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Trump va a desaparecer (a qué llamábamos ‘posmofascismo’)

Víctor Pueyo Zoco desarrolla en profundidad, centrándose en el caso norteamericano, el concepto de 'posmofascismo', acuñado en un alabado artículo anterior («La voz de Vox») escrito al alimón con Ana Fernández-Cebrián.

Trump va a desaparecer (a qué llamábamos POSMOFASCISMO)

/por Víctor Pueyo Zoco/

(Este artículo continúa de algún modo el titulado La voz de Vox o a qué suena el posmofascismo, escrito al alimón entre Víctor Pueyo y Ana Fernández-Cebrián y en el que se acuñaba la expresión posmofascismo para referirse al partido ultraderechista español.)

En el principio fue la posmodernidad. Entiendo que este término puede sonar a muchos obsoleto, como el juguete con el que el niño ya desarrollado no quiere ser visto jugando. Pero tal vez sea la hora de reconocer que nos hemos hecho mayores. Pasados los años salvajes de la posmodernidad, y con sus métodos todavía ocupando las dependencias más lujosas del establishment académico, parecería llegado el momento de hacer un balance de sus efectos a medio plazo. Este ejercicio retrospectivo, de llevarse a cabo con absoluta honestidad, arrojaría conclusiones inquietantes. Mostraría, por ejemplo, que casi todas las demandas que se asociaban a la agenda política de la posmodernidad se han cumplido treinta años después como si fueran parte de una ominosa profecía. Lo que antes se saludaba como un movimiento liberador, ahora se viste como una camisa de fuerza; lo que se aparecía como un desiderátum abstracto, adquiere de repente los contornos de una emboscada.

Hagamos memoria. Si en los años noventa la posmodernidad nos urgía a deconstruir la oposición sujeto-objeto, si nos instaba a cancelar la distancia existente entre el sujeto que observa y el objeto que es observado, ahora el consejo sobra o llega tarde. Todos sabemos lo que es un selfie. Si, en aquellos años, se hablaba con verdadera efusión del descentramiento del sujeto, de la necesidad de subvertir la relación entre centro y periferia de tal manera que todo centro fuera periferia y toda periferia fuera centro, en la actualidad nadie ignora que ese deseo se ha consumado. Llegó la globalización. Y cómo olvidar la obsesión de la posmodernidad por socavar y por revertir la más rebelde de las dicotomías: la dicotomía historia/ficción o, si se prefiere, la dicotomía verdad/discurso. Esta aspiración distaba apenas de una palabra para cumplirse. La palabra es posverdad y su máximo exponente es Donald Trump, el presidente posmoderno que occidente llevaba tres décadas invocando. Seamos justos: ¿de qué podían escandalizarse sus élites intelectuales cuando escuchaban a Rudy Giuliani, abogado y secuaz del presidente, decir que la verdad no es la verdad («truth is not truth») o negar el cambio climático, si un nutrido sector de esa intelligentsia de izquierdas había convenido tiempo atrás en que las proposiciones científicas eran fake news? ¿Por qué sorprende que alguien como María Elvira Roca Barea afirme que el genocidio indígena en América no es un hecho sino un discurso (el discurso de la leyenda negra)? ¿No constituye la profusión de identidades líquidas la quintaesencia de ese discurso de la diferencia que iguala lo repetido y lo diferente? ¿No es el hipster contemporáneo el ejemplo terminal de ese sujeto que nunca es idéntico a sí mismo, que vive en constante estado de fuga («yo no soy un hipster», alega con cara de circunstancias el hipster) con respecto a lo que realmente es? ¿De qué nos podría salvar la posmodernidad ahora mismo, salvo de sí misma?

Naturalmente, no estoy tratando de decir nada nuevo; nada que no nos explicaran ya en su momento Fredric Jameson, David Harvey o Perry Anderson. Por supuesto que el discurso de la posmodernidad era ante todo un síntoma del capitalismo tardío que él mismo había contribuido a realizar (su «lógica cultural», como lo pondría Jameson); por supuesto que la historia de la posmodernidad era la historia de un hecho que había sucedido dos veces, y que lo había hecho, para invertir el dicho marxiano del 18 de brumario, primero como farsa y después como tragedia. Es decir: primero como una gestualidad teórica inocente, desenfadada y un tanto juguetona; luego como coreografía, como rutina y como ley. Pero lo que no quedaba claro era qué tenía que ver esto con la irrupción, en los arcos parlamentarios de las democracias occidentales, de un nuevo sentir político cuyo frugal vocabulario y maneras vitriólicas recordaban a lo que solíamos llamar extrema derecha. Esta es la cuestión que quiero aclarar.

