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Marx no se acaba nunca
/por Michel Suárez/
En cierta ocasión fui convidado a participar en calidad de sparring en una conferencia del politólogo brasileño Michael Löwy sobre los puntos en común entre marxistas y anarquistas durante la primera Internacional. Mi cometido era ofrecer un contrapunto crítico a las tesis del ponente, que en la senda de Daniel Guérin defendía la existencia de muchos más puntos en común entre marxistas y libertarios de los que yo estaba dispuesto a admitir.
Löwy comenzó su disertación con la lectura de dos textos. El primero era un contundente ataque al Estado, y el segundo, creo recordar, un fragmento de crítica de la economía política. Cuando finalizó la lectura, propuso uno de esos juegos de quién es quién y solicitó al auditorio que adivinase el autor de los textos. Casi todo el mundo erró, atribuyendo la crítica al Estado a Bakunin, cuando en realidad era de Marx, y viceversa. A partir de ahí, Löwy tejió un cuadro bien hilvanado sobre el marxismo libertario con el que yo no estaba de acuerdo. Después de todo, supongo que para eso me habían llamado.
En seguida me di cuenta de que, más allá de algunas coincidencias, existía una discrepancia de fondo con Michael Löwy, un hombre, por otro lado, gentil, inteligente y muy capaz. Y la razón del desencuentro había que buscarla en nuestras lecturas de un gigante sobre el que se han escrito enciclopedias enteras. Me refiero, naturalmente, a Karl Marx, sobre cuya obra Löwy levantó su, a mi juicio, inverosímil edificio. En todo caso, lo significativo es que cien años después de su nacimiento, la obra del filósofo alemán aún daba pie a querellas teóricas.
Lo cierto es que Marx no se acaba nunca. Esta es una buena noticia para sus admiradores; también para sus estudiosos, e incluso para sus enemigos que, ignorándolo todo de él, continúan agitando su recuerdo como quien invoca al diablo.
Hace un tiempo, los marxistas más refinados recurrieron a la argucia de proclamar la existencia de un doble Marx: el joven, radicalmente anticapitalista, y el maduro, autor de El capital, más proclive a la sistematización teórica. Este corte arbitrario ofrecía una disyuntiva: quedarse con el joven y despreciar su obra posterior o escoger al teórico maduro. Después de esa dicotomía, Marx ha sido sometido a sucesivos centrifugados que le han proporcionado las texturas más sorprendentes. Sin embargo, tomar una idea emboscada en un párrafo, desarrollarla a posteriori y atribuirle a Marx un barniz libertario, ecologista o feminista es una operación cuanto menos sospechosa.
Ciertamente, su ambigüedad favoreció tanto a la interpretación sofisticada como a la ortodoxia más risible, una circunstancia aprovechada por un gran número de teólogos siempre disponibles para hallar nuevos ángulos de análisis de su obra. Algunos son, sin duda, extraordinariamente talentosos, y han mostrado un desparpajo asombroso a la hora de redefinir elementos clave en Marx, como la idea de una tarea histórica del proletariado o la categorización de la industria como teodicea.
En ocasiones, como bien ilustraron los Padres de la Iglesia, una doctrina puede alcanzar una extraordinaria elasticidad y admitir tantas interpretaciones como número de hermeneutas. No obstante, es el mismo concepto de doctrina el que debería ser cuestionado, más aún si se erige sobre los pilares del progreso y la expansión ilimitada de la razón.
Observen la frecuencia con la que sus intérpretes hacen referencia a «lo que verdaderamente dijo Marx». Pero a pesar de este irritante latiguillo, ¿podemos llegar a saber lo que verdaderamente quiso decir el maestro? Si hay una verdad en sus escritos, ¿bastará con encontrar su piedra Rosetta? Y quién lo finalmente lo consiga, ¿en qué basará la legitimidad de su lectura?
Como si quiera atormentar a sus futuros intérpretes, el propio Marx alimentó esa ambigüedad: «Lo único que sé es que no soy marxista», exclamó. Sin embargo, se olvida de que lo hizo en una reunión con socialistas franceses, es decir, en privado, como sabemos por la correspondencia de Engels con Konrad Schmidt.
Pero volviendo al núcleo de la teoría, hay un elemento en la obra de Marx que se resiste a cualquier heterodoxia: me refiero a su devoción progresista. Negro sobre blanco, dejó escrito que el estatuto del hombre se fundaba en la conquista de natura: era su destino; pero este estatuto cristalizaría únicamente con el pleno desarrollo de la técnica, un instrumento que pondría fin a la impotencia del hombre en su lucha feroz con el medio sensible. Para él, como antes para Hegel, el hombre sólo podía encontrar el camino de su realización negando la naturaleza. Esta visión, amortiguada e incluso negada en algunos pasajes, anunciaba el fin de la «prehistoria de la sociedad humana».
