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«El ‘boom’ de la frivolidad» y otros textos de Juan Cueto

EL CUADERNO inicia una serie de pequeños homenajes al recién fallecido Juan Cueto rescatando tres artículos de especial vigencia ('El boom de la frivolidad', 'Glocal' y 'No al cliente personalizado') de entre los que fueron reunidos en el volumen Cuando Madrid hizo pop (2010), penúltimo de los que integran la extensa biografía del intelectual asturiano.

EL CUADERNO inicia una serie de pequeños homenajes al recién fallecido Juan Cueto rescatando tres artículos de especial vigencia de entre los que fueron reunidos en el volumen Cuando Madrid hizo pop (2010), penúltimo de los que integran la extensa biografía del intelectual asturiano, que desde medios como El País o los Cuadernos del Norte que dirigía supo erigirse en maestro de columnistas ejerciendo un cronismo ágil pero de enorme profundidad y clarividencia, que desentrañaba tempranamente las nuevas tendencias y transformaciones, entonces balbuceantes, que hoy rigen el mundo.

El boom de la frivolidad (1982)

«El hombre que en la moda solo ve moda es un idiota», repetía Balzac. Esta sospecha de profundidad en el arte máximo de lo superficial resulta ahora poco más que un lugar común. La moda ha sido objeto en estos últimos tiempos de toda clase de intereses académicos. El mundo de la alta cultura ha descubierto el vivero de significaciones sociales, estéticas y morales que encerraba el universo frívolo de la moda, y ha movilizado sus pesadas maquinarias para desmenuzar las apariencias en busca de los ocultos sentidos. Hasta el caso divertido de que una de las prácticas universitarias de moda es la investigación sobre las modas (desde el punto de vista de la semiótica, la filosofía, la estética, la sociología, el psicoanálisis, la antropología, según soplaran los vientos huracanados de las modas… metodológicas).

Tal es la primera gran mitología que suscita el tema inabarcable de la moda. Después de haber estado durante siglos traficando con los signos pesados del hombre —el alma, la política, la ciencia, la economía, el arte, la conciencia—, los intelectuales poshegelianos descubren la trascendencia de los signos ligeros: la moda, el estilo, los gestos, los objetos, las apariencias, el juego, los significantes, la insignificancia. No fue Nietzsche el primero en reivindicar para la filosofía el arte de lo superficial, pero quizá haya sido el autor que más virulentamente ha atacado el trascendente intelectualismo de ese pensamiento occidental surgido a partir de Sócrates, quien, a su entender, traicionó el verdadero espíritu de la antigua Grecia. «Porque los griegos —dice Nietzsche— eran expertos en vivir deteniéndose en el pliegue, en la superficie, en la epidermis […]. Adoraban las apariencias, creían en las formas, en los sonidos, en las palabras.»

Balzac solía repetir, también, que el espíritu del hombre se adivinaba por su forma de llevar el bastón. Baudelaire defendía la moda como la forma superior de belleza artística. Wilde, Brummel, Byron, Barbey, Thackeray, Stendhal y un etcétera por el estilo han abundado en estas apologías de lo banal y lo frivolo, como reacción lógica a los viejos tratados de la trascendencia de la época. Incluso el grave Ortega y Gasset —influido por Simmel— llegó a escribir que «las modas —trajes, usos sociales, etcétera— tienen siempre un sentido más hondo y serio del que ligeramente se les atribuye, y, en consecuencia, tacharlas de superficialidad, como es sólito, equivale a confesar la propia y nada más». Esta tendencia cultural se ha ido acentuando con la evolución de las sociedades modernas, y no es azar que los intelectuales y escritores actualmente en candelero hayan dedicado muchas páginas al fenómeno de la moda: Roland Barthes y Baudrillard en Francia; Umberto Eco y Gillo Dorfles en Italia; Tom Wolfe, Andy Warhol y Susan Sontag en Estado Unidos.