Hay dos narrativas ciertamente respetables y muy verosímiles que tratan de contestarla. La primera podría denominarse teoría del rescoldo: existía, agazapado entre las cenizas de la liberalización, el núcleo candente de un espectro (¡en los dos sentidos de la palabra espectro!) demográfico que nunca se habría asimilado al nuevo orden o que lo habría hecho sólo cosméticamente, en las formas y no en el contenido. El auge del feminismo y del multiculturalismo habría reavivado estas brasas, que en el caso de España se identificarían con un franquismo de viejo cuño y, en el caso de los Estados Unidos de América, con un republicanismo más o menos jansenista sedimentado en el Medio Oeste y en los molletes del Bible belt. La segunda explicación es la teoría del columpio afectivo. Existirían, tanto en España como especialmente en los Estados Unidos, cuadros relativamente desideologizados de clase trabajadora, aunque tendentes al voto progresista, cuyas demandas más básicas (empleo, vivienda, educación) no habrían sido satisfechas por los partidos de corte socialdemócrata o socioliberal en las tres últimas décadas. Estos cuadros, sumidos en el ostracismo y consumidos por una dinámica de derrota moral, habrían bien completado el viraje hacia a un sentimentalismo de derechas fuertemente nostálgico, bien emitido un voto de castigo que podría resultar reversible, pero que probablemente, a tenor de lo que estamos viendo en diferentes encuestas, no lo será. Estos votantes, desafectados y por tanto particularmente sensibles al afecto, se arraciman en torno a diferentes estados-columpio (swing states, estados cuyo voto puede cambiar de un momento a otro) repartidos por la geografía americana; de ahí, en parte también, lo del columpio afectivo.

La primera es una explicación predominantemente política; la segunda es una explicación predominantemente económica. Ambas, me temo, dejan una gran cantidad de cabos sueltos. Ni la primera narrativa explica un hecho tan sencillo como que el 42% de mujeres votaran a un candidato abiertamente misógino (la cifra asciende al 53% entre las mujeres blancas), ni la segunda narrativa consigue esclarecer los motivos de la enorme transversalidad de estos procesos hegemónicos, que interpelan por igual a las clases desmotivadas del cinturón de óxido (51% de los votantes de Ohio), a los cubanos de Florida (54%) y a la comunidad evangélica blanca de los estados del sur (81%).

Una tercera explicación que no está en contradicción con las anteriores y que, de hecho, las incluye, parece brillar por su ausencia. Se trata de la explicación predominantemente ideológica. Las razones de esa ausencia son previsibles: aceptarla exige reconocerle al discurso de Trump (y esto es muy problemático para la izquierda) cierto grado de interioridad con respecto al discurso desde el que se articula su crítica más feroz, que puede caracterizarse a grandes rasgos como el discurso de la izquierda misma. Quizá menos intuitiva que las anteriores, esta teoría es la teoría del mediador evanescente. Autores como el propio Fredric Jameson y Slavoj Žižek la han sustentado en estudios de un alto carácter especulativo. De acuerdo con estos autores, todo estado de cosas en crisis, expuesto a la amenaza latente de su propia disolución, genera una especie de versión negativa de sí mismo que establece una relación de contradicción con respecto a la posibilidad auténtica del cambio y una relación de contrariedad (esto es, de coexistencia conflictiva) con respecto al sistema al que aparenta contestar o al que lleva la contraria. Por ejemplo: en el contexto de la Gran Depresión de 1929, el capitalismo, tocado de muerte, se enfrentaba a la amenaza del socialismo realmente existente, que proponía la inversión del paradigma capitalista: lo que llamaba la dictadura del proletariado. Ante esta inminencia de un cambio real, el capitalismo engendra su propia versión negativa, su propio gemelo malo: el nazismo. A diferencia del socialismo, el nazismo no propone una alteración radical de las relaciones de producción capitalistas, sino su desplazamiento mediante el argumento disuasorio del fetiche o sustitución del todo por la parte (la culpa no es del capitalismo, sino de un cierto tipo específico de agente capitalista: el judío). El problema había sido así refigurado: la contradicción que había que abordar para mirar hacia adelante después de segunda guerra mundial ya no era la contradicción entre el capitalismo desatado y el socialismo soviético, contradicción entre dos auténticos desastres de la que no sabemos lo que habría salido, sino la contradicción entre el capitalismo y el nazismo, de la que sí sabemos lo que salió: el keynesianismo como doctrina de un justo medio; ni poco Estado y mucho mercado (esto generaría desequilibrios que podrían alumbrar de nuevo a un nuevo populismo nazi) ni poco mercado y demasiado estado (esto era el populismo nazi): mejor un compromiso entre ambos que nos permita salvar la situación inicial, ahora purgada de sus impurezas.