Esta metafísica de las fuerzas productivas constituyó el eje sobre el que giró la modernidad capitalista: «Si alguien se dispone a instaurar y extender el poder y el dominio del género humano sobre el universo», afirmaba Bacon en su Novum Organum (CXXIX) «su ambición, si así puede llamársele, sería, sin duda, la más sabia y noble de todas». He ahí sintetizada la parte más siniestra del proyecto de la modernidad: «ser dueños y señores de la naturaleza» (Descartes).
En La ideología alemana se lee: fue la gran industria la que «creó de hecho la historia mundial»; la que «completó la victoria de la ciudad comercial sobre el campo», dominio de superstición y atavismos. Así pues, coronada la industria como copula universi (Papaioannou), nada impedía otorgar al trabajo industrial la credencial de único instrumento capaz de desbrozar el camino de los hombres rumbo a la libertad.
Estas certezas de base debían por fuerza determinar el conjunto de la teoría marxista sobre el cambio social. En un lacerante párrafo sobre el imperialismo recogido en La dominación británica en la India, Marx penetró sin rubor en el terreno de la astucia de la razón: «La cuestión es: ¿puede la humanidad cumplir su destino sin una revolución fundamental en el estado social de Asia? Si no, cualesquiera que haya sido los crímenes de Inglaterra, ella fue el instrumento inconsciente de la historia al provocar esta revolución».
Los intereses eran «viles» y la forma de imponerlos «estúpida», pero la humanidad debía «cumplir su misión». Las atrocidades cometidas por el imperialismo fueron severamente criticadas por Marx, pero esas desgracias eran la parte dolorosa de una «ley inmutable de la historia» y, como tales, engrosaban el capítulo de fatalidades. Exportar el evangelio industrial a los pueblos que lo ignoraban suponía rescatarlos de su atraso y garantizar la realización de su destino en un futuro indeterminado. El corolario de la expansión industrial podía ser trágico e despiadado, pero era innegociable.

Marx nunca se detuvo a explicar el motivo por el que ese desarrollo constituía el único camino para la liberación de los hombres. Deplorar las aterradoras consecuencias del industrialismo, que Marx y Engels conocían al detalle (Marx experimentó en Londres una penuria muy parecida a la pobreza, y Engels escribió un detallado libro sobre la situación de la clase obrera en Inglaterra), era una reacción compasiva que no rebasaba los límites morales.
Este enfoque poseía consecuencias que iban más allá de las meras especulaciones filosóficas. Constituía un plan general de la vida social, pero también un acelerador del proceso de lucha política que desembocaría en la sociedad sin clases. Debido a su rol central en el sistema industrial, Marx transfirió a la clase obrera el privilegio de poner fin al mundo engendrado por la burguesía y dar paso a su utopía de la sociedad sin clases. De manera consecuente, excluyó de este cometido a los campesinos, pues, ¿qué papel revolucionario podían desempeñar si eran «incapaces de hacer valer su interés de clase en su propio nombre», si no podían representarse, teniendo que ser «representados»? Por no mencionar que ese representante tendría que aparecer como «su señor, como autoridad sobre ellos».
Lenin se equivocó de medio a medio cuando afirmó que no había el menor rastro de utopismo en su obras. Es cierto que Marx dejó pocas descripciones del cuadro general de la sociedad pos revolucionaria. Sin embargo, en sus escritos es posible encontrar resabios utópicos. En la Crítica al programa de Gotha, Marx alude en un célebre párrafo a una «fase superior de la sociedad comunista, cuando haya desaparecido la esclava subordinación de los individuos a la división del trabajo y, con ella, los antagonismos entre el trabajo manual y el trabajo intelectual; cuando el trabajo se haya convertido no sólo en un medio de vida, sino también la primera necesidad de la existencia». Aquí parece que lidiamos con otro autor; la pretensión científica se ha esfumado: estamos en pleno territorio de la utopía; ¿No fustigó Marx, por mucho menos, a aquellos «socialistas burgueses» que exhortaban al proletariado a entrar «en la nueva Jerusalén»?
