Llugares

Llugares: Salamanca

La serie 'Llugares' se traslada a la venerable Helmántica de la mano de Miguel Barrero.

SALAMANCA

/por Miguel Barrero/

El episodio es tan conocido que casi da pudor referirse a él. Fray Luis de León ingresó en prisión el 27 de marzo de 1572. Según la versión oficial, fue condenado por su traducción al castellano del Cantar de los cantares, esa gozosa celebración del sexo en el corazón del libro sagrado de los cristianos. Quienes con más ahínco han estudiado su vida y su obra sostienen, en cambio, que la pena que se le impuso tuvo más que ver con la envidia que le tenían los dominicos, orden patrona de la Inquisición, y las guerras soterradas o evidentes que en la Salamanca renacentista mantenían los distintos grupos religiosos que dominaban la Universidad y aireaban sus hábitos y sus desavenencias por unas calles que se consideraban a sí mismas una de las grandes mecas mundiales del saber. El bueno de Fray Luis permaneció encerrado más de cuatro años y medio. Cuando al fin pudo volver a impartir sus clases, comenzó su primera lección de filosofía moral con una frase, «Decíamos ayer…», que ha quedado para los anales por el modo tan sutil con que apelaba a la dignidad desde los márgenes de la ironía.

También esas tres palabras pueden resumir sin mayor problema las esencias de la ciudad que las escuchó en aquel frío invierno de 1576 y las repite desde entonces como uno de sus himnos menos oficiosos y más paradigmáticos. Su otro gran leitmotiv es el célebre latinajo —Quod natura non dat, Salmantica non praestat— que tanto hizo sufrir a los malos estudiantes y hoy se exhibe serigrafiado en camisetas, tazas de café o cualquier clase de objeto susceptible de sacar dinero a los turistas y reforzar la autoestima de una pequeña capital de provincias que vive el hoy como si nada hubiera sucedido desde ayer. En Salamanca, el pasado se conjuga en presente continuo y todo permanece y todo pasa al mismo tiempo, porque siempre que se vuelve a ella da la impresión de que son los rostros, y no las rutinas ni ciertos usos y costumbres de orígenes inciertos, los únicos que se renuevan para someterse sin resistencia ni remedio a las reglas de una cotidianeidad que los supera y los trasciende. Yo me avecindé allí en el otoño de 1998 —recuerdo la soledad repentina de la llegada, un paseo solitario al filo de la medianoche por entre las casuchas desvencijadas del extinto barrio chino, ese silencio premonitorio de las vísperas— y me fui cuando estaba a punto de entrar el verano de 2002 y la ciudad estrenaba su flamante capitalidad cultural. Desde entonces, en cada uno de mis regresos he podido constatar cómo las nuevas generaciones heredan inconscientemente las costumbres de quienes las precedimos, añadiendo un eslabón más a una cadena que quizá se iniciara ya cuando en el siglo XIII las escuelas catedralicias adquirieron su rango universitario y probablemente se prolongue hasta el mismo día en que se termine el mundo. Casi dos décadas después de mi partida, se continúan citando los estudiantes bajo el reloj del Ayuntamiento, se sigue cruzando la Plaza Mayor en diagonal —desde el arco de Azafranal hasta el arco del Corrillo, en uno u otro sentido en función de los horarios lectivos—, se toma con rigurosa puntualidad el vermú del domingo en el Novelty y se mantienen en plena forma las disputas noctámbulas por la plaza de San Justo o los soportales de la Gran Vía. Y sin embargo, es inevitable para quien vuelve el extrañamiento, esa melancólica impresión de ser un convidado de piedra en una fiesta a la que nadie la ha invitado y cuyo desarrollo en absoluto requiere su presencia. Dejó escrito Cervantes que Salamanca enhechiza la voluntad de recuperarla a quienes alguna vez gozaron de la apacibilidad de su vivienda. No se equivocaba el manco ilustre, pero tampoco advirtió de que hay embrujos que no siempre se solventan con un final feliz. Regresar a Salamanca, cuando uno pasó allí los años más productivos de su inevitablemente desperdiciada juventud, sólo desemboca en la constatación de que ella se las arregla sin nosotros mucho mejor de lo que nosotros nos las hemos arreglado sin ella. Ninguna memoria queda allí de nuestros pasos, como apenas recuerda nadie quiénes estaban detrás de los nombres propios que adornan unos cuantos muros venerables, coronados por esos víctores rojizos cuyo fulgor pretendía ser el aval de una gloria que también se reveló perecedera. Hay una coplilla popular que conoce varias versiones y que, en una de sus variantes, dice así: «Salamanca, la blanca,/ ¿quién te mantiene?/ Los estudiantes,/ que van y vienen». Es un planteamiento acertado, porque justamente a la ciudad la mantiene viva ese ir y venir errático, el continuo deambular de gentes que parecen idénticas pero son siempre distintas, como un escenario en el que se representara siempre la misma obra, aunque modificando el reparto a medida que el tiempo va haciendo, con la solvencia acostumbrada, su trabajo.