La teoría del mediador evanescente postularía que el nazismo habría desempeñado el papel de mediador en una coyuntura de crisis y que habría desaparecido del escenario de posguerra tan pronto como hubiera consumado su misión histórica. Otro ejemplo (uno al que he dedicado bastantes años) podría ser el de la transición del modo de producción feudal al modo de producción capitalista. El feudalismo no evolucionó naturalmente para levantarse una buena mañana capitalista. Primero tuvo que confrontar sus tendencias inherentes de cambio en la forma de las numerosas revueltas antifeudales que sacudieron Europa desde finales del siglo XV y que culminarían con la revuelta de los campesinos alemanes de 1524. El primer mercantilismo, como forma intermedia entre el feudalismo y lo que ahora conocemos como modo de producción capitalista, representaría el papel de mediador evanescente no negando las estructuras feudales, sino estableciendo una síntesis entre el mercado capitalista y la ideología feudal de la sangre que terminaría coagulando en las estructuras políticas del absolutismo.

De esta tesis cabe destacar dos consecuencias, a las que me referiré como efecto 1 y efecto 2: a) que el desfase entre la positividad inicial y su negativo interno (digamos, el capitalismo de preguerra y el nazismo, o entre el último feudalismo y los primeros atisbos de mercantilismo) es un auténtico desfase entre las formas y el significado, lo que conlleva la existencia de una cierta forma vacía que después se puede rellenar de contenido; b) que este negativo interno no cancela la positividad inicial, sino que, por el contrario, universaliza sus valores. Por ejemplo, en el caso de la transición al capitalismo en Europa, pasamos de una soberanía fragmentada caracterizada por una multiplicidad de señores feudales a aquella soberanía cuyo garante es ese señor de señores que es el Rey. O su realidad complementaria: donde antes había siervos que sólo eran siervos por servir a un señor (por trabajar sus tierras, generalmente en régimen de arriendo, además de rendir otros servicios adicionales), ahora germina el mozo de muchos amos en la ciudad y con él la novela picaresca, etcétera. Efecto 1 y efecto 2. Habría que añadir, asimismo, la tendencia del mediador evanescente a anunciar su irrupción bajo premisas que sólo a posteriori pueden considerarse paródicas. Nuevamente, la farsa precede a la tragedia. El bufón de corte de fines del siglo XV es al pícaro del siglo XVI lo que el nipster (cruce indumentario entre nazi y hípster) es al fascioterrorismo apenas media década después. La entrada en escena del nipster (de la que se hacía eco en 2014 un reportaje de la revista Rolling Stone titulado «Heil hipsters») es el esbozo más precoz de lo que llamábamos posmofascismo o fascismo posmoderno.