Versión ilustrada de la providencia, designar el progreso técnico como palanca para transformar el mundo implicaba una confesión: la existencia de un propósito interno en la historia deducible a través de la razón. No obstante, este esquema general constituye un campo minado. ¿Qué fundamento filosófico establece que las fuerzas productivas tienen una tendencia natural a desarrollarse? ¿Cuál sería el criterio utilizado para medir el punto crítico a partir del cual su desarrollo barrería a la burguesía de la faz de la Tierra? ¿Qué autorizaba a afirmar que la «anatomía de la sociedad civil debe ser procurada en la economía política»? ¿Por qué motivo el conflicto entre el desarrollo de las fuerzas productivas y el modo de producción «no nace precisamente en la cabeza del hombre», sino que «tienen sus raíces en los hechos, en la realidad objetiva, fuera de nosotros, independientemente de la actividad de los propios hombres que la provocaron»?
Cuando Marx y Engels acusaban a Hegel de idealismo, ¿no sucumbieron ellos también a la seducción aristotélica de pensar que «la esencia es el objeto de estudio, porque procuramos los principios y las causas de las esencias» (Metafísica, A, XXI, 1069a, 1)? ¿Debería la historia «ser escrita según una norma situada fuera de ella»? ¿Y dónde se ubicaría ese lugar fuera de la historia, morada secreta de las «potencias invisibles» (Wilde)? El sistema hegeliano y su mágica determinación de tumbar las puertas tras las que se escondían las esencias últimas de la mecánica social, ¿constituía realmente, como afirmó Engels, el último «aborto gigantesco de su género»? ¿En qué medida el marxismo no recorrió el mismo camino?
El inevitable Eagleton, que hace unos años se descolgó con un libro titulado Por qué Marx tenía razón, ha sido el más restallante de los centrifugadores del filósofo alemán. Pero como suele acontecer con Eagleton, en la tentativa de justificar a Marx ha terminado por enredarse en su propia verborrea. En un pasaje antológico afirma que «los poderes y los talentos humanos que evolucionan junto con las fuerzas productivas producen un tipo de humanidad mejor. El precio a pagar por eso, sin embargo, es avasallador». Pensaríamos estar leyendo a Condorcet, pero no, amigos lectores: no se trata del marqués más progresista de la historia, sino de un crítico literario inglés, que tres siglos después entona este canto a la perfectibilidad moral del hombre. Tal vez si leyese el magnífico, y deprimente, Humanidad e inhumanidad: una historia moral del siglo XX, de Jonathan Glover, se aplacase su injustificado optimismo. Si no le alcanza, es probable que Tierras de sangre: Europa entre Hitler y Stalin, de Timothy Snyder, acabe de convencerle. Compárense los horrores descritos en estas obras con La guerra del Peloponeso, de Tucídides; ¿podemos hablar seriamente de una humanidad mejor, más moral?
Más adelante, Eagleton vuelve a la carga: «Los críticos de Marx han observado con frecuencia una especie de tendencia prometeica en su obra, una creencia en la soberanía del hombre sobre la naturaleza, al lado de una fe en el progreso humano ilimitado. Existe tal corriente en sus escritos, como sería de esperar de un intelectual europeo del siglo XIX. Había poca preocupación por las bolsas de plástico y las emisiones de gas carbónico alrededor de 1860».
Desde luego, esto no resulta tranquilizador para el crítico social, una criatura sin capacidad para pensar por encima de su época. Ya decía Hegel aquello de que «no serás mejor que tu época; en el mejor de los casos, serás tu época». Con todo, tras la lectura de este pasaje bullen algunas preguntas: ¿Ruskin, Carlyle, Albert Robida, Arnold o Morris no vivieron en el mismo siglo que Marx? ¿Por ventura no eran intelectuales? ¿O tal vez se les ignora por su recalcitrante anti progresismo? Según un estudioso de la literatura como Eagleton, ¿Poe, Remy de Gourmont, Marcel Schwob, Shelley y Mary Shelley, Flaubert, Melville, Stevenson, Baudelaire o Gautier no eran decimonónicos, o no eran críticos, o ninguna de las dos cosas?
En otra parte, Eagleton escribe: «La acusación de que Marx no pasaba de un racionalista ilustrado dispuesto a saquear la naturaleza en nombre del hombre es totalmente falsa. Pocos pensadores victorianos prefiguraron de manera tan impresionante el ambientalismo moderno». De acuerdo, pero entonces estamos obligados a hacer la vista gorda ante frases como esta: «la naturaleza producida por la industria es la verdadera naturaleza antropológica».
