/ por J. L. Gómez Toré /
¿Qué marca la relevancia de un escritor? ¿Los reconocimientos? Si es así, podría decirse que José F. A. Oliver, es un poeta importante, pues cuenta con premios como el Adalbert von Chamisso, el Heinrich Böll o la Orden del Mérito de la República Federal Alemana. Sin embargo, es fácil constatar que voces que hoy consideramos imprescindibles pasaron en su momento sin pena ni gloria. Como también que, lamentablemente, una larga cosecha de galardones y laureles no resulta siempre una garantía de valor literario. La relevancia de un poeta se mide más bien por algo mucho más difícil de captar, al margen o incluso a la contra de ese eco social, y es el hecho de que su escritura dibuje lo que podríamos llamar un lugar, un espacio propio. Una suerte de territorio y a la vez un camino. Y más allá de los premios (en este caso más que merecidos), ambas dimensiones las hallamos, sin duda, en libros de Oliver como Padrenuestro en Lima, Huellas al borde de la noche, Cobijo o Tacógrafo. A todos ellos nos permite asomarnos esta Andalemania, esa región poética en la que Martín Gijón nos invita a entrar con su antología.
Y hablando de lugares, no queda más remedio que partir de un estupor. Sorprende el hecho de que un escritor que aúna de modo tan notable la tradición hispánica y la alemana no haya sido hasta ahora publicado entre nosotros. Paradojas de la cultura española, de las que podría ser también triste muestra un caso en cierto modo muy distinto (pero, en el fondo, no tanto): me refiero a la poeta alemana Hilde Domin, que vivió en España y en cuyos poemas se refleja más de una vez la geografía española, y a la que también se ha traducido muy poco. Ojalá que libros como este sean el inicio de otras aproximaciones similares, de nuevos libros, que mantengan tendidos esos puentes, por más que el puente por el que cruza la poesía no sea, como señaló en su día Ida Vitale, una orgullosa construcción en piedra o hierro, sino un puente que a menudo asusta cruzar: un puente colgante, con tablas rotas, que oscila al paso vacilante de quien se atreve a pisarlo. Y es que todo poeta —y todo lector de poesía— tiene algo de Indiana Jones en busca no del arca perdida, sino de algo mucho más huidizo, los fragmentos de la torre de Babel, el rastro de un idioma posible.
Ese carácter oscilante, esa sospecha de que el terreno que se pisa no es suelo firme, creo que tiene mucho que ver con la poesía de Oliver, donde el encabalgamiento nunca es arbitrario y sí una forma de acompañar ese movimiento de las palabras, de mostrar sus quiebras pero también sus inesperados encuentros. José Oliver, «producido en Alemania/ importado desde España», como se define a sí mismo en un poema, transita entre lenguas, pero también entre las capas freáticas de cada idioma, en su arqueología secreta. Para hacer ese recorrido contamos con la ayuda de la estupenda traducción de Mario Martín Gijón, una traducción que (digámoslo de paso) es todo menos fácil, puesto que Oliver echa mano, como su admirado Celan, de todos los recursos morfológicos, sintácticos, fónicos del alemán, al tiempo que introduce en la lengua de Goethe un cuerpo extraño, que tiene que ver desde luego con sus orígenes andaluces, pero asimismo con una conciencia extremadamente lúcida de los planos y ritmos del lenguaje. De ahí, que haya que agradecer una traducción con su punto de audacia, pues, cuando resulta imposible traducir un juego de palabras, una paronomasia, una homofonía, Martín Gijón busca una alternativa en el español, con lo que su traducción tiene también algo de creación, de re-creación en sentido estricto.
Desde hace años me viene obsesionando lo que yo llamaría el lugar de la poesía. Desde qué lugar se escribe la poesía, y al mismo tiempo qué lugar crea la palabra, qué espacio abre en nosotros, hasta qué punto la poesía es refugio o intemperie. A José Oliver (a diferencia de lo que le ocurría al autor del Fausto y a tantos que vinieron después) no le hace falta soñar con el país en que florece el limonero: ese limonero está ahí, en el paisaje de la memoria, pero también está la conciencia de las manos agrietadas que lo plantaron o cogieron sus frutos, está asimismo la huella del trabajo, de la pobreza, de las desigualdades sociales. El viaje hacia el sur, esa pulsión de la literatura germánica que encontramos en autores tan dispares como Goethe, Max Frisch o Ingeborg Bachmann, constituye aquí, más bien, un camino de vuelta.