Es tarea imposible, y absurda, caracterizar el espíritu del siglopor un solo rasgo o por un conjunto de ellos. Pero no cabe duda de que esta vindicación de lo banal para la cultura culta, este interés creciente por los signos ligeros en detrimento de los pesados, ilustra a su manera el cambio de rumbo cultural acontecido en las sociedades industrializadas como consecuencia de los nuevos modos de vida y de producción. Hablar o escribir acerca de la moda ha dejado de ser una provocación intelectual, un esnobismo, cosa de dandys, como ocurría a finales y principio de siglo. Se puede —y se debe— interpretar la moda como escritura, signo, código, reflejo social, gusto, mito irracional, discurso económico, placer, espejo de lo político y hasta subversión (es el caso del citado Baudrillard), y abundan toda clase de teorías en el supermercado metodológico, a cada cual más ingeniosa y reductora de todas las demás. Lo que ya nadie discute es el lugar privilegiado de la moda en el marco de la modernidad, la centralidad simbólica de su estatuto en el mundo de hoy.

Nada más coherente que este desmesurado interés por la moda en un mundo regido por las leyes de lo efímero, de la velocidad y de lo espectacular; narcisista y masificado, desarrollado bajo el signo de la economía del consumo; políticamente urgido de una intensa y mareante circulación de mitos y ritos de cambio y recambio, donde han dejado de regir los valores tradicionales y reinan las apariencias, los simulacros, el espíritu lúdico, las formas, las imágenes, los sonidos, los dioses del show-business, el estrellato, la telegenia ideológica.

La moda no es frívola, ciertamente. Es el mundo contemporáneo el que se ha frivolizado como consecuencia de los grandes cambios provocados por la lógica interna de la industrialización. Aquellos procesos sociales que informaban y estructuraban la vida colectiva a partir de los valores de lo permanente carecen hoy de sentido. Ya no son la tradición o la revolución, la historia o la utopía, los modelos mayúsculos que informan y estructuran lo social. Ya no es el tiempo de las grandes respuestas simples a las grandes preguntas complejas. El modelo es la moda. No las leyes de lo permanente, sino las ilusiones de permanencia: el ciclo de la frivolidad, la economía de lo banal, la política de las apariencias, la ideología del gusto, el culto a la simulación, la sociología de las distinciones personales para encubrir la sociología de las diferencias sociales, el arte de la fuga, los dioses del instante.

La moda, sin embargo, muere de trascendencia, de seriedad, de su propia desmesura simbólica. Ya no hay moda propiamente dicha (moda de temporada, de gusto colectivo compartido durante un periodo más o menos breve; moda de mimetismo popular, de diferenciación social) porque todo se ha convertido en moda. Y también por la multitud y promiscuidad de modas que coexisten caóticamente en el mercado de la modernidad, anulándose unas a otras, y en donde ninguna es heredera de las anteriores, ni siquiera aspira al beneficio histórico de la sucesión. Se lleva lo largo y lo corto, lo ancho y lo estrecho, lo nostálgico y lo vanguardista, lo flamante y lo cochambroso, lo popular y lo sofisticado, lo liso y lo plisado. Se lleva todo. Es decir: no se lleva nada. La moda es el modelo de las sociedades modernas, pero sus leyes ya no rigen los tradicionales escenarios de la frivolidad. La moda ha sido sustituida por la novedad.

Glocal (2003)

Partamos de la base de que todas las cosas que llamamos globales en un principio fueron historias locales, incluso muy provincianas. Desde los McDonald’s hasta los Macintosh, desde Disneylandia hasta la CNN, desde Levi’s hasta Nike, desde los clips de la MTV hasta los chips de la IBM, desde Marlboro hasta Microsoft, desde Hollywood hasta Internet. O para decirlo al estilo antiguo: este famoso y desfronterizado macrocapitalismo mundial que tanto agobia no es más que la última fase expresiva y expansiva de un mercantilismo de maneras muy provincianas.

El principio de la globalización fue un fenómeno rabiosamente local. Los garajes de Steve Jobs y Steven Spielberg, cierto departamento universitario de Pittsburg, el lluvioso Seattle de Bill Gates, la Atlanta de Ted Turner y el doctor Pemberton, inventor de la Coca-Cola, el primer anuncio en un periódico de Dallas del cowboy machista de Marlboro, aquellas 750 hectáreas compradas por George Lucas a finales de los setenta, hacia el norte de San Francisco, para desarrollar una extraña industria basada en los efectos especiales, los chicos de la Madison Avenue, las chicas de Sunset Boulevard, los gays de la calle de Versace.

La prueba es que por ahí fuera, donde verdaderamente deciden y reescriben las posimetrías del siglo, ya nadie pronuncia global y mucho menos local, dicen sencillamente glocal.

