Poéticas

Una respiración singular. Adolfo Cueto (1967-2016) en sus últimos libros

Niall Binns une aquí sendos textos de presentación, de 2016 y 2023, de otros tantos libros del poeta astur-madrileño Adolfo Cueto, que se quitó la vida en 2016, y cuyo último libro fue publicado de manera póstuma.

/ por Niall Binns /

En el otoño de 2014, el poeta asturiano Adolfo Cueto me invitó a acompañarlo en la presentación de su libro Diverso.es, que había recibido el premio Ciudad de Burgos y acababa de publicarse en Visor. La presentamos juntos el 29 de octubre en la Librería Rafael Alberti. Seis años después de su tristísima muerte, en diciembre de 2016, la mujer de Adolfo, Fátima Hamouda Tormos, me escribió para pedirme que presentara —junto a José Ramón Ripoll— su libro póstumo: Habitar una casa en la Era de Acuario, de nuevo en la Rafael Alberti. Así lo hicimos, el 16 de junio de este año de 2023, otra vez bajo el amparo de Lola Larumbe, que ha sido durante décadas la gran anfitriona —entrañable como pocos, carismática como nadie— de la poesía y las letras en Madrid. Quise que ambas presentaciones fueran textos leíbles en voz alta y he querido reunirlos aquí, con mínimos retoques, como homenaje a un poeta solitario, ajeno a los ámbitos de poder, que poseía una voz singular, o bien, mejor dicho quizá, una respiración única en el panorama de la literatura española. Que sean, como en la estremecedora «Despedida» de un poeta que Adolfo —como yo— amaba, Jorge Teillier, «palabras, palabras —un poco de aire/ movido por los labios— palabras/ para ocultar quizás lo único verdadero:/ que respiramos y dejamos de respirar».

(1) Librería Rafael Alberti, 29 de octubre de 2014

Gracias a Lola Larumbe, por ampararnos esta tarde y como siempre en la Librería Rafael Alberti, esta casa de la poesía. Es una alegría presentar el nuevo libro de un amigo, este amigo tan querido como admirado que es Adolfo Cueto, y más aún porque se trata de un libro galardonado con el Premio Ciudad de Burgos. Es el cuarto de los grandes libros de Adolfo, después de Diario mundo (publicado en Calima en 2000), Palabras subterráneas (2010, en Renacimiento) y Dragados y construcciones (2011), con el que ganó el Premio Emilio Alarcos y que fue publicado, como este nuevo libro, en Visor.

En la cubierta de ese primer poemario, Diario mundo, está la fotografía de una calle de alguna ciudad, posiblemente Madrid, con un cruce de cebra, con peatones, con una mujer al parecer vestida de rojo, de abrigo rojo, y un hombre de traje negro, ¿o es otra mujer, una mujer con vestido negro? La imagen está desenfocada, como si el fotógrafo la hubiese tomado desde un coche en movimiento o mientras caminaba con gran velocidad. No se ven los rostros de los peatones, y en la parte superior de la imagen hay una mancha roja, pincelada, que no se sabe si es un árbol en flor (si fuese así, no estaríamos en Madrid, porque no hay, me parece, flores rojas en los árboles de Madrid) o una mancha caprichosa introducida a posteriori por el fotógrafo. Diario mundo: esperábamos encontrar, al abrir el libro, el mundo moderno con todas sus aristas, desenfocado y violentado en la confusión de sus velocidades, sus ajetreos. Sin embargo, en ese primer libro del año 2000, que es un libro que me gustó mucho y me sigue gustando, hay un curioso contraste entre esa modernidad o postmodernidad del frenesí callejero de las urbes, de las fábricas, de la construcción, de Nueva York y Madrid, de las grandes avenidas y los rascacielos, que ha fascinado a Adolfo en todos sus libros, y la gravedad, la lentitud de su poesía.

