/ una reseña de Fermín Herrero /
Qué mejor, cuando se echan los fríos sobre la meseta, este año acompañados de lo que los ubicuos meteorólogos llaman tren de borrascas, que disfrutar, refugiado enfrente de una buena lumbre de encina, de un libro en cuatro movimientos titulado Horas de invierno: unos cuantos ensayos sazonados con poemas y recopilados originalmente en 1999. De su autora, que murió hace tres años, la poeta de Ohio Mary Oliver, ya conocía, además de algo de su poesía, traducida en Valparaíso, otro libro de tintes ensayísticos y título igualmente hermoso: La escritura indómita (también en Errata Naturae). En esta ocasión, el título procede de la última parte del volumen, en el que nos resume sobriamente su día a día, bastante sedentario, feliz con su vida aislada en pareja en compañía de la que fue su agente, en un pueblo pesquero, por lo que parece (el vislumbre del mar, con el que acaba el texto, es prodigioso). A la poeta le encanta, durante un invierno oscuro cruzado también por temporales, pasear por los bosques cercanos: «Para mí la puerta al bosque es la puerta al templo». Estas caminatas son fundamentales para su expresión, muchas veces pensada al paso, no en vano confiesa en este sentido que «no podría ser poeta sin la naturaleza».

Para Oliver, la escritura poética es un «acto de escucha pausada y profunda» y a ello se aplica en sus versos o poemas en prosa, escritos generalmente al natural, al aire libre, «en prados, en la costa, a cielo abierto». Para su poesía, entre lo sensorial y lo intelectual, de intensidad en reposo, basada en «imágenes del mundo», se había autoimpuesto por aquel entonces, a la vista del nuevo siglo, tras casi cuarenta años de trayectoria, tres reglas: «entidad legítima, brío sincero y propósito espiritual», que cumple a rajatabla. Acaso cabría añadir la mirada compasiva, en la línea de Teilhard de Chardin, para quien «el dilema espiritual más angustioso del hombre es su necesidad de alimento, inevitablemente vinculada al sufrimiento» y que aquí vierte en criaturas como las arañas caseras y su progenie, los gansos o las tortugas.
En el prefacio, declara sin ambages que sigue siempre las enseñanzas de sus mayores, que deberían ser las de todos: «observar con pasión, pensar con paciencia, vivir siempre en la empatía». En lo literario se enmarca en una tradición autóctona que pasaría por Ralph Waldo Emerson, Rachel Carson y Aldo Leopard y sitúa sus escritos a zaga de Samuel Johnson, de sus agudas reflexiones «construidas sobre los cimientos de su devoción por la vida civilizada». Los considera ejercicios que aúnan meditación y memoria, encajando aquella en esta. Con la seguridad de que, «a fin de cuentas, ¿qué es la autobiografía sino una historia profusa e imposible de completar, un fracaso intenso, minucioso, expresivo, egoísta», afirma rotundamente que «la autora de este libro soy yo misma; no es un personaje ad hoc, como sucede en mis libros de poemas». Y tiene clara la idea general que guía la selección de los textos, que no «responden a acontecimientos o lapsos temporales precisos, sino que han nacido a partir de estados de ánimo, como respuesta a diversos sucesos mundanos».
Uno de ellos, tras pasar un curso como profesora en una ciudad del Medio Oeste que no especifica, es la construcción con sus propias manos, un tanto a lo Thoreau en Walden o a lo Jung, a quienes cita, de una casita, más bien casutaño, en el patio de su hogar, «fabricada casi en su totalidad a partir de materiales encontrados», a tal punto que le salió por el módico precio de «tres dólares con cincuenta y ocho centavos». Aunque pensada como cubil donde retirarse a escribir, al cabo terminó como almacén para herramientas y desván para cajas y trastos varios, lo que no es óbice para que disfrutase, con más entusiasmo que habilidad, pues pese a su afición a la carpintería no parece que la llamase Dios por ese camino, del placer del hecho mismo de construir, de la lentitud, del deleite artesanal en este mundo tan acelerado, en definitiva del trabajo manual paciente combinado con la escritura en los descansos; lo ideal, a mi juicio.
Lo más interesante tal vez sean las aproximaciones a poetas muy distintos entre sí, a los que tiene en mucho. De Robert Frost, a mayores de su equilibrio formal y métrico, enfatiza su modo de «describir la indiferencia y, con idéntica atención, la belleza del mundo», esto último seguramente debido a su capacidad de contemplación «gracias a su costumbre de detenerse: en los prados, en las laderas de las colinas, en la linde de los bosques». La dicción tradicional, las rimas y el «yámbico invariable» facilitan que «las meditaciones, los fervores, las revelaciones, los clamores y los lamentos de amor se pronuncien con llaneza, siempre con su inconfundible voz clara y apesadumbrada».
