Elecciones británicas, batalla de memorias
/por Jónatham F. Moriche/
Al alba del 14 de octubre de 1066, en los campos de Hastings, en la costa sureste de Inglaterra, dos grandes ejércitos confrontan. De un lado, el del rey Haroldo II, cuñado de Eduardo el Confesor, cuyo fallecimiento sin descendencia ha abierto la violenta disputa por su sucesión. Del otro, el del duque normando Guillermo el Bastardo, que reclama la corona para sí y ha desembarcado en la isla con sus tropas y la bendición papal. Solo tres semanas antes, al norte del reino, Haroldo ha derrotado en la batalla de Stamford Bridge al ejército de su hermano Tostig, tercer pretendiente al trono, y sus aliados noruegos, pero sus tropas son masacradas en Hastings por la feroz caballería normanda, y él mismo cae en el campo de batalla con un flechazo en el cráneo. Terminan casi seis siglos de dominio anglo-sajón sobre Inglaterra y el Bastardo se convierte en el Conquistador, primer rey normando de Inglaterra, cumpliendo así el sueño profético de su madre Herleva, que estando embarazada de él, soñó que de su vientre surgía un inmenso árbol cuyas raíces atravesaban las aguas del canal y unían sus costas normanda e inglesa.
En otoño de 2014, novecientos cuarenta y ocho años después de la batalla de Hastings, el líder del ultraderechista y eurofóbico Partido por la Independencia del Reino Unido (en sus siglas inglesas, UKIP), Nigel Farage, comparece en varios actos electorales luciendo una corbata que reproduce motivos del celebérrimo Tapiz de Bayeux, un monumental bordado de casi setenta metros de largo, datado a finales de la década de 1070, que recoge en ilustraciones y textos los hechos y personajes de la conquista normanda. La imagen se multiplica en los medios de comunicación y las redes sociales, y el llamativo modelo de corbata se agota inmediatamente, convertido en icono para los defensores de la salida del Reino Unido de la Unión Europea. Si, como explica Siobhan Brownlie en Memory and myths of the Norman conquest (The Boydell Press, 2013), la memoria colectiva de la invasión normanda ha ido transformándose a largo de la historia británica, tendiendo a su normalización dentro del proceso de construcción histórica de la britanicidad, el clima de creciente autoafirmación nacionalista, xenofobia y racismo reaviva su dimensión más traumática. «Permitir la inmigración ilegal sin restricciones a esta tierra ahora arruinada», reza uno de los comentarios que Brownlie recoge de la prensa actual, «es sin duda el mayor error desde 1066». Astuto detector, como otros líderes destropopulistas de Trump a Bolsonaro, Le Pen, Salvini, Abascal, Putin o Modi, de las pasiones más tristes de sus pueblos, golpeados por la crisis económica y la deslegitimación cultural neoliberal, Farage reaviva con su corbata esa memoria profunda para resignificarla como munición viva de su contemporánea batalla contra una presunta nueva invasión normanda de las islas en forma de instituciones comunes europeas y flujos migratorios.
Si la invasión normanda opera como polaridad negativa de la memoria militante del nuevo chovinismo inglés, su polaridad positiva es, por supuesto, el imperio. Un cuarto de las tierras emergidas del planeta y un cuarto de sus habitantes llegaron a estar bajo el dominio imperial británico en su momento álgido, a caballo entre los siglos XIX y XX, y su proverbial hegemonía sobre los océanos se extendió del ocaso del imperio español a la Segunda Guerra Mundial. Muchas de sus posesiones no alcanzarían la independencia hasta las décadas de 1960 y 1970, y aún después seguirían vinculadas a la metrópoli por desventajosos lazos económicos. «Salida británica de la Unión Europea. El imperio contraataca», titula mayestáticamente The Daily Telegraph con la Union Jack de fondo, tras el referendo del 23 de junio de 2016. The Sun, en tipos aún más grandes, sobre un sol refulgente que nace sobre las islas y expulsa de ellas con su brillo a las estrellas de la bandera de la Unión Europea, anuncia: «El día de la independencia. Resurgimiento británico». Se multiplican en el discurso público las alusiones a la anglosfera como nueva comunidad planetaria de referencia de la nación británica liberada del yugo regulatorio de la Unión Europea; el gobierno conservador de Theresa May habla de una nueva Global Britain. «En un futuro próximo», escriben Danny Dorling y Sally Tomlinson en Rule Britannia: Brexit and the end of Empire (Biteback Publishing, 2019), «el referendo sobre la UE será ampliamente reconocido y comprendido como la expresión de los últimos vestigios del imperio abriéndose paso a través de la psique británica». Unos vestigios preservados gracias a una «educación imperial» que pervive hasta el presente en sus escuelas y sus medios de comunicación de masas y perpetúa una visión idealizada de la expansión colonial y su misión civilizatoria, eludiendo o dulcificando sus dimensiones colosales de violencia, tiranía, expolio y racismo.