Al leer a Adolfo Cueto, siento que me sitúa en un nuevo eslabón, conscientemente elaborado y concatenado a la gran tradición poética española, aunque sobre todo, quizá, a la generación del cincuenta; siento, a la vez, que ese tono, esas lentitudes y gravedades, se trasladan, también muy conscientemente, con voluntad de presente, al mundo del fin de siglo, y luego, en libros posteriores, a estos todavía comienzos del nuevo siglo. Hay un poema de Diario mundo, «The Real World (MTV)», que nos inscribía desde su título en el cambio de milenio con la actualidad (de entonces) de la exportación estadounidense del total flow, las imágenes desatadas de los nuevos medios, el bombardeo visual y musical en los que estábamos y estamos inmersos. Pero empezaba el poema en cuestión: «Desnuda está la hora de tu muerte». Empezaba así, con ese hipérbaton grave y de otra época, que obstruía desde la palabra inicial el flujo del verso, acentuando en su extrañeza verbal —en su lentitud, en su estar a las antípodas de lo coloquial y lo actual— la muerte del amigo convocada por el poema.

Diverso.es es el título del nuevo libro de Adolfo. Diverso punto es. Es un título que nos instala, con el guiño de ese punto, en la virtualidad de nuestro mundo informatizado y en el tópico de la diversidad, de la pluralidad y la dispersión, de la heterogeneidad fascinante e inabarcable del presente. Y sí: el libro nos habla del bullicio de la Gran Vía, de la contaminación atmosférica, de las obras interminables en las calles de Madrid, de construcciones paralizadas por la crisis, y a la vez de la memoria histórica y las fosas comunes. Ahí está el poeta del presente; pero está también, de nuevo, la extrañeza del hipérbaton. Diverso es y esta vez sin punto. Hay poetas, innumerables poetas de hoy, que exploran la diversidad cultural, sexual y étnica de nuestro mundo en lenguajes tomados o adaptados del presente, lenguajes nerviosos en la crispación fragmentada y dispersa de nuestros días. Pero Adolfo dice: «Diverso es». Lo dice como nadie lo dice, lo dice con una gravedad de otra época. Estamos aquí, hoy, en 2014; estamos allá, en otra época, en el pasado de esa gran tradición poética española.

Adolfo Cueto posee uno de los oídos más finos, más seductores, que conozco en la poesía actual. Hay una música suya, una música pausada con la que va rodeando, tanteando y palpando, con casi dolorosa y sin embargo gozosa lentitud, la materia verbal y la materia urbana que poetiza. Es una respiración propia que se sobrepone al tono de otros tiempos e imprime un ritmo de poesía rumiada que va imponiéndose, poema tras poema, aunque en ellos hable de la violencia de una descarga eléctrica o un tsunami.

La gran poesía surge del ocio. Lo sabía el chileno Enrique Lihn; lo decía también con hipérbaton: «Ocio increíble del que somos capaces, perdónennos/ los trabajadores de este mundo y del otro/ pero es tan necesario vegetar». La poesía de Adolfo es una poesía ociosa, ociosa en su sentido más fecundo, en la que se oye y se siente la lentitud en la mirada, en la palabra tan suavemente acariciada, en la velocidad domada. Son varios los poemas de Diverso.es que carecen de verbo principal. Hay un poema, por ejemplo, que comienza: «Lágrimas sobre el estercolero/ japonés: una mujer/ que llora»; y termina: «En la noche nipona de las tecnologías,/ una mujer que llora/ sobre el cero del mundo». La noche nipona de las tecnologías ha sido atrapada, fijada, inmovilizada, por el poema.

Es un ritmo construido a conciencia. En todo el libro, los encabalgamientos van cortando obsesivamente los versos, rompiendo el respirar habitual del habla, haciéndolo propio, haciéndolo la voz de Adolfo Cueto, volviendo extrañas las palabras en el proceso mismo de presentar y deletrearlas tan despacio. Algo hay, tal vez, en Diverso.es, del también chileno Gonzalo Rojas, al que Adolfo tanto admira, pero el efecto del encabalgamiento en Rojas es más hacia fuera, tiene un toque fanfarrón, es el respirar trepidante y fracturado del asmático que encabalga asfixiado, histriónico, como un niño feliz que quiere, pero no puede, decirlo todo, en un solo soplo, delante de todos, y se atraganta. El encabalgamiento de Adolfo, en cambio, imprime lentitud, exuda gravedad; va pautando con pausas la búsqueda de la palabra, de la cosa.