¿Puede esta teoría explicar la presente coyuntura política en los Estados Unidos? Me temo que sí. Recordemos que Trump empieza a perfilarse como candidato a la presidencia en el momento exacto (pues ya lo había insinuado muchas veces) en el que surge Bernie Sanders, de la misma manera en que el Tea Party no comparece hasta que Barack Obama, que por entonces era visto como una amenaza socialista, no gana los primeros comicios en 2008. Esto es: Trump no emerge con virulencia (corrijo: no reúne o capitaliza la virulencia necesaria para emerger) hasta que no se da este antagonismo mayor entre un mainstream bipartidista y esa otra cosa que llamaba a la puerta con nudillos de acero: la posibilidad real de un cambio. Y esto es así incluso si, como notan algunos, Trump ya hubiera tomado su decisión en la famosa cena de corresponsales de 2011, en la que Obama y el humorista Seth Meyers se mofaban de su programa de televisión y de su cabello. Trump no comparece ahora sí, en serio (farsa/tragedia) hasta que la necesidad de confrontar una verdadera alternativa no toma cuerpo en el llamado socialismo democrático de Sanders. Esto significa que Trump no es, en principio, esa alternativa radical, ese coco salido de una cueva que viene a robarnos las certidumbres de nuestras democracias liberales. Al contrario: Trump constituye una especie de versión grotesca y andariega del establishment del que disiente, que es, nunca mejor dicho a grandes rasgos, esa izquierda posmoderna con la que sus detractores identifican al statu quo demócrata.

Trump, no en vano, proviene de ella. Recordemos que el empresario y estrella pop mantuvo en los años noventa una estrechísima relación con la que fuera su oponente en las elecciones de 2016, Hillary Clinton. Si arañamos un poco el archivo, de hecho, nos toparemos con entrevistas como la que Trump concedió a Jay Leno en pleno prime time televisivo allá por 1999, en la que declaraba su intención de presentar su candidatura a las primarias demócratas con un discurso típicamente de izquierdas: subir la carga impositiva a las fortunas mayores de diez millones de dólares y combatir el racismo institucionalizado. Si Trump representa algo con respecto al Partido Demócrata, no es una oposición frontal a él, sino esa especie de negativo interno que súbitamente revela su esencia más cruda, su poso más amargo. Trump nunca tuvo, en realidad, un discurso político propio, más allá del mero discurso economicista avalado por su actividad como empresario. Siempre habló como esa forma suelta (efecto 1) a la que antes me refería, una imagen catalítica que comunica como imagen incluso antes de arrancar a hablar. Su discurso nunca estuvo vacío en tanto era el vacío. Trump es puro exceso, una especie de idiosincrasia parlante, de actante sin papel o máscara carnavalesca que no esconde una cara detrás. Trump no tiene, en este sentido, pelo: es pelo. Trump es el mediador evanescente.

Despachar alegremente a estas formaciones como fascismo o como populismo fascista entraña, por este motivo, un riesgo considerable. Por supuesto que cierta nostalgia fascista (franquista en el caso de España) ha anidado y seguirá anidando en su discurso, como un reaccionarismo de corte islámico lo había hecho en la Turquía de Erdoğan, o como el fantasma ensoñado de un socialismo de acuarela planea sobre cada uno de los desfiles patrióticos de la Rusia de Putin. Pero su fuerza no reside en la sustancialidad del discurso fascista mismo, que por otro lado ya estaba ahí, dormitando, sino en esa especie de negatividad sin contenido (Trump contradiciéndose a propósito, Trump hablando siempre a la contra) por la cual las formas se disocian de sus contenidos y pueden absorber todo tipo de valencias ideológicas.

Nadie estaría en condiciones de discutir, por ejemplo, que fascismo y nacionalismo son dos nociones inseparables. Y podemos decir sin titubear que el discurso de Trump ha sido en todo momento estratégicamente nacionalista (America first), proteccionista (los aranceles al acero y la guerra comercial con China, affair Huawei de fondo) y antiinmigración (el famoso muro que iba a pagar México). Sin embargo, el discurso de Trump no triunfa por ser nacionalista; triunfa por no ser demócrata. Es decir: por ensayar una especie de rictus, una fisonomía que disocia y enumera, que rechaza y segrega sin devolver los elementos resultantes a un grupo cerrado, sin proponer vínculo comunitario alguno más allá de la negación misma; mucho menos, me atrevería a notar, un vínculo nacional. El otro es extranjero, ecologista, demócrata, latina, judío, lesbiana, urbanita, mujer; tiene un Mac, recicla, es joven, es viejo, es Beyoncé y Bill Gates; toca la guitarra, tiene un coche caro, no tiene coche, es millonario, rastafari, huele bien, vota. No es todas estas cosas por ser demócrata, sino que es demócrata siendo todas estas cosas. La relación que se establece entre todas ellas no es tanto de identidad como de vecindad; no hay tanto representación como una aleatoria y caótica permutación entre los miembros de esa nebulosa que consiste en no ser lo que el otro es.

