard representa la más penosa regresión del cine francés hacia el analfabetismo intelectual y el bluf plástico».
III.
Recorrer la filmografía de Godard en cualquiera de sus cómputos produce asombro y algo de vértigo. Más de sesenta años transcurren entre sus primeros cortos de finales de los cincuenta y el cierre con Le livre d’image en 2018. Una filmografía de más de un centenar de títulos, muchos inclasificables por su disolución en grupos de combate o su formato introspectivo o antinarrativo. Godard se empapó de las épocas que fue atravesando hasta constituirse, de alguna manera, en guía o síntoma de ellas. De los rupturistas años sesenta, con su voladura incontrolada de los cimientos del lenguaje cinematográfico. De la polarización política e ideológica del pos mayo francés, explorando un cine militante que mira hacia Dziga Vértov o a las corrientes maoístas. Del complicado retorno desengañado a la industria cuando las flores revolucionarias se agostaron. Del pesimismo posmoderno en el cambio de siglo que ya no sostiene ni encuentra la fuerza de las grandes narraciones. Poco a poco Godard fue cortando amarras con el cine que le rodeaba, encerrándose en una mirada propia, casi interior hacia su memoria y la memoria del cine. Los últimos veinte años de su vida trasladan la impresión de una cierta soledad, cinematográfica y tal vez personal. La confirmación la trae el último film de Agnès Varda, Visages Villages (2017), en el que la directora se empeña en ir a visitar a Godard en su casa suiza de Rolle, a la orilla del lago Lemán. Llega a la casa cámara en mano, llama al timbre para una visita presuntamente acordada, pero la puerta no se abre. Varda enjuaga algunas lágrimas en su queja. «Le quiero mucho, pero es una rata». Como autor, Godard alcanza la rareza solitaria que solo le es permitida a algunos cineastas cimeros: la ausencia de discípulos. Muchos aceptan su influencia y su magisterio, pero su camino, sobre todo en la parte final, lo recorre él sin cómplices ni amigos. Luis Buñuel, David Lynch, Yasujiro Ozu, Robert Bresson, pueden ser otros nombres para encabezar la lista de genios tocados por la exclusividad artística.
IV.
El grupo de críticos de Cahiers du Cinéma adoraba el cine de Hollywood con la misma fiereza que denostaba el cine francés de su tiempo, le cinéma de qualité (con la evidente excepción de Jean Pierre Melville, homenajeado en A bout de souffle). Alfred Hitchcock, Sam Fuller, Orson Welles, Howard Hawks, entre otros muchos, fueron objeto de análisis específicos y defensas apasionadas en las páginas de la revista. Godard incorporó a su cine ese conocimiento en una doble dirección de amor y rechazo: para salpicar la narración con citas y homenajes; y para cuestionar sistemáticamente las convenciones lingüísticas que el largo dominio de Hollywood habían impuesto como canon indiscutible. Ese cuestionamiento quebraba la transparencia de la narración, sometida inevitablemente a un espejo oblicuo en el que se dejaban ver sus costuras. En esa postura aguerrida se mantuvo siempre Godard, con el saldo inevitable de provocación y escándalo desde sus primeras obras. Escribía el crítico Gilles Jacobs: «No hay buenos o malos Godard, hay unos que nos irritan más que nos gustan, y otros que nos gustan más que nos irritan». El conocimiento y la asunción del pasado cinematográfico fue aumentando en el cine de Godard hasta hacerse dominante y casi exclusivo en sus últimas obras. Desde la monumental Histoire(s) du cinéma (1987-1998), sus materiales buscaron más el rescate de archivo que la producción propia. Notre musique, Film socialisme, Adiós al lenguaje (¡exhibida en 3-D!), Le livre d’image, incorporan una catarata de fotogramas de películas muy diversas con las que el autor, muchas veces servido de su propia voz, reflexiona y propone conexiones sorprendentes, a una velocidad que desborda al espectador empeñado en absorber la totalidad. No estamos ante una peripecia narrativa que seguimos con fascinación irreflexiva, sino ante lo que se ha venido a llamar un filme-ensayo, solo digerible para espectadores avisados. «La filmografía entera de Godard es una rearticulación ensayística –en sentido etimológico- de un gigantesco archivo de imágenes y sonidos», anota Carlos F. Heredero en su artículo «De la orfandad», en el último número de Caimán Cuadernos de Cine.
