/ una entrevista de Pablo Batalla Cueto · fotografías de Alejandro Nafría /
Su infancia son recuerdos de un castillete minero, el del Pozo Pumarabule, que este lector voraz y escritor precoz veía desde su cuarto en la vieja casa de aldea que lo viera nacer al borde de nuestra guerra civil, que marcaría hondamente a un joven Luis de madre rapada y padre preso en Burgos. Hablar con Luis Fernández Roces es hacerlo con un picador del alma, con un dinamitero de las certezas humanas, con un entibador de la duda cartesiana capaz de preguntarse, mirando las estrellas, si igual que ellas pueden llevar sin existir miles de años también los seres humanos hace mucho ya, quizás, que no existimos y somos una luz agonizante en inerte peregrinaje por quién sabe qué vacíos firmamentales. Luis Fernandez Roces es —lo dice él mismo— un impenitente descreído de todo menos del lema socrático que hace suyo: «Sólo sé esto: que nada sé». En torno a esas ideas vectoras, este practicante de la Cruz Roja ha construido una bibliografía prolífica en la que caben alabadas novelas como La borrachera o El buscador, cuentos de antología del cuento en castellano del siglo XX, como los recogidos en Ageón, y ya cuatro poemarios, el último de los cuales, Camino de las cárceles, acaba de salir de los hornos de Trea. En él se declara entre otras cosas «un ser a solas que ayer, que es cualquier día en esta vida, salió a la vida andando y entre la muchedumbre no sabía encontrarse». También se pregunta, sin darse respuesta, «¿Qué crimen cometimos que merezca esta pena? ¿O es que tan solo somos en el tiempo, en sus celdas antiguas, en su herrumbre, un dibujo perdido a medio hacer?».

«El ser no es más que un extraño lugar de recuerdos». Este verso no es suyo, sino de Gaston Roupnel, pero lo cita en Letras de cambio. ¿Cuál es su primer recuerdo? ¿Cuál el mejor?
Es difícil de decir cuál es el primer recuerdo, pero un recuerdo de infancia que yo tengo, no sé si el primero pero sí de los primeros, es estar en la cama con fiebre en una vieja y pequeña casa de aldea y ver imágenes, alucinaciones producto de la fiebre, en el techo. Otro recuerdo es que en esa pobre casa hubo un desprendimiento de una piedra que cogió a mi hermana muy cerca, y que aquello produjo un pequeño drama… Sí, quizás ésos sean mis primeros recuerdos.
Es un primer recuerdo curioso, ése: imágenes fantásticas producto de una fiebre. La poesía es algo así.
Sí, eso es (risas).
¿Y el mejor recuerdo?
Eso sí que es muy difícil valorarlo: cada buen o mal momento uno cree que aquello es lo mejor o lo peor, y luego varía… No sé si fue Mallarmé quien dijo hablando de esto de los recuerdos de la persona algo parecido a eso de Roupnel: que el ser es un extraño lugar de recuerdos en el que uno siempre anda perdido. Yo tengo buenos recuerdos, claro. Recuerdo, por ejemplo, el día que me concedieron mi primer premio literario: el Ateneo de Valladolid por Ven y arrójate al mar. Recuerdo incluso la llamada telefónica para comunicármelo; de lo que pasó ese día después de esa llamada recuerdo sin embargo poca cosa.
¿Cuál fue mejor sensación: ver su nombre escrito en un libro publicado por primera vez o ver su nombre inscrito en el letrero de una plaza de su ciudad?
El nombre publicado en un libro, sin duda. Y más aún que mi nombre publicado en un libro, mi nombre publicado en un periódico. Cuando yo tenía nueve años, escribí una carta al director a La Nueva España quejándome del estado de una fuente de Pumarabule que se llamaba Fuente Lleve, nombre que yo usé después como seudónimo en algunos escritos. Recuerdo también cómo escribí esa carta: sentado en el escalón de una escalera de mi casa. La carta salió publicada, y ver mi nombre allí, firmándola, me produjo una sensación mayor aún que la que me produjo publicar mi primer libro.
La conexión con el periodismo la mantendría después escribiendo crónicas futbolísticas para la propia La Nueva España.
Sí. El otro día recuperé parte de aquellas crónicas gracias a Fernando del Busto, que está escribiendo una tesis doctoral sobre mi obra y las encontró. Me hizo mucha gracia leerlas después de tantos años. Y en La Voz de Asturias, más tarde, también escribí nada menos que una página dedicada a cubrir quinielas con un sistema matemático reducido, recomendando lo que había que poner.
¿Alguna vez ganó alguien a partir de esas recomendaciones?
Yo, desde luego, nunca gané, así que supongo que nadie ganaría (risas).
¿De qué equipo de fútbol es?
Actualmente me gusta que gane el Sporting, pero yo, en principio, era forofo del Oviedo. Sin embargo, venía a Gijón a los partidos de fútbol porque me traía un tío que era sportinguista. Recuerdo incluso estar en El Molinón cuando se hundió la tribuna de madera que había en lo que hoy es el Fondo Norte. Tendría yo diez o doce años.
«Vivir siempre es volver». ¿Adónde vuelve usted cuando vuelve?
Vivir siempre es volver y uno siempre regresa al pasado, a la infancia. Regresa a la infancia y a veces no se encuentra, o regresa a la infancia y se encuentra al viejo que es ahora, al viejo que lo lleva a cuestas. En el último libro tengo algún verso referido a eso.
Rilke decía que la única verdadera patria es la infancia.
Efectivamente.
Otro verso suyo: «Ah, si hallara una forma, un tiempo nuevo para expresar el tiempo cuando el tiempo no existe, porque es al mismo tiempo pretérito y presente. Podría contar aquel pasado que ahora mismo sucede pues que es este momento aquel recuerdo».
El problema del tiempo, sí, de ese tiempo que no existe porque en realidad sólo existe el instante. El tiempo no existe, es algo inasible: estamos hablando y cada cosa que decimos ya es pasado al decirla, y por eso los seres humanos estamos constantemente regresando, recordando.
Sólo existe el instante, pero toda una vida puede ser un instante.
Sí, sí: a veces toda una vida humana se contiene en un instante.
¿Cómo era el Pumarabule en el que nació?
Un pueblo minero y pobre en el que había una mina de carbón, con un castillete que yo veía desde mi habitación. Recuerdo que de pequeño hice alguna visita a la mina, y que para mí fue una gran sorpresa ver que la mina no era la red de anchas galerías que uno se imagina, sino que había pasadizos verdaderamente angostos. Aquello me impresionó mucho. Viejos minerales deriva de aquella impresión: aunque ese poemario se publicó hace unos pocos años, algunos de los poemas que los componen los escribí muy joven. Hay, por ejemplo, uno que consiste en un diálogo entre la mina y el minero, que ganó un premio en Sama de Langreo y que, aunque tiene algunos defectos, me sigue gustando mucho y me hace preguntarme si progresé algo como escritor. Leerlo me hace pensar que no progresé nada.