Se puede, así, acudir al reencuentro con la ciudad, pero es del todo imposible buscarse en Salamanca. Ya no están allí las personas que nos quisieron, hay otros estudiantes durmiendo en las que fueron nuestras habitaciones y los camareros que nos atendían se han jubilado ya o han tenido que traspasar sus negocios. De ahí que cada vez que vuelvo —y lo he hecho pocas veces— renuncie a la tentación de extraviarme en melancolías inservibles y opte por asomarme a los rincones de siempre con la curiosidad de quien se los encuentra por primera vez ante sus ojos. No trato de remedar mis pasos primerizos por el claustro de la Clerecía, ni caigo en la vanidad de pasar por el colegio mayor donde viví para leer mi propio nombre escrito en una de sus vidrieras, ni busco en parques arrebujados entre conventos el arrullo de unas fragancias que no huelen como entonces. Me enfrento a esa ciudad por la que no pasan los siglos como si yo nunca hubiese formado parte del relato de su gran libro de piedra, esa historia portentosa e ininterrumpida en la que las sombras de los que fuimos conviven con los augurios de los que serán y donde el pasado no existe porque se encuentra plenamente incorporado a la naturaleza del presente. Asumo que ya nadie me espera ni me necesita allí, y eso me infunde por un lado un suave aire de tristeza, pero a la vez permite que mis pies recorran más ligeros las calles que un tiempo atrás fueron mías y hoy pertenecen a otros que, a su vez, se verán expulsados de ellas más pronto que tarde. Eso es, al fin y al cabo, Salamanca: una lección que comenzó a impartirse mucho antes de que existiéramos y mantendrá su vigencia cuando ya no formemos parte de este mundo. Ella, que lo sabe, yergue su alto soto de torres indiferente a la vanidad de los mortales, que seguirán llamando a sus puertas para repetir el día de mañana lo que ya decíamos ayer.


Miguel Barrero (Mieres, Asturias, 1980) es periodista y escritor. Su trayectoria literaria comenzó con la publicación de la novela Espejo (premio Asturias Joven de Narrativa; KRK Ediciones, 2005), a la que siguieron La vuelta a casa (KRK Ediciones, 2007), Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner; DVD Ediciones, 2008), La existencia de Dios (Trea, 2012), Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature Fondation Antonio Machado; Trea, 2015) y El rinoceronte y el poeta (Alianza, 2017). También ha publicado los ensayos Las tierras del fin del mundo (Trea, 2016) y La tinta del calamar (Trea, 2016; premio Rodolfo Walsh) y colaborado en diversas obras colectivas, como la antología Náufragos en San Borondón (Baile del Sol, 2012) o Tripulantes (Eclipsados, 2007). Asimismo, fue codirector del documental La estancia vacía (2007). Como periodista ha trabajado y colaborado en diversos medios de comunicación, como La Nueva España, El Comercio, Les Noticies o La Voz de Asturias. Especializado en temas culturales, dirigió la revista cultural El Súmmum y formó parte del equipo que puso en marcha EL CUADERNO, en cuyo consejo de redacción se mantuvo hasta junio de 2012 para regresar en septiembre de 2015. Además, ha colaborado de forma habitual en publicaciones como Jot Down, La Vanguardia, Qué Leer, El Mundo o Culturamas y fue subdirector del diario A Quemarropa de la Semana Negra de Gijón.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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