Antonio Maestre: «Los nazis no empezaron matando, y el fascismo fue conformándose paulatinamente, sin que la gente lo advirtiera. Eso debe servirnos de lección»
/entrevista de Pablo Batalla Cueto/
Inmediatamente después de la derrota de Hitler el 6 de mayo de 1945, Bertolt Brecht hizo al mundo esta descarnada advertencia en su obra de teatro La resistible ascensión de Arturo Ui: «Señores, no estén tan contentos con la derrota. Porque aunque el mundo se haya puesto de pie y haya detenido al bastardo, la puta que lo parió está caliente de nuevo». Hoy hay quien adivina, en el éxito creciente de figuras como Viktor Orbán, Matteo Salvini, Marine Le Pen, Jair Bolsonaro, Donald Trump o nuestro Santiago Abascal, los primeros estertores de un nuevo parto demoníaco como aquél que el gran dramaturgo alemán profetizaba entre los escombros humeantes de la Europa recién liberada y el optimismo terráqueo del «Auschwitz nunca más». Decía Mark Twain que «la historia no se repite, pero rima»; y alguna asonancia une al menos, ciertamente, los discursos de esta nueva derecha desacomplejada que ya clava sus picas en todas las naciones de Occidente y los que hace ocho decenios condujeron al exterminio de cincuenta millones de seres humanos. No es seguro, ni mucho menos inevitable, que el mundo se encamine hacia una reedición de aquella vorágine de horrores y barbaries, pero, tal como afirmaba el difunto Zygmunt Bauman, «hay razones para estar inquietos, porque ahora sabemos que vivimos en un tipo de sociedad que hizo posible el Holocausto y que no contenía nada que pudiese evitar que el Holocausto sucediese». Es sobre esa posibilidad siniestra que pivota esta entrevista en una cafetería del centro de Madrid al periodista Antonio Maestre (Getafe, 1979), a quien estas cuestiones interesan y preocupan desde hace años y que es un lector voraz de cuanto se publica lo mismo sobre el fascismo histórico que sobre el moderno. Hay —dice— que leer a Xammar, a Sobański, a Roth y a cuantos en los años veinte y treinta tuvieron la clarividencia de advertir punto por punto sobre lo que iba a suceder, pero a los que, como a la Casandra del mito griego, nadie hizo caso entonces.
¿Un fantasma recorre Europa, pero ya no es el fantasma del comunismo, sino el del fascismo?
Fascismo, desde un punto de vista científico, politológico, histórico, igual no. Seguramente a Salvini, Orbán, etcétera, no se los pueda llamar fascistas. Hay similitudes entre el fascismo y lo que está sucediendo ahora, pero en materia económica, por ejemplo, lo de ahora tiene otras características. Y se han propuesto otras etiquetas, como metafascismo, posfascismo, etcétera, pero en todo caso, yo creo que ésa de la terminología no es una cuestión demasiado relevante. Lo relevante es que hay una derecha radical que se puede conformar de diferentes maneras; que está ganando una relevancia muy importante; que igual que el fascismo de los años veinte y treinta tiene como base general el nacionalismo y el rechazo a la cultura imperante en aquel momento y que es el ideario de ciertos líderes que tienen poca cultura democrática. Y lo grave es que la derecha convencional está asumiendo ese discurso, y que incluso lo está haciendo alguna parte de la izquierda.
Donde más éxito está teniendo esta nueva corriente es en Europa del Este. Sin embargo, en muchos de esos países hubo gobiernos de izquierda en los noventa. En Hungría el socialista Gyula Horn accedió al poder ya en 1994; y Polonia sorprendió al mundo en 1995 eligiendo para presidente a un antiguo líder de las juventudes comunistas y ministro de los Deportes en los años ochenta reconvertido ahora a socialdemócrata, Aleksander Kwaśniewski, en detrimento del líder de la lucha anticomunista, Lech Wałęsa. ¿Qué ha pasado para que esos países que demostraron no ser ontológicamente antiizquierdistas muy poco después de la caída de los regímenes comunistas hayan virado hacia la extrema derecha?
Son países diferentes, y cada uno tiene su propia historia y sus propios contextos. No los conozco todos; quizás algo más Polonia. En todo caso, no me parece raro que países que tuvieron regímenes comunistas, cuando aquello acaba y todo se derruye y el orden neoliberal se impone, acaben asumiendo el ideario contrario cuando lo consiguen vertebrar líderes carismáticos. Si uno mira, por ejemplo, la historia de Polonia, hasta comprende ese estallido ultranacionalista. Durante el último siglo, ha habido ciudades como Wrocław que han cambiado de país y hasta de nombre varias veces: la ciudad polaca de Wrocław era una ciudad alemana y se llamaba Breslau antes de 1945. Polonia fue vapuleada por los nazis y por Stalin, que se la repartió con Hitler.
En Rutenia se cuenta un chiste sobre un anciano que cuenta que nació en el Imperio austrohúngaro, fue al colegio en Checoslovaquia, se casó en Hungría, trabajó la mayor parte de su vida en la Unión Soviética y ahora vive en Ucrania. Le dicen que debe de haber viajado mucho y él responde: «¡No, nunca me moví de Mukachevo!».
Sí, eso sucedió en muchos lugares de Europa del Este. Y en consecuencia es normal que ese sentimiento nacionalista prenda y que el electorado sea sensible a discursos de primacía de la soberanía interna frente a Europa o a culturas extranjeras que se considera que intentan pervertir las esencias.
Sobre el fascismo clásico y sus orígenes y causas, desde la izquierda marxista se ha solido señalar el miedo del capital a proceso transformación social profunda o ascenso del movimiento obrero como el Bienio Rosso italiano, la Alemania de Weimar, la Segunda República o la Unidad Popular de Allende. El fascismo sería según esta interpretación, tal y como expresó la Tercera Internacional, «la dictadura terrorista del gran capital». ¿Qué opinión le merece esta teoría?
Eso es lo que decía gente como Bertolt Brecht, pero yo considero que es simplificar. Zeev Sternhell, un historiador del fascismo que es un personaje curioso, porque es un judío sionista que estuvo en Alemania durante el Holocausto y se libró gracias a unos papeles falsos, pero es muy crítico con la ocupación de los territorios palestinos, dice que ésa es una interpretación simplificadora, y cuando uno habla del fascismo, yo creo que a Sternhell hay que tenerlo muy en cuenta. Él habla en sus obras de que el fascismo bebía de muchas fuentes; de que antes de Weimar o del bienio rosso ya había movimientos que tenían que ver con los sindicalistas revolucionarios sorelianos que prefiguraban lo que después sería el fascismo y de que antes que un movimiento político, el fascismo era un movimiento cultural que tenía que ver con distintas expresiones artísticas rechazaban la vieja cultura y que asumían una parte del pensamiento marxista. Sí, es obvio que hubo una parte de eso que tú dices. En el caso de Alemania se ve muy claro en la figura de viejos oligarcas como Alfred Hugenberg o Von Papen, que se unieron al nazismo para intentar detener el marxismo. Pero eso es sólo un elemento más del fenómeno. Si lo analizáramos todo desde ese punto de vista, nos estaríamos equivocando.
Por otra parte, de ser esa interpretación cierta, ¿cómo explicar el revival fascista actual si hoy no sólo no hay el menor atisbo de un ascenso del movimiento obrero, sino todo lo contrario?
Claro, ahora mismo eso que podía tener algún sentido en los años veinte y treinta no tiene ningún viso de ser así. Si estamos hablando de que ese movimiento está volviendo, desde luego no es por eso. Hoy no hay ningún movimiento marxista que pueda poner en riesgo los intereses del gran capital. Y creo que eso obliga a la izquierda en general a replantearse cierta tendencia a analizar la situación actual con los elementos del pasado. Si hay algo que te dice el marxismo es que hay que hacer análisis concretos de las realidades concretas. No se puede coger la realidad de los años treinta y aplicarla a la actualidad mecánicamente. Ojo, si hubiese un movimiento revolucionario de izquierdas que pusiese en riesgo a la Unión Europea tal y como está constituida actualmente, yo no tengo ninguna duda de que la Unión Europea tomaría partido tal como lo tomó en Ucrania por los fascistas de allá. Para ellos siempre es mucho mejor un movimiento fascista que un desborde marxista, porque el fascismo jamás pone en riesgo las leyes del mercado. Pero el caso es que eso hoy no existe y que el fenómeno es más complejo.
De hecho, hoy podría estar sucediendo lo contrario: ante la decadencia dramática de las conquistas sociales que vertebran el Estado del bienestar, mucha gente se abona al fascismo que le promete recuperarlas. Hay un discurso muy hábil que maneja Marine Le Pen según el cual la derecha ha traicionado a la nación y la izquierda a la clase. En cierta medida, es verdad.
A lo largo de la historia, una de las cosas que han caracterizado al fascismo es cooptar las medidas sociales del marxismo para atraer a la clase trabajadora, y lo ha hecho muy bien. Teun van Dijk, un catedrático de comunicación holandés que ha estudiado la islamofobia en la prensa y en las élites, tiene un pasaje muy interesante en el que habla de cómo la islamofobia proporciona a la clase trabajadora un elemento muy concreto y muy visual para explicarle su situación cuando las cosas van mal. Cuando tú le dices a un trabajador blanco de un barrio que el causante de sus problemas es el inmigrante, lo asume muy fácil, porque el inmigrante es alguien real a quien él conoce y a quien ve compitiendo con él por el mismo trabajo y los mismos recursos en las mismas colas del paro, guarderías, hospitales públicos, etcétera. Si le dices, en cambio, que el problema es el gran capital, las oligarquías, etcétera, eso es más voluble, más etéreo. El trabajador no tiene nada claro que eso sea verdad o mentira. Y es verdad, claro está, pero el otro discurso, al trabajador le parece más clara e inapelablemente verdad que éste. Las élites tienen este tipo de mecanismos de elusión del conflicto para contrarrestar los efectos de sus recortes. Le dicen al trabajador que debe mirar hacia abajo, no hacia arriba; que no debe pedirle más derechos al patrón, sino expulsar al inmigrante. Y como la derecha es racista, no tiene ningún escrúpulo en manejar ese discurso. La izquierda debe competir con eso explicando que tan clase trabajadora es el inmigrante marroquí como el vecino de Usera que ha nacido en Extremadura, pero ese discurso tiene menos fuerza. En todo caso, lo que no puede hacerse es copiar el discurso de la extrema derecha, porque entonces se le da la razón y sigue creciendo. El crecimiento que ha experimentado la extrema derecha últimamente tiene mucho que ver con cómo los partidos conservadores y socialdemócratas tradicionales le han dado la razón adoptando medidas como las que la ultraderecha pedía. Cuando Manuel Valls hacía expulsiones de gitanos en Francia, le daba la razón a Marine Le Pen.
Y proporcionaba a la extrema derecha y a sus votantes la sensación de que habían arrancado algo nada menos que a los socialistas, y por lo tanto los envalentonaba. Además, les permitía sostener un discurso del tipo: «Lo que estos tipos hacen porque se ven obligados, nosotros lo haremos más rápido y más eficazmente».
Claro. Es lo que digo: se les da la razón. Y lo que hay que hacer con ese discurso no es asimilarlo: es confrontarlo. Quien desde la izquierda asuma ese discurso tiene todas las de perder. Cuando Íñigo Errejón hablaba de orden e intentaba meterlo en los discursos de Podemos, fracasó absolutamente. Ahí la izquierda no tiene nada que hacer por mucha razón que tenga. Es cierto que la clase trabajadora necesita certidumbres y seguridades, y que a eso lo podemos llamar orden, pero el discurso de orden que podría sostener la izquierda tiene demasiados matices y es demasiado complejo como para que no llegue Pablo Casado, que no tiene ningún tabú en ese sentido, y te pase por delante.

Seymour Martin Lipset fue el pionero, en los años sesenta, de otra interpretación sugerente sobre el origen del fascismo: la que lo entendía como el radicalismo del centro político y la consecuencia de una doble protesta de la clase media empobrecida contra el capitalismo y el socialismo, contra la gran empresa y los grandes sindicatos.
Esa interpretación sí es muy certera. La clase media (lo que se considera clase media, que es bastante etéreo) siempre es la más miedosa; y ese miedo es el verdadero motor de todos los sentimientos nacionalistas, fascistas o protofascistas. Cuando la clase media empieza a perder posiciones es cuando aparece el monstruo. La clase media es numerosa, tiene capacidad de influencia, y ese miedo a perder su estatus la hace agarrarse a cualquiera que le asegure que puede recuperar esa posición perdida o mantenerla. En Alemania ese proceso fue palmario, y en cierta medida ahora también lo está siendo, lo que tiene que ver con la pérdida de la conciencia de clase; con esa clase media aspiracional que considera que es algo diferente a de dónde viene o a lo que había sido y que en consecuencia ve como enemigos o responsables de esa pérdida de posición a la inmigración y a la clase obrera tradicional y se vuelve receptiva hacia los repliegues identitarios nacionales en base a la idea de que no hay recursos para todos.
Procesos de radicalización de la pequeña burguesía —no necesariamente fascistas, claro está—, los estamos viendo hoy en muchos lugares. El procés catalán podría ser un ejemplo; Ciudadanos podría ser otro.
Completamente. Hay un libro de Siegfried Kracauer que se titula Los empleados y que habla de cómo en Alemania, a principios del siglo XX, surgió una nueva clase técnica que no se podía equiparar a la clase obrera y que empezó a tener unos recursos mayores, pero con la que la crisis del 29 arrasó, lo que abonó el terreno al fascismo. Eso está ocurriendo aquí. Esa clase media (no la aspiracional de la que habla mi compañero Daniel Bernabé, sino la que ya tiene una posición ganada) que ve cómo su situación empieza a depauperarse, tiene que buscar cómo mantenerla. Y en España, Ciudadanos tiene mucho que ver con eso; con esos emprendedores que se consideran diferentes de la clase trabajadora; pero también el procés ha prendido sobre todo en personas a las que les parecía que iban a vivir mejor que sus padres y que poco a poco han visto cómo eso no ocurría. La clase trabajadora pura y dura siempre ha estado acostumbrada a la crisis. La crisis puede ser más o menos hostil en cada momento, pero vives instalado permanentemente en ella y llega a no afectarte demasiado vivir en ella. El problema es esa gente en la que han cundido determinadas expectativas y que las ven frustradas. En Cataluña hemos visto cómo en barrios obreros que en las elecciones nacionales votan a Podemos se votaba a Ciudadanos en las autonómicas. Eso se explica porque Ciudadanos fue hábil en asegurar que, si Cataluña se quedaba en España, se podría mantener lo poco que la clase trabajadora tiene. Y quienes votaron independentista lo votaron en cierta medida porque se les prometió que con la independencia recuperarían o conquistarían determinadas cuestiones sociales perdidas.
Del trabajo de Lipset es curioso este perfil tipo del votante nazi en 1932 que perimetró consultando estadísticas electorales: «un protestante, trabajador independiente de la clase media, que vivía en una granja o en una pequeña comunidad y que había votado anteriormente por un partido político centrista o regionalista». ¿Podemos buscarle a eso una conexión, por remota que sea, con la España actual? El independentismo catalán es más fuerte precisamente en las villas y el campo catalán, donde el partido hegemónico ha sido siempre la centrista y regionalista CiU, no en las grandes ciudades, donde ni la clase trabajadora ni el gran capital está en general por la independencia.
De hecho, el invento ridículo éste de Tabarnia tiene mucho que ver con eso: con las grandes ciudades pobladas por inmigrantes y descendientes de inmigrantes extremeños, andaluces, etcétera, que no ve que la independencia le asegure una mejora de su situación. Lo que hay en las áreas rurales, en cambio, es sobre todo catalanes de varias generaciones y que tienen unos recursos económicos importantes. Los payeses a los que vemos manifestarse con sus tractores, y de los que mucha gente piensa que son agricultores normales y corrientes, suelen ser terratenientes; pequeña burguesía rural. En general, en el asunto catalán tienen mucho que ver los recursos económicos. En Cataluña, la gente con recursos económicos altos está en general por la independencia y la gente con recursos económicos bajos no quiere la independencia en general. Al final, uno se agarra a una bandera si siente que esa bandera le beneficia, aunque también es cierto que hay un crecimiento del nacionalismo español en España que yo no me explico, precisamente porque va en contra de la mejora concreta de las condiciones de vida. En todo este asunto también hay siempre paradojas no fácilmente comprensibles. El análisis no es sencillo, desde luego.

Se habla también, a la hora de explicar el fascismo histórico, del nacionalismo de los derrotados en la primera guerra mundial (aunque Italia fue potencia vencedora), y hoy derrotados en la guerra fría del neoliberalismo contra los restos del Estado del bienestar hay muchos.

Los perdedores de la globalización, sí. Eso se ha visto en Estados Unidos cuando Donald Trump llegaba al Rust Belt, el «cinturón de óxido» desindustrializado de Detroit, Michigan, etcétera, y les decía que iba a mantener las minas, y luego llegaba Hillary Clinton y sólo les hablaba de cambio climático. Trump arrasó en esas zonas. Si tú vives en un lugar en el que el trabajo depende de las minas y te dicen que las van a mantener, es normal que te agarres a esa promesa. No sabes si el tipo que la hace la va a cumplir o no, pero si los tuyos ni siquiera te la hacen, pues te agarras a aquello. Necesitas vivir y te acaba dando igual que Trump sea machista, racista o lo que sea. También lo hemos visto aquí en España en la cuestión de los astilleros gaditanos y de la venta de corbetas a Arabia Saudí. Te podrá parecer bien o mal que los trabajadores exigieran que esa venta no se paralizara, pero, ¿cómo no lo vas a entender? La gente tiene que comer; tiene que dar de comer a sus familias, y si nadie les da una solución a eso, y el único que se la promete es un tipo que se llama Salvini, pues votarán a Salvini.
Yo eso lo he percibido en Gijón. Vivo en un barrio contaminado por las industrias cercanas y donde hay un pequeño movimiento ecologista que protesta contra ello pero al que no se hace demasiado caso. El razonamiento de la gente es: sí, Aceralia contamina, pero si Aceralia cierra, ¿qué va a ser de nosotros?
Claro, claro. Eso es muy habitual. También se ve con el impuesto al diésel. Sí, claro que hay que tomar medidas contra la contaminación, pero si tu medida es gravar el diésel, a quien más va a afectar eso es a los trabajadores.
Que son los que no tienen dinero para comprarse un Toyota híbrido.
Claro. Y si tú vas a las minas y dices que quieres cerrarlas porque hay mucha contaminación o porque afectan a una especie de flora pero no das a los trabajadores de las minas una solución, desde luego no vas a tener ningún éxito. Ése es un problema que la izquierda no acaba de comprender. Claro que hay que tomar conciencia ante elproblema ecológico, entre otras cosas porque a quien más afecta la contaminación es a la clase trabajadora. Los pobres no tienen la capacidad que tienen los ricos de irse a vivir a la sierra. Pero hay que encontrar la manera de compatibilizar esa lucha ecológica con los puestos de trabajo, igual que hay que encontrar la manera de compatibilizar un discurso de respeto a los derechos humanos allende tus fronteras, en Arabia Saudí o Yemen, con dar carga de trabajo a los astilleros. Si la izquierda, por ejemplo, empieza a poner los derechos de los animales por encima de todo, ¿quién la va a votar? Pues cuatro burguesitos que tienen la vida solucionada y dedican su tiempo a su jardín y a sus animalitos. Es como lo de los lobos en las zonas rurales, adonde llega alguien desde Madrid y se escandaliza por que un ganadero al que le han matado veinte ovejas mate a un lobo. Sí, claro que hay que procurar que los lobos estén bien, pero también habrá que darle una solución a aquéllos a los que el lobo les mata su medio de subsistencia. No se puede culpar a un ganadero que cuando ve un lobo atacando una oveja sale a por él. En cuanto a los votantes de Trump o de Salvini, es muy fácil despreciarlos e indignarse muchísimo cuando se tiene el riñón cubierto y dinero en la cartera. Pero es que en gran medida no se les ha dejado otra opción. Lo que no puede hacerse es responsabilizar a los perdedores de la globalización. Cuando se manda a la miseria a un montón de gente, es inevitable que aparezca un salvador que les prometa sacarlos de ahí, y no es descabellado que tenga éxito. Cuando el otro día un ministro luxemburgués mandó a Salvini a la mierda, lo que le respondió Salvini fue algo brutal y que prende en la clase trabajadora. Dijo: «No necesitamos esclavos para que paguen las pensiones de los hijos que no tenemos». Hay que traer inmigrantes para que paguen las pensiones de nuestros hijos, pero, ¿de qué hijos, si no tenemos recursos para tener hijos? Esos discursos son comprensibles para todo el mundo y la gente los asimila muy fácil. Y es terrible que sea así, pero es así; y llega a haber gente que no es racista, que no es antimusulmana, pero dice: «Coño, es verdad. Si yo no tengo trabajo, ¿a santo de qué tienen que venir de fuera a trabajar aquí?». Por mucho que ese discurso se pueda desmontar, por mucho que también sea verdad que los inmigrantes siguen aceptando trabajos y circunstancias laborales que los españoles no aceptan, si tú le dices a alguien que no tiene trabajo que es absurdo que vengan dos, tres, cuatro, cinco millones de inmigrantes a pagar las pensiones, es probable que te lo compre.

Hay un cambio de la nueva ultraderecha con respecto a la de los años treinta que a mí me llama particularmente la atención: el fascismo era filoislámico en los años treinta, cuando Hitler llegó a expresar su admiración por la religión musulmana entendiéndola como una Männerreligion; una «religión de hombres verdaderos» de la que admiraba su carácter viril y marcial, que al Führer le parecía que se alineaba mucho mejor con el temperamento alemán que la «mansedumbre» y la «flojera» cristianas. Al parecer, llegó a afirmar en algún momento que si los alemanes se hubieran vuelto musulmanes en lugar de cristianos, habrían conseguido más en la historia. También que Carlos Martel no debería haber derrotado a los sarracenos en Poitiers, sino que Alemania debería haberlos dejado pasar para después instilar en ellos el espíritu germánico, de tal manera que se hubiera dado lugar a una mezcla poderosa de lo islámico y lo alemán. Hoy, sin embargo, hay judíos en las ejecutivas de estos partidos y el islam ha pasado a ser el gran enemigo. ¿Qué nos dice eso sobre el fascismo?
Nos dice que en el fondo importa poco cuál es el enemigo al que presentar como el causante de todos los problemas. La cuestión es que haya uno. En aquel entonces eran los judíos, y Hitler también se reunía con el Gran Muftí de Jerusalén, pero ahora el enemigo fácil, con todo el terrorismo de Al-Qaeda y ahora de ISIS, es el islam. Hay un documental muy interesante sobre Auschwitz en el que se habla con un guarda que estuvo allá y al que se le preguntaba por qué odiaba a los judíos. Él respondía que venía de un pueblo de Baviera donde era un granjero sin recursos, y que los que tenían todo el dinero eran unos terratenientes judíos, a los que les pagaban las rentas y a los que odiaban. Cuando Hitler llegó y le dijo que el responsable de todos sus males eran los judíos, él lo asimiló muy bien, porque era algo muy concreto y que él veía en el día a día. Hoy eso sucede con el islam. A estas derechas radicalizadas, el terrorismo yihadista les permite diseñar un enemigo más palpable y concreto todavía que el inmigrante, que ya lo es en gran medida. La cuestión es que haya un enemigo al que vincular todos los males. En todos los nacionalismos encuentras uno; da igual a qué país o a qué continente o a qué época mires. Siempre hay un enemigo común. Hay un libro que se llama La fábrica de las fronteras, de Francisco Veiga, que trata sobre las guerras yugoslavas y donde uno ve que victimismo nacionalista lo había en Eslovenia, en Croacia y en todos los distintos países. Lo mismo sucede en el Cáucaso: si uno se va a las guerras de Osetia, de Abjasia, etcétera, siempre encontrará a nacionalistas vinculando todos los males al enemigo de turno. Para los independentistas catalanes es el Estado español, el franquismo, la Monarquía…
Otro gambiteo discursivo hábil es el que hace a los fascistas de hoy afirmar que ellos son los únicos verdaderos defensores de los derechos de la Ilustración y la Revolución francesa frente a los invasores musulmanes, que vienen a Europa a imponernos de vuelta las barbaries medievales con las que acabamos. Se presentan incluso como feministas, y también hay homosexuales en puestos altos de los partidos fascistas actuales: lo era, por ejemplo, el asesinado líder ultraderechista holandés Pim Fortuyn. Es un discurso evidentemente falaz, pero es fácil entender su éxito.
Claro, si algo tienen estos nuevos movimientos es que intentan ocultar su verdadero ser. El fascismo de los años veinte era antiliberal, absolutamente contrario a los valores ilustrados, pero hoy no pueden hacer eso, porque el fascismo es una ideología tóxica que la opinión pública percibe como el monstruo por excelencia. Un profesor mío de la facultad nos lo explicaba muy bien: Hitler está constituido como un monstruo y cualquier persona que se le vincule queda completamente apartada. Salvini estaría encantado de enarbolar la figura de Benito Mussolini, y a veces suelta matices e ideas que intentan por lo menos limpiar su imagen, pero sabe que no puede defenderlo abiertamente, igual que aquí en España hay mucha gente en el Partido Popular que estaría encantada de reivindicar activamente a Franco en los mismos términos que hoy sólo manejan cuatro friquis, pero no se atreven. En otros países pasa lo mismo con el comunismo: en Polonia tú no puedes defenderlo abiertamente. En consecuencia, lo que hacen todos estos partidos es distanciarse de esa imagen y procuran mostrar que no son fascistas porque tienen en sus filas a un miembro homosexual o a un miembro negro. En Vox hay uno: Ignacio Garriga. Y la Lega Nord tiene un senador negro: Toni Iwobi. Si en Hungría eres Jobbik o en Grecia Amanecer Dorado puede darte igual, pero si tú quieres de verdad gobernar esos países, tienes que disimular. Viktor Orbán no puede enarbolar a los colaboracionistas nazis que hubo en Hungría, los cruces flechadas, y de hecho tiene que procurar desvincularse de ellos con ese tipo de artimañas. Pero yo creo que simplemente es maquillaje. Y que esto sucedió también de algún modo con el fascismo histórico. En Italia había judíos fascistas en su momento. Había un banquero, Ettore Ovazza, que era fascista militante y al final tuvo que huir cuando Hitler obligó a Mussolini a aplicar las leyes antisemitas, en 1938; y acabaron matándolo las SS.
Por otro lado, los fascistas de hoy no llaman a exterminar a ninguna raza en concreto, ni afirman ya explícitamente que la blanca sea superior a otras: lo que dicen es que todas las razas son igual de válidas, pero cada una debe estar en su sitio. Los negros, en África; los amarillos, en Asia y los blancos, en Europa.
Claro. Pero lo de exterminar razas tampoco lo decían los nazis al principio. Los nazis no entraron asesinando judíos. De hecho, justo después de que Hitler llegara al poder en 1933 hubo un intento de boicot a todos los establecimientos judíos y duró veinticuatro horas, porque la población no estaba en eso y no lo aceptó. En consecuencia hubo que olvidarse del antisemitismo durante tres años que Hitler dedicó a mejorar la economía y a implementar medidas sociales; lo que los nazis llamaban Volkgemeinschaft o «comunidad popular». Se dio cuenta de que necesitaba educar a la población antes de llevar a cabo su plan. Y una vez lo hizo empezó a exterminar a los judíos. Pero no entró prometiendo exterminarlos. Obviamente, su discurso no es equiparable a los de ahora, porque hablaba en términos muy duros y sí que decía que había que ilegalizar los partidos. De hecho, seguramente aquello no sea replicable. Yo creo que en la vida volverá a ocurrir algo así en Europa. Pero es que no hace falta que ocurra para que ocurran cosas espantosas. Se van a hacer listas de gitanos en Italia y ya se han hecho en otros países, es decir, se va a crear muy probablemente una ciudadanía en la que haya ciudadanos de primera y de segunda clase. Y esas puertas se abren hasta en las cosas más nimias y que no consideramos radicales. El nuevo estatuto vasco quiere establecer una diferenciación entre ciudadanos y nacionales vascos, que viene a ser lo mismo: ciudadanos de primera, de segunda y de tercera.
España y Portugal son hoy una maravillosa excepción en Europa en el asunto que nos ocupa: son los únicos países donde no hay partidos de ultraderecha con presencia en el Parlamento. ¿A qué cree que obedece esa especificidad? ¿Cree que va a ser duradera? ¿Le ve recorrido a Vox?
Es posible que Vox consiga mejorar sus resultados y entrar en algunos parlamentos. Algunas encuestas les dan entrada en el Congreso y en algunas autonomías. De todas maneras, el problema nunca va a ser Vox. El problema es que en la derecha convencional surjan discursos que en vez de diferenciación con respecto a Vox sean de aproximación; de absorción de lo que Vox representa. Eso ya lo estamos viendo con Pablo Casado y Albert Rivera. En cuanto Casado llegó y empezó a manejar un discurso mucho más radical que el de Rajoy, Rivera abandonó el centro (ese centro en el que nunca ha estado en realidad) y se puso a competir con él en radicalidad. Y lo mismo va a ocurrir con Vox. La extrema derecha nunca ha tenido una representación fuerte en España porque siempre se ha sentido cómoda en el Partido Popular. Hay un informe de FAES del año 2009 que yo he citado en algún artículo, titulado ¿Dónde están los votantes?, que le hablaba al PP justamente de los perdedores de la globalización; de cómo conseguir su voto y de que en los lugares con un amplio porcentaje de inmigración era importante asumir un discurso contrario a ella. Si nos damos cuenta, ¿dónde el discurso del Partido Popular es más radical contra la inmigración? En aquellos lugares en los que no tiene apenas representación: el País Vasco y Cataluña. Allí, el único nicho que pueden conseguir es ese nicho radical. En España hay ultraderecha, claro que la hay, pero está en el PP. ¿Qué diferencia hay entre el discurso de Albiol y el de Marine Le Pen? Matices muy nimios. ¿Qué diferencia hay entre lo que decía Maroto de las ayudas a inmigrantes y lo que puede decir el Frente Nacional? Y Ciudadanos, lo mismo. ¿Qué discurso tiene Begoña Villacís en Madrid sobre la inmigración y sobre cuestiones como los narcopisos o los manteros? Pues un discurso de lo que Pippa Norris llama derecha radical y que es el que tienen Orbán, Sebastian Kurz, Norbert Hofer… Si es que no hay diferencias.

¿Diría que el PP y Ciudadanos son partidos de extrema derecha, o partidos de derecha capaces de acoger entre otras familias políticas a la extrema derecha? El matiz es importante.
Yo creo que el Partido Popular y Ciudadanos son partidos de derecha extrema o de extrema derecha. Si acaso, depende del contexto o de la situación. En economía, Rivera y Casado son liberales, pero en cuestiones sociales son de extrema derecha, y en la cuestión de la inmigración también, y en materia de nacionalismo también. El último CIS, siendo la extrema izquierda el 1 y la extrema derecha el 10, sitúa al PP en el 8,24 y a Ciudadanos en el 7,04. ¿Tenemos que esperar a que los pongan en el 10 para que sean de extrema derecha? Yo creo que un 8 ya es bastante extrema derecha. Albert Rivera se presentó en el año 2009 a las elecciones europeas en una coalición de extrema derecha que se llamaba Libertas sin ningún problema ni ningún complejo. Esa coalición la lideraba Declan Ganley, un irlandés, pero de ella formaba parte entre otros un partido polaco que se llama Liga de las Familias Polacas, cuyo líder era entonces Roman Giertych y cuyo origen es un partido parafascista de los años veinte y treinta: el Partido Nacional Democrático. El PND era muy próximo al nazismo; lo que pasa es que llegó Hitler y Hitler no hacía amigos. Le daba igual que fueran parafascistas: por encima de todo eran polacos y se acabó pasando por la piedra a todos sus líderes. Sin embargo, miembros de la Liga de las Familias Polacas han llegado a negar el Holocausto. Es un partido muy de extrema derecha. Pues bien, ese partido fue en coalición con Ciudadanos.
Albert Rivera ha dicho alguna vez que se equivocaron.
Sí, pero a la hora de tomar medidas siguen tomando las que toma la Liga de las Familias Polacas. Y el PP, lo mismo. Hace poco, Casado se fotografió muy sonriente con Orbán y lo elogió y le agradeció el apoyo contra el procés catalán. Desde luego, partidos de centro-derecha no son. El otro día en Telemadrid yo dije que Ciudadanos era de derechas, ni siquiera de extrema derecha, y hubo gente que se escandalizó y me empezaron a llegar mensajes incluso de gente de Ciudadanos. Les dije que lo de que eran de derechas no era una opinión, sino una constatación científica, y les mandé el CIS, pero nada. «¡Somos de centro-centro!», me decían. Pero no hay que hacerles ni caso. Es una cuestión propagandística. En España es el centro quien gana las elecciones y conviene adjudicarse esa etiqueta, pero una cosa es lo que uno diga y otra lo que uno hace. Y lo que importa es lo que uno hace. Y lo que hace Ciudadanos es de extrema derecha. No tengo ninguna duda.
Hay quien, como Carlos Taibo, advierte sobre la posibilidad futura de un ecofascismo que emerja del más que previsible colapso medioambiental a que nos encaminamos. La serie El cuento de la criada es un posible ejemplo de esa sociedad ecofascista: la escasez de recursos y la contaminación convertidas en argumento para un cierre totalitario, el sometimiento de una parte de la población (las mujeres, en este caso) e incluso «propiciar un rápido y contundente descenso en el número de seres humanos que pueblan el planeta», como dice Taibo.
Es una posibilidad muy real. En lo que respecta a estos repliegues que tienen que ver con la escasez de recursos al final importa poco qué es lo que falta. Da igual que sean recursos económicos o naturales; da igual lo que provoque la crisis; es una mera excusa para justificar un proyecto excluyente, y ese proyecto excluyente se conforma siempre, al fin y al cabo, con sentimientos nacionalistas, que son un gran factor de unificación. Hobsbawm explicaba muy bien con respecto al Quebec que el sentimiento nacionalista de allá está muy vinculado a la eliminación del sentimiento religioso en las comunidades. A medida que la religión fue perdiendo preeminencia entre las capas más jóvenes de la población, el nacionalismo fue sustituyéndola como lo que pasaba a proporcionar ese sentimiento de pertenencia, de identidad, perdido y que no te obliga a activar demasiado la razón ni a analizarlo fríamente. Se siente y ya está, y es muy fácil sentirse vinculado a él. La emoción es muy fácilmente activable. Esto se ve muy bien también en el procés. Mucho de lo que Quim Torra ha hecho en sus primeros meses de gobierno tiene mucho que ver con el folclore catalán y particularmente con la religión: ha hecho actos en Montserrat, por ejemplo. Históricamente, gente como Charles Maurras en Francia también manejó muy bien estas cuestiones.
Hay una reflexión que yo me hago y que no sé si está un poco cogida por los pelos. El fascismo histórico vino precedido de una fase de fascinación de la juventud de entonces, aburrida de la larga paz liberal, por lo salvaje, por lo viril, por lo bélico, etcétera. El futurismo, el fauvismo y otras estéticas salvajistas se correspondían artísticamente con esa atracción que hacía también a los jóvenes de entonces entusiasmarse con el Nietzsche que evocaba a «guerreros y matadores de serpientes». Hoy yo detecto, ya digo que no sé si equivocadamente, una fascinación similar que se manifiesta, por ejemplo, en el auge de los deportes de aventura y de riesgo, el consumo de bebidas energéticas como Monster, etcétera.
Estoy completamente de acuerdo. Marinetti tenía aquel manifiesto sobre la velocidad en el que decía que una metralleta era más hermosa que la Victoria de Samotracia, y hoy hay una reacción antifeminista muy vinculada a la derecha radical actual que tiene mucho que ver con aquello. Es lo que Susan Faludi llamaba el backlash: un movimiento reactivo y supremacista que reivindica la virilidad amenazada del hombre blanco. En la alt-right americana esto es palmario: Trump no se entiende sin ese machismo. Aquí en España todavía no se ha visto algo así más que vinculado a ciertos foros de Internet, pero Pablo Casado empieza a intentarlo diciendo que hay que luchar contra la ideología de género. También es algo muy vinculado a la Iglesia. Y si te fijas, en todas las votaciones —se ha visto en Suecia— las mujeres votan mucho menos a la extrema derecha que los hombres. La extrema derechas es un movimiento fundamentalmente de hombres.
Como dice Jonathan Martínez, el fascismo tiene pito.
Completamente. El multiculturalismo y el feminismo son dos de los elementos prioritarios de reacción que provocan el auge de la extrema derecha: está clarísimo. Y eso hace que la extrema derecha tenga mucho que ver con hombres blancos zaheridos que sienten que han perdido su preeminencia.
Hace poco afirmaba en Twitter que, a su juicio, los dos mejores libros sobre el Tercer Reich, por encima de Primo Levi, son El olor humano, de Erno Szép, y Sin destino, de Imre Kertész. ¿Por qué?
Más que sobre el Tercer Reich, sobre la vida en los campos. El olor humano está escrito en forma de diario y es muy dramático, y el de Imre Kertész está contado desde la humanidad descarnada y tiene un extracto muy chiquitito que a mí me marcó mucho cuando lo leí, porque de ese período, lo que a mí me ha fascinado más desde siempre es la crueldad sublimada del ser humano. Hay un momento en el que Kertész está prácticamente desahuciado, va a morir y dice: «Por favor, Dios mío, déjame vivir un minuto más en este campo de concentración tan bonito». Es una frase de una simpleza absoluta pero que a mí en su momento me hizo ver cómo es la resistencia del ser humano para sobrevivir en las peores condiciones. El problema de los campos de concentración es que es muy difícil transmitir el horror que representaron, y muchas veces se intenta transmitir esa crueldad a través de la acción de los nazis; de gente como Ilse Koch o Mengele. Pero no se consigue. Yo creo que es más fácil comprender esa crueldad, ese horror, a través del sentimiento humano de superación y de supervivencia; de cómo pese al horror la gente quería seguir viva. En La lista de Schindler, la escena más potente es la del niño que se esconde en el váter lleno de mierda de los campos; mucho más que los disparos.
¿Qué lugar ocupan a su juicio los campos de concentración y de exterminio en la escala de importancia de los elementos definitorios del fascismo? ¿Ha lugar a un fascismo sin campos? ¿Es una cuestión llamativa pero secundaria?
Los campos son la sublimación del fascismo; el punto álgido, y precisamente por eso, algo que crea una cierta distancia y que puede ser contraproducente señalar como característica fundamental y necesaria del fascismo. La gente te puede decir: «Hombre, ¿me estás comparando el nazismo, que mató a once millones de personas, con…?». Yo, cuando empecé a interesarme por el fascismo histórico, al principio me interesaba sobre todo el Holocausto, y empecé por leerme mucho interés Holocausto: la Solución Final, el famoso libro de Gerald Green. Pero ahora mismo, a mí me interesa mucho más el principio del fascismo que su final; el proceso de ascenso que la conclusión. Porque los nazis, ya lo he dicho antes, no empezaron matando. Auschwitz no se puso en marcha hasta los años cuarenta, cuando los nazis accedieron al poder en 1933, y los primeros campos de concentración, como Oranienburg o Dachau, no mataban a nadie: eran cárceles abiertas como las que podía haber en el franquismo. El fascismo fue conformándose sin que la gente lo advirtiera. Michael Burleigh utiliza una metáfora muy buena en su libro sobre el Tercer Reich: es como si una persona coge el tren todos los días para ir a trabajar y va viendo cada día la obra de construcción de un puente sin reparar en ella. La obra va avanzando poco a poco y un día, el puente está terminado; y es sólo entonces cuando ese tipo se da cuenta de que allí se estaba construyendo un puente. El nazismo fue un proceso que duró muchísimos años y que fue paulatino. Cuando se tomaron en Núremberg las famosas medidas de exclusión de los judíos, hubo alguna protesta, pero uno lee las crónicas de aquel momento en los periódicos y no difieren nada en absoluto de lo que se puede leer ahora. De hecho, hubo unos periodistas del Münchener Post a los que Hitler llamaba «la cocina venenosa» porque se pasaron años, antes de que Hitler accediera al poder, advirtiendo de todo lo que iba a ocurrir posteriormente, y tan pronto como el año 1929 ya estaban avisando de que los nazis tenían un plan para exterminar a los judíos. No se les hizo ni caso y en cuanto Hitler llegó al poder cerró el diario.
Eso de «la cocina venenosa» recuerda los anatemas de Trump contra los fake news.
Claro, claro. Y fíjate: uno de las cosas que aquellos periodistas hacían con respecto a los nazis era compararlos con un régimen de terror que hubo en Münster en el siglo XVI, dirigido por un líder anabaptista llamado Jan Bockelson. Pero nadie se los tomó en serio: la gente decía que aquella comparación era una exageración. No hay que decir cómo acabó la cosa… Leer las crónicas de entonces es muy útil para no minusvalorar lo que puede ocurrir mañana, independientemente de que al final se concrete de la misma forma que se concretó el nazismo o no. Lo que hizo Hitler no fue igual que lo que hizo Jan Bockelson: fue mucho peor y desde luego diferente. Y lo que ocurra con estas nuevas derechas radicales también será diferente de lo que ocurrió con el nazismo: peor o mejor, y en todo caso diferente. No podemos predecirlo. Pero desde luego, los procesos de conformación y de ascenso del fascismo histórico y de esta nueva tendencia son similares, y si la extrema derecha actual acaba derivando en un nuevo fascismo, será de forma paulatina.
El otro día citaba usted en Twitter a otro de esos periodistas perspicaces: el catalán Eugenio Xammar, que fue corresponsal en Berlín en los años previos y posteriores a la toma del poder por los nazis y envió desde allá clarividentes crónicas para el diario madrileño Ahora que hace unos años recopiló la editorial Acantilado.
Xammar es interesante, sí, igual que Un ciudadano de Berlín, de Antoni Sobański, o los reportajes de Joseph Roth, o los de Chaves Nogales, que también estuvo por allá También es muy útil leer no ya recopilaciones posteriores de crónicas, sino los periódicos directamente. Hay una noticia de la agencia Cifra para el Abc sobre el incendio del Reichstag en la que le preguntaban a Hitler y a los propios nazis si el Reichstag había sido incendiado por Marinus van der Lubbe, como se decía, o si habían sido los propios nazis, como se sospechaba. El periodista de la agencia Cifra ponía a la misma altura el desmentido de Hitler, que decía que aquello eran difamaciones, que la información cierta de que habían sido ellos. Y leer eso ahora que sabemos a ciencia cierta lo que ocurrió ayuda mucho a tomar distancia con respecto a quienes hoy también desmienten ciertas informaciones contra ellos.
Iba a preguntarle justamente por cuál cree que debe ser la actitud del periodismo hacia estas derechas radicales en auge. ¿Debe informar sobre sus cosas con neutralidad y desapasionamiento o debe tomar partido claro en su contra?
La objetividad no existe en el periodismo; es una falacia. Desde luego, no se puede poner en el mismo lugar, al mismo nivel, a víctimas y victimarios, ni al desmentido con respecto a la información. El periodismo de declaraciones no debería tener nunca demasiado peso. A lo que diga un político, si está mintiendo, no hay que darle importancia. Si llega Pablo Casado y dice que Pedro Sánchez fue a Valencia a recibir a los inmigrantes del Aquarius, uno no puede informar sobre ello tal cual en plan «Casado afirma que…»: tiene que decir que Casado miente, porque eso no ocurrió. Hay que tomar partido por la verdad y después tomarlo por el enfoque que uno tenga de la vida y de la profesión. Para mí es muy relevante combatir abiertamente y desarticular este discurso que yo creo que conduce a una situación protofascista. Por encima de todo, hay que ser activista de la verdad y de los derechos humanos. Si yo estoy haciendo una investigación y encuentro elementos concretos reales y ciertos que pueden perjudicar mi posición, tendré que publicarlo, pero eso no quita que ponga el foco en determinadas circunstancias que yo considero importantes. Por eso soy tan activo contra los nacionalismos, lo mismo contra el catalán que contra el español. Hay gente que no lo comprende y que me acusa de equidistante, pero me importa poco. Yo tengo claro que soy antifascista y antinacionalismos [recalca la ese del plural]. Y entiendo que mi trabajo como periodista es combatir esas cuestiones.
Con el fascismo se frivoliza mucho: uno se encuentra la etiqueta por doquier para referirse a cualquier autoritarismo de medio pelo o directamente a cualquier adversario de quien la emplea, tanto en la derecha como en la izquierda. Si todo es fascismo, nada lo es.
Eso es un problema, sí. A mí me han llamado fascista también.
Yo creo que a todos nos lo han llamado alguna vez.
Sí, y claro que es un problema. Pero también lo es lo contrario: si nada es fascismo, al final el fascismo llega y no te das cuenta. Hay que apuntar muy bien. Salvini podrá no ser un fascista desde el punto de vista científico, doctrinal, jurídico; pero desde luego, es lo que más se aproxima al fascismo de lo que tenemos hoy delante. No es Mussolini, pero apunta en esa dirección. Y esa banalización a la que tú aludes evita que nos curemos en salud llamando por su nombre a esta gente. Aunque no sé si eso para ellos sería bueno, la verdad. No sé si realmente quieren que los llamemos fascistas.
Abascal ya ha dicho que para ellos esa etiqueta, aunque no la asumen, es una medalla; que les revela que sus enemigos están preocupados: aquello de «ladran, luego cabalgamos».
Si es que además da igual cómo los llamemos: la cuestión es que los combatamos. Me da igual que llames a Salvini fascista, reaccionario o populista, pero combátelo y no lo intentes relativizar. Yo llevo advirtiendo sobre Orbán desde 2011 ó 2012, cuando Jobbik hacía cazas de judíos y de gitanos en Gyöngyöspata y Orbán miraba para otro lado. Siete años después, la Unión Europea empieza a amenazar con abrirle expediente, que a ver adónde va eso. Debería servirnos de lección: como no empecemos a combatir a esta gente a tiempo, llegará un momento en que detenten el poder y sea mucho más difícil anularlo. Y si combatirlos pasa por llamarlos fascistas aunque desde un punto de vista científico quizás en Europa no haya ni un fascista, pues llamémoslos fascistas. Desde luego, los periodistas tenemos que dejar claro cuándo alguien es de extrema derecha. Y si lo hay en el PP y Ciudadanos, tenemos que señalarlo. ¿Desde el punto de vista científico un 7 sobre 10 en el CIS es extrema derecha? Pues igual no, y cuando haga un artículo un poco más riguroso y tenga todo el tiempo y el espacio del mundo para explicar la cuestión en todos sus matices, lo haré, pero si lo que tengo es treinta y tres segundos en televisión… Hay que adecuar el discurso a cada contexto.

Parece ser que en Hungría, los grandes expertos universitarios en fascismo insistieron durante mucho tiempo en que calificar a Orbán de fascista era banal e inadecuado. ¿No ha pasado quizás que con la etiqueta de fascista ha perdido todo su valor de tanto usarla y es normal que los académicos se hayan vuelto demasiado precavidos a la hora de echar mano de ella?
Seguramente. Y seguramente habrá muchos de la universidad de Soros que decían que era muy arriesgado llamar a Orbán fascista y cuando los purguen cambian de opinión. Pero la cuestión es que los académicos pueden hacer su trabajo perfectamente y establecer todos los matices que sean necesarios, y que eso no nos impide a nosotros manejar la terminología que consideremos más eficaz en el combate contra esta gente. Y es que debería dar un poco igual. ¿Importa en el fondo que tal o cual líder sea un fascista si toma medidas que restringen los derechos fundamentales de los ciudadanos? Podemos perdernos en esas discusiones y disquisiciones, pero al final lo que importa es lo concreto, y lo concreto es eso.
Parte de la banalización del fascismo también estriba en despreciar a los fascistas como seres brutos o poco inteligentes. Christian Ingrao expuso magníficamente en Creer y destruir que fascistas, los hubo cultísimos y muy refinados.
Sí, sí. El nazismo tenía un músculo intelectual potentísimo, y el libro de Ingrao es magnífico a la hora de demostrarlo. Y en todos estos nuevos partidos y regímenes hay gente con muchísima capacidad y valía. ¿Era tonto Carl Schmitt, a quien no se puede considerar propiamente fascista pero cuyo pensamiento era muy próximo al del fascismo y es muy utilizado por los fascistas? Eso también ocurre, sí: se tiende a hacer una caricatura de la extrema derecha que es muy propia de las redes sociales. Cosas como difundir una foto de una pancarta con faltas de ortografía. Te apetece decirles: «Tú sigue haciéndolo así, que cuando llamen a la puerta va a importar bien poco si saben escribir con la be o con la uve». Ese desprecio, ese clasismo que a veces existe, es la mayor lacra que tiene la izquierda, porque significa minusvalorar la fuerza que tiene ese discurso en amplias capas populares. Y es que además, ¿qué importa la cultura que tengan? Importa la capacidad que tengan para expandir ese discurso. Hay un discurso de Marine Le Pen, que creo que sacó Jordi Évole en Salvados, en el que ella habla de la izquierda y la derecha y hace así [Maestre mueve la cabeza de un lado a otro], como el tic-tac de un reloj. Ese momento de treinta segundos es de una capacidad comunicativa brutal y revela mucha inteligencia y mucho trabajo. Y eso no puede minusvalorarse.
A Ana Pastor, cuando la entrevistó para El objetivo hace ya algunos años, se la comió con patatas.
Marine Le Pen tiene una capacidad bastante importante políticamente. Y no sé las lecturas que tendrá, pero me da igual. Mira, ahora mismo estamos en la zona en la que nació Podemos: el centro de Madrid. Los líderes de Podemos son gente con muchas lecturas y que ha demostrado mucha capacidad, pero que no llegue aquí un Salvini. El día que en España haya alguien que tenga la capacidad y el desacomplejamiento de vehicular un discurso como el de Salvini arrasará. En barrios como el mío hay un caldo de cultivo magnífico para que alguien, sin conocer la teoría política de Carl Schmitt ni a Laclau, simplemente conociendo bien los resortes que hay que tocar en la comunicación política y estando un poco desacomplejado, arrase. Eso es quizá lo que ahora mismo nos salva en España: de momento no hay nadie así, que tenga la capacidad de hacer eso sin friquismos. Santiago Abascal es un hombre desacomplejado, pero le falta el nivel para hacerlo bien. Pero el día que aparezca alguien que tenga esa capacidad, echémonos a temblar. Hay un artículo reciente de El Confidencial que habla de las reuniones del IBEX-35 con Pablo Casado y en el que uno de ellos dice que ya están hartos de lo políticamente correcto. Imagínate lo que puede ocurrir cuando alguien enarbole un discurso desacomplejado. Lo va a tener muy fácil, porque hay muchas cabezas pensantes que están deseando que alguien se atreva.
Al historiador Enrique Moradiellos, nada sospechoso de franquista, le indigna que se llame a Franco tonto. «¿Cómo va a ser tonto alguien que derrotó a todos sus enemigos durante décadas?», dice.
Pasa también con Rajoy, que es una de las personas políticamente más inteligentes que ha habido en España en la historia reciente. Cuando llegaba a una zona rural y cogía un pepino y hablaba de una manera muy sencilla para que todo el mundo lo comprendiera, lo llamaban tonto. Y el tonto al final era el que le llamaba tonto, porque Rajoy era una persona que comprendía perfectamente cuál era su electorado y sabía qué decirle. Ese clasismo, esa soberbia que tiene muchas veces la izquierda, que ve siempre al obrero que no le vota como alguien que no sabe lo que hace, es una lacra. Los que no saben lo que hacen son ellos: no son capaces de transmitir su mensaje de tal manera que sea comprendido por la gente a la que se dirigen. ¿Hay algo más ridículo que un político que no es capaz de transmitir a su votante potencial que es la mejor opción para él? Ése sí que es tonto.
Aludía recientemente con preocupación en Apuntes de Clase a la «deriva social-nacional que empieza a apuntarse en Alemania con el Die Linke de Sahra Wagenknecht y su plataforma En Pie». Parece ser que Frauke Petry, expresidenta de Alternativa por Alemania, ha mostrado su apoyo a Wagenknecht celebrando la aparición de una «izquierda estricta en política de asilo».

Eso es muy preocupante. Los responsables de ese partido deberían ser conscientes de que cuando Frauke Petry dice eso, está diciendo también que ni siquiera los ve como peligrosos; como enemigos. Y si la extrema derecha no te ve como un enemigo, es que algo estás haciendo muy mal. La extrema derecha jamás ha sido un problema para el mercado; jamás en la vida. Antes hablábamos de que el auge de la extrema derecha se debe en parte a la asimilación de su discurso por parte de los partidos conservadores y liberales y de la socialdemocracia de la tercera vía. Si encima ahora la izquierda, que es el único sector genuinamente antifascista que ha habido, empieza a entrar en posiciones de concordia o de no confrontación o de relativización con la extrema derecha, pues estaremos perdidos directamente; habremos llegado al desastre. Y claro que la Unión Europea y sus medidas han sido perjudiciales para la clase trabajadora, y claro que hay que combatir el orden neoliberal, pero lo que no se puede hacer para combatirlo es asimilar las medidas de la extrema derecha, porque entonces estarán ganando ellos. No porque exista un enemigo común tiene que existir concordia. En un artículo reciente, yo hablo de cómo el dadaísmo ruso y el futurismo italiano nacieron a la vez, compartían algunas claves y tenían un enemigo común, que era la vieja cultura, pero tenían discursos narrativos completamente diferentes. La izquierda tiene que tener su propia dialéctica.
Anguita, Monereo e Illueca han alabado el proyecto En Pie; y hace unas semanas, desataron una vigorosa polémica con un artículo titulado «¿Fascismo en Italia?» en el que alababan el Decreto Dignidad impulsado por Salvini. Después marcaron distancias después y procuraron dejar claro que detestaban a Salvini, pero desde luego, en aquel primer artículo no lo parecía.
No lo parecía, no. Desde el titular hasta el último párrafo, ese artículo es una relativización de la peligrosidad de Salvini.
Y el Decreto Dignidad puede estar muy bien, pero no deja de ser una ley concreta que no debiera eclipsar todas una serie de otras medidas absolutamente impresentables.
Lo hemos hablado antes: si algo tiene y ha tenido siempre el fascismo es capacidad de asimilar las medidas sociales del marxismo para evitar que los trabajadores se vayan a ideologías de emancipación obrera. Los nazis tenían cosas como el Kraft durch Freude, la «fuerza a través de la alegría», que promovía actividades de ocio y esparcimiento (teatro, cine, viajes, etcétera) que aseguraban el descanso de los trabajadores y era una copia de otra organización fascista italiana similar, la Opera Nazionale Dopolavoro. En el Tercer Reich había una red de guarderías, asistencia a desempleados, ayudas al alquiler, el domingo de la olla e incluso sistemas de ayuda a los discapacitados que se pusieron en marcha antes de que se pasara a implementar el programa eugenésico. ¿Quiere decir todo eso que los nazis luchaban contra el orden capitalista? En absoluto: todos los grandes capitalistas estaban con el nazismo. Y a nadie se le ocurre decir que el nazismo no era tan malo o hacerse la pregunta «¿fascismo en Alemania?». Sería absurdo. Claro que esas medidas están bien, y ojalá se adoptaran en España. Monereo es diputado: que lo proponga. Pero no se puede relativizar lo que significa Salvini por que de vez en cuando haga alguna cosa que esté bien. El artículo de Anguita, Monereo e Illueca es un blanqueamiento inaceptable. Y ellos mismos se dieron cuenta, porque en los siguientes artículos bajaron el pistón.
En las últimas elecciones francesas hubo quien llamó a no votar ni a Le Pen ni a Macron considerándolos dos opciones igualmente malas. ¿Cómo acogió usted aquello? Usted, ¿hubiera votado a Macron?
Sí, sí, hubiera votado a Macron. Y lo hubiera votado sabiendo que es un liberal que lo que iba a hacer era atentar contra los derechos de la clase trabajadora, pero es que a veces la política te pone en posiciones dilemáticas de ese tipo; no te da opción. Y por más detestable que me resulte Macron, yo tengo claro que no es lo mismo Macron que Marine Le Pen. Mira, hace poquito Macron tomó una medida de gran alcance histórico: se fue a ver a la viuda de Maurice Audin, un profesor universitario comunista que fue torturado hasta la muerte en 1957 por los militares por defender la independencia argelina, y le pidió perdón en nombre del Estado. Marine Le Pen dijo que aquello sólo servía para abrir heridas y generar confrontación entre los franceses: no hace falta decir a quién recuerda el discurso. Y no debiera hacer falta decir a quién tenía que votar un antifascista en aquellas elecciones. Si en su momento se hubiera presentado a los alemanes el dilema de votar a Hitler o a Von Papen, ¿hubiera habido alguna duda de a quién había que votar por mucho que Von Papen fuera colaboracionista? El principio de aceptación de la realidad es fundamental para cambiar la situación, y a veces la izquierda no quiere aceptar la realidad. La historia, a veces, te pone ante esos dilemas. Y en Francia, ojalá hubiera sido Mélenchon el que hubiera llegado, igual que en Estados Unidos ojalá hubiera llegado Sanders en lugar de Hillary Clinton, pero el caso es que llegó Hillary, y no quedaron más cojones que elegir. En Estados Unidos, lo tengo clarísimo: hubiera votado a Hillary.
Yo, personalmente, respeto más a quienes, desde posiciones de izquierda, votaron a Le Pen que a quienes adoptaron esa actitud mayestática tan típica de cierta izquierda de negarse a mancharse las manos cuando la alternativa no es la deseada.
Completamente. Fíjate, yo, que soy antinacionalismos, si un día me pusieran en la dialéctica de elegir entre Quim Torra y Albert Rivera, pues tendría que elegir, y elegiría a Quim Torra. Y me dan asco los dos, pero tendría que elegir. Y si me dieran a elegir entre Albert Rivera y Santiago Abascal, pues también elegiría; no me escondería. Es como lo de los astilleros de Cádiz: cuando se preguntaba a Podemos, decían que lo que había que hacer era darles a los trabajadores una solución alternativa. Vale, ¿cuál? Y en todo caso, muy bien, trabajemos por que dentro de veinte años los trabajadores de Cádiz tengan otra solución, pero hoy tienen ésa, y no te puedes poner de perfil. La vida es una puta mierda; es como es, y a veces uno tiene que asumir contradicciones y dilemas. A quien sea capaz de quedarse en el paro y morirse de hambre por sostener sus valores, pues toda la admiración, pero a quien dice que sabe que las bombas son para algo muy malo pero que su familia tiene que comer yo no puedo no entenderlo.
En Suecia se vino tendiendo durante años, y participaba de él incluso la televisión pública, una suerte de cordón sanitario en torno a Demócratas de Suecia, el partido ultraderechista de allá. Los demás partidos se negaban rotundamente a acordar nada con ellos y aun a debatir. Y sin embargo, Demócratas de Suecia no ha dejado de crecer. ¿Fue un error esa negativa no ya al pacto, que puede entenderse, sino al debate? ¿No debería entrarse a saco a rebatir al fascismo en lugar de hacer como si no existiera?
Ése es un debate que a mí me han planteado muchísimas veces, porque en ocasiones me ha tocado confrontar en televisión, por ejemplo, con gente de la Fundación Francisco Franco. Hay quien me dice que es un error darles visibilidad, y yo creo que no hay que darles visibilidad cuando son minoritarios para que no crezcan, pero una vez que están, hay que confrontarlos directamente, con dureza y de manera vehemente; dejar claro lo que son y a qué se dedican. Si tú ahora pretendes ocultar por todos los medios a Marine Le Pen, no va a funcionar, porque sobre todo a la gente joven ya le importa una mierda la televisión y los periódicos y se informa a través de pantallazos de WhatsApp y de Facebook, y además se va a reforzar el discurso de que el Frente Nacional representa a los excluidos del establishment. En todo caso, es un equilibrio complicado, claro está; y no hay una medida exacta de hasta qué punto una cosa u otra funcionan.
Pablo Batalla Cueto (Gijón, Asturias, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cl y La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’.
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