/ Rescates / Álvaro Acebes Arias /
La anécdota es bien conocida. Cuando, en 1959, un inédito Juan García Hortelano resultó ganador del Premio Biblioteca Breve por una novela titulada Nuevas amistades, toda la plana mayor de Seix Barral, con Carlos Barral al frente, fue a recibirlo al aeropuerto de El Prat. Al ver a aquel tipo redondo y chaparro, con aspecto de hombre serio y formal y que lucía un cuidado bigotito de posguerra y gafas negras, Barral musitó aterrado: «¡Maldición! Le hemos dado el premio a un guardia civil». Menos conocida es la conclusión que el propio García Hortelano daba a aquel episodio y es que, tras ver al tenso y espigado Barral con su camisa caqui, corte de pelo al cepillo y su collarín de barba, el escritor madrileño murmuró para sí mismo, igualmente atemorizado: «Tengo como editor a un legionario». Apócrifas o no, ambas historias, como en El hombre que mató a Liberty Valance, se han convertido en leyenda, y ya saben ustedes lo que pasa cuando los hechos se convierten en leyenda.
En abril de 1992 murió el que, según lo describió su amigo Juan Benet, fue el hombre más grato que España ha dado en el siglo. Quienes lo conocieron y trataron no dudan en afirmar que El Horte, como lo llamaban cariñosamente todos sus compinches, fue un hombre leal y afectuoso, dotado de una ternura, una generosidad y un carácter risueño que solo eran equiparables a su altura moral, su portentosa inteligencia y su piedad por las flaquezas ajenas. A esa bondad natural de Hortelano se sumaba su agilidad mental y su ingenio para la broma, la chanza y los epítetos irónicos, que todos aceptaban porque sabían de quién venían, y que lo convertían en un excelente conversador y narrador oral. Con él era imposible el aburrimiento y han alcanzado la categoría de mito las reuniones y tertulias en las que los oyentes de las anécdotas e historias de este hincha del Atlético de Madrid, que solía acudir de incógnito a los partidos de su equipo por eso de que los intelectuales y el fútbol no hacen buena pareja, quedaban embelesados a la primera frase, atentos a la manera en que El Horte, dando traguitos a su gin-tonic y con el sempiterno cigarrillo entre los dedos, iba desenrollando como nadie la madeja de su relato hasta concluir todo el auditorio en una estruendosa carcajada. Así lo aseveran amigos íntimos como Ángel González, quien fuera compañero de oficina del escritor en el Ministerio de Obras Públicas, o Juan Marsé, con el que escribió un par de guiones que dieron lugar a películas olvidables, si bien la lista de amistades de García Hortelano llegó a ser tan amplia como representativa de lo que fue la intelectualidad antifranquista, con Antonio Ferres, Castellet, Carmen Balcells, Gil de Biedma, Martínez Sarrión, Barral, López Salinas o Juan Eduardo Zúñiga a la cabeza. Todos coinciden en recordar con un afecto sincero a un autor alérgico a envidias e intrigas que consiguió, además, algo mucho más raro todavía: el milagro de ser, en un país como España, un escritor del que nunca nadie habló mal.
Hace tiempo, sin embargo, Luis Landero se preguntaba por qué García Hortelano no ha alcanzado la fortuna literaria que merece. Parece que la suerte editorial ha sido mucho más generosa con compañeros de generación como Juan Goytisolo, Marsé, Martín Gaite o Benet, mientras que El Horte se ha quedado en el limbo, ligeramente oscurecido. Un misterio y, sobre todo, una injusticia porque el autor de Nuevas amistades, además de ser un hombre que no hacía distingos entre la vida real y la literatura, es uno de los más hábiles e ingeniosos narradores que ha dado este país y sus novelas y cuentos, que ofrecen un acerado y polícromo retrato de la España de los últimos años, están entre lo mejor de la producción literaria de la llamada «generación del 50». Pero lo del escaso reconocimiento actual de Juan García Hortelano tiene traca si tenemos en cuenta que, además, fue un autor muy reconocido y elogiado, dueño de una obra que ha retratado como pocas las transformaciones de nuestra sociedad, y que parecía destinado a convertirse en una de las figuras insoslayables del canon narrativo del siglo XX. Al Biblioteca Breve, al que llegó con una discreta pero estimable trayectoria como cuentista y una novela finalista en el Nadal que nunca se publicó, se sumó dos años después el Formentor por Tormenta de verano, galardón internacional que incluía la traducción simultánea de la novela a catorce lenguas. La foto promocional del premio en la que un sonriente Hortelano posaba junto a una pila de volúmenes casi más alta que él desató no pocas envidias en su momento.
