/ una reseña de José Carlos Díaz /
El año pasado reseñé, con motivo de su publicación, el libro Cantos, de Pedro Luis Menéndez. Se reunían en él cinco extensos poemas, aparecidos previamente en ediciones físicas o electrónicas, además de un sexto libro final inédito. Era el recorrido de cuatro décadas de poesía caracterizada por el rigor, temático y expresivo. Los poemarios últimos antologados en él se escribieron bastante recientemente, todos ellos en un período corto de tiempo, periodo en el que ahora sabemos se concibió también La madriguera, libro que, según el propio autor, fue gestándose en 2018, hasta darse casi por concluida en 2020.
Así pues, se puede rescatar lo que en aquella reseña se decía sobre este período creativo de Pedro Luis Menéndez, del que, por tanto, forma parte La madriguera, obra, como aquellas, que afianza una voluntad de ahondar en la contención del decir, así como en que lo dicho no se abarate por ligereza alguna; poemarios que han ido convirtiendo progresivamente los versos de Pedro en un testimonio más íntimo, en el que se atestigua la realidad circundante desde una óptica de ecos casi existencialistas, o se desvela, sin perder el pudor del recurso literario, una sentimentalidad introspectiva. También se aludía entonces a la ciudad como una de las constantes argumentales de la obra de Pedro L. Menéndez, que aparecía incluso como título de Ciudad varada, una plaquette que ofrecía otra clave temática más, la obsesión del autor por los modos y maneras en que la vida transcurre en cualquier ciudad asediada por la guerra o la rutina: el desarraigo profundo de las retaguardias bélica o cotidiana.
Pues bien, La madriguera, este poemario dividido en tres capítulos bien diferenciados por el distinto contenido temático que los distingue («La madriguera», «Mudanzas» y «El camino de vuelta»), y al que se le concedió el prestigioso Premio José Luis Hidalgo, es un libro en el que también comienza siendo protagonista la ciudad, concretamente en el capítulo que le da título al poemario, donde se resalta ese atrincheramiento en el desencanto sobre el que giran sus versos, ese confinamiento que no es el de la pandemia, pues, como se dijo, el libro se concibió en 2018, pero un confinamiento que de un modo casi profético nos ofrece unas pautas de recogimiento parecidas a las que aquel trance nos exigió poco tiempo más tarde.
En esta obertura se entonan la rendición («paz y amor para los cobardes»), el enclaustramiento («construiste la casa para el miedo») o la esterilidad («es un arte difícil este de la impotencia»). La vida encerrada es reflejo de la desolación que nos infligen las tardes de los domingos, que «a veces tienen costra, y se parecen a una cicatriz conocida», y que «se encierran, como es sabido, en sí mismos, sobre todo los domingos de invierno rigurosos», cuando nos puede «el deseo del refugio, el afán por alcanzar la madriguera». Esos domingos parecen ser sinécdoque del resto de los días: «una condena como otra cualquiera», en la que «repetirnos como la morcilla» (parafraseando a Ángel González).
Si conformáramos campos semánticos con la agrupación de las palabras que aquí van remitiendo a una misma idea, a una misma sensación, vertebrada a través de estos poemas primeros, enristraríamos por un lado términos como: miedo, crueldad, silencio, terrores, frío, cobardes, impotencia, vacío, indiferencia, cicatrices; pero también alusiones espaciales a la madriguera, el suburbio, el refugio, el barrio, el encierro, lo de dentro. Estas asociaciones significativas refieren un ámbito de recogimiento desde el que resistir, a través de la reflexión o la escritura, eso sí, desesperanzadas, a la hostilidad amenazante de la vida. Y enfrentarla, además, mayormente en la noche, que se reitera como fondo sombrío de muchos de estos versos.
«Mudanzas», el capítulo siguiente, tiene por asunto el desamor y, a retazos, es crónica en el tiempo de esas relaciones que terminan por volverse tan vulnerables como los castillos de arena (título del poema que abre este apartado), y ello se relata, además, a una altura de la vida en que ya se puede escribir que «mienten quienes afirman que la vejez es sabia». «Mudanzas» es desengaño: «Cuando dejas que resbalen los sueños por tu piel respiras más alegre, como hacen dos niños después de una pelea. Liberados. Sin ansia». «Mudanzas» es desesperanza, pues por más que nos quede «un resto de ternura», saben los amantes «que el tiempo se ha agotado y solo permanece la costumbre», «un pasaje sin vuelta» a lo que en Oleiros fue amor o en Besalú empezó a tornarse gris, a todo lo que duerme lejos, en una playa solitaria, como esa Douve idealizada a la que alude el poema final de esta parte, tan inalcanzable como el deseo de un amor invulnerable. Como si el autor quisiera dejar constancia, a través de ese retablo de relaciones truncadas, de que el final siempre será el mismo: un golpe, como se dice en el poema Sin defensa; una sucesión de golpes «que no abren heridas, pero duelen. […] Y nunca te acostumbras, ni queriendo».