En ese poema, no sólo dialogan la mina y el minero, sino que también intervienen el Sol y el agua.
Sí, cierto. Es un poema muy antiguo, que me imagino que tendría alguna influencia de Aleixandre, que escribía esa clase de diálogos.
«Eran largos los días del minero desde una madrugada y despedida hasta el regreso, con un dolor de noche al fondo de los ojos y el sabor del carbón en la boca ceniza, contra el aire hecho polvo». El mundo minero es una impronta importantísima en su vida. Su propio padre era minero.
Sí, yo recuerdo a mi padre yendo a la mina, y recuerdo ir con nuestro gato a esperarlo cuando acababa su turno, por la tarde, a una de esas viejas saltaderas que había en los pueblos. Mi padre murió silicótico, aunque muy pacíficamente en la cama. Yo tengo por ahí algún poema sobre la muerte de mi padre. Y sí, lo minero es una impronta importante en mi vida. Me crié en ese ambiente y lo minero nunca dejó de rodearme. Aunque yo estudié para lo que hoy se conoce como ATS y entonces se designaba con una palabra que a mí me gusta mucho, practicante, hice mis prácticas en un botiquín minero, y luego, cuando vine a Gijón y empecé a trabajar en la Cruz Roja, atendía fundamentalmente a mineros de La Camocha.
En Viejos minerales también recuerda en forma de poesía el viaje con su padre «en un tren de madera y ventanillas a conocer la mar».
Sí, esto es cierto, es un viaje real a Gijón en el viejo tren de Langreo. Tenía ocho o diez años, y recuerdo que para mí fue impresionante para mí ver el mar, esa inmensidad tan inexplicable para alguien como yo, que venía de un pueblo minero donde sólo había un pequeño río y donde a lo que estábamos acostumbrados era a entrar en las profundidades de la Tierra. Y creo que viendo la mar empecé a hacerme esa clase de preguntas sin respuesta que uno se hace a veces: todo eso de dónde empieza y dónde acaba el mundo, de la finitud y la infinitud, de lo poco que sabe el hombre… Me estoy acordando ahora de Novecento, de Alessandro Baricco, donde se habla de un niño pequeño que nunca estuvo en tierra, porque lo abandonaron en un barco y en él ha estado siempre, y que cuando se baja a tierra por primera vez lo primero que hace es sentarse a mirar el mar. No le impresiona la tierra firme, sino el mar, porque el mar que él veía desde el barco no es el mismo que se ve desde tierra.
Ese verso recuerda al comienzo de Cien años de soledad, aquello de Aureliano Buendía recordando el día en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
Fíjate, nunca lo había pensado.
«Ah, qué razón tenían —sin haberse inventado las brújulas aún— los profetas malditos: venimos de la guerra cada día, y los caminos todos nos llevan a las guerras». ¿Cómo vivió su familia, y usted mismo, la guerra civil?
Yo nací en 1935, así que de la guerra recuerdo muy poco. Yo recuerdo la posguerra. Mi padre luchó en el bando republicano y cayó prisionero. No luchó en ese bando porque fuera especialmente republicano; simplemente cayó en él y en él luchó. Luego fue juzgado y le aplicaron una condena a muerte que después fue conmutada por una condena en Burgos. A mi madre le raparon la cabeza; yo la recuerdo siempre con un paño. Y recuerdo que en cierto momento, siendo pequeño, yo creía que todos los padres de todos los niños estaban en Burgos.
Lo cuenta en un poema, uno de cuyos versos yo había seleccionado precisamente con la intención de preguntarle por la posguerra: «Al rape las cabezas de las madres, y su pañuelo negro, yo pensaba que eran así las cosas, como era otra cosa normal ser condenado; que los padres vivieran en algún sitio lejos y llamado presidio».
Fíjate, no recordaba ese poema. Pero sí: yo pensaba que todos los padres estaban condenados. De aquella época también recuerdo una anécdota que he contado más veces: vivíamos entonces en una pequeña casa que no debía de tener más que una habitación y una cocina, y un día nos cortaron la luz, pero el electricista que vino dejó aquello preparado para que todas las noches mi madre uniese los cables con una especie de uve de madera y tuviéramos luz previo cierre de ventanas y poniendo mantas para que la luz no se filtrase. Un pequeño robo de necesidad…
¿Cómo vivió el franquismo en general —no sólo la inmediata posguerra— en un lugar tan conflictivo como la cuenca minera asturiana? ¿Qué recuerdos tiene de esa época?
Recuerdo el miedo de la gente, y el silencio. La gente no se atrevía ni a hablar: se metía en su casa y callaba. Se movía muy poca gente; apenas había huelgas.
La idea de la cuenca minera asturiana permanentemente movilizada contra el franquismo, ¿es un mito?
En parte sí. Había protestas, y probablemente las hubiese más en la cuenca que en ningún otro sitio, pero los mineros entraban en la mina, trabajaban sus ocho horas y volvían a casa. Huelgas, apenas había. Yo incluso pienso que el propio régimen magnificaba las huelgas que había, o permitía de vez en cuando que se produjeran, para simular que allí ocurría algo que no ocurría. Lo pensaba hace un tiempo leyendo una entrevista a Ricardo Menéndez Salmón, en la que Salmón decía que, aunque escribía en ABC, jamás había tenido ningún problema de tipo ideológico, ninguna presión por parte del periódico. Leyéndolo yo pensaba qué ingenuo era mi buen amigo Salmón, magnífico novelista y sobre todo excepcional cuentista; que no se daba cuenta de que escribía el ABC porque el ABC lo necesitaba igual que el franquismo necesitaba aquellas huelgas para decir que había cierta libertad.
«Vivir es esconderse a cada paso y día».
Todos estamos permanentemente escondiéndonos de algo. Creo que también fue Mallarmé quien dijo que escribir poesía es una forma más de estar solo, en definitiva de esconderse. Pero yo creo que no se esconde sólo el que escribe, sino que se esconde todo el mundo. En realidad todo el mundo escribe, porque todo el mundo piensa, que en definitiva es el paso previo a escribir. Estamos escribiendo constantemente. Unos lo materializan en un escrito y otros no.
Usted ha dicho alguna vez que sobre qué escribir es lo de menos si se escribe bien.