Ya sé que este término en un país férreamente controlado por los académicos puntillosos no solo resultará lingüísticamente inaceptable, sino políticamente incorrecto. Entre otras razones porque desde el Siglo de Oro hemos sido incapaces de glocalizar muy pocas cosas. Fuimos excelentes productores y exportadores de globalidad, por no decir los pioneros (el imperio, la religión, la Inquisición), y somos en estos precisos momentos una de las zonas del planeta, o de la tradición indoeuropea, mejor dotada para generar, emitir y amplificar provincialismo, folclorismo, costumbrismo, raíces municipales, regionalismos o nacionalismos del más remoto y extraordinario origen. En esos dos terrenos, como productores de globalidad en el pasado y de localismos en el presente, no tenemos competencia. Es más, en este viejo duelo español de tamaños reside el famoso problema de la España como problema. Es lo que ahora se dirime, a fin de cuentas, en esta trifulca sobre la enseñanza de la historia: si manuales generalistas que narran la gloriosa globalidad de antaño, desde la primera batalla de Covadonga hasta la segunda transición, o microhistorias temáticas y locales no menos dotadas de milagros, seres providenciales, hazañas bélicas, líneas rectas y sentido único. Excepto que la actual polémica historiográfica, tan decimonónica, no sea más que una nueva astucia de la ministra Aguirre para iniciar por todo lo alto las magnas conmemoraciones del centenario del 98.

Fuimos únicos en lo global y somos bastante indiscutibles en lo local. De acuerdo. La pregunta, ahora bien, es otra. ¿Pintamos algo en lo glocal? Que yo sepa, y al margen del Chupa-Chups, el Opus Dei y Almodóvar, no hemos sido capaces de colocar ningún otro producto, persona, cosa, industria, institución, mito o rito en esa nueva escala dominante que, para triunfar, exige la combinación precisa entre lo micro y lo macro, entre el tamaño pequeño y el consumo grande, entre la escala de Liliput y la Brobdingnag. Teníamos muchas esperanzas puestas en nuestra Telefónica y sus famosas megaconcentraciones para acceder a la glocalización, pero al final del proceso privatizador comprobamos que la verdadera, única y obsesiva vocación de nuestro gigante casero es lo local, la política provinciana, esas dudosas aventuras paletas de dimensión micro, un cash-flow al servicio exclusivo y excluyente de la España de don Marcelino Méndez y Pelayo, una telecomunicación de campanario; las matildes exactamente. En cuanto a nuestros bancos, el segundo y por ahora último sector nacional capaz de incurrir en esa nueva escala que rige el planeta, poco que añadir. Nuestros queridos, feroces y sanguinarios bancos han confundido la terminología: en lugar de glocales, se han especializado en lobales. No aumentan su tamaño, ni siquiera lo intentan, pero desde las sucursales del barrio son mundialmente célebres e indiscutibles en el arte de acojonar y asfixiar a las caperucitas locales.

No al cliente personalizado (2003)

Lo que más me gustaba de ser cliente antiguo era el anonimato. Aquella fantástica posibilidad de ser invisible, no dejar huellas y que nunca te llamaran por el nombre cuando comprabas algo, por el nombre que consta en la tarjeta de crédito y con el don por delante. Echo de menos la vieja clandestinidad comercial ahora que el posmoderno contrato de compraventa se ha convertido en tuteo por culpa de la maldita moda de la personalización de las mercancías y del atropello íntimo que te infligen justamente cuando menos ganas tienes de ser reconocido, en el sagrado acto íntimo de consumir. Echo muy de menos ser tratado como masa anónima, como cliente despersonalizado, como comprador del montón de un objeto o un servicio en serie, de aquellos tan genéricos que no estaban hechos a la medida ni costumizados ni específicamente diseñados a tu imagen y semejanza.

Yo empecé a consumir en la era de las masas, cuando comprar era un acto rigurosamente anónimo y masificante, y me estresa mucho este cambio de rumbo, esta invasora moda del capitalismo de ficción, que dice Verdú, hacia la personalización del consumo para halagar el ego del cliente por tontos trucos informáticos con el fin de hacerle creer que es élite y no masa.