Y luego, al mismo tiempo, una y otra vez, los poemas se ralentizan con palabras y giros repetidos, con sucesiones de imágenes que se enfilan sin conjunciones ni disyuntivas, o bien con incisos que interrumpen el flujo, y luego, siempre, con una puntuación insistente, paralizante de comas, como en el poema «DJ», con su título con que pide que anticipemos sonoras velocidades, pulsaciones de luz, el chirriar de los singles, pero no:

Mira, detente, escucha,
extraño amigo, hermano
del adónde, tú que pasas de largo, ajeno, escaso
todavía, desafinado, oscuro, escucha, mira,
oye cómo
de repente una música llega, se abre ahí, nos toca
de corazón, alumbra
los rincones ocultos de la casa.

Y están, después, los apóstrofes, una vez más con su aire de otra época, su lenta gravedad de otra vida, apóstrofes a conceptos tan abstractos como la Soledad y la Esperanza, o apóstrofes al lugar más entrañable de la nostalgia infantil del poeta, el pueblo asturiano de Noreña, pero también apóstrofes a Madrid o a la M30 o la Tercera fase.

Diverso.es nos habla de la diversidad de la urbe, la diversidad también de la chatarra, de esta sociedad sin rumbo de los desechos, pero en lo que culmina, de verdad, este libro es en una diversidad que se muestra capaz de transformarse, por medio del amor, en unidad, por el poder de atracción que rige en el universo, la unión de dos gotas juntándose en una sola, el fulgor de cuerpos que se encuentran, la paz incendiada de la pareja, que permiten ver, vivir y apreciar el transcurrir diverso de los días como un don. Ahí está, por ejemplo, el poema «Andamio»:

Habla de la alegría, este azul que ahora invade
de alta vida tus ojos. Esta forma
de dar. Somos esos que cantan,
con sus cuerpos felices, en los acantilados
del ser, como el aire o el fuego, inundados
de sí. Nuestros cuerpos tendidos, su rizoma
de amor. Qué sencillo parece
lo sencillo, que es
lo más difícil. Respirar,
respirarte, ser el uno
diverso, formar parte de ti. No es más que eso, no es
más que amarte hasta el fondo, hasta la raíz
misma, hasta el límite exacto: hasta la
disipación.

Diverso.es es, también, un gran canto al amor y a la vida.


(2) Librería Rafael Alberti, 16 de junio de 2023

Quisiera comenzar dando las gracias a Lola Larumbe. Es un placer, como siempre, venir a la Rafael Alberti. El 29 de octubre de 2014 estuvimos aquí presentando el libro de Adolfo Diverso.es. Me puse ayer a buscar mis apuntes de esa tarde y comenzaban, ¿cómo no? con un gracias a Lola Larumbe.

Gracias a Fátima por invitarme a estar aquí esta noche.

Gracias a José Ramón Ripoll por la nota tan bella, «Luz que viene de lejos», que has escrito para este libro.

Gracias a la editorial Renacimiento, donde ya en 2010 se publicó el que fue el más bello de los libros de Adolfo hasta este, ahora, y hablo del libro como artefacto. Palabras subterráneas. Fue su segundo libro y el primero en llevar el subtítulo de work in progress, que ha permanecido en los siguientes, incluyendo este nuevo libro, Habitar una casa en la Era de Acuario.

Gracias a Santiago López Amado por la imagen de la portada, esta bella casa de la Era de Acuario.

Habitar una casa en la era de Acuario. El infinitivo del título apunta a lo que fue, sin duda, un deseo o aspiración de Adolfo: el de pergeñar en su libro algún esbozo de consejo (digo «esbozo» porque se trata, recordemos, de una work in progress, una obra en marcha) sobre qué es lo que puede hacerse con esta casa u oikos que es nuestro planeta, cómo hacer habitable esta gran casa en lo que algunos anunciaban, en 2016, como la era inminente de Acuario, y otros, menos optimistas, ya habían bautizado como el Antropoceno. Adolfo emprendía ese esbozo, claro está, de la manera que mejor sabía hacerlo, construyendo en su poemario, a nivel microcósmico, una casa de palabras.