Y en el deambular del idioma, es difícil no sentirse interpelado por una esas rupturas internas que el poeta lleva a cabo a través de un uso muy personal de los dos puntos, un recurso que viene a introducir una tensión sintáctica en el seno de cada vocablo: me refiero en concreto a Wort, palabra, de la que la traducción de Mario Martín Gijón ha desgajado muy inteligentemente el abra de pal-abra, forma del verbo abrir que parece suscitar esa voluntad de apertura del lenguaje poético (y que, de manera inesperada, podría sugerir el abracadabra, los poderes mágicos que convoca la pal-abra). Con todo, no olvidemos que, al mismo tiempo, en español abra es también una pequeña cala, en la que los barcos pueden fondear, un paso entre montañas, un espacio por tanto… Y si nos acercamos al texto original en alemán, vemos que de Wort se ha desgajado Ort, lugar, pero al hacerlo podemos leer también Wo, es decir, dónde… Lugar de la palabra o palabra como lugar, lugar que para un andaluz alemán o un alemán andaluz, para este malagueño de la Selva Negra, constituye un espacio inestable, que no coincide con frontera alguna o territorio en el mapa. Así, esa Andalemania que da título al libro parece anunciar una suerte de incómoda utopía desde donde forjar una lengua. Algo intuyó tal vez el niño antes ya de convertirse en poeta: el niño que aprendió ya en su casa que la muerte tenía rostro y andares de mujer en español, y una voz grave de varón en alemán; que el sol era una cálida presencia femenina en su país de nacimiento y masculino, en español… Leyendo a Oliver, me viene a la cabeza una expresión coloquial que se escucha en más de un lugar de la Península, un curioso modismo en el que se cruzan la gramática y la imaginación: «¡Como quema Lorenzo!», se dice para referirse al sol con un nombre propio masculino (la luna, es por cierto, de género masculino en alemán). En ese viaje de ida y vuelta entre los idiomas y sus zonas de indecisión asoma una lengua propia, un dialecto fecundamente extraño que solo se escucha en ese lugar que no existe en los mapas, pero que a la vez resulta extrañamente familiar para el viajero que se asoma a estas páginas. Y es que todo poeta es hijo de Babel y a la vez alienta el sueño de una lengua común, de una comunidad posible.
Los buenos libros nos llevan siempre a otros libros. Pienso así en otro escritor entre dos lenguas, Claude Esteban, poeta francés de padre español, quien en La heredad de las palabras da fe de un conflicto interior, que hunde sus raíces en la infancia: cuando el tránsito del español al francés y del francés al español despierta en el niño una sensación de alarma, como si se rompiera la correspondencia platónica entre la palabra y la cosa, y la realidad, y el mismo lenguaje, quedara desde entonces convertido en arenas movedizas. De hecho, el título del libro en francés, Le partage des mots, resulta todavía más significativo, pues esa herencia se asocia al verbo partir, a una ruptura, por tanto; a una quiebra. Pero donde algo se quiebra, algo también se abre, como en la valiente y oportuna traducción que hace Mario del W:ort, Ort: pal-abra. Me da la impresión de que Oliver ha tendido a vivir ese doble origen, ese bilingüismo de una forma mucho menos dramática que Esteban, y, sin embargo, quiero pensar que ese ir y venir entre dos idiomas tan alejados entre sí ha podido alentar en él algo que, por otra parte, todo poeta moderno tiene que descubrir en algún momento: que el lenguaje, lejos de ser un depósito fijo de verdades y significados petrificados, es un movimiento constante. Y he hablado de dos idiomas, pero en realidad podría citar también el dialecto alemánico de la Selva Negra y los dialectos andaluces. Esa aproximación a lo dialectal dibuja asimismo un lugar y una dimensión a la vez ética y política, pues el dialecto es siempre una presencia incómoda para la lengua vivida como ideología. Así, por ejemplo, en España, todavía hay quien escucha el llamado acento andaluz (en realidad, una multitud de acentos) con una sonrisa de superioridad. Esa misma sonrisa, que esconde una larga historia de desprecios, asoma también demasiado a menudo frente a las distintas músicas del español de América, una huella que también está en Oliver, quien pasó varios años en Perú (de ello queda el conmovedor testimonio de poemas como «Catorcedemayodemilnovecientosochentayocho en el día en que el Papa visitó perú»).
