/ una reseña de Manuel F. Labrada /
En un célebre pasaje de sus Trabajos y días, Hesíodo aseguraba que treinta mil inmortales «cubiertos de niebla» recorren la tierra vigilando las sentencias y malas acciones de los reyes. Esta suerte de daimones o entes protectores, necesarios garantes de la justicia, aparecen en muchas culturas y religiones, aunque modulados de muy diferentes maneras. Algo parece que nos falta; o quizás tan solo sea que nos disgusta estar solos. Deseamos contar con testigos que salven nuestras acciones del olvido o nos acompañen en los momentos de alegría o infelicidad. Númenes de toda clase y credo han cumplido desde tiempos inmemoriales dicha labor de acompañamiento. Al menos, hasta nuestros días… Por suerte, a falta de ángel, la mirada del poeta también puede hacer algo por nosotros; como aquella con la que Rilke salvaba la perdida sonrisa del joven volatinero a su madre, que ningún ángel, ni tan siquiera el invocado por el poeta, parecía dispuesto a recoger. Algunos de estos espíritus protectores aún planean sobre el nuevo libro que acaba de publicar Trea, El ángel que no duerme (2023), de Beatriz de Balanzó Angulo: un variado abanico de relatos breves que ponen su acento en la humanidad más doliente y precisada de consuelo. Cuentos de una gran condensación y emotividad, imbuidos de un delicado aire crepuscular, de esos tonos agridulces que inspira el ángel de la melancolía de Durero, que ―así sucede en el relato que da título al libro― hunde su pluma en los sentimientos de pérdida. La melancolía, el recuerdo vivificado por el sentimiento, es muchas veces materia literaria: una relación dialéctica entre pasado y presente de la que puede surgir la poesía.
Una parte significativa de los relatos que integran El ángel que no duerme centran su atención en situaciones y seres que para nuestra sociedad actual resultan invisibles o poco menos, pero que reciben de la autora una mirada restauradora. Sus protagonistas son personas débiles o de edad avanzada, necesitados del apoyo que pueden brindarles amigos y familiares: una ayuda necesaria a la hora de dar ese paso decisivo que tanto les cuesta («Ver de otro modo»). También personajes enfermos o en el declive de su existencia que hallan en el recuerdo de momentos felices y significativos del pasado una validación de su vida presente, un acicate para aferrarse a ella. Así lo veremos en el relato titulado «Entre la butaca y el corazón», donde la lectura de una vieja carta basta para recuperar la ilusión perdida. El recuerdo de un pasado luminoso, visto en perspectiva, ilumina el presente. Mucho de lo que hicimos o fuimos (o una parte tan solo, la mejor) era también para ahora: vivir para construir un relato, o mejor aún, un recuerdo que nos sostenga no deja de tener su sentido. En «Aunque fuera tarde» la autora reivindica el amor para los ancianos y enfermos: un relato en las antípodas de aquel cuento, tan magnífico como cruel, que escribiera Hawthorne, Las campanadas de boda, donde los esponsales de unos ancianos se veían acompañados por los sones y rituales de un funeral. Una parte importante del valor emotivo de estas y otras ficciones del libro emana de la contraposición de situaciones opuestas, la vivida en el presente ―marco escenario del relato― y la recordada que aporta el lenitivo.
Como cabía esperar en un libro tan atento a la humanidad más doliente, no faltan tampoco entre sus páginas algunas escenas de duelo, como la representada en «El funambulista y la casa de las flores», protagonizado por un niño que oficia de testigo. Una historia que se resuelve en un mensaje de esperanza y renovación. Trazado con una tinta más oscura, «Todavía con ellos» cuenta los pesares de dos viejos amigos que comparten el recuerdo de una experiencia atroz: un duelo aún no superado. Un relato, entre dramático y nostálgico, que evidencia cómo las relaciones humanas pueden en ocasiones, de manera un tanto perversa (aunque comprensible), dificultar el necesario olvido. Muchos de los relatos de Beatriz de Balanzó Angulo constituyen instantáneas cargadas de emoción. La autora busca retratar el momento culminante de un proceso, que queda así expuesto de una manera más efectiva. Momentos en que la vida se adensa. En «La espera», el fugaz reencuentro con el cuerpo de la persona desaparecida, que se desea tanto como se teme, señala el inicio de un camino de pérdida y olvido que solo tiene como límite la eternidad. Aún más dramática resulta la escena de soledad ante el duelo narrada en «Por la rendija», tan condensada como terrible. Un carácter mucho más amable informa «El misterio de Leo»: la enternecedora y divertida pintura de un niño que busca angustiado y a la carrera su cuaderno de escritura perdido.