Por último, en «El camino de vuelta», el registro poético se transforma en más realista, más descriptivo, adopta un pulso carveriano, conmovido con esos dramas cotidianos que truncan esperanzas, siegan existencias, paulatina o súbitamente, pero siempre ante la indiferencia de casi todos («el mundo olvida», «nadie escucha»). Todo este cúmulo de tedios («Él conducía mientras ella se recostaba aburrida en su asiento»), de inocencia interrumpida («los niños ya no juegan en la calle. Los niños ya no ven»), de turísticas invasiones bárbaras («los bárbaros aguardaban dentro, esperando el instante en que reunieran cuatro euros de crédito para ocupar la calle»), de naufragios, crímenes, desapariciones, de cadáveres «amortajados en ese bálsamo de calma que proporciona la vida en Occidente», todo ello se relata con una perspectiva cenital en la que no se explicitan juicios ni condenas, pero en la que late una sutil piedad por un mundo en el que, mientras toda esta calamidad ocurre, se hace la compra de la semana en Mercadona, con la compañía de los villancicos sin tregua en los altavoces. «A buen volumen. Como Dios manda». Por eso se abre, no en vano, esta tercera parte del libro con una cita de Paul Celan, autor paradigma de la desesperanza.
Pedro Luis Menéndez siempre ha manifestado la necesidad de que la música paute el poema («un poema sin música es nada», ha afirmado en alguna entrevista), y de que esa música no se limite sólo a ser eco de la métrica clásica, sino que se adapte a la voz singular del poeta y a la intencionalidad de sus versos. Así lo advertimos en «La madriguera», donde se comide la expresión utilizando una métrica elemental pero efectiva; bastante similar en los dos primeros capítulos y de aliento más narrativo en el tercero.
Al libro, ya por resumir, creemos reconocerle los asuntos que lo estructuran: el exilio íntimo, el desamor y la piedad sobrepuesta al estupor. Tratados no a través de una poesía que quiera transparentar la exacta motivación que la generó, tampoco que pretenda, sobre todo en las dos partes primeras, acotar su significación con versos enunciativos, sino sugiriendo, mayormente, sensaciones de tintes expresionistas, construyendo una atmósfera que, salvo al final, suele ser mucho más emocional que narrativa. Un libro, en fin, absolutamente recomendable, del que no deben esperarse versos complacientes, sino verdad y oficio. Aquello que Torga quería que fuese el escritor: «ser como hombre una autenticidad innata y como artista una angustia expresada».
Selección de poemas
Nimiedad
En mi barrio han encendido
el alumbrado navideño. Los abetos
cuelgan de las farolas como espantapájaros
verdes, y a la puerta de la panadería
han colocado un papá Noel de cartón
piedra.
De vuelta de la farmacia
saludo a unos vecinos que pasean
a su perro, protegido el frío
con un abrió de colores.
Una niña
cruza en patinete, vuelve rápido
a casa porque está empezando
a llover
Hay días
en que me duele el corazón.
En otros, no.
Barrio residencial
De noche, al otro lado de la ciudad,
permanece la vida.
En el suburbio
todo es diferente: en él se ocultan
las casas del silencio,
los salones de baile vacíos, los ecos
de tantas melodías sin nostalgia. Se está bien aquí,
muy lejos del frío. Algún asesinato nos conmueve por poco tiempo.
Después, regresamos. La madriguera es cálida.
Canción del desamparo
Resulta duro el dolor de contar la historia
una y mil veces, como el viejo marinero,
perturbado en la conciencia de su necesidad. Por eso, ven, acércate a mis labios,
si no te asquea mi olor a fumador,
y bésame desesperadamente
a un minuto del Juicio Final. Con música de tango o de milonga,
con un compás antiguo que se quiebra
por la ausencia de amor,
o por su pérdida,
atrévete a morder esta lengua marchita,
condéname al silencio.
Hotel
Habrán cambiado las sábanas un montón
de veces, por supuesto. Nada quedará
de nuestro olor, pero, si alguien mira
en la hondura de la noche, algún insomne
perdido que no logra conciliar el sueño,
podrá apreciar la muesca en el cabecero,
esa señal secreta que los más viejos
de Oleiros llamaban amor.
Lo era.
Vals
Una niña está cantando al otro lado
de la pared. Su hermano la interrumpe
y luego gritan, los dos. No conozco
el motivo.
De la calle llega
el sonido diáfano de unos tacones
que cruzan.
También un coche
que chirría en la rotonda, lejano. Los sábados no pasa el camión de la basura.
La basura se queda quieta,
retenida,
inútil,
como una canción que se resiste al olvido. Y vuelve cada noche.
Revoluciones
Si una tarde de otoño el viajero
repara en la frontera que retiene
sus pasos, mira a su alrededor
y no encuentra el territorio
que pueda conmoverlo,
a él y a los suyos,
sería preferible que pensara en sí mismo
como un bello cadáver,
amortajado en ese bálsamo de calma
que proporciona la vida en Occidente: un cuidado jardín, un colchón confortable,
una nevera repleta, un maravilloso
grifo por el que mana el agua caliente. Y deje para mañana
enarbolar banderas y consignas,
esas cosas de antes o de otros.

Pedro Luis Menéndez
Libros del Aire, 2023
88 páginas
14 €

José Carlos Díaz Pérez (Gijón, Asturias, 1962) es licenciado en filología hispánica por la Universidad de Oviedo (1985). En 1984 fue fundador, con Juan Ignacio González, del Grupo Poético Cálamo, que desde entonces, entre otras actividades, viene convocando el Premio de Poesía Cálamo/GESTO. Junto a colaboraciones esporádicas a lo largo del tiempo en distintas publicaciones, es editor desde 2006 la bitácora digital Los diarios de Rayuela y autor de los siguientes títulos de poesía: Velar la arena (1986), La ciudad y las islas (1992), Contra la oscuridad (2004), Convalecencia en Remior (2015), Cantata de los días tasados (2017). En cuanto a obra narrativa, es autor de los siguientes títulos: Letras canallas (2009), Aunque Blanche no me acompañe (2014) y Vísperas de nada (2017).
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