Sí, por supuesto. Lo importante es escribir bien, y a veces el contenido no tiene ninguna importancia. Hay una anécdota que yo tardé en contar porque me daba vergüenza, pero que he contado algunas veces: yo empecé a leer muy temprano, porque en el viejo hórreo de mi abuela había algunos libros. Recuerdo, además de un manual Para el correcto uso de las cisternas domiciliarias, algún libro de Julio Verne y alguna novela del Oeste, y recuerdo un libreto de Manon Lescaut con una portada preciosa, que yo llevaba conmigo cuando iba a cuidar el ganado y lo leía. Yo no sé italiano, y evidentemente menos aún lo sabía entonces, pero lo leía igual. ¡A veces ni siquiera es importante entender el texto para disfrutarlo! Cuando la prosa es buena, trasciende cualquier límite, y cuando es mala destroza las mejores historias.
¿Es más importante el estilo que el mensaje?
Son importantes las dos cosas. Tampoco el estilo por sí solo… Lo importante, sobre todo, es que el estilo se adecúe al contenido.
¿Qué opina de aquello de que la poesía no puede ser sin pecado un adorno?
Ah, no, lo suscribo plenamente. Es más, en el poema que abre Camino de las cárceles, «A modo de poética informal previa», yo reflexiono sobre la poesía y le pido que guarde los adornos, que son muy peligrosos.
¿Por qué, siendo un escritor prestigioso y multipremiado, le pasó lo que a otros artistas prestigiosos y multipremiados y nunca llegó a dar el salto fuera de Asturias?
Salió lo que pudo salir. He tenido pequeñas alegrías como que publicasen algún cuento mío en la Pequeña antología de cuentistas contemporáneos de la Universidad del Valle, en Colombia, o que tuviese buena crítica mi novela El buscador y me la publicase la editorial Desván, en la que entonces publicaba mucha gente. Si, más allá de eso, mi obra no salió de Asturias, fue porque no tenía calidad o aliento suficiente para hacerlo. Esto me gusta contarlo: en una ocasión me concedieron un premio en Santander, el Premio Torrelavega, y cuando llegué allí para recogerlo cogí el periódico en el hotel para ver si decían algo de la entrega que se iba a hacer ese mismo día. Me llevé un chasco cuando leí que se decía que mi novela era una novela ilegible, y más aún cuando después me enteré de que si me habían dado el premio había sido porque, por alguna razón, Torrente Ballester, que era parte del jurado, había influido sobre él para que me lo dieran. Cuando fui a recibir mi premio, me lo dieron muy friamente y me dijeron que la novela no se publicaría; que era impublicable. Al final se publicó, porque, después de pedir permiso a los organizadores del Premio Torrelavega, la presenté a otro concurso en Tenerife y volvió a resultar premiada. Pero aquello fue un golpe tremendo para mí.
¿Qué novela era?
Al Premio Torrelavega la presenté como La arena de los ciclos, pero después se publicó como El paraje escondido.
«Me habitan las distancias, el viejo contrabando de los días». ¿Qué se arrepiente de no haber vivido pudiendo haberlo vivido?
Yo no suelo arrepentirme de nada, porque creo que cada cosa que ocurre ocurre porque tenía que ocurrir así. Cada mínimo gesto que hacemos decide nuestro futuro. Fíjate, yo tengo una anécdota relacionada con esto que es trascendental en mi vida: mi madre salió un día a buscar arena, porque en la aldea se fregaban las cosas, los muebles, etcétera, con arena blanca, y de regreso —estaba ya mayor— retorció un tobillo y se cayó, quedándose inmovilizada. Estando así, apareció una persona que la ayudó, y luego, hablando con ella, le comentó que tenía un hermano que le había dicho que andaban buscando un practicante para la Cruz Roja, porque tenían una plaza libre. Bien, esa plaza la ocupé yo, aquí en Gijón, y ocupar esa plaza transformó mi vida totalmente. Aquella caída de mi madre determinó un cambio radical en mi vida. Cada mínimo gesto que hacemos cambia nuestro futuro. Nosotros estamos hablando aquí y estamos decidiendo nuestro futuro; nuestra vida va a cambiar totalmente de resultas de esta conversación. Por lo tanto, no cabe arrepentirse de nada.
¿Cree, pues, en el destino?
No, no. Creo en la casualidad, en que vivimos en un azar constante y total.
«Aunque no la tengamos y sea inesperada, la esperanza sin más a veces viene, bien que poco dispuesta y sin quedarse», «Se dice que quién sabe, igual existe algún punto de apoyo todavía». ¿Cuáles son sus esperanzas políticas? ¿A qué mundo aspira?
Oh, Dios. Yo, políticamente, soy un descreído. En primer lugar porque no creo en la política: yo creo en el hombre y creo que lo fundamental del comportamiento humano es la solidaridad. Y en segundo lugar porque, por ejemplo, ahora tenemos el surgimiento y el crecimiento de Podemos, que a mí me parecía en principio una esperanza y algo necesario en la situación en la que estamos, pero ya estamos empezando a ver que Podemos es exactamente igual que los demás partidos. Tú hacías el otro día en un artículo una reflexión que me sorprendió: que ahora todo el mundo es socialdemócrata, pero hasta hace poco socialdemocracia era una palabra que se veía escrita pero jamás se decía. Ahora todo el mundo es socialdemócrata, hasta los de Podemos. Todo es lo mismo. La política es necesaria, evidentemente, porque de alguna manera tenemos que organizar la vida, pero yo no me hago muchas esperanzas al respecto de lo que pueda salir de ella. La democracia no existe realmente; siguen mandando los mismos. La casta que mandaba cuando yo tenía diecinueve años, yo te puedo asegurar que es la misma que manda ahora. Siempre mandan los mismos; siguen mandando los mismos.
En algún caso, literalmente.
Sí, sí, no, no, es así. Entonces claro… ¿Qué tendría que ocurrir ahora? No lo sé. Yo creo que más solidaridad y nada más, y que el hombre se vaya transformando poco a poco. También es verdad que hay gente que se dedica a la política honradamente, e incluso gente que entregó su vida por la política. Yo no quiero despreciar a los políticos: hacen un trabajo a veces necesario. A lo que me refiero es a que las esperanzas políticas que nos hagamos deben ser muy relativas, y que debemos desconfiar siempre del poder, de ese poder que nos engaña, que nos dice que vivimos en democracia cuando es mentira.
Ese punto de apoyo que quizás exista todavía, ¿cuál puede ser, entonces?
Ay, Dios mío, si yo supiera… Por eso digo «algún» (risas). Necesitamos un punto de apoyo, sin esperanza dejamos de vivir. Cada persona necesita un punto de apoyo, pero necesita el suyo propio. Cada persona, por ejemplo, tiene su propia idea de lo que significa la solidaridad, y suele ser ponerse ella misma como límite de la solidaridad: «Yo y todos los que están peor que yo somos los que necesitamos solidaridad de los que están mejor». En mi último libro yo hablo de un pordiosero que se sienta en un banco y digo de él: «Quise no verlo anoche». Siempre queremos no ver lo que vemos. Es tremendo.
¿Qué hay de la otra forma de esperanza por excelencia? ¿Es usted creyente?