La fotografía viral de James Alicie y Richard M. Birchfield posando con camisetas en las que se puede leer «I’d rather be a Russian than Democrat» («Prefiero ser ruso que demócrata») confirma lo que ya sabíamos: que haya un significante patriótico capaz de garantizar la sutura de todo este tráfico de sensaciones, de impulsos y de rechazos es lo de menos. En Estados Unidos la palabra patria no hay que ponerla; está siempre ahí de antemano, organizando el marco de lo visible, distribuyendo lugares preasignados (rojo es republicano y elefante; azul es demócrata y asno; blanco es los dos), tanto si hablamos del plató de un debate presidencial como si nos referimos a las camisetas de Alicie y Birchfield. El todo es la suma de estas partes y todos los eslóganes, demócratas y republicanos, son patrióticos por defecto. Decir que una campaña electoral triunfa por su apelación al nacionalismo en los Estados Unidos es como decir que un spot de Coca-Cola basa su éxito en afirmar que la Coca-Cola es dulce. Más allá de la presencia transversal de la forma patria y de su coincidencia con la forma Estado, lo que hace carburar este fenómeno es una ausencia y una reacción: la reacción contra un establishment del que, en el fondo, depende para seguir existiendo. Negar: no demócrata.

Por eso lo afirma de otra manera. Aquí se sitúa esa segunda consecuencia que llamaba efecto 2: el mediador evanescente, decía arriba, no repudia totalmente los principios del orden que niega, sino que los universaliza. Cuando el progresismo habla de violencia machista, el pensamiento antiprogresista sólo elude condenarla ampliando su marco de referencia y lamentando «todas las violencias domésticas»: la violencia contra mujeres, niños, ancianos (¿perros?, ¿gatos?). Lo vocifera Vox a menudo y lo escenificó Trump el 15 de septiembre de 2019, coqueteando con los hombres que asistían a su rally en Nuevo México para sugerir que ellos también deberían secundar #MeToo y denunciarle. Algo parecido sucede en otra provincia de la diferencia, la de la raza. Cuando el homicidio de varios afroamericanos (Trayvon Martin, Michael Brown, Eric Garner) a manos de agentes de policía blancos detonó el hashtag #BlackLivesMatter entre 2013 y 2014, los lobbies ultraconservadores no sólo replicaron este enunciado invirtiendo su signo (con el #BlueLivesMatter que reinvindicaba la vida de los agentes muertos en redadas), sino que, sobre todo, abrazaron otro que venía a generalizar el primero (#AllLivesMatter, «todas las vidas importan»), pues la única manera de negarlo parecía ser, paradójicamente, prolongar su alcance. En la península hemos visto estos días cómo Teruel Existe se transformaba, en las protestas convocadas por Hazte Oír, en España Existe… Nada que deba sorprendernos. ¿No se explicaba el auge del nuevo supremacismo blanco precisamente de la misma manera? ¿No era el resultado de mimetizar las políticas de la identidad del progresismo ampliando la cuota de diferencia de las minorías para englobar a las mayorías blancas en los Estados Unidos? El nuevo racismo en los Estados Unidos funciona exactamente así. El racista no se ve a sí mismo como representante de una mayoría tradicional hostigada por minorías invasoras, sino como el sujeto marginado que ya vive en una situación de desventaja entre las mayorías sociales del progresismo. Atrincherado en las palabras que los demás usan para denigrarlo (redneck, white thrash o deplorable, como Hillary Clinton lo bautizó una vez), manotea en el aire preguntándose por qué nadie le ha invitado a la fiesta de la identidad. Y, ni corto ni perezoso, se apunta a ella. Lo hace empuñando el relato de una víctima que poco tiene que ver con el relato al uso de la derecha, siempre dispuesto a la justificación del victimario, a la santificación del ganador o al panegírico de su presunta superioridad (racial, intelectual o moral). Este sujeto, por el contrario, es frágil, menesteroso, consciente de su llamativa fealdad. Observa que los otros son unos ofendiditos (en inglés la palabra equivalente es snowflake, «copo de nieve»), pero esta observación no es tanto una observación como una queja. Porque el fascismo posmoderno, claro está, respira a través de la queja, objeto como es de una ofensa bíblica que nadie, ni siquiera él, puede comprender. Sistemáticamente adopta la posición del débil y, al hacerlo, se fustiga, se victimiza (esa lágrima tatuada en el rostro del presidiario), se racializa. Incluso podríamos decir que se feminiza. Su expresión más nítida es Milo Yiannopoulos, famoso editor de la web ultraconservadora Breibart News y plumífero oficioso de la corriente conocida como alt-lite, una variante ligera, como su propio nombre indica, de la alt-right o derecha alternativa.