Pero los relatos de Beatriz de Balanzó Angulo no pueden en modo alguno reducirse a un único registro. Aunque muchos de ellos manifiestan perfiles de misterio y ambigüedad, los hay que se nos presentan como verdaderos enigmas. Así parece que sucede con «Alicia» y «El caso Alicia», complejas ficciones que ofrecen dos diferentes perspectivas de unos mismos sucesos y personajes, que giran en torno a una mujer de personalidad poco menos que inasible. Una historia narrada con las urdimbres de un relato policial clásico ―de su parodia―, donde un detective de pipa y lupa investiga un extraño caso en el que el amor y una aparente locura contribuyen a obstaculizar ese difícil empeño que es definir la realidad. Como dos espejos enfrentados, las miradas del enamorado y del detective parecen complicar el asunto más que aclararlo. Igualmente enigmático le resultará al lector el relato titulado «“La muerte se anuncia”», breve crónica de una obsesión sobrevenida casualmente a su protagonista, que culmina bruscamente en una inesperada y ambigua liberación. Otro relato casi inescrutable es el titulado «Vagabunda luz», quizás una metáfora del deseo, que bien podría explicarse apelando a un expeditivo proverbio de William Blake: «el que desea, pero no actúa, engendra podredumbre».
Otro rasgo notable en el hacer literario de Beatriz de Balanzó Angulo es su interés por explorar, de manera sutil e ingeniosa, dominios reducidos y modestos. Así se manifiesta en «La comunidad que jamás salió a la calle», una imaginativa minificción que cede todo el protagonismo a esas prendas de vestir que nunca nos pusimos, y en las que no es difícil ver un trasunto de proyectos humanos rotos o frustrados. Nuestros objetos personales, postergados en ocasiones, pueden impartirnos no solo lecciones de paciencia, sino también motivos para meditar sobre nuestra transitoriedad. Es el significado que emana de los objetos humildes pero cargados de humanidad (como el que sustentaba aquel célebre soneto de Rafael Morales, Cántico doloroso al cubo de basura). Dicha función simbólica también podrían ejercerla algunos libros no leídos, el viejo cuaderno de notas que aún espera nuestra primera anotación o un instrumento musical que no aprendimos a tocar y que ―como el arpa de Bécquer― aguarda su momento de gloria olvidado en un rincón. Todos aquellos objetos familiares, en suma, en los que depositamos una ilusión que no llegó a cumplirse. Pero es preciso reconocer que la fraternidad de las ropas que nunca salen del armario, moldeadas a imagen y semejanza del cuerpo humano, encarna una fuerza alegórica poderosa y cercana (recuérdese la estrofa XVII de las Coplas de Jorge Manrique), imbuida además de un matiz misterioso e inquietante, casi fantasmal. Otra formulación literaria de ese valor significativo de las prendas de vestir la encontramos en «Mirada en cinta», un breve y original relato donde el objeto de adorno femenino ―un lazo rojo― es puesto en valor por el procedimiento de hacerlo visible cromáticamente en su entorno, tal como si lo subiéramos a un escenario. En la misma línea podríamos situar «Un zapato en la puerta»: una metáfora ―un tanto arriesgada, si no hubiéramos asumido ya la poesía de los objetos modestos, aparentemente prosaicos― de la dificultad de desanudar esa confusión de los sentimientos que entraña el duelo, la pérdida. Desatar un zapato puede representar una experiencia tan desasosegante como esas pesadillas en las que no logramos enderezarnos. La autora se acoge, como en sus anteriores relatos, a una retórica de proximidad que sabe extraer sus referentes del mundo de lo cotidiano.