Los dos epígrafes del libro aluden a la capacidad del poema de ejercer como espejo en miniatura o analogía de esa gran casa que fue, para José Martí, el universo. «El universo habla mejor que el hombre»: lo decía el cubano en el más intenso de sus poemas, el que comienza «Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche», un poema reflexivo transido por el dolor, en el que la palabra humana estorbaba y el poeta planteaba la opción de quedarse mudo, sin palabras, porque «el universo habla mejor que el hombre». Hay un encabalgamiento en el original de Martí que bien podría ser del propio Adolfo: «El universo/ habla mejor que el hombre».

El otro epígrafe es de Emily Dickinson: «Un poema es un hogar que ha de ser perseguido». El poema como hogar, lugar de refugio. Me vienen a la cabeza las palabras de Alejandra Pizarnik, «la única morada posible para el poeta es la palabra», pero Adolfo no habría comulgado con la idea de la palabra como un refugio apartado del mundo. La imagen de Dickinson es, sin duda, singular: «Un poema es un hogar que ha de ser perseguido». Se podría entender como un hogar cuyo destino es ser víctima de la persecución (algo que podremos ver, en este libro, en los que pierden su casa en guerras, en migraciones forzosas o en desahucios), pero Adolfo nunca concibió al poeta o a la poesía como víctima. Otra forma de leer el epígrafe, creo que más interesante, nos diría que el poema ha de ser descubierto o revelado tras una larga búsqueda, una persecución; sería una especie de Ítaca —el oikos anhelado por Odiseo— a la que solo se llega con grandes esfuerzos. La casa no es algo dado de antemano; hay que salir a conquistarla. Me corrijo: puede que esté dada de antemano, pero si es así, se trata de algo que existió y ya no está, que pervive apenas en pedazos rotos de la memoria, en ese «solar/ de la memoria con sol negro, polígono/ desierto, donde nadie te espera»; en ese lugar del que cada uno de nosotros ha sido desalojado. Todos hemos sufrido las «palabras de desahucio/ que da un médico, un banco, las/ deletrea un juez». Decía Rilke: «La verdadera patria del hombre es la infancia»; hemos sido desterrados de ella. Diría Adolfo: nos han desahuciado de ese hogar que fue la infancia.

«Un poema es un hogar que ha de ser perseguido». Lo que más perplejidad me produce del epígrafe es que sea una traducción errónea que Adolfo habrá encontrado en no sé yo qué edición de Dickinson, en qué libro sobre la poeta, en qué página de internet. Proviene de una carta de la poeta, en la que el traductor o la traductora ha entendido como hunt (perseguir o cazar) la palabra haunt (embrujar o encantar). La versión original de Dickinson dice: «Nature is a Haunted House—but Art—a House that tries to be haunted»: La naturaleza es una casa embrujada o encantada, mientras que el arte es una casa que aspira a serlo, es decir, que quisiera ser embrujada o encantada. Creo que ese deseado encantamiento de la palabra, que consigue la poesía de Adolfo Cueto por medio de la respiración a veces hipnótica de sus versos, también serviría perfectamente para presidir a este libro.

Adolfo abre la casa de su libro (y del mundo) con «Las puertas abiertas», que es un pórtico de poemas hermanos. Estamos ante una construcción porosa, inestable, hecha de agua y aire, como se lee en los títulos: «Los cimientos del agua», «Las paredes del aire». No es casual, quizá, que la experiencia moderna haya sido enmarcada, para mostrarnos su carácter precario, fugaz, en imágenes centrales tomadas de estos dos elementos: «Todo lo sólido se evapora en el aire», palabras de Marx retomadas más tarde por Marshall Berman para su libro imprescindible sobre la poesía moderna; y modernidad líquida, acuñada por Zygmunt Bauman. Los dos poemas de «Puertas abiertas» nos hablan, con tono e ímpetu divergentes, de la vida contemporánea en las grandes urbes, de lugares marcados por el miedo y la herida en «Las paredes del aire», el segundo de ellos: un «vestíbulo inmenso/ donde nos adentramos, estaciones, compuertas, colas, ruido,/ vaivenes/ a ningún sitio», donde se congrega gente «sin patria alguna, sin casa o cosa, sin lugar/ propio en el que constitucionalmente/ desnudarnos».