Del jesuita Gerald Manley Hopkins, poeta a mi escaso entender, como el anterior, admirable, señala con tino que sus «asombrosos versos de pasión y gratitud en los que no hay ni meditación ni preguntas, sino, siempre, un compromiso entusiasta, son plegarias, son ornamentos, son celebraciones». Qué poeta Hopkins el bipolar («era propenso a vivir en la más plomiza de las profundidades o en la más turbulenta de las alturas»), Hopkins el místico («un deseo de trascender las meras palabras que enumeran las evidencias terrenales de Dios y de fundirse con él por completo»). De Edgar Allan Poe, su atormentada personalidad y sus «trances de aflicción metafísica» en el autor de El cuervo tan frecuentes debido a su estado constante de abatimiento, al carecer de certidumbres emocionales y de confianza alguna hacia el mundo de su alrededor, destaca como eje central de su obra «la angustia ante la ausencia de un conocimiento fehaciente sobre la esencia del universo o sobre la existencia de un orden moral implícito». Se fija en algunos de los cuentos de Poe que más me conmueven, como «Ligeia» o «Berenice», rastreando en sus protagonistas los ojos de su prima y mujer Virginia, muerta al poco de casarse con ella, como la Leonor machadiana.
A Shelley lo aborda en la hora final, en la barca junto a su amigo Edward Williams. A Walt Whitman, en el breve ensayo «La réplica del milagro», lo tilda de operístico y se lo imagina escribiendo siempre en su «nube mística flotante», para subrayar, pese a «su inmensa soledad» vital, la enorme fuerza persuasiva y su determinación desde un tono «de invocación y de trascendencia», en torno sobre todo a «Canto a mí mismo» y a Hojas de hierba, al que dedica una intensa sarta de adjetivos: «descomunal, alargado, opulento, ilustrativo, intenso, profético, tierno, suntuoso».
Mención aparte merecen sus breverías, a las que llama «Lenguadinas», ya presentes en La escritura indómita, que entrarían más o menos dentro de los dominios del aforismo. Ahí va un surtido, un tanto a granel: una existencial, «lo que calificamos de definitivo es, ya de entrada, un alarde»; una metafísica, «en lo manifiesto, lo espiritual es la parte que no deja huellas en la nieve»; una como de esta tierra llana y pinariega desde la que escribo, «la pina piñonera guarda secretos que jamás revelará»; una musical, «todos los días pienso en Schubert y en el misterio de sus seiscientos Lieder»; y otra, por último, literaria, «el bueno de Emerson: de ideas siempre apasionadas, de pasiones siempre sensatas».
Por estas fechas siempre me acuerdo del gran poeta y diarista segoviano Luis Javier Moreno, de cómo le gustaba aludir repetidamente, en cuanto se echaba encima el invierno (igual que cuando el otoño se entibiaba, soleado, varios días, lo que ahora califican horriblemente como veroño, suspiraba al recobrar el verano indio, que ha desaparecido como denominación incluso en Estados Unidos por mor de los estragos de la corrección política, de sus felices estancias en Iowa) a aquel alejandrino del maravilloso poema «Píos deseos para empezar el año» de su cercano Jaime Gil de Biedma: «cuando el tiempo convida a los estudios nobles». Pues bien hemos entrado en esa época de recogimiento, qué mejor que hacerlo con estas Horas de invierno.

Mary Oliver
Errata Naturae, 2022
184 páginas
19 €

Fermín Herrero Redondo (Ausejo de la Sierra [Soria], 1963) es un poeta que circunscribe la mayor parte de su obra al paisaje de su pueblo natal, en torno a la presencia de la naturaleza y sus ciclos unidos a la existencia, la belleza de lo humilde, la recuperación del tiempo pobre y agrícola de los padres, el recordatorio del horror de las ideologías que calcinaron el siglo XX, la lentitud y la espera. Hasta la fecha, ha publicado los libros Anagnórisis (1994), Echarse al monte (1997, Premio Hiperión), Un lugar habitable (1999), Paralaje (2000), El tiempo de los usureros (2003), Endechas del consuelo (2006), Tierras altas (2006), La lengua de las campanas (2006), De la letra menuda (2010), Tempero (2011), De atardecida, cielos (2012, Premio Ciudad de Salamanca de Poesía), La gratitud (2014), Sin ir más lejos (2016, Premio Nacional de la Crítica) y Alrededores (2019). Figura, entre otras, en las antologías Cambio de siglo, Animales distintos y Fuera de campo.
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