Por más que la experiencia de cada uno sea distinta, pienso que los poetas que han transitado entre distintas lenguas y patrias (Claude Esteban, Jean Portante, José Oliver…) se acercan con especial lucidez al desafío que nos supone la escritura: lejos del tópico de la palabra justa, el poeta moderno debe aceptar la injusticia que supone toda palabra frente a la multiplicidad de lo real, frente al movimiento constante de lo existente. Ya no podemos pedir, como Juan Ramón Jiménez, que la inteligencia nos revele el nombre exacto de las cosas. Porque no hay tal. Como decíamos, todo poeta moderno arrastra, y de un modo dramático a menudo, la maldición de Babel, que tiene asimismo algo de oculta bendición o al menos de oportunidad. Pienso también en otro autor muy querido por Oliver, el ya citado Paul Celan. Y me viene ahora a la memoria el congreso que impulsó hace años Mario Martín Gíjón en Cáceres, junto con Rosa Benéitez, sobre el poeta judío, y como allí los que participábamos pronunciábamos el nombre de Paul Celan unos, a la alemana, y otros, como si fuera un nombre francés. ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, Celan es un apellido inventado, anagrama del apellido real del autor, y ¿cómo se pronuncia una palabra inventada? En un espléndido poema de esta antología, Czernowitz, lugar de nacimiento de Paul Celan, Oliver nos invita a estar heimatlos nah, «apátridamente cerca». La ciudad natal del autor de Rosa de Nadie crea una suerte también de Andalemania, pues Czernowitz ha pertenecido a Ucrania, a Rumanía, a la Unión Soviética… Incluso, en ciertas etapas del Imperio austro-húngaro, a Moldavia ¿De dónde es Paul Celan si no es de su propia poesía, de esa palabra desgajada por dentro? Recordemos asimismo otra de las presencias convocadas aquí, la de Hölderlin–Scardanelli, que pierde incluso su nombre propio y quien, en sus momentos de mayor lucidez, supo que para encontrar lo propio, ese lugar-palabra, hay que viajar muy lejos. Precisamente Adorno le reprochará a Heidegger, en su lectura de Hölderlin, su insistencia en subrayar ese retornar a lo propio en detrimento de la lejanía, y es que no existe realmente viaje de ida y vuelta: todo regreso nunca nos lleva exactamente al punto de partida.
La poesía tiene vocación de nomadismo. En el poema «Voces del origen», Oliver confiesa escribir «una escritura vagabunda». Pero quizá la palabra nómada esté, al menos en español, demasiado cargada por el prestigio de lo lejano y lo exótico. Tal vez convendría hablar mejor sin miedo de emigración, de emigrantes, de esos Gastarbeiter, palabra que en alemán se convierte a veces en un sarcasmo involuntario, pues significa literalmente «trabajadores invitados», habida cuenta de toda la carga de xenofobia que a menudo tienen que soportar esos trabajadores venidos de fuera. De un afuera siempre amenazante para quienes conciben el lugar como algo cerrado sobre sí. Poemas que llevan entonces la huella de la emigración, de las generaciones precedentes, y que nos dicen que toda lengua es mestiza, afortunadamente impura. Es sabido que Adorno dijo (se ha repetido demasiadas veces y se ha convertido en un tópico) que escribir poesía después de Auschwitz es barbarisch, un acto de barbarie. Pero quizá hay que recordar que “bárbaro” en su origen es el que no habla la lengua que define a una determinada comunidad, en su caso la griega, aquel cuyas palabras suenan como un rumor incomprensible a los que conforman ese adentro de una lengua compartida. Contra la barbarie fascista hay que ser tal vez bárbaros en su sentido etimológico, aquellos que se atreven a hablar la lengua del afuera, del lugar que es un no lugar: Wort, Ort, la pal-abra que abre.