¿Creyente en qué?
Religiosamente hablando.
Yo no puedo decir que no sea creyente, pero desde luego no soy creyente en algo en concreto. Hablábamos antes de la infinitud. ¿Existe la infinitud? ¿El mundo es infinito o finito? Si es finito, ¿dónde termina? ¿Qué hay más allá? ¿La nada? La nada como tal, como ausencia de espacio, no existe… En fin, esa simple pregunta de si el mundo es infinito o finito, ni siquiera la ciencia sabe responderla. ¿Cómo voy a creer en nada, entonces? Hombre, creo en la necesidad de la religión. En la necesidad social de la religión, quiero decir. Yo he sido un practicante en los dos sentidos, pero hoy no puedo creer en algo que no entiendo. Creo, si acaso, que no sé nada. Creo que sólo sé que no sé nada.

«Nos necesita el mal para encarnarse», «Nunca nada para un mal es sagrado», «El error de una antigua proteína, la mala conexión de dos impulsos, neuronas, protoplasmas, o una cuestión de genes, lo que sea, el simple desarreglo de una sombra […] son la violencia un día». Con este último verso enlazamos con la idea de casualidad.
Sí, sí. El ser humano, ¿es bueno, es malo…? No lo sé. Lo único que está claro es que el ser humano es complejo.
El ser humano es casualidad.
Claro, claro. Efectivamente, nuestros genes, un simple desarreglo neuronal, etcétera, son la violencia un día. La voluntad es algo muy relativo.
¿Qué es, qué significa el mal para usted?
Algo que está ahí, al lado nuestro, conviviendo con nosotros. El mal es, sobre todo, la injusticia, en sus múltiples formas. Y hay injusticias grandes y pequeñas. Si ahora mismo salimos a la calle y nos fijamos, veremos múltiples formas de mal. No sólo el gran mal es el mal. Claro, las guerras son un mal. El ser humano ha llegado a enfrentarse en guerras mundiales. Qué barbaridad, ¿no? Yo recuerdo el final de la segunda guerra mundial. Tenía diez años y estaba en casa de mi abuela. Tengo ese recuerdo y tengo el recuerdo de que todos los periódicos publicaban mapas con banderitas hasta que, de pronto, llegó la paz mundial. ¿Cómo es posible que millones de seres humanos se estuviesen matando, que se llegase a destruir ciudades enteras con bombas atómicas, y que de la noche a la mañana…? Pero no hay que irse tan lejos: ¿cómo es posible que los representantes de los diferentes partidos políticos se pasen el día insultándose? Hables del PP, del PSOE, del otro o del de más allá, el insulto es la norma. Pero si todos persiguen el bien, ¿no podrían unirse y decidir en común cómo llevar el bien a los demás?
Se quiere llegar al bien a través del mal: una de esas paradojas de la existencia.
Efectivamente, se aspira al bien a través del mal. Se quiere llegar a un mundo justo a través de la injusticia, del insulto, de la violencia, de la guerra.
«Nada es mío ya —sólo el dolor— de cuanto atrás dejé», «Llevo siempre conmigo a todos los que fui». A estos dos versos subyace esa idea de Heráclito de que no podemos bañarnos dos veces en el mismo río.
Es verdad: no podemos bañarnos dos veces en el mismo río. La vida va cambiando, somos muchos yos distintos a lo largo de nuestra existencia, y a algunos de esos yos ni siquiera los recordamos años más tarde. Hay poemas que los que yo he escrito que no recuerdo haberlos escrito. Somos muchos seres distintos a lo largo de la vida, y al mismo tiempo uno solo.
¿Qué siente cuando lee sus primeros textos? ¿Se reconoce en ellos?
Cuando releo mis primeros poemas, como algunos de los de Viejos minerales, en general sí me reconozco. En la prosa no tanto: cuando releo algunas novelas encuentro un estilo muy forzado. Por ejemplo, cuando cojo El buscador, que tuvo tan buena crítica, le encuentro mucha paja, y mucha falsa poesía que me gustaría eliminarle. Me gustaría reescribir El buscador. Reescribirlo en el sentido de quitarle toda esa paja en la que no me reconozco; contar lo que cuento en ese libro de manera más discreta, más escueta.
¿Se encuentra a veces en la situación de leer un texto, una foto, una carta, un objeto cualquiera de su vida pasada y no tener ni la más remota idea de su contexto, de sus referencias, etcétera?
Sí, claro, aunque también me pasa porque tengo ochenta años y la memoria empieza a fallarme. Tengo una memoria extraña: por ejemplo, la tengo muy buena para los números, para recordar números de teléfono y demás, pero al mismo tiempo hay cosas de mi vida muy cercana que se me olvidan por completo.
¿Le pasa lo que a mucha gente cuando se hace mayor: que empieza a recordar con más facilidad los recuerdos remotos que los recientes?
Sí, pero bueno, eso ya no es algo de la persona, sino un fenómeno físico: los recuerdos remotos permanecen y los recientes se borran mucho más. Uno coge una descripción de los ríos ibéricos de cuando iba a la escuela y comprueba que todo aquello se quedó grabado; nunca se olvida de que el Ebro nace en Fontibre. Pero sí de lo que hizo hace dos días. Es uno de los misterios de nuestro cerebro.
La infancia, además de ser la única patria, es lo único cierto que tenemos. Quizá sea es la única patria precisamente por eso.
Eso quiere decir la frase de Rilke, sí: los de la infancia son los únicos recuerdos firmes, incorruptibles. La infancia es la pureza, también; la inocencia. La infancia no está infectada del odio, de las luchas estériles. Los niños no se pegan, o se pegan por un objeto, por un juguete, no por una cosa del pensamiento.
La infancia es el retrato de Dorian Gray antes de volverse feo.
Exactamente: el retrato recién pintado.
«Pues que las cosas son verdaderas y falsas a la vez, que no existe verdad si no se da también contradicción, esa energía». ¿Realmente no existen las verdades absolutas? ¿No hay nada de lo que tenga, de lo que pueda tenerse, absoluta certeza?
Yo creo que no. Hombre, que tú y yo estamos aquí hablando ahora mismo es algo cierto. En ese sentido sí hay certezas. Pero en otro más general, las verdades absolutas son muy peligrosas.
«Llevo puesta la vida como un viejo sudario», «Porque el tiempo, qué sumo sacerdote, como un atardecer cayó vencido». ¿Qué es para usted la vejez?