En su Dangerous Faggot Tour («Gira del Maricón Peligroso») de 2016, Milo desfilaba por los auditorios de la América conservadora caracterizado como la drag queen Ivana Wall. Brazos embutidos en guantes de vedette, boa de plumas y peluca de encaje frontal acompañaban un espectáculo en el que Milo ensayaba soflamas racistas y afinaba el himno nacional ante un público acaso homófobo, pero sin duda entregado. Con Milo se cierra el círculo y nace la nueva diferencia. Milo no se está riendo de los maricones; Milo es (son sus palabras) un maricón. En su búsqueda por salvaguardar la verdad de todo lo que escapa a la dictadura de lo políticamente correcto, la extrema derecha emprendía el viaje de vuelta a la estética del enemigo hasta fundirse con ella. En ese sentido es extrema. Milo, por lo demás, seguía un camino asfaltado por otros. La mencionada derecha alternativa estadounidense adoptó tempranamente el acrónimo WEIRD («rarito») para subrayar su carácter alternativo con respecto a una derecha convencional. Sus siglas significan «Western, Educated, Industrialized, Rich, Democratic» («Occidental, Educado, Industrializado, Rico, Demócrata»). Se confirmaba la obviedad: la derecha posmoderna no era otra cosa (tal vez nunca había sido otra cosa) que un efecto de las políticas de la identidad a las que dirige constantemente su encono. Esta es la más deliciosa contradicción del fascismo posmoderno. Sus partidarios aborrecen el régimen de lo políticamente correcto y sus lógicas de la diferencia, pero dependen totalmente de su mirada cenital para existir. Si se desmoronara, el proyecto que abanderan (valga el doble sentido de la palabra abanderar) se derrumbaría también como un castillo de naipes.

¿Qué hacer? Por supuesto que no podemos menospreciar este nuevo fascismo cuando está hablando de separar familias o de cerrar el grifo de las ayudas a la violencia machista. Pero es igualmente arriesgado regalarle una permanente tribuna de actualidad. Hacerlo equivale a ponerle un chalé en el único solar en el que queda algo por construir: el futuro. Nos condena a ratificar un antagonismo que oculta y al mismo tiempo perpetúa el orden existente; que le otorga, incluso, un cierto papel mesiánico: el capitalismo liberal vendrá a salvarnos de esta hecatombe populista. Tampoco insistir en la dialéctica amigo-enemigo resulta efectivo. Nosotros y ellos: ahí el fascismo se siente más cómodo que un gato en una caja de cartón. Creo, sin embargo, que hay cosas mejores que hacer con el fascismo que negarlo o que afirmarlo. Poco a poco, y a medida que las élites liberales estadounidenses comprenden que su elitismo ha contribuido a cebar al monstruo de la nueva diferencia («nunca debimos llamarlos deplorables», etcétera), se impone la tesis igualmente liberal de que hay que aprender a escuchar a los votantes de Trump; de que hay que ser más tolerante, entender sus verdaderos motivos, simpatizar con sus miserias, etcétera. Pero es el votante de Trump el que escucha horrorizado, porque no quiere que los liberales (the libs, en su jerga) condesciendan a escucharle. Quizá porque no tiene nada más que decir, quizá porque lo único que quiere es que aquellos que están dispuestos a escuchar —especialmente aquellos que están dispuestos a escuchar— desaparezcan para siempre. Por eso el peor favor que podemos hacerle a la nueva diferencia es cumplir sus deseos, es decir, hacer sus deseos realidad para que advierta por fin que, en realidad, no desea nada. Debemos, acaso, desnudarla, exponer su vacío constitutivo. Naturalmente, esto no es sencillo. No podemos hacer desaparecer a todos los mexicanos para que el fascismo se dé cuenta de que no quiere un mundo sin mexicanos. No podemos hacer desaparecer a todos los homosexuales para que el fascismo comprenda, como sin duda comprendería, que tampoco esto le hace feliz. Lo único que podemos hacer es esfumarnos. Esfumarnos significa renunciar a posicionarnos, incluso renunciar a que el fascismo posmoderno nos posicione (en Estados Unidos, esa telenovela en la que la mitad de los protagonistas ya están muertos, ya hay fascistas y grupos denominados antifa que bailan a su son…). Tal vez haya que dejar de ser el muñeco de paja que la nueva diferencia requiere para sobrevivir. Soy relativamente pesimista con respecto a la capacidad de la izquierda de abandonar su zona de confort, pero creo que es posible prescindir de las políticas de la identidad sin sacrificar la identidad de lo político. ¿Es la izquierda ahora mismo el nombre de una devoción incondicional por aquellas políticas que maximizan el bienestar de las mayorías, o el conjunto de hábitos, gestos e inercias que permiten identificar esta devoción como propia, profesar esta devoción como devoción por uno mismo?

