/ una reseña de Carlos Alcorta /
Mucho se ha escrito sobre los periodos de sequía, de falta de inspiración de los poetas, un hecho que, generalmente, ni el protagonista involuntario sabe explicar. Carlos Marzal (Valencia, 1961) ha estado catorce años sin publicar: los que han transcurrido desde la aparición de Anima mía (2009) hasta Euforia, su última y extensa ―son 116 poemas― entrega poética, integrada por unos poemas escritos, según afirma el autor, en los últimos dos años. El poema «La visita» comienza con estos versos, y resulta muy ilustrativo en este aspecto: «Después de muchos años sin escribir ninguno,/ ayer logré acabar otro poema». Explica esa incapacidad de este modo:
Mi escritura requiere de un cierto clima,
una temperatura del espíritu
que se aproxime a la felicidad,
sobre todo si trato
de explicar la experiencia del dolor
o hablo del desconsuelo.
Cuando siento
que mi conciencia tiende hacia lo oscuro,
me educo en claridad.
Quizá por eso prima en estos nuevos poemas el entusiasmo vital y una voluntad, sin apenas fisuras, de dar cuenta de esas emociones que llevan a enaltecer cualquier acto por cotidiano que sea, porque son precisamente estos actos (hacer la lista de la compra, tender la ropa, visitar librerías, un baño al mediodía), y no los grandes acontecimientos, los que fidelizan al autor con el deseo de vivir la realidad («Salvas la realidad, sus pormenores,/ con tu actitud alerta») de un modo conscientemente admirativo. «Ya no quiero pasar por razonable:/ aquí solo cantamos a la euforia», escribe en el poema «De todo corazón», pero el significado de euforia no solo se refiere en sus poemas a vivir la vida siempre al límite, con un grado de intensidad casi irracional, lo que resulta a todas luces imposible, sino a su significado etimológico, hoy casi olvidado, que se refiere a la capacidad para soportar los reveses de la existencia.
Uno de esos reveses puede ser el envejecimiento, aunque Carlos Marzal se resiste a mirar atrás pensando que cualquier tiempo pasado fue mejor y contempla el ahora sin nostalgia, como una nueva oportunidad de ser feliz, de sacar el máximo partido del momento que se está viviendo, además.
En otro tiempo
―ocurría en verdad en otro mundo,
en un planeta otro:
la impune juventud―
alguien ya con sesenta años no era un viejo,
simplemente no era.
Hoy el peso de la edad es otro, más liviano sobre todo para quien lo sobrelleva no como un lastre, sino con el equipaje necesario para continuar el viaje de la vida. Esta reincidente mirada que busca la plenitud del instante ―una teoría opuesta a la práctica que ninguna religión ha logrado solucionar―, sin preocuparse apenas de nada más, se entiende mejor si compartimos la forma de ver el mundo de Marzal ―y hay que advertir al lector de que su peculiaridad puede ser tremendamente adictiva―:
Lo fúnebre no cabe
en mi manera de entender el mundo,
igual que el malditismo,
esa simpleza
de los temperamentos infantiles.
No quiere decir esto que Marzal sea inmune al dolor y el sufrimiento ajenos, pero piensa que su escritura debe, en este instante preciso de su vida, concentrar sus esfuerzos en cantar lo mejor de ella, no en recrear, con una especie de fatalismo irredento, lo más trágico. Esta postura nos recuerda a lo que Emerson llamó «el estado de ánimo optativo», con la diferencia de que Marzal apenas ve sombras que le impidan mantener a salvo la esperanza. Él mismo confiesa: «solo valgo la pena en mi alegría» y a la búsqueda de esta alegría consagra toda su poética. ¿Qué otra cosa puede hacer quien afirma que «se está bien en el mundo,/ en especial si el mundo decide estar a bien/ con el huésped que somos?». Para algunos, sin embargo, resulta demasiado fácil decir ―y cantar― que todo está bien. Habrá quien solo vea en estos poemas un ejercicio de yoísmo del que está ausente esa solidaridad colectiva que afianza el futuro.
Algo de esto podemos percibir, sin embargo, en los poemas dedicados a recordar a amigos fallecidos, entre otros, Francisco Brines, Miguel Ángel Velasco o Joan Margarit: «Los amigos que han muerto no están muertos, / al menos no del todo: viven en la pereza/ de mi memoria». Nada que objetar. Cada lector posee su propia interpretación de lo que lee, y el mismo Marzal lo aplaudirá, porque él es tan consciente como cualquiera de los dramas que asolan la existencia (basta con leer el último poema del libro, «La muerte y los leones»). Pero su propósito es otro, tan lícito o más: dejarse arrastrar por una ola de optimismo para ensalzar, algo no frecuente en nuestra poesía (Guillén y Neruda son los precedentes que nos vienen ahora a la memoria; más lejanos, también los poemas de alabanza, sin el componente religioso, de Hopkins), la belleza de lo humilde, la luz que desprenden los objetos que nos rodean. Quizá, como dijo Hannah Arendt, este libro haya sido escrito «en un contexto de optimismo imprudente», pero la evolución de los poemas refleja el movimiento de una mente al acecho. Hay momentos de alegría, incluso de humor también fundido con la esencia de los poemas, pero no ha desaparecido del todo la presencia del dolor porque, como escribió Rumi, «La herida es el lugar por donde te entra la luz».