Dios mío, algo tremendo. Y lo peor es que uno —o al menos yo, no sé si a la demás gente le pasa— no ve la vejez en sí mismo, sino en los demás, en sus seres cercanos que son de la misma edad. Uno se ve envejecer en cómo envejecen los otros; notarse la vejez propia es difícil. El otro día una persona me decía que tenía 83 años, y mi primera sensación fue pensar: «¡Qué mayor!». ¡Pero yo el año que viene cumplo ochenta! La vejez la ves en los otros, y asusta, y da pena. Piensas: coño, no voy a conocer más cosas de las que conozco; me quedan ya muy pocas cosas por vivir. Pero bueno…
«Sólo la muerte es nuestra. Lo demás, día a día, lo llevamos a cuestas de prestado», «Son ya las horas todas este instante, descansa de una vez, llegó tu hora», «Tú sabes que mañana sin remedio en tu casa vacía habrá de verse un letrero diciendo que se alquila. Toda una vida, ¡Dios!, habrás gastado —y una muerte— para dejarlo escrito». ¿Cómo se enfrenta a la idea de la muerte?
No pensando nada en ella. Prefiero no pensar en la muerte, porque es absurdo.
Sin embargo, ha escrito mucho sobre ella.
Sí, sí, evidentemente. Escribo sobre la muerte, pero no sobre la mía. Supongo que todos nuestros pensamientos están marcados de algún modo por la idea de la muerte, y es inevitable escribir sobre ella. Es cierto que he escrito mucho sobre lo que la muerte representa. Pero no pienso en la mía; escribo sobre la muerte que veo alrededor mío.
Su obra es muy melancólica, y el paso del tiempo es un tema central en ella. Pero no exactamente desde un tempus fugit al uso, sino desde algo más metafísico. Algo así como que no es que el tiempo pase, sino que el tiempo no existe.
Sí, es verdad que reflexiono mucho sobre el tiempo. Porque, realmente, ¿qué es el tiempo? En el tiempo vivimos, el tiempo es el continente de nuestra vida, y es inevitable reflexionar sobre él. Pero es muy difícil hacer una reflexión lógica. Me resulta muy difícil responder a la pregunta de qué es el tiempo; en realidad, escribo en poesía aquello no sé decir de otra manera. La poesía explica lo inexplicable. La prosa es el discurso lógico del pensamiento, una encadenación de frases ligadas por los pues, los sin embargo, los como… La poesía no, la poesía brota, es el pensamiento en bruto por así decirlo. Si no es así, la poesía se destruye. A veces uno mismo descubre cosas escribiendo.
Lo fácil que es para un crítico hacer un resumen de los temas clave, de los leitmotiv, de la obra de un escritor contrasta con lo difícil que es hacerlo para el propio escritor..
Sí, sí, tú mismo no puedes llegar a donde llega el crítico que ve tu obra en conjunto.
¿Le ha sucedido alguna vez que descubriera cosas sobre su propia obra en las que usted no había reparado leyendo críticas?
Sí, sí, alguna vez. Mira, por ejemplo, en una ocasión en la Universidad del Valle, en Colombia, los estudiantes hicieron un estudio sobre mi obra después de incluir unos cuentos míos en esa antología del cuento contemporáneo a la que aludía antes. Lo que ese estudio decía me dejó absolutamente sorprendido: ponían en relación el tratamiento del tiempo en mis cuentos con el tratamiento del tiempo en mis novelas, y concluían que era exactamente el mismo; que tanto mis novelas y mis cuentos tenían en común cosas como el tratamiento del dato escondido o el empleo constante en el comienzo de los párrafos de expresiones como «Y ahora…» o «Así que…». Era algo en lo que yo no había reparado. Uno descubre cosas que no sabía sobre sí mismo. También sobre sus defectos, claro.
«De pronto entendemos que no hay otra manera de morir que no sea en nuestros propios brazos». La soledad. El oficio de escritor es un oficio solitario por naturaleza.
Sí, lo decíamos antes: ser escritor es una manera más de estar solo.
Usted, si no me equivoco, escribía en sus guardias nocturnas como ATS en UNINSA.
Bueno, dicho así parece que le robaba tiempo a mi trabajo (risas). No, eso fue sólo una novela: La borrachera, que ganó el Premio Asturias de Novela. Escribir allí era imposible, porque, fuera la hora que fuera, en una siderurgia como aquélla, donde trabajaban más de cinco mil hombres y nunca, ni siquiera de noche, había menos de mil, siempre estaba entrando gente a la que había que atender. Lo que pasa es que en el servicio médico de ENSIDESA había un ATS que estaba permanentemente allí y luego había otro que estaba al cuidado de las ambulancias por si había alguna urgencia, así que éramos dos y en los momentos de menos actividad podía encerrarme en un cuarto a escribir. Escribí La borrachera de un tirón. No sé si esa novela vale algo o no, pero fue escrita así, en un momento de lucidez. Fue una de las dos veces que me encerré literalmente a escribir una obra; la otra fue Ageón, que publicó Trea y tiene otra historia curiosa detrás.
Relacionada con una cabina telefónica, si no me equivoco.
Sí. La historia de Ageón es la de un libro perdido, que se iba a llamar Las aguas triangulares y que me dejé olvidado en una cabina justo un día antes de publicarlo. Nunca lo recuperé, y tuve que reescribirlo en quince días a partir de los apuntes que había hecho, cambiando cosas e introduciendo, de hecho, la pérdida del libro en la nueva redacción. Durante mucho tiempo soñé que se encontraba aquel libro original.
Quien leyó ambas versiones asegura que la segunda mejoró considerablemente a la primera.
Sí, es verdad. De hecho, creo que Ageón es mi mejor obra en general, la mejor escrita. Es bastante mejor que mis novelas, y ahora me alegro de aquella pérdida.
Sería interesante encontrar la versión original y publicarla junto a la segunda para que las estudiaran los expertos en creación literaria. Arrojaría luz sobre muchas cosas relacionadas con el proceso de escritura.
Sería interesante ver las diferencias, sí. Durante mucho tiempo esperé que el original apareciera en alguna parte, pero no hubo manera.
Otro verso precioso: «Se me ocurre pensar si pensará alguien en mí ahora mismo, sí, cuando lo pienso. Y pienso que estaría ya muerto, de una de esas muertes desnudas de su nombre, si nadie en este instante se acordara de mí».
Ese verso enlaza con otro poema que tengo por ahí escrito y que se titula «El castigo mayor»; trata, digamos, sobre el último hombre en la Tierra, el último vivo, el último en morir, que no tiene a nadie que lo llore. Es una idea tremenda, ésa.
¿Cómo le gustaría que le recordase la posteridad?
Simplemente como una persona honesta, buena.
¿Y más como poeta o como novelista?
A mí el género que más difícil me parece, y que más me enorgullecería haber abordado bien, es el cuento. La novela la veo más fácil por varias razones. La novela tiene de difícil la arquitectura, que todo encaje correctamente y demás, pero la redacción en sí es facil, porque hay muchos recursos a mano —narrador omnisciente o no omnisciente, primera persona o tercera persona, tiempo presente o tiempo pretérito, etcétera— y porque la longitud permite que haya páginas prescindibles; da margen a la paja, al relleno. El cuento no: el cuento es lo mismo pero en muchas menos páginas, y requiere una precisión extrema.