Lo que me relajaba en plan zen era justamente lo contrario a la actual tendencia invasora del cliente personalizado. Aquello de entrar y salir de un centro comercial o de un híper de barrio sin llamar la atención y sin dejar huella, frecuentar las farmacias sin recetas ni papeles de la Seguridad Social, sacar billetes de avión sin la ficha de Iberia Plus, elegir tallas por el sistema universal del S, M, L, XL, navegar gratis por Internet todo el santo día sin necesidad de identificación, recibir ofertas comerciales despersonalizadas en mi buzón, en mi teléfono, en mi e-mail. Incluso añoro cuando en los bancos solo era un número rojo al que había que cazar; sin créditos a la medida, sin trato personalizado, sin interactividad individualizada y con las ventanillas de atención al cliente siempre cerradas o simplemente inexistentes.

Había un ancestral acuerdo en la relación patróncliente que se ha ido al carajo y está transformando radicalmente el acto de consumir. Antes yo sabía muy bien quién era el dueño; pero el patrón, en contrapartida, no sabía nada de mí. Ahora es justamente lo contrario. El patrón es rigurosamente clandestino, es una sociedad anónima regida por ejecutivos de quita y pon, pero todos los esfuerzos de la empresa están dedicados a identificar al cliente para ofrecerle productos personalizados y, sobre todo, para fidelizarlo aunque no quiera.

La prueba es que cuando quieres protestar por una compra (personalizada, claro) y dices aquello tan antiguo de «pónganme inmediatamente con el dueño», te ponen con un servicio de atención al cliente que está a mil y pico kilómetros del acto del consumo, y por mucho don Juan que le echen las señoritas del centro de atención telefónica acabas tecleando números del dial para identificar tu problema personal por un método de individualización todavía más limitado que el de S, M, L, XL. Y al final, si es que hay final, te acaban remitiendo a un servicio subcontratado, o subsubcontratado, que también está en otra periferia industrial del quinto pino y de la que tampoco sabes quién es el dueño, pero, eso sí, te llaman todo el tiempo por el nombre de la tarjeta de crédito para halagar tu yo hecho polvo. Lo peor del consumo de estos nuevos productos o servicios personalizados no es que hayan introducido el estrés en lo que hasta no hace mucho era un placer relajante por consumo anónimo e invisible: consumías lo de todo el mundo, como todo el mundo, y a otra cosa, y sin necesidad de ansiolíticos. Lo peor es que la mayor parte de las veces estos artículos personalizados son muy horteras.

Hay que tener muy poca autoestima o estar bajo los efectos del Prozac para tener un subidón de ego simplemente porque en la tienda te llaman con el don por delante, te conceden una hipoteca o un crédito a la medida dentro de las tres o cuatro posibilidades existentes. Individualizar el objeto consiste en elegir un salpicadero de coche, un color de nevera o una carcasa de móvil, recibes un e-mail de felicitación por tu cumpleaños, tus zapatillas Reebok o Adidas están numeradas hasta el infinito, exiges en el supermercado una caprichosa mezcla de café que siempre es peor que la de cualquier marca de masas o te crees que hay tallas individualizadas, que te alejas del sistema S, M, L, XL y del prêt-à-porter simplemente porque el vendedor de los grandes almacenes, muy ceremonioso y centímetro en mano, hace que te toma las medidas.

Malas noticias para los que odiamos las compras personalizadas y el consumo sin clandestinidad ni huellas. No contentos con la identificación del cliente, con la desaparición del dueño y con el simulacro del objeto hecho a medida por burdos trucos informáticos, ahora están sustituyendo el código de barras por un microchip con antena injertado en todos y cada uno de los productos y que facilitará información en tiempo real sobre cualquier compra, de cualquier empresa y en cualquier parte del mundo. El epecé (electronic product code) es algo más que un pacífico código de barras que a la vez facilita la vida a las cajeras y las condena al paro; es la transformación del objeto inanimado en un temible ser vivo que emite señales Internet desde que nace hasta que muere, y desde el momento en que lo metes en el carrito de la compra te tiene siempre identificado, personalizado, localizado y fidelizado. Qué estrés.


Juan Cueto (1942-2019) fundó y dirigió Los Cuadernos del Norte y fue responsable de la implantación de Canal Plus en España y asesor de programación de Tele Pií en Italia, además de director de programas de la división internacional de Canal Plus Francia. Escritor, periodista y comunicólogo, fue pionero de la crítica televisiva en el diario El País y su amplia obra ensayística abarca títulos como Guía secreta de Asturias, Los heterodoxos asturianos, Una conversación con Navascués, Exterior noche, Pasiones catódicas o El siglo de la duda. También escribió guiones cinematográficos y estuvo al frente de varias colecciones editoriales.

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