A partir de aquí, Carlos Marzal formula proposiciones acerca de las peculiaridades cotidianas que nos proporcionan felicidad y logra remontar y elevar de nuevo su experiencia hacia la revelación y el asombro que conforman el día a día, y esta es, sin duda, una de las mejores enseñanzas de este libro magnífico e inspirador. Nos fascina además ese lenguaje celebratorio de quien trata de darle un sentido positivo a todo, aunque, paradójicamente ―el mundo de la paradoja es especialmente querido por nuestro poeta―, afirme que nada tiene sentido. Algo similar ocurre con la visión del tiempo. Marzal canta la temporalidad de las cosas, pero esto no resulta contradictorio con su deseo de que ciertas personas, ciertos actos permanezcan en la memoria, en la escritura. En resumen, la belleza de estos poemas proviene no solo de la personal visión del mudo de Carlos Marzal, sino de cómo ha conseguido trasladar dicha visión a la escritura, una escritura que contagia al lector su propio vigor, el vigor del optimismo.
Cinco poemas de Carlos Marzal
Romero
ME he frotado las manos con romero.
Su aspereza fragante me ha lavado
de cualquier ansiedad, y de repente
he pensado en los clásicos: no sé
si en esta conjetura soy preciso.
Perfume niño, joven, nuevo, viejo.
Me he llevado las manos a la boca
para beber de él,
y respirarlo.
No sería mentir si ahora dijese
que ha cantado el romero
y lo he entendido.
Si fuera permanente su fragancia,
no hay duda de que nada moriría.
Cantidades discretas
A menudo, en la cama,
por las noches
me entrego a esta aritmética inmanente,
como conozco en mi nomenclatura
mis leves neurastenias transitorias.
¿Cuántos libros me quedan por leer,
cuántas cenas me quedan entre amigos,
cuántas veces de verme en el espejo?
Aflicciones domésticas: ¿en cuántos
vasos he de beber, hasta ese día
en que todos los vasos estén rotos?
¿Cuántas migas de pan, y cuántos besos,
cuántos abrigos, di, cuántos saludos,
cuántas piedras al mar, cuánto de cuánto?
Este amor que yo siento es numerable.
Cantidades discretas e infinitas.
Desenlace con tormenta
CÓMO aprieta la lluvia,
cómo bate
contra las cristaleras,
con qué rabia
azota esta ciudad, para que expíe
cualquier pecado de una vez por todas.
Cómo arrecia la lluvia, las tormentas
no tienen en el mundo equivalente.
Qué estrépito, qué purificación
para todo el que escuche.
Me insinúa
los arrebatos puros de algún loco.
Qué forma de vibrar, qué descalabro.
Y qué manera de venirse arriba.
En cualquier fin del mundo haría falta
la participación coral de las tormentas.
Profesiones de fe
PROCURO elaborar buenos augurios
para mi uso doméstico. Inocentes
ritos supersticiosos.
Esas páginas
que abro al azar contienen un oráculo
cifrado para mí en la última línea:
y yo lo leo siempre a mi favor.
Soy mi mejor profeta, el hechicero
que sabe traducir la realidad
a términos propicios.
En las llamas
de la estufa de Serra hay memorandos
con los que yo negocio mi futuro.
La profesión del escritor consiste
en descubrirle al mundo su aventura.
Conviene ser copioso en esperanzas.
Qué curiosa la voz
QUÉ curiosa la voz, qué impertinente.
No envejece por más que envejezcamos.
Alguien dentro de ti repite en vano:
Eres el mismo. Canta lo de siempre.

Carlos Marzal
Tusquets, 2023
264 páginas
7,99 €

Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas (2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
Si alguien pudiera explicarme dónde está la poesía en estas frases triviales, se lo agradecería mucho:
-Mi escritura requiere de un cierto clima, una temperatura del espíritu que se aproxime a la felicidad, sobre todo si trato de explicar la experiencia del dolor o hablo del desconsuelo.
-Lo fúnebre no cabe en mi manera de entender el mundo, igual que el malditismo, esa simpleza de los temperamentos infantiles.
-Se está bien en el mundo, en especial si el mundo decide estar a bien con el huésped que somos.
-A menudo, en la cama, por las noches me entrego a esta aritmética inmanente […] ¿Cuántos libros me quedan por leer, cuántas cenas me quedan entre amigos…
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