¿Y la poesía?
La poesía es otra cosa. Lo hablábamos antes: la poesía brota. No hay estructura; ni siquiera hay que someterse ya a una medida determinada, aunque es cierto que al final, sin querer, acabas sometiéndote a una. Yo, al escribir un poema, no me preocupo de seguir una determinada métrica, pero luego, cuando lo leo, me doy cuenta de que me han salido sólo heptasílabos y endecasílabos. Pero es algo involuntario. Lo difícil de la poesía es que sea buena; técnicamente no tiene ninguna dificultad. La novela sí, y el cuento mucho más. Por cierto, antes mencionaba a Ricardo Menéndez Salmón. Salmón tiene novelas muy buenas y otra menos brillantes, pero tiene un libro de cuentos del que se habla menos y que creo que es lo mejor que ha escrito: Los caballos azules. Tiene cuentos verdaderamente preciosos. A mí me parece más difícil escribir uno de esos cuentos que escribir una novela.
Más versos: «El futuro ya fue, como la vida».
Sí (risas). El futuro es el ayer de otro futuro más lejano, y el ayer fue el futuro de un ayer más remoto. Ahora mismo estamos aquí, pero mañana esta conversación será parte del ayer.
Somos el polvo del futuro pasado.
Exactamente. En cuanto decimos una palabra, esa palabra ya queda dicha. El presente no existe.
Creo que éste es mi verso preferido de todos sus poemas: «[…] la estrella que vemos, invariable, hace ya muchos años que no existe, propaga lo inmortal y es un milagro. […] ¿Y si nosotros somos —lo mismo que la estrella, ya inmortales—, los que hace mucho ya que no existimos».
Esto no es un verso, sino una pregunta real que me hago cuando leo que las estrellas que vemos en realidad pueden haber muerto hace millones de años, pero la luz que emitieron sigue viajando por el espacio. ¿Y si, efectivamente, nosotros estamos también viajando por el espacio? ¿Y si no somos ya? Es una pregunta que me hago de verdad.
¿Por qué empezó a escribir?
Pues no lo sé… Supongo que por aquellos libros que te comentaba que había encontrado en un hórreo de mi abuela. Más tarde, recuerdo que en Pumarabule venían todas las semanas a vender novelas, y que también leíamos las que publicaba El Comercio por partes, publicando también semanalmente una tira que aparecía en la parte inferior del periódico. Mi madre leía aquellas novelas, y yo las leía también, y supongo que todas esas lecturas me ilusionaron y me impulsaron a escribir. Pero no estoy seguro de ello.
¿Un escritor nace, o se hace? ¿Usted nació, o se hizo?
Pues no sé si nace o se hace; a lo mejor yo nací y no me hice, no lo sé (risas). Pero sí que tengo el recuerdo de aquellos libros, y de estar sentado en aquellas escaleras escribiendo mis crónicas. ¡A mano! No sé cómo entendían mi letra…
¿Cómo escribe ahora? ¿A mano, o a ordenador?
Tomo notas a mano, pero escribo a ordenador. El ordenador fue un cambio tremendo. Yo no sé cómo podíamos escribir antes, porque lo hacíamos a máquina, muy lentamente, casi con dos dedos, y corregir era tremendo. Esto de ahora de que el ordenador te corrija los errores, o que si uno mismo ve un error lo pueda corregir inmediatamente, es impresionante.
El ordenador ha traído un cambio más profundo en la manera de escribir: antes había que tener muy bien estructurado el texto en la cabeza antes de escribirlo, mientras que hoy basta un mínimo pie para ponerse a escribir.
Sí, es una facilidad que… Yo no sé cómo podíamos escribir novelas antes.
Veo que se adaptó bien al ordenador.
Me adapté bien, sí. No lo uso prácticamente más que para leer algún correo y para escribir, pero me adapté bien.
¿Qué libros lee? ¿Qué libros, además de aquellos primeros de la infancia, le marcaron?
Leo muy poco ahora, por imposibilidad. Tengo un problema de apnea del sueño y cuando me pongo a leer los ojos me lloran; físicamente me resulta muy difícil leer. Leí mucho en mi juventud, pero ahora leo muy poco; sólo algún libro por el que tengo mucho interés. Pero incluso en esos casos acabo dejando la lectura muchas veces. Casi podría decir que no leo. En cuanto a libros que me marcaron, recuerdo varios: La peste de Camus, por ejemplo, o un libro de João Guimarães Rosa que se titula El Gran Sertón: Veredas; un libro muy difícil, pero que me impresionó mucho. También leí mucho a Tolstói de joven. Los rusos, en general, son libros que impresionan mucho cuando se descubren. En cuanto a cuentos, mencionaría los de Alessandro Baricco, los de Raymond Carver… Hay cuentos de los que uno se pregunta cómo se puede escribir un cuento con eso: de Carver hay uno de alguien que llega con los brazos amputados a ofrecerle unas fotos a otra persona; no es más que eso, pero Carver escribe de tal manera que consigue que esa simple escena baste para hacer un cuento precioso. Pasa lo mismo con La leyenda del santo bebedor de Roth: cuenta que a un mendigo le dan un dinero con el encargo de devolverlo a una iglesia, pero que cada vez que va a devolverlo termina gastándose una parte en tomarse un vasito de vino. Sólo eso inspira una novela entera. Leyendo esos libros me di cuenta de que, en una novela o en un cuento, cuanto más se acerque uno a la sencillez, mejor. Lo que pasa es que no es una sencillez cualquiera, es una difícil sencillez. El adorno también hay que evitarlo en novela.
Decía Josep Pla que es de cretinos leer novelas más allá de los cuarenta.
Pues no sé, quizás tuviera razón (risas). Sí que es verdad que a medida que uno se hace mayor va leyendo menos o incluso no leyendo nada.
La frase es, tal vez, exagerada, pero lo que mucha gente también dice y parece tener más sentido es que llega un momento en la vida en la que ya no se leen libros nuevos, sino que se releen los viejos.
Sí, es cierto.
¿Qué libros o autores releería usted?
Pues me gustaría releer un libro de un gijonés al que se ha dado poco bombo; un libro que en su día me gustó muchísimo y que incluso estuve buscando por ahí para releerlo, pero no lo encontré entre mis libros: Fauna, de Héctor Vázquez-Azpiri. Ganó el Premio Alfaguara. También me gustaría releer Los hermanos Karamázov… Otro libro que no es tan antiguo pero me gustaría releer es un estudio bellísimo que hizo Vargas Llosa sobre Cien años de soledad de García Márquez: Historia de un deicidio. Me gustaría releerlo y releer a la vez, en paralelo, el propio Cien años de soledad.