Estas dos primeras novelas de Juan García Hortelano son obras que, en su denuncia del régimen y de la clase media española, discurren por los cauces de un realismo social del que el autor, vinculado en la clandestinidad al PCE hasta finales de los sesenta y comprometido en algunas aventuras antifranquistas de las que nunca alardeó, acabaría desligándose con su siguiente novela, El gran momento de Mary Tribune (1972), que, asimismo, actúa de bisagra con su siguiente etapa. En efecto, los libros que llegaron después, en los que García Hortelano se deja seducir por los malabares y artificios de los narradores hispanoamericanos y se aproxima a la nueva sensibilidad de corte formalista que tuvo a Benet y a los novísimos como principales representantes, tienen poco que ver a primera vista con la fase inicial de su producción literaria, entrevista, sin embargo, en el tratamiento de algunos temas y obsesiones, así como en el tono jocoso marca de la casa y en el retrato crítico y sarcástico de la sociedad española. Pienso en títulos tan inclasificables y libérrimos como Los vaqueros en el pozo (1978) o Gramática parda (1982) o, incluso, en colecciones de cuentos como Apólogos y milesios (1975), cuyo tono fantástico contrasta con el de un volumen anterior, Gente de Madrid (1967). En este último, y a pesar de los tijeretazos tan absurdos como arbitrarios de la censura (hasta 25 tuvo que sufrir el autor antes de que le autorizaran la publicación), se incluyen piezas maestras como «Riansares y el fascista», relato que debería estar en cualquier antología del género que se precie. Sobre esos encontronazos con la censura y otros muchos temas, por cierto, da buena cuenta Rosa María Pereda en un librito de conversaciones con el escritor madrileño titulado El gran momento de Juan García Hortelano y en el que este desgrana experiencias y anécdotas al tiempo que presenta su particular manera de entender el oficio y la vida. Ya quisieran muchos contar con un repaso tan exhaustivo, divertido y delicado como este.
María Ampudia, la mujer de García Hortelano, sostenía que su marido pudo escribir tanto «porque sus amigos a veces estaban ocupados». El escritor madrileño, por su parte, afirmaba en uno de los artículos rescatados en Invenciones urbanas (2001) que el mejor momento para ponerse con una novela o un cuento era el verano, cuando la capital quedaba desierta y silenciosa, a merced de un sol despiadado e implacable, y él se atrincheraba en la penumbra de su despacho frente a la máquina de escribir. Así, hasta las tantas de la madrugada. En esas circunstancias, no es difícil imaginarse al autor de El gran momento de Mary Tribune en el Madrid de los sesenta soñando despierto e imaginando otras vidas, al igual que uno de esos personajes de las comedias italianas que transcurren durante el ferragosto romano (El sorpasso, Domingo de agosto, Caro diario, Vacaciones en Ferragosto y un largo etcétera hasta constituir un género en sí mismo) y en las que el tiempo se estira tanto que parece no tener fin.
De eso va, precisamente, El gran momento de Mary Tribune, quizá la mejor novela que escribió García Hortelano y en la que mostró todo el talento que llevaba dentro. Escrita durante casi diez años y dividida en dos partes, en ella nos presenta a un grupo de amigos madrileños que pueden considerarse como los representantes de la generación que protagonizará la segunda Restauración borbónica (también llamada Transición), esa fea burguesía de la que unos más tarde hará Miguel Espinosa un retrato tan despiadado como certero. En el cuadro social que pinta Hortelano caben todos los tipos imaginables, desde las criadas y oficinistas a los empresarios, pasando por los señoritos con ínfulas artísticas e intelectuales, sustitutos todos ellos, con menos caspa, más contactos internacionales y estudios en universidades extranjeras, de la antigua oligarquía franquista que ha marcado los destinos del país desde el fin de la guerra. Gente que presume de progre y moderna, que frecuenta los cocteles y los clubs de moda de la capital, adicta a la moda y sin miedo a la extravagancia, pero que, en realidad, lleva unas vidas achatadas y mediocres. La aparición de la americana Mary Tribune, una turista despistada, tan excéntrica y alocada como vitalista e ingenua, sacude las vidas de estos amigos y, por supuesto, del narrador, que es quien ejerce de hilo conductor del relato. Y es que todos, aun sin querer aceptarlo, están a punto de dejar de ser jóvenes y, hasta la irrupción de Mary, sus existencias han discurrido por ríos de alcohol (es increíble la cantidad de litros, qué digo litros, hectolitros de ginebra que son capaces de trasegar los personajes de Hortelano) y fiestas interminables que, sin embargo, no logran enmascarar una creciente sensación de fracaso, degradación y estancamiento. La joven Mary, no obstante, proyecta otros horizontes e invita a pensar en una escapatoria, opción que, no obstante, se verá malograda por las conductas y mentalidades de estos tipos cuya frivolidad e inmadurez es solo comparable a su cálculo y egoísmo. Con esas dos partes que pueden interpretarse en clave de farsa, la primera, y de tragedia, la segunda, García Hortelano, además de imbricar los destinos de una clase social con los de un país, consiguió una novela profundamente antiburguesa que se aproxima a lo que hiciera Fellini en La dolce vita, y que resulta magistral por su descarnado retrato del parasitismo y la furibunda denuncia de la falta de esperanzas y futuro, así como por su demostración de la vacuidad de una clase tan incoherente en su supuesto progresismo como cínica en sus propósitos de mejora y transformación, incapaz de sustraerse a una forma de vida de la que abomina, pero que, sin embargo, le reporta grandes beneficios y comodidades.
