/por Jorge Praga/
Según relata el crítico y realizador Ado Kyrou en el libro que dedicó a Luis Buñuel, el cineasta impartió una conferencia en la universidad de México en 1953 en la que trazó las líneas ideológicas que debían orientar el trabajo cinematográfico. Utilizó para ello un párrafo de una carta que Friedrich Engels dirigió a la novelista Minna Kautsky en 1885, en la que el pensador alemán describía la misión y el deber del novelista comprometido con los conflictos sociales. Le bastó a Buñuel trastocar un quehacer artístico por otro para enhebrar el siguiente párrafo: «El cineasta habrá cumplido su tarea cuando, a través de una pintura fiel de las relaciones sociales auténticas, destruya la representación convencional de la naturaleza de tales relaciones y quebrante el optimismo del mundo burgués; obligando al espectador a dudar de la perennidad del orden existente, aunque él mismo no nos proponga directamente una conclusión e incluso si no toma partido de forma manifiesta».
Para ese necesario análisis que Engels prescribe al arte que cumple con su tarea, que en su enfoque no es otra que la denuncia de las convenciones burguesas y el consecuente quebranto de su optimismo y perennidad, es preciso poner ante el lector-espectador ese mundo burgués; capturarlo y depositarlo en la página, en la pantalla, en el portaobjetos del microscopio artístico a la manera del entomólogo que inspecciona insectos, esa variante observadora de la ciencia que tanto interesaba a Buñuel. Capturarlo y encerrarlo en el laboratorio del plató. En las conversaciones que mantuvo con Max Aub, preparatorias de una novela que el escritor nunca llegó a culminar, Buñuel manifestaba: «A mí los grandes horizontes, el mar, el desierto, me vuelven loco. No sé qué hacer. Siempre me las arreglo para encerrar a mis personajes en un cuarto, en una finca, en algún sitio donde los pueda vigilar, tener a mano». En ese diálogo Max Aub extendía a toda la cultura patria la tendencia al confinamiento: «La literatura española es también una literatura de encerrados. Una escritura de conventos. Hasta la picaresca es un rosario de encierros. No hay paisajistas españoles. Solo los de finales del siglo XIX, los que anuncian el 98». Para someter a sus personajes al enclaustramiento, Buñuel se apoya en recuerdos de niñez, en epidemias que atemorizaban a la sociedad: «Eso del cólera… He leído muchas novelas. Una de Thomas Mann. Quisiera que estallara la epidemia y la gente no pudiera salir de casa». Cuando Luis Buñuel tenía 11 años, a finales de agosto de 1911, surgió la epidemia de cólera en El Vendrell, una localidad de Tarragona en la que en quince días hubo 600 infectados y cerca de 100 muertos. Los vecinos huían del pueblo, extendiendo la enfermedad por los alrededores. Por miedo a su propagación a Calanda, donde la familia Buñuel pasaba el verano, el padre alquiló un piso en Vitoria. «En Vitoria nunca entró el cólera», afirmaba misteriosamente Buñuel, que finalmente no llegó a trasladarse con su familia por la contención de la epidemia. Pero algo se alojó en su cabeza que iría fluyendo hacia su cine: «Pasó el temor y nos quedamos en Zaragoza; pero, de todos modos, siempre me quedó fija esa idea del cólera».
Por toda su filmografía serpentea la camisa de fuerza que llevan encima sus personajes, sus situaciones: el tipo que no puede avanzar porque se ve obligado a tirar de unos pianos cargados con dos hermanos de la Salle y unos burros muertos en Un perro andaluz, la cripta que encierra a los amantes de Abismos de pasión, la cena que nunca arranca en El discreto encanto de la burguesía… En Nazarín reaparece la epidemia de su infancia en un pueblo al que llega el padre Nazario con sus discípulas. Pero el confinamiento va más allá de la difícil supervivencia de los enfermos a los que abnegadamente atiende el cura. Lo que palpita y sobrecoge es la claustrofobia interior producida por el fracaso de la bondad, de la misericordia que practica el protagonista. Nazario está encerrado en la paradoja de que sus buenas intenciones, la caridad en la que proyecta sus ideales cristianos, se vