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En el Delta (y 3)

Avelino Fierro concluye en su diario la crónica de su viaje al Delta del Ebro.

Querido diario

En el Delta (y 3)

/por Avelino Fierro/

Es viernes. Ha salido la media luna y se ha puesto a brillar, sin más, como un ojo almendrado y vigilante en el cielo que es todavía de atardecer, de un azul macilento, rasgado por unas nubes tenues hacia el sur, alargadas, casi transparentes, también mortecinas, como gasas que se hubieran desprendido y volado hacia aquí después de que la luz del otoño hubiera restañado en alguna otra parte una herida en las alturas.

Tengo que escribir sobre la exposición de las fotografías de C. en la Fundación y no sé bien qué decir. Sé que ha estado trabajando mucho tiempo en ello, documentándose y viajando durante meses sin hacer una sola foto, viendo los lugares en los que vivió Picasso. He visto sobre su mesa de trabajo los libros de Richardson, ediciones críticas sobre la estancia en Gósol, archivos de texto y fotográficos enviados gracias a sus contactos franceses por eruditos maniáticos, la carta de un heredero, el próximo billete de tren para acercarse otra vez a Horta de San Juan… Pero con todo eso no se hacen fotografías. O puede que sí. Quizá todo ese trabajo anterior, esa minuciosa investigación quedó durmiendo en la caja negra del cerebro y de ella ha ido tomando luego retazos, destellos, bostezos para el trabajo de campo. «Ahora me vendrá bien un poco de retórica para esa luz roja del olivar», se dirá; o recordará las palabras de Benjamin sobre las chispitas minúsculas del azar que chamuscan el carácter de la imagen cuando bate sus alas la paloma que pasa frente al Palacio de Cristal; y puede que la mirada llena de pudor de aquella pescadora de New Haven haya llegado hasta el rostro de este su hombre con candil en una aldea gallega. No hay nada de reportaje ni de instantes decisivos, ni siquiera de retratos.

A Cecilia parecen sobrarle las formas, los materiales y las técnicas del fotógrafo y escribe, poetiza a veces, insiste en algunas filosofías sobre lo difícilmente explicable. ¿Qué quieren decirnos esas aguas rizadas, ese joven artista alucinado, la lluvia sobre esa plaza difuminada por los recuerdos? ¿Habíamos mirado antes así el mundo, la luz en un recodo del parque, la soledad? Ahora podemos hablar de ello de otra manera. ¿Os dais cuenta de que no es necesario buscar ya un detalle en estas fotografías, ese algo que las atravesaría y que les daría un valor superior, el punctum del que hablaba Barthes? Aquellos dientes estropeados en el muchachito en la foto de William Klein, o la rugosidad de la calzada en la aldea rumana de la foto del violinista de Kertész, los brazos cruzados del segundo grumete… Eso aquí no funciona. Aquí hay otra manera de contar la Verdad.

O de aproximarnos a ella. Casi todos los fotógrafos fabrican simples evidencias; cuentan o muestran esa contingencia de lo que ha sido. De ellas poco cabe hablar. Se posa la vista, vemos ese trozo de mundo o, si se quiere, de historia o tiempo o biografía, pero ahí se agota su fuerza. Eso conlleva para los que miramos pocas exigencias. Pero si, como hace C., se da un rodeo, se bordea lo evidente, se levanta un poco el telón de la mera apariencia, de esas imágenes que nos salen al paso y sacan pecho y quieren mostrársenos y dicen «aquí estoy yo» o «así soy yo, no le des más vueltas», «este es el motivo y este es el mejor encuadre», «aquí está la realidad», es entonces cuando comienzan a aparecer representaciones borrosas, impuras, con menos ínfulas pero que nos dicen más, como si el fotógrafo narrara como un escritor (a veces como un poeta), nos quisiera hablar, no solo mostrar.

Aparece en estas fotografías entonces ese otro aire (Barthes escribía que el aire, en los mejores retratos, era algo moral, que aportaba al rostro el reflejo de un valor de vida), o esas otras auras, o almas, no sé…, que nos sacan de la exigencia o limitación del simple mirar y nos llevan a reflexiones teóricas, a especular sobre algo que no se aprehende del todo, que queda dentro sin mostrarse, no visible, cierta intimidad. Dijo Blanchot que la obra estará donde lo que hay que percibir permanece invisible para acercarnos a ello. Algo así de oscuro —lleno también de claridad— es lo que uno trata de explicar.

C. estaba contenta con el montaje de la exposición. Además, en una pequeña sala, se proyectaban fotos y cuadros y momentos que ella les había cedido y no estaban en el libro. Trabajos de amor perdidos. Charlaba animadamente con María Ch., la directora, y con Eduard. Salimos luego al jardincillo a tomar una copa de cava y unos extraños frutos secos, deconstruidos, cubistas, podríamos decir. Quizá la agricultura de la zona está inspirada en algún cuadro de esa época; todo viene bien para cargar con silogismos la identidad. Llegaron Toño Llamas y Ana. Nuestro poeta montaraz llevaba en el zurrón un libro de ese autor catalán que a él le gusta tanto, con algunos versos subrayados que los siente tan suyos que me tuvo que mostrar: «només/ un vell/ que ha sentit la remor de la memòria». Y con todas esas emociones y el día soleado, la comitiva foránea se lanzó calle arriba a comer una fideuá.

De los días siguientes, de vuelta en Amposta, uno solo recuerda ya fastos modestos alrededor de una mesa, luces diversas y el dejarse ir en amistad.

Hubo también tareas alrededor del arte: mover el enorme cuadro que está a la entrada de la casa. Como si nuestro amigo Ripollés se hubiera celado del río y de sus légamos, de todos sus arrastres hasta el mar, ha estado depositando capas de pintura y objetos en él desde mucho tiempo atrás. Pesaba; alguno se estuvo a punto de descostillar. Nos regaló un dibujo: un tropel de carpas en un fango que miran fuera del marco, como si quisieran salir a respirar.

Tanto motivo marinero nos trajo la sed para un aperitivo. Una barca nos llevó a mar abierto, a un chiringuito sobre el agua donde la bebida, los moluscos y el sol nos curaron toda ansiedad. Hasta pedimos arroz para prolongar el no pensar: tan a gusto estábamos. De los arroces de la zona yo no sé mucho, pero sí he leído algo. Recuerdo aquel que Pla tomó en Prats de Molló junto al escultor Manolo Hugué: un arroz exiguo y precario —dice— cocido en caldo de truchas pescadas en un torrente pirenaico. Un arroz pobre, pero el escritor ampurdanés parece preferirlo a esos otros que sirven acompañados con un poco de todo, de carácter —escribe— esencialmente escenográfico. En algún otro lugar habla de uno de sus platos preferidos, un arroz del Delta con centollo y guisantes tiernos de primavera. Recuerdo haber ido a buscarlo al libro sobre la cocina española de Néstor Luján y Juan Perucho, pero allí no estaba: había un arroz con conejo, arrós negre, arroz parellada, arroz con pescado a la catalana. A nosotros nos lo sirvieron con centollo; sin guisantes de primavera. Pedimos más cava.

Si uno miraba a lo lejos quedaba cegado por una luz insidiosa: tanto reverberaba el sol sobre el agua. Parecía que hacían cabriolas sobre la superficie peces de cristal. Nos concentramos en los crustáceos y seguimos bebiendo. Pasado un rato nos pusimos a cantar. Como Xavi tenía un aire —según las chicas— a Miguel Ríos, yo entoné Santa Lucía, y luego nos escoramos hacia los grandes éxitos del festival de San Remo. Julio, de vez en cuando, volvía a precisar que aquello que estaba en la costa era San Carlos de la Rápita e insistía en que si el destino hubiera sido algo zumbón, sería hoy la capital de España. Otras veces, levantaba las cejas y sonreía para sus adentros con solo pensar.

Llegó un barco de medianísimo cabotaje con turistas rusos. Venían sin almorzar. Nos vieron tan afanosos en el cántico meridional que hasta sacaron sus cámaras para retratar o dejar grabaciones de aquel momento de fervor enológico y sentimental.

Teníamos que descansar tras aquel trasiego. Paramos para que Mar hiciera fotos a libélulas gigantes que estaban apostadas en los pantalanes guardando el muelle. Y al atardecer volvimos al Delta, cuando ya quería ponerse el sol. Era una tarde dulce, tranquila, tan monótona que casi daba pereza mirar. Los tractores y las cosechadoras removían lentamente el barro del arrozal. Los flamencos chapoteaban en el agua densa. Alguno de ellos, de vez en cuando —como si hiciera guardia de primer bailarín de aquel Bolshoi gallináceo para turistas— se esforzaba en volar y recortarse sobre la luna llena y parecía detenerse un poco, por si alguien tuviera a bien fotografiar aquella postal. En el libro de viajes de Pasolini por las ciudades italianas de la costa, en 1959, leo: «Aquí, junto al delta del Po, el hombre parece haber vencido: pero la suya es una victoria precaria, penosa, los pantanos aprisionados, reprimidos, afloran en cada rincón y difunden por el aire su profunda, virgen, salvaje y nórdica melancolía». Melancolía. Aquí, ahora, el color rosa de algunas nubes indecisas se refleja en los tramos con agua. C. comenta que en época de la siembra las túnicas de los obreros pakistaníes pueblan la zona con muchas tonalidades más.

Todo, de tanta belleza, resultaba de un cierto empalago.

Estábamos Julio, Cecilia, Mar y este narrador. Se hizo de noche. Llegó desde la costa un aire ligero, delicioso. Cada uno estábamos a lo nuestro; mucho tiempo sin hablar. Lo cierto es que yo pensaba en la Nada; y me deleitaba en aquella sensualidad. Atrás, allá, hacia la tierra adentro, donde los afanes serían otros, todavía se recortaba la negra silueta del Montsiá.


Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en tres volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012), Ciudad de sombra (2013-2014) y La vida a medias (2015-2016), todos ellos publicados por la editorial Eolas.

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