Mientras escribo esto, me sorprende, de improviso, el anuncio de una conocida marca de cerveza. Después de una burda y previsible salmodia a propósito de cómo la marca se resiste a la estandarización de su producto, una joven cierra el anuncio con la siguiente frase: «no vamos a cambiar el mundo, pero el mundo tampoco nos va a cambiar a nosotros». Me pregunto hasta qué punto esta frase no contesta a la anterior pregunta. Las reacciones al anuncio en una conocida web no podrían ser más negativas. Todo el mundo le ve el cartón: el oportunismo del mensaje revolucionario, la estratégica diversidad étnica y racial, la obligatoriedad del vello facial, la explotación de los imaginarios juveniles de clase media… Los conservadores tienen razón en algo: después de la guerra fría, la derecha ganó la batalla económica y la izquierda ganó la batalla cultural. El neoliberalismo se define como el cuidadoso equilibrio que se establece entre estos dos términos aparentemente antagónicos. El espectador medio americano, por su parte, percibe este desfase como falso, como hipócrita o como artificial y trata de restituir una simetría (valores de derechas que corresponden a una economía real de derechas) en la que cifra una añorada autenticidad. Si la izquierda quiere encarar con rigor esta situación, tendrá que confrontar también el carácter hegemónico de su propia consistencia imaginaria como izquierda. Tendrá que hacerlo o seguir asistiendo al avance imparable de su némesis obscena, de su reflejo especular y su consorte secreto. Al fin y al cabo, Trump va a desaparecer. Puede hacerlo de varias maneras. Agotada la vía del proceso de destitución puesto en marcha por los demócratas (que de todos modos era inviable con mayoría republicana en el Senado), puede ser derrotado por un rival progresista en las elecciones generales (difícil, aunque no imposible); puede cumplir por segunda vez consecutiva su misión histórica y facilitar la elección de un candidato de centro-derecha en las primarias demócratas, impidiendo que Sanders o Warren puedan disputarle la presidencia. Biden, Bloomberg, Buttigieg ya están fuera. Da igual. Todos son la cara B de la cara B de un disco rayado. Trump tendrá que desaparecer incluso si gana las elecciones, porque sus políticas proteccionistas y migratorias (ya lo estamos viendo) chocarán con la máquina económica del neoliberalismo, que aplicará sus ajustes y correcciones, que las pondrá en su sitio. La cuestión no es qué pasa con Trump; la cuestión es qué pasa después de él y qué pasa contigo, porque Trump va a desaparecer. Pero tú no.


Víctor Pueyo Zoco es doctor por la Universidad de Stony Brook (NY) y profesor titular en Temple University en Filadelfia. Es autor de los libros Cuerpos plegables: anatomías de la excepción en España y en América Latina (siglos XVI-XVIII) (Woodbridge: Tamesis, 2016) y Góngora: hacia una poética histórica (Barcelona: Ediciones de Intervención Cultural, 2013). Su tercer libro, The Literature of the Commons, se centra en el estudio de los imaginarios comunitarios y las experiencias colectivas desde la España feudal hasta la España capitalista temprana.

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