Los versos iniciales del primero de los poemas, «Los cimientos del agua», remiten a una escena familiar, fácil de visualizar y recurrente en Adolfo. El poeta observa una calle cualquiera del centro de una gran ciudad:

Se parecen a quién, estos seres que pasan, al final
de la tarde, solitarios,
absortos, no sabemos adónde. Un brazo y
otro brazo, acompasando —una sílaba
y otra—. El horizonte en llamas
los espera, lo saben, mientras buscan, avanzan, flotadores
del tiempo, estos seres que escriben
en el agua sus nombres. En la corriente que va, llevan
lo que no se termina, y vuelve,
vuelve: esa página líquida en
su fondo. El movimiento, el ritmo.

El ritmo acompasado de un brazo con otro brazo es como un movimiento de sílabas; la calle con su flujo es una página líquida. La urbe como un poema, el poema como una urbe. Una extraña armonía va rompiéndose en los encabalgamientos que son como un sello propio de Adolfo; serían, en otros poetas, violentos, pero se acoplan en su libro como en un aire suave, con querencia a los ritmos clásicos, que sufre sin embargo dislocación tras dislocación, y está obligado a reanudar una y otra vez su búsqueda: «al final/ de la tarde», «un brazo y/ otro brazo», «una sílaba/ y otra», «flotadores/ del tiempo», «seres que escriben/ en el agua sus nombres», «esa página líquida en/ su fondo». Es una música —claro está— de la urbe, hecha de idas y venidas, interrupciones y sobresaltos, flujos y reflujos, pero en ella reverbera siempre ese anhelo de armonía, una armonía de origen. La paladeaba Adolfo en sus versos: puedo oírlo diciéndolos, «a ritmo pleno y cámara/ muy lenta», con esa voz suya inconfundible en su gravedad.

Esos seres que pasan son «seres que escriben/ en el agua sus nombres». Dice José Ramón Ripoll que Adolfo «no era especialmente ni esotérico, ni místico, ni visionario», pero le atraía la idea del cambio de era anunciado, sí, por esotéricos, visionarios y místicos, como una oportunidad para una transformación de las relaciones humanas, una elevación de nuestras conciencias. «Nuestro poeta, más que afirmarla, deseaba dicha transformación», comenta José Ramón. Estaba prevista que la era de Acuario, que está en el título del libro, llegaría —y se supone que ya llegó— el 21 de febrero de 2021. Yo no sé nada de los signos del zodíaco, pero intuyo que Adolfo sí. Era, creo, el único amigo que infaliblemente recordaba mi cumpleaños. Le hacía gracia que un británico obsesionado por la guerra española hubiera nacido el día 18 de julio y me llamaba siempre; si no estaba, dejaba en el contestador un mensaje que comenzaba siempre con mis tres nombres propios celtas paladeados a esa manera tan singular de Adolfo con suma fruición: Niall-Robertson-Ewen. No supe responder con el gesto recíproco. Me enteré del día de cumpleaños de Adolfo cuando leí por primera vez este libro y me pregunté, por curiosidad, cuál sería, habría sido su signo. Era Acuario, por supuesto: el 31 de enero. Acuario, pensaba yo en vista de su nombre, debía de ser un signo de agua, pero descubrí que no, que es de aire. Cimientos de agua, paredes de aire, qué más da, me decía, pero había algo más, no sé si místico o esotérico, en «esos seres que escriben/ en el agua sus nombres». Exactamente dos siglos antes de la llegada de la era de Acuario, o para ser preciso, dos siglos antes pero con dos días de diferencia, el 23 de febrero de 1821, murió en Roma el poeta John Keats. Su último deseo era que se escribiera en su tumba, como epitafio: «Here lies one whose name was writ in water». Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito en el agua. Keats, pensando que lo poco que había escrito caería en el olvido, intuía que su nombre se perdería junto a esos poemas, que no se encontraría ni tallado en el mármol ni impreso en libros sino disuelto en las aguas del olvido, en las que todo lo humano, en su fugacidad inconmensurable, se hundía. Todo, diría Keats, con excepción de la belleza. En su «Oda a una urna griega», como Adolfo en el poema inicial de este libro, el poeta inglés observa a los seres humanos, amantes y músicos, sacerdotes y dioses, jóvenes mujeres en el acto de huir, captados para siempre en lo fugaz de sus actos a través de la permanencia de la urna. Termina su oda con versos célebres: «Beauty is truth, truth beauty,—that is all./ Ye know on earth, and all ye need to know». En la traducción de Julio Cortázar: «La belleza es verdad y la verdad belleza… Nada más/ se sabe en esta tierra y no más hace falta».