Tal vez la vocación de toda poesía moderna es así asumir su identidad bárbara, extranjera, mestiza… Hay, sí, que esperar a los bárbaros, como en el poema de Cavafis, poeta que, por cierto, asoma en estas páginas. En «Las raíces», Oliver lleva a cabo una curiosa inversión entre la palabra Heimat, que suele traducirse como «terruño», «patria chica», y que lleva la huella de la palabra Heim, «hogar», y Vaterland, la patria, la nación. Sin embargo, si se toman en un sentido literal las raíces que componen Vaterland, asoma la «tierra (Land) del padre (Vater)». Y así, en este poema, Heimat es lo extranjero (pero no olvidemos que fremd, «extranjero» en alemán, significa asimismo, como también en francés, lo extraño, lo ajeno, de nuevo, lo bárbaro). Por su parte, toda la antipática carga de nacionalismo, e incluso de violencia. de la palabra «patria», Vaterland, queda disuelta en un plural, el de las tierras diversas de los padres, de esos padres emigrantes que atravesaron lenguas y fronteras, en busca de un futuro mejor como trabajadores a menudo no invitados. En alemán, la lengua pareciera heredarse de la madre, Muttersprache («lengua materna»), y la patria, Vaterland, del padre. En español, también, puesto que decimos asimismo «lengua materna», mientras que patria brota del severo pater latino, pero ese origen queda, en parte, desdibujado por la derivación etimológica. Sin embargo, la libertad con la que Oliver deja que se muevan las palabras convierte esas patrias en plurales, inestables, nómadas, matrias, un poco como esa Andalemanía, paternal y maternal a un tiempo, que no puede tener fronteras ni pasaportes. En su poema «Mutter & Sprache», «Madre y lengua», nos dice: «No había más que hablar ni/ un sitio donde llegar. Solo este silencio».
Frente a la fijeza de los lenguajes oficiales, de los lenguajes del poder, frente a toda su violencia latente o en acto, el poema, ese carácter escurridizo de una palabra emigrante, con toda su poderosa precariedad que abre grietas en los muros, que dibuja un lugar también para los desplazados. Poemas clandestinos, poemas-patera, poemas espaldas mojadas, poemas sin papeles, poemas MENA, poemas Gastarbeiter. Poesía casi como una suerte de exilio. «Amo mi exilio» llegó a decir María Zambrano, reconociendo al mismo tiempo lo monstruoso de ese amor puesto que el exilio es un drama para quien lo vive y, sin embargo, encierra una enseñanza irrenunciable al poner entre paréntesis la identidad inamovible (asesina, diría con razón Amin Maalouf) de una lengua, de una tierra, de una tradición, de un país.
María Zambrano también era malagueña como José Oliver. Malagueña que, sin embargo, apenas pisó Málaga, que pasó casi toda su infancia y juventud en Segovia, luego en Madrid, y que luego, como tantos trasterrados, fue recorriendo Cuba, México, Puerto Rico, Francia, Italia, Suiza… para regresar muy tarde, al final de su vida, a España. La palabra poética era, para Zambrano, ese claro del bosque que se abría de pronto cuando menos se lo espera, como un regalo inesperado. Como una respuesta a una pregunta no formulada con anterioridad pero que de pronto se vuelve imprescindible. Así, estos poemas.

José F. A. Oliver
Libros de la Herida, 2023
336 páginas
24 €

José Luis Gómez Toré (Madrid, 1973) es poeta, dramaturgo y ensayista. Su obra crítica y ensayística está integrada por varios títulos, entre los que destacan La mirada elegíaca: el espacio y la memoria en la poesía de Francisco Brines (2002), Pedro Salinas (2009), El roble de Goethe en Buchenwald (2015), Extramuros (2018) y María Zambrano: el centro oscuro de la llama (2020). Ha publicado los poemarios Se oyen pájaros (2003), He heredado la noche (2003), Fragmentos de un cantar de gesta (2007), Claroscuro del bosque (2011, en colaboración con la artista Marta Azparren), Un corte que no sangra (2015), Hotel Europa (2017) y la antología Llamarse nadie (2019).
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