Nada de todo esto que acontece en el Reino Unido resulta ajeno a los habitantes de muchos otros lugares de Europa y del planeta. El colapso material y simbólico del neoliberalismo tras la Gran Depresión de 2007-2008, agravado por las siniestras expectativas del galopante deterioro ecológico, ha hecho pasar a mucha gente «de depositar las esperanzas generales de mejora en un futuro incierto y poco fiable a depositarlas en un pasado de vago recuerdo, valorado por su presunta estabilidad y fiabilidad […]. El camino hacia el futuro guarda así un asombroso parecido con una senda de corrupción y degeneración. ¿Acaso no podría aprovecharse el camino de vuelta, hacia el pasado, para convertirlo en una ruta de limpieza de todos esos daños cometidos por los futuros que sí se hicieron presentes en algún momento?», escribe Zygmunt Bauman en Retrotopía (Paidós, 2017). Este «idilio retrotópico» entre los habitantes del presente y las visiones idealizadas del pasado no ha sido espontáneo, sino inducido mediante la metódica seducción de la comunicación política. Cuando Nigel Farage luce una corbata con los motivos del Tapiz de Bayeux, Marine Le Pen ofrece sus mítines con una gigantesca Juana de Arco como telón de fondo o Santiago Abascal arranca su campaña electoral en el santuario de Covadonga, y cada uno de esos gestos se multiplica hasta el infinito en el juego de espejos de las redes sociales, los destropopulistas buscan y a menudo consiguen despertar ese deseo retrotópico por una imaginaria prístina grandeza pasada de sus pueblos, que la traición cosmopolita y multicultural a sus valores originarios y esenciales habría desvanecido. Una hacendosa inteligencia retrotópica global, de Stephen Bannon a Alain de Benoist pasando por Niall Ferguson, Alecsander Dugin, Diego Fusaro o Maria Elvira Roca Barea nutre el argumentario de estos movimientos reaccionarios.
La disputa política por la memoria no supone en sí misma ninguna novedad: como escribe el maestro de historiadores Jacques Le Goff en El orden de la memoria (Paidós, 1991), desde siempre «la memoria ha constituido un hito importante en la lucha por el poder conducida por las fuerzas sociales. Apoderarse de la memoria y del olvido es una de las máximas preocupaciones de las clases, de los grupos, de los individuos que han dominado y dominan las sociedades históricas». Cuando nos referimos a los movimientos políticos destropopulistas como anticientíficos o seudocientíficos, suele ser en primera instancia por su posición negacionista del cambio climático y su origen antrópico, pero su anticientifismo o seudocientifismo lo son también frente a las ciencias históricas, sociales y jurídicas modernas, incompatibles en su epistemología exigente, crítica y autocrítica con el tipo de movilización incondicional y fantasiosa de los espíritus que demanda la consecución de la utopía retrotópica. Aunque en destacado primer lugar de sus abominaciones al marxismo cultural están siempre los estudios de género y diversidad sexual, no les molestan menos los estudios históricos que desmenuzan las mitologías fundacionales de sus racial y culturalmente uniformes arcadias nacionales originarias o detallan los espantosos crímenes que pavimentaron su camino hacia el poderío imperial. Pero esos estudios históricos, sus metodologías y hallazgos, difícilmente cuestionables en el exigente ámbito científico, han quedado con demasiada frecuencia confinados en él, sin permear hacia la cultura política mayoritaria a través de unos medios de comunicación de masas espectacularizados y unos sistemas públicos de enseñanza degradados, dejando vacíos en la autocomprensión social que pueden ser fácilmente ocupados por las menos exigentes y más consoladoras fantasías retrotópicas de uniformidad racial o cultural y paraísos comunitarios originarios naufragados en el desorden existencial de la modernidad, al servicio de aquellas facciones del poder económico y político que hoy apuestan por la renacionalización del neoliberalismo y el supremacismo racial como vías de escape a su crisis ecológica, económica y políticamente terminal.