Exploremos brevemente el significado de los títulos de sus poemarios. Empecemos por Viejos minerales, tal vez su poemario más singular, en el que funde líricamente dos aparentes contrarios: el mar, la superficie por excelencia, con la mina, la hondura por excelencia.
Exactamente. Viejos minerales es una referencia al mineral de la mina y al mineral del mar: la sal.
En la parte minera del mismo Viejos minerales convierte en poesía un castillete, un grupo de mujeres carboneras, una lámpara minera, una explosión de grisú e incluso un tendal con monos secándose. También hay aquel diálogo entre la mina, el minero, el agua y el Sol del que ya hemos hablado. Esa capacidad para extraer poesía de lo aparentemente antipoético recuerda a las odas de Neruda.
No lo sé. No sé qué es antipoético y qué es poético; yo creo que la poesía, la verdadera poesía, está en todos los sitios. Yo no creo que nada sea antipoético. Dicho de determinada manera sí, pero dicho con las frases adecuadas nada hay antipoético.
El poema sobre el tendal me llamó la atención especialmente.
Esos tendales son algo que también es parte de mi vida… Los recuerdo vivamente, y recuerdo a las mujeres limpiando la espalda de los mineros delante de casa cuando volvían de trabajar, o lavando los monos en el río.
Pasemos a Letras de cambio. ¿A qué hace referencia el título?
Es el título del primer poema del poemario, y me parecía un título adecuado por esa palabra, cambio, que es casi comercial, pero que es también un resumen de la vida: la vida es cambio, vas cambiando cosas, ideas…
Salas de espera.
Salas de espera hace referencia, también, al primer poema del libro, en el que cuento cómo estoy esperando en el hospital a que me den el diagnóstico de una enfermedad que en su momento pareció bastante más grave de lo que luego resultó ser. Y hace referencia a que la vida es, en realidad, una sucesión de salas de espera. Al final, estamos constantemente en una sala de espera.
Camino de las cárceles.
También es el título de uno de los poemas: igual que estamos siempre en una sala de espera, también estamos siempre caminando hacia una cárcel.
Hablemos ahora de sus novelas más importantes. Empecemos, en este caso, por la primera: Ven y arrójate al mar.
Fue mi primera novela, sí. Una novela quizá muy ingenua… Es la historia de un hecho real: describo un viaje con un amigo que tenía una enfermedad progresiva y terminal. Obtuvo un premio y fue el comienzo de mi carrera literaria, pero hoy la veo como una novelina menor; tiene un tono muy dramático que hoy no me gusta.
El buscador.
El buscador tuvo muy buena crítica. Trata de sucesivos enfrentamientos entre hermanos de una misma familia desde la guerra de la Independencia en todas las sucesivas guerras que pasaron por Asturias. Enfrentamiento de la forma que sea: a veces se enfrentan, por ejemplo, dos piragüistas. La escribí con mucha ilusión y me dio la gran alegría de que me la publicara una gran editorial, pero no sé, hoy la veo como una novela quizá demasiado cargada.
Da la impresión de que toda su bibliografía fue escribiéndose a golpe de concurso. ¿Hay alguna novela que no publicara?
No, no, no. Tengo una novela a medio escribir, de esto que no consigo avanzar. Conozco la novela, los personajes y los hechos que se narran, pero cuando empiezo a narrar me detengo a los treinta folios sin saber cómo seguir. Quizá sea un fallo tener una novela demasiado dominada; quizá valga más que la novela se vaya conformando según se va escribiendo. Pero bueno, más allá de eso no hay nada que no publicase. Pero sí, fui publicando a golpe de premio. Pero mira, yo siempre cuento una anécdota: hubo un año que escribí dos cuentos y presenté uno al Premio Ciudad de Villajoyosa y otro al Hucha de Oro, que era entonces un premio muy importante tanto editorial como económicamente. Aquel año no gané nada, pero al año siguiente presenté el cuento que había presentado al Villajoyosa al Hucha de Oro y el que había presentado al Hucha de Oro al Villajoyosa, y gané los dos premios.
Hay mucho de lotería en los premios literarios, ¿verdad?
Bueno, pues sí. Fíjate si es lotería: al año siguiente de ganar el Hucha de Oro, me llamaron para ser jurado, y me dieron a leer cincuenta cuentos o así, para hacer una preselección de cuentos que después leería otra persona. Pues bueno, hubo un cuento que estuve dudando mucho de si meterlo en la preselección o no. Lo metí, lo saqué, lo metí, lo saqué y al final lo metí. Ese cuento resultó ganador al final. Podría perfectamente no haber sido seleccionado en esa primera ronda, pero al final ganó. Y luego hay otra cosa: cuando yo participaba, e imagino que también ahora, había una serie de gente que había sido premiada en años anteriores y que por eso pasaba automáticamente las preselecciones. En otros casos, los premios ya están dados de antemano. El otro día leía yo no sé donde que el Premio Loewe, que convoca la editorial Visor, va ya por la edición número 26 ó 27 y en todas las ediciones, en todas sin excepción, ganó alguien que ya había publicado en Visor anteriormente. El premio no había sido dado nunca a ningún poeta nuevo.
«[Luis] Fernández Roces pertenece a la estirpe de esos novelistas libres de tributaciones al consumo masivo», escribía Dámaso Santos en 1977 en el prólogo de aquella novela. ¿Ha sido ese rehuir el consumo masivo una decisión consciente, o una consecuencia no buscada de escribir de una determinada manera?
No, no, ni lo uno, ni lo otro. Ni buscaba ni rehuía… Yo escribía lo que escribía sin pensar en el lector. Jamás se me ocurrió pensar en el lector. Es absurdo hacerlo. Porque, vale, pensar en el lector, pero, ¿en qué lector? ¿En un tipo de lector en particular, en una selección de lectores, en…? Cada lector es un mundo.
Otra novela importante es La borrachera.
La borrachera es aquella novela que escribí de un tirón en ENSIDESA. Es una novela sincera y que, como está escrita de un tirón, supongo que se lee bastante bien. No sé si está bien escrita o mal escrita, supongo que es una novela menor, pero bueno, le dieron el Premio Asturias de Novela. Es una novela, si no sobre Gijón, si en gran parte desarrollada en Gijón. La protagoniza alguien que está borracho en una carabela varada en el muelle y cuenta su vida. La novela no tiene una estructura propiamente dicha; consiste simplemente en un monólogo del protagonista, sin otro orden que la libre asociación de ideas. Reflexiona sobre los cambios que ha ido viviendo: de hijo de campesino a médico, de la aldea a la ciudad, de cómo ha ido cambiando Gijón, de los problemas del desarrollo…
En aquellas novelas experimentó con estructuras complejas y vanguardistas, desconcertantes para un lector poco avezado. ¿Han envejecido bien?