Para rematar, Eagleton argumenta que, según Marx, «el socialismo exige una expansión de las fuerzas productivas, pero no es tarea del socialismo, sino del capitalismo. El socialismo viene a remolque de aquella riqueza material en lugar de construirla. Era Stalin y no Marx quien veía el socialismo como una cuestión de desarrollar las fuerzas productivas […] La tarea del socialismo no es espolear tales poderes, sino someterlos al control humano».
Es decir, que cuando la burguesía haya hecho el trabajo sucio desarrollando las fuerzas productivas, lo suyo sería echarse a la bartola y dejar que trabajen las máquinas. Bastaba con desencadenar los demonios escondidos en la máquina para deshacerse de los oprobios del pasado.
Sin duda, esta idea es muy atractiva, pero irreal; y además completamente falsa. ¿Dónde encontraremos a esos hombres creados por el capitalismo que dirán: «¡Basta! ¡Hasta aquí hemos llegado; procedamos a modificar nuestra cosmovisión y nuestra conciencia para entregarnos a los placeres del ocio y a la holgazanería!»? ¿En Silicon Valley? ¿Esas criaturas serían por acaso las mismas que se encargan hoy de hipertrofiar la megamáquina, los frutos de una civilización plenamente condicionada por la tecnología? ¿Y por qué misteriosa razón habrían de detener la máquina en un momento dado? ¿Y de qué manera lo harían? ¿Y cómo subsistirían después de haberse desembarazado de casi todos los oficios manuales y saberes tradicionales? Si se conformasen con vivir en un mundo automatizado, ¿qué tipo de hombres serían?
Por otro lado, en este revival marxista que va camino de convertirse en un tradición, llama la atención el disimulo frente a la encarnación histórica del marxismo. Ensimismados en sus batallas teóricas, para los defensores de la vuelta a Marx parece como si los horrores cometidos en nombre del marxismo fuesen una minucia. Con frecuencia se escucha que se trató de «una desviación»; que «Marx se horrorizaría si lo viese»; que fue «una corrupción de lo quiso decir verdaderamente»; que tal o cual experimento «no tuvo nada que ver con la teoría marxista», etcétera.
No pretendo afirmar que esos crímenes estuviesen contenidos en las tesis de Marx. Sin embargo, ¿hasta qué punto es responsable de que un número considerable de regímenes hayan practicado el terrorismo de Estado en su nombre? ¿Cuánto vale una teoría que ha servido para justificar la esclavización de los hombres, encadenados a terribles maquinarias burocráticas en nombre de un proyecto de emancipación? Según parece, que haya sido cruelmente desmentida por la propia historia es apenas una cuestión sin importancia.
Y por seguir con las preguntas, ¿cuándo alcanzaremos ese futuro en el que «la sociedad burguesa se habrá extinguido»? En esta época en la que hasta los reaccionarios son progresistas, ¿dónde hallaremos a esas fuerzas de la reacción que tratan de «contener el desarrollo burgués»?
Si no somos conscientes de que las catástrofes ambientales, el flujo de emigrantes errantes, las abismales desigualdades de renta, la aniquilación de las ciudades, la destrucción del campo, la desestructuración social, el desempleo masivo, los trabajos degradantes e idiotas, la automatización de la existencia, la fealdad por doquier, etcétera, son las consecuencias naturales de la civilización de la máquina, seguiremos avanzando con paso firme hacia el precipicio. Ya debería haber quedado claro que las fuerzas productivas no encierran en su desarrollo las claves de la emancipación humana, por lo que aferrarnos a Marx nos servirá únicamente para seguir girando como hámsteres en la rueda del progreso.
«Sólo cuando una gran revolución social se apropie de las conquistas de la época burguesa el progreso humano habrá dejado de parecerse a ese horrible ídolo pagano que sólo quería beber el néctar en el cráneo del sacrificado», sentenció Marx. ¿Cuánto más deberá soportar esta malhadada humanidad que no deja de ser sacrificada en nombre de ese «horrible ídolo pagano»? ¿Y qué ayuda nos prestará un profeta del progreso en la impostergable tarea de librarnos de él de una vez por todas?
Michel Suárez (Pola de Siero, Asturias, 1971) es licenciado en historia por la Universidad de Oviedo, con estancia en la Faculdade de Letras de Coímbra, y máster y posteriormente doctor en historia contemporánea por la Universidad Federal Fluminense de Río de Janeiro, con estancia en París I, Panthéon-Sorbonne. Además, edita y es redactor de la revista Maldita Máquina: cuadernos de crítica social. Lo fundamental de su pensamiento fue abordado en esta entrevista para EL CUADERNO.
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