En 1066 no existían ni el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte ni el menor atisbo de britanicidad entre quienes poblaban su actual territorio; los normandos no eran franceses, condición que entonces tampoco existía, sino un pueblo vikingo asentado primero al sur y luego al norte del canal; fue bajo la dinastía normanda que el poder inglés se extendió hacia Gales y hacia Irlanda, y solo un siglo después de la conquista, como reza un célebre párrafo de un cronista de la época, «las naciones están tan mezcladas que difícilmente puede distinguirse quién nació de cuna inglesa y quién de cuna normanda». Y aún antes de aquella invasión normanda, Inglaterra era ya un crisol genético y cultural de tribus autóctonas más o menos romanizadas, gentes llegadas de los cuatro confines del imperio y, con la retirada de Roma, invasores sajones llegados de tierras al norte del Rin. No hay, en síntesis, ninguna pureza racial y cultural anglo-sajona anterior al desembarco del Conquistador a la que retornar. Respecto al imperio, resulta sin duda fascinante en tanto objeto de estudio histórico cómo una isla periférica al curso histórico hasta bien entrado el segundo milenio de la era cristiana terminó gobernando a una cuarta parte de la humanidad y alumbrando el sistema técnico y económico capitalista hoy todavía hegemónico en el planeta, pero difícilmente podremos encontrar muchos rasgos arcádicos en su desarrollo, ni para los pueblos que fueron sometidos a su dominio y periódicamente masacrados en cuantías genocidas, ni para la inmensa mayoría plebeya de los propios ingleses, unos penando su servidumbre en los campos, minas o fábricas de la metrópoli, otros matando y muriendo brutalmente en uno u otro paraje remoto del globo a beneficio de sus clases dirigentes. Y si hay, de hecho, alguna nueva invasión de las islas en marcha, no es la de los migrantes que huyen de la miseria y la violencia, sino la de los fondos de inversión norteamericanos que aguardan con avidez la separación del Reino Unido de la Unión Europea para depredar los últimos restos del Sistema Nacional de Salud y otros bienes colectivos conquistados por las clases plebeyas británicas tras siglos de luchas. Tampoco hay ninguna anglosfera que el Reino Unido pudiera liderar tras salir de la Unión Europea, a la vista del perfectamente cuantificable declive de los vínculos económicos entre los países que hipotéticamente la formarían y sus propios proyectos de desarrollo e inserción en el sistema-mundo. Tal anglosfera no es, al cabo, sino un pomposo seudónimo distractivo de una profundizada subalternidad respecto al proyecto retrotópico de marcados tintes supremacistas de la administración norteamericana de Trump. Los únicos renacimientos victorianos que en realidad experimenta hoy el Reino Unido son la creciente reaparición entre sus clases populares de enfermedades olvidadas como el raquitismo o la escarlatina y la cada vez más cruda reproducción en sus calles de la segregación y violencia contra las poblaciones racializadas que caracterizó la vida social en sus posesiones imperiales. Todo ello es de sobra conocido y comprendido en el ámbito científico de un país que alumbró y sigue alumbrando buena parte de la mejor historiografía y las mejores ciencias sociales del mundo, pero compite en clara desventaja de medios por la simpatía del electorado con el imponente aparato tecnopropagandístico de la tóxica amalgama de destropopulistas, neoconservadores y neoliberales radicalizados de esta nueva derecha a la ofensiva, que hoy representa en las urnas el Partido Conservador de Boris Johnson.
Frente a este ejercicio de mitopoiesis retrotópica a medida de los intereses contrademocráticos de la oligarquía británica, también las fuerzas de la izquierda plebeya, como parte del tan vibrante como accidentado proceso de renovación que arrastra al veterano diputado y activista Jeremy Corbyn al liderazgo del Partido Laborista, recuperan la memoria. Si la Tercera Vía del laborismo neoliberal del infame Tony Blair constituía un radical ejercicio de negación de todo el bagaje de experiencias y saberes militantes del laborismo, la misma persona de Corbyn es su afirmación encarnada: sus padres, militantes de izquierdas, se conocieron en 1936 en un acto de solidaridad con la España republicana, él es un destacado veterano de todas las grandes causas clásicas y modernas de la izquierda británica, del rechazo a las armas nucleares a la defensa de los servicios públicos o la solidaridad internacionalista, discípulo del legendario líder del laborismo radical Tony Benn, y una de las voces protagónicas de la rebelión dentro del partido contra la participación británica, de la mano de los neoconservadores norteamericanos de George W. Bush, en la guerra, colonización y genocidio en Iraq, culminación de la trayectoria traicionera y criminal de Blair y sus acólitos al frente del partido histórico de la clase obrera británica.