Leer El gran momento de Mary Tribune es, por otra parte, una fiesta, un puro goce para los lectores, lo más parecido que puede haber en una novela a un concierto barroco donde se yuxtaponen en perfecta armonía distintas voces hasta conseguir una melodía capaz de ajustar el desgarro y la melancolía con el más claro esperpento. Si hablamos de polifonía y de combinar estilos y registros, uno conoce pocas ficciones españolas que puedan competir con esta. Siendo García Hortelano un afrancesado, no hay duda de la huella que hay en todo el libro de autores como Céline y Flaubert, marca de agua que se observa, en primer lugar, en el exquisito uso del castellano que hace el escritor, mezclando distintos tipos de habla y mostrando un oído inigualable para capturar los modos de expresión y coloquialismos de todas las clases sociales que intervienen en la novela, desde el gracejo picaresco de las criadas hasta los pedantes vericuetos que utilizan los señoritos. Y si eso no fuera suficiente, García Hortelano, escritor de estirpe valleinclanesca, se perfila también como un maestro a la hora de deformar hasta lo grotesco a los personajes, superponer distintos planos y conseguir un estilo desenfadado y juguetón con el que somete los discursos y gestos de estos cuarentones madrileños (Madrid es, sin duda, la otra gran protagonista de la novela, una ciudad que el novelista amó y retrató como pocos han hecho) a una despiadada ironía y a la hipérbole más exagerada. No hay otro escritor de su generación que tenga tal arte para los diálogos de los personajes, que sea capaz como él de combinar el humor más cáustico, disparatado y socarrón con la parodia burlesca de influencia vanguardista, un procedimiento con el que Hortelano revela esa vena culturalista, aquí utilizada para subrayar una impostura social, que habría de desarrollar definitivamente en los años siguientes. Véase un ejemplo: «Su rostro descendió a unirse con el mío. Y ambos olvidábamos, atentos a la lentitud de las posturas acomodaticias, a los chasquidos de los labios, que desleían morosidad, el movimiento de la luz, presintiendo que, de abrir los ojos, encontraríamos menos tarde en los vidrios del ventanal y que la noche se aproximaba más favorable cuanto más se demorase en cegarnos, igual que espaciábamos, por codicia, la inagotable fuerza del abrazo». Un lujo.
No sé si hoy se lee mucho El gran momento de Mary Tribune, aunque tengo la impresión de que, como toda la obra de García Hortelano, es una novela que ha quedado un tanto olvidada. Vayan ustedes a saber por qué. Tampoco es fácil hacerse con ella. Lo dije al principio: se reeditan los libros de Goytisolo o de Benet, pero no los de Hortelano. ¿Será porque la crítica y la academia, ignorando completamente nuestra tradición literaria, prefiere siempre los mandarines y los escritores serios a aquellos que emplean el humor en sus textos? Ya sabemos lo que pasa con la risa, que cuando uno se ríe demasiado, sobre todo de algunas cosas que se estiman poco risibles, es difícil que te tomen en serio y menos aún si es una risa amarga que se te congela en la cara, pero ¿tendrá eso algo que ver con el olvido de García Hortelano? En fin, díganmelo ustedes.
Lo único cierto de todo esto es que Juan García Hortelano escribió un puñado de relatos y novelas extraordinarios y que, desde su muerte el 3 de abril de 1992, el mundo es un poco más triste.

Álvaro Acebes Arias (León, 1990) es licenciado en filología hispánica y profesor de Educación Secundaria. Doctorando en la Universidad de León con una tesis sobre la obra del escritor Rafael Chirbes, ha realizado además estudios sobre los distintos cauces de la narrativa española, con especial interés en figuras como Belén Gopegui, Marta Sanz, Isaac Rosa o Ricardo Menéndez Salmón. También ha participado en revistas, medios literarios y en organizaciones culturales como el Club Cultural Leteo de León o el Seminario Permanente Claudio Rodríguez de Zamora.
Como es habitual, un placer leer tus escritos. En unos días pasearé por la acera en la que de el sol en Ofrdoño.Guillermo Quintás.
Disfruté lo que SÍ está escrito con su lectura, gracias a la recomendación de mi querida tía, librera en la desaparecida librería sevillana Fulmen. Gracias a ti por este y otros tantos artículos, gracias.