V.
En los artículos que han abundado tras la muerte de Jean-Luc Godard se le ha comparado con otras figuras cimeras de diversas artes, con nombres que abren o cierran una época o que la dotan de una nueva personalidad. En la literatura su nombre se asocia con James Joyce. En la pintura, con Pablo Picasso. Ambos se hicieron cargo de las tradiciones que les precedieron y fueron capaces de desarticularlas para dar a continuación uno o varios pasos adelante en direcciones inéditas. La mirada de punto de vista único que Picasso fragmentó y multiplicó, negando toda posibilidad de homogeneidad espacial, tiene el correlato, en el cine inicial de Godard, de sus continuas transgresiones de la sintaxis y la verosimilitud. Las imágenes retornan a su materialidad y la película impulsa el distanciamiento del espectador, no muy lejano del que propugnara Bertolt Brecht. Sin embargo, a medida que el cineasta avanza en sus creaciones, el paralelismo con Pablo Picasso va resultando estrecho. Si este alejó el mundo figurativo sin abandonarlo, Godard fue más allá en el cuestionamiento del artefacto narrativo clásico. Las obras que arrancan de Histoire(s) du cinéma prescinden de cualquier familiaridad con ese canon. Sus imágenes no evocan ningún fragmento o posibilidad de realidad. Son imágenes en su gran mayoría extraídas de la propia historia del cine, de su inmenso catálogo. Por así decirlo, exhibe los elementos primarios de su arte, equivalentes a los que emplea un pintor olvidado de la figuración, un pintor de la abstracción: colores, formas, texturas. Godard acaba su carrera cerca de la pintura abstracta, componiendo imágenes, sonidos, mezclas, ritmos, palabras, títulos, con absoluta libertad, sin una historia que los engarce. Son películas que no se pueden contar después de vistas, que penetran de otra manera en la sensibilidad y la memoria del espectador. Tal vez su mejor guía es la frase que eligió en Histoire(s) du cinéma para fijar la naturaleza del cine, de su cine: «Un pensamiento que forma una forma que piensa».

Jorge Praga Terente (Sama de Langreo [Asturias], 1952) es matemático de profesión y crítico de cine. Como escritor ha publicado los libros Biografías del tiempo (1999), Cartas desde Omedines (2017) y Tierra de Campos infinitamente (2021), y participado en libros colectivos de orientación predominantemente cinematográfica. Sus colaboraciones en prensa y revistas culturales son muy numerosas. En la actualidad publica regularmente en el suplemento cultural de El Norte de Castilla, La Sombra del Ciprés. También imparte seminarios en el Curso de Cinematografía que organiza la Cátedra de Cine de la Universidad de Valladolid.
Para mí, Godard es el cineasta de dos películas únicamente: “À bout de souffle” y sobre todo “Le mépris”. En el resto, lo mejor suelen ser las frases que de vez en cuando (o constantemente como en “Nouvelle vague”, la película con A.Delon) se oyen en ellas, y que raramente son de Godard, que tuvo problemas con mucha gente, incluida la policía, a causa de su cleptómanía patológica. Incluso en sus entrevistas (que suelen ser muy buenas) plagia a los grandes autores que leía mucho soltando frases ajenas que le hubiera gustado escribir a él con un descaro descomunal. Esa ausencia de escrúpulos a la hora de robar, es una de las claves de Godard.
Luego hay la famosa carta de ruptura que Truffaut le escribe en mayo-junio 1973 (rechazándole una demanda de ayuda económica que Godard le hacía para poder acabar una película) y en la que el autor de “La Nuit américaine” le dice todo lo que piensa de él de manera tan clara como exhaustiva. Imposible saber quién fue Godard sin conocerla.
https://lemagcinema.fr/divers/lettres/la-rupture-entre-truffaut-et-godard/