Aunque la poesía de la revolución corbynista proviene sobre todo, como sabiamente aconseja el precepto marxiano, del porvenir, de las innovadoras prácticas comunicativas de la plataforma activista Momentum a la influencia de los jóvenes filósofos y tecnólogos aceleracionistas, su expresión ha vuelto a menudo la mirada a la gran tradición radical británica, desde su mismo lema de campaña, «For the many, not the few» («para los muchos, no para unos pocos»), variación de uno de los versos capitales del poema La máscara de la anarquía que Percy Bysshe Shelley escribiera en 1819 tras la Masacre de Peterloo (una veintena de muertos y cientos de heridos tras las cargas a sablazos de la caballería de Su Majestad contra una protesta en reivindicación de representación parlamentaria para las clases populares), al que Corbyn recurre con frecuencia en sus discursos, como hizo en 2017 ante los más de cien mil espectadores del festival de Glastonbury. Y aún más atrás en el tiempo, Corbyn y su movimiento han sido a menudo comparados, ayudando a reflotar su recuerdo en el imaginario colectivo, con los levellers o niveladores, diggers o cavadores y otras ramas de la gran familia radical igualitarista del convulso siglo XVII británico. En 2015, Corbyn sería uno de los oradores en la conmemoración del cuarto centenario del nacimiento del líder e ideólogo leveller John Freeborn Lilburne, al que en alguna ocasión se ha referido como su personaje predilecto de la historia británica. Y durante esta misma campaña, presentando su programa económico a la sombra de la estatua dedicada a Robin Hood en Nottingham, Corbyn lanzaba otro expreso guiño a esa larga duración de las luchas plebeyas británicas, contraponiéndola a la avaricia paupericida de las oligarquías de ayer y de hoy: «Hood estaba en lo cierto y aquí en Nottingham tomamos lección de él. Era amigo de los pobres y deseaba una sociedad mejor. El Partido Laborista está con los muchos, no con unos pocos».
Toda disputa por el poder en el presente es a la vez una disputa de memorias. Tras décadas de omnímoda hegemonía neoliberal, de confinamiento académico, despolitización o puro olvido de la historia, las facciones destropopulistas han encontrado un terreno cultural propicio a sus mistificaciones. Las izquierdas, apenas de vuelta tras un largo periodo de retrocesos y adulteraciones, alejadas de los puestos de mando de los medios de masas y los sistemas educativos, han presentado y presentan una respuesta desigual a este embate ideológico e historiográfico reaccionario. Su propio espíritu crítico, en tanto pioneras y depositarias del espíritu ilustrado y sus exigentes epistemologías, y también las cicatrices y fracturas que en su cuerpo social y simbólico han dejado derrotas y conflictos intestinos, se convierten a menudo en una dificultad añadida para la construcción de una memoria colectiva emancipadora, alternativa tanto a la desmemoria neoliberal como a la memoria oscurantista de los destropopulistas. Aún a pesar de todo ello, el balance en este aspecto del corbynismo es también inequívocamente positivo. Del mismo modo que el ambicioso programa corbynista de justicia fiscal, inversión pública y nacionalizaciones estratégicas ha abierto una brecha histórica en el consenso económico imperante, su recuperación de la memoria plebeya ha desafiado el consenso cultural de nostalgia del imperio y glorificación de sus élites. Aún si estas elecciones no franquean inmediatamente el paso a la izquierda al poder en Gran Bretaña, estos empeños ya nutren y orientan un nuevo sujeto político y cultural emancipador, con cuya enérgica emergencia pocos contaban y que hará muy difícil consumar la degeneración despótica y oscurantista planeada por el destropopulismo retrotópico. Otra vez, como tantas antes, «como leones despertando, en un número invencible», que cantase el divino Shelley en su homenaje a los mártires plebeyos de Peterloo.
Jónatham F. Moriche (Plasencia, 1976), activista y escritor extremeño. Ha publicado textos de análisis político y crítica cultural en medios como El Salto, La Marea, Eldiario, Rebelión o Diario Hoy.
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