Bueno… La que más tuvo de experimento fue aquella que antes decía que ganó en Santander pero dijeron que no se podía leer, El paraje escondido. Esa novela, yo la releo ahora e incluso a mí, convertido en lector en lugar de escritor, me parece muy complicada y no sé cómo le dieron un premio (risas). Hombre, es evidente que alguien la entendió, porque ya digo que la defendió Torrente Ballester, que incluso se refirió a ella en algún sitio, no sé si Torre del aire. Yo me alegré mucho de que Torrente Ballester la alabase, pero bueno, transcurrido el tiempo pienso que quizá aquellos miembros del jurado de Santander tuvieran razón…
Ha publicado dos colecciones de cuentos: De algún cuento a esta parte y Ageón.
Son libros totalmente distintos: De algún cuento a esta parte es una selección de todos los cuentos míos que ganaron premios. Creo que entre ellos hay algún cuento apreciable; otros no tanto. Ageón es otra cosa; casi puede considerarse un libro único en vez de un libro de cuentos. Tiene una estructura peculiar; de alguna manera, todos los cuentos están relacionados. Ya digo que creo que es mi mejor libro.
Sobre sus cuentos tiene dicho José Luis Argüelles que algunos de ellos están entre los mejores del último siglo en España.
Bueno, José Luis Argüelles es un buen amigo, y como buen amigo que es habla bien de mí (risas). Yo he escrito algún cuento bueno, algún cuento redondo del que quedé muy satisfecho, pero tanto como los mejores del siglo…
Viendo en conjunto su bibliografía en conjunto, uno se da cuenta de una cosa curiosa: publicó sólo novelas durante una parte de su vida, sólo cuentos durante otra y ahora sólo poemarios. ¿Es casualidad que dedicase su juventud a la novela, su mediana edad a los cuentos y su vejez a la poesía?
Bueno, yo empecé escribiendo poesía, y, por ejemplo, en Viejos minerales hay un soneto que escribí cuando tenía dieciocho años en una pensión de Valladolid. Poesía, he estado escribiéndola toda la vida, lo que pasa es que no me atreví a publicarla hasta ahora. No sé si le pasa a otros, pero a mí la poesía me da más inseguridad presentarla. No estás tan seguro de si tiene valor. La novela sí, porque hay unos cánones, una estructura que se puede analizar objetivamente. La poesía no; es algo más íntimo y más libre. Son géneros muy diferentes: en la novela se dice algo, y para escribir una novela hay que tener algo que decir. La poesía es al revés: no parte del conocimiento, sino del desconocimiento. A la hora de escribir una poesía no te preguntas qué sabes y qué puedes contarle al mundo, sino qué no sabes y quieres preguntarte.
Una novela es una respuesta, un poema es una pregunta.
Podría decirse así, sí.
En cualquier caso, la poesía también está presente de algún modo en su obra en prosa. El buscador, por ejemplo, es una novela muy poética, en cuyo prólogo dice Dámaso Santos que «uno piensa que Luis Fernández Roces es esencialmente un poeta cuyo cauce y cuyo medio es la narración».
No sé, yo eso de la prosa poética no lo entiendo. Prosa florida, prosa con adorno, quizá, pero la poesía es otra cosa. En El buscador no hay poesía, hay adornos poéticos, precisamente lo que digo que limpiaría ahora. Pero son adornos poéticos, no poesía. No cabe hablar de prosa poética. La poesía es la poesía y la prosa es la prosa.
Ya hemos aludido antes a que hace unos años le dedicaron una plaza en el barrio de La Arena, al lado de su casa. ¿Qué se siente al ver el nombre de uno escrito en un letrero?
Bueno, pues vanidad, y agradecimiento a la gente que se esforzó en que eso estuviera allí. Pero, más allá de la ilusión de los primeros días, hoy ya no me acuerdo del letrero, y paso por allí sin darme cuenta de que la plaza se llama como yo (risas). En quien sí pienso es en mi madre, que me daba aquellos primeros libros y que no vivió para ver lo de la calle. Mi madre pasó sus últimos días en Gijón, en casa de una hermana mía, y yo a veces iba a buscarla y la sacaba a pasear. Un día caminábamos por la carretera de la Costa cuando me dice: «Ai, fíu, mui poca xente te conoz en Gijón», porque no habíamos encontrado a nadie que me saludase (risas). Por eso me digo que es una pena que mi madre no haya visto esa plaza que me dieron, que se haya muerto la pobre sin verlo. Por cierto que de mi madre conservo una especie de diario que escribía en una tosca libreta. Yo no sabía de su existencia; lo descubrí al recoger sus cosas cuando murió. Mi madre escribía con muy mala ortografía, pero con una escritura sorprendentemente bella. Me sorprendió mucho, y me hizo pensar si no habrá algo hereditario en lo de escribir.
Terminemos con una vieja pregunta: ¿para qué sirve la poesía?
Dios mío, qué pregunta. Es una pregunta incontestable. Tendría que escribir un poema para responderte y aun así no te contestaría (risas). No lo sé. ¿Para qué sirve la prosa? ¿Para qué sirve el arte? ¿Para qué sirve la cultura? ¿Sirve para algo? ¿Se lee poesía, siquiera? La gente no lee poesía. Cuando hay una lectura poética en el Antiguo Instituto van siempre treinta o cuarenta personas, eso es cierto. Sí se escucha poesía, y a lo mejor la poesía no está hecha para ser leída, sino para ser escuchada. El problema es que alguien también dijo que la poesía empieza en la segunda lectura, y es verdad: un libro de poesía es un libro que hay que leer dos veces. Por eso se publican libros de poesía. Pero, ¿cómo va a hacerse una segunda lectura si no se hace una primera? Mis libros, ¿los lee alguien? Bueno, sí, algún chiflado (risas).
¿Para qué le ha servido a usted la poesía?
Para muchas cosas. Ahora, en la vejez, cuando todo es tiempo libre, para mantenerme activo, despierto. Yo no sé qué podría hacer ahora si no escribiese.


Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cl, La Soga, Nortes, LaU, La Marea, CTXT y Público; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. Ha publicado los libros Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ (2017), La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (2019) y Los nuevos odres del nacionalismo español (2021).
Magnífica entrevista con un escritor que yo no conocía ni de nombre. Y como poeta, por lo menos, vistos los poemas citados, merecería ser mucho más conocido que muchos poetas de los que se habla por todas partes (¿lo habrá incluido el asturiano José Luis García Martín en alguna de sus antologías?).
Pero lo más impresionante de Fernández Roces es su humildad totalmente natural (rarísima en un escritor), la humanidad que emana del personaje, su profunda honestidad intelectual, su sabiduría vital.
Más aún que una lección de literatura, la entrevista es una lección de vida.
Gracias por el “rescate”.