Aunque abundan las figuras femeninas en el libro, hay relatos en los que reciben una atención más particularizada. Es el caso de «Aromamonte», un bello texto que incluye cinco breves estampas de mujeres marcadas por su apego a la tierra. Depositarias de una alegría sencilla, son naturalezas plenas que viven alejadas de las urgencias y agobios de la urbe, ancladas en un presente donde el futuro se manifiesta no con amenazas ni incertidumbres, sino «tan imprevisible como esperanzador». Una feliz tribu de mujeres de pueblo, de espíritu generoso, al que se añade una «flor de otras tierras», llegada de la ciudad para poner su granito de arena en la misión de revivificar un perdido rincón de la España rural, nunca vaciado de valores humanos. «Furimusa: tiempos de duelo» es una de las invenciones más dinámicas y emotivas del libro; un ejercicio de fantasía desbordada, casi visionaria. Inspirado en la mitología clásica, el relato está protagonizado por una bandada de furias que la autora se complace en presentarnos inmersas en una orgía de fuego, rabia y destrucción. De manera parecida a como Brunilda, tocada por el amor, deponía las armas de su inmortalidad inhumana, Furimusa, la furia protagonista, renuncia al ansía destructora y vengadora que su naturaleza le exige sublimándola en creación artística. La furia ―contrafigura del ángel― deviene así en musa: de Alecto a Polimnia. Una idea ya prefigurada, en un orden diferente pero paralelo, en el brevísimo relato que daba título al libro, «El ángel que no duerme», donde un ángel atento transmutaba la melancolía en sonidos y palabras redentoras. Metamorfosis ciertamente alentadoras, pues en muchas ocasiones la vida se complace en hacernos recorrer precisamente el camino contrario.
Finalizada la lectura del libro, resta subrayar una vez más su tono marcadamente lírico, como así nos lo anunciaban los dos emocionantes poemas, tan melancólicos como consoladores, que abren y cierran la colección; como también el último y enigmático texto, «Estaciones», donde se utiliza en ocasiones la rima. Unas prosas breves y medidas, con alma de poema, que leeremos con el respeto y la admiración que impone una escritura bella, muy elaborada y sincera, en la que su autora ha puesto una parte importante de su corazón y su saber.
Extractos del libro
«Hay una sabiduría que se encuentra en las personas que viven próximas a la tierra, a la naturaleza y sus procesos, a los animales y al huerto, a las viñas y a los frutales, al corral y a las casas de paredes de piedra y escaleras con verduras y tocino preparado para sazonar en los recodos, olor a madre más antigua que la que conocemos, olor a primitivo, a primigenio, a lo previsible e imprevisible de la vida».
«Nunca bebían si Ernesto declinaba sucumbir en las garras de la guerra y el recuerdo. Las veces que, con manejo y entusiasmo, se llevaba a Aurelio al huerto y le enseñaba las patatas que había sembrado, o las plantas aromáticas, algunas flores, sobre todo si era primavera y se despojaba alguna flor de su invierno, entonces el tono era amable, distendido. Al principio Ernesto tenía que usar la fuerza, la entereza, hacer ver que no había otra cosa más importante en el mundo que ese pedazo de tierra en el patio de su casa. Convencido Aurelio, nunca convencido, pero un poco sometido al envite de Ernesto, hacían su presencia en el jardín y entonces el aroma de las flores, las hierbas o el huerto los transportaban a otro jardín del recuerdo. Una infancia en el pueblo, un paseo con sus novias, un fragmento de realidad tierno, acaso todavía ajeno a la pisada del miedo».

Beatriz de Balanzó Angulo
Trea, 2023
88 páginas
12 €

Manuel Fernández Labrada es doctor en filología hispánica. Ha colaborado con la Universidad de Granada en el estudio y edición del Teatro completo de Mira de Amescua. Es autor de diversos trabajos de investigación sobre literatura española del Siglo de Oro. Entre sus últimos libros de narrativa publicados figuran: Elrefugio (2014), La mano de nieve (2015), Ciervos en África (Trea, 2018) y Al brillar un relámpago escribimos (Trea, 2022). También escribe en su blog de literatura, Saltus Altus (http://saltusaltus.com).
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