Esa belleza es una aspiración ineludible en todo lo que escribe, lo que escribió Adolfo. Hemos visto a los paseantes de «Los cimientos del agua», «solitarios, absortos», y buscando siempre. Hay belleza en su búsqueda. Lo dice el poema: «Terriblemente hermosa, su soledad/ mojada, arando y arañando la belleza/ muy dentro siempre, al filo/ de sí mismos».

La belleza está en esa casa, ese hogar, que falta en nuestro mundo, en nuestra era. Que les falta físicamente a tantas víctimas de los bombardeos en Siria, a tantos migrantes que luchan por alcanzar tierras europeas, a tantos desahuciados de su casa material, pero nos falta también —en cierto sentido— a esos otros desahuciados que lo somos todos. Es una belleza, una permanencia, que se va conquistando en este libro, primero a través de la compasión, en el esfuerzo por encontrarse en la palabra con el victimizado por la sociedad y la época. Se conquista también, a un nivel más personal, en la reapropiación de los espacios de la infancia hacia el final del libro, en una sección titulada «Vistas panorámicas», donde se recupera Noreña, lugar de la madre y la familia del poeta, y otros espacios fundacionales del Asturias de su infancia, en poemas como «Horizonte en la arena. Playa de Borizo», o en «Celorio del 69», año del nacimiento de Adolfo, donde se habla de volver «hasta el útero negro/ de esta tierra que canta. A la placenta, madre/ verde de ojo profundo. A la espuma que estalla/ toda aquí, todavía».

Se recupera, sobre todo, en la aparición, cada vez más frecuente, de la mujer amada, retratada por Adolfo a lo largo de su obra en poemas en los que volvía a descubrir, a pesar del dolor y el sinsentido, a pesar de su pertenencia a una sociedad desgarrada por apetencias materiales, un asentamiento en el presente, una permanencia se diría que inmune a las fuerzas de corrosión. Así, en el poema «Al oído»: «Sobre tu cuerpo claro,/ sobre su noche abierta, nuevamente el/ adónde, nuevamente el ahora, nuevamente el/ milagro». Y se recupera, también, ese milagro de la permanencia, en imágenes de sus hijas, en el poema «Trenzas», donde «aquí es/ siempre verano, entre estas risas de agua, que repican/ sin mella». O bien:

La verdad son las trenzas con que te atan
sus días. El amor, esa inmensa
llamarada en sus ojos. El dolor,
humo ya, en la tarde sin peso, donde todo es de aire,
un columpio con alas y estos seres
que vuelan —y esta edad
sin edad.


De origen británico, Niall Binns es catedrático de literatura hispanoamericana en la Universidad Complutense. Entre sus libros destacan Un vals en un montón de escombros: poesía hispanoamericana entre la modernidad y la postmodernidad (1999), ¿Callejón sin salida? La crisis ecológica en la poesía hispanoamericana (2004), «Si España cae —digo, es un decir—». Intelectuales de Hispanoamérica ante la República Española en guerra (2020) y libros monográficos sobre Nicanor Parra y Jorge Teillier. Es autor, entre otros libros de poesía, de Tratado sobre los buitres (2002, 3ª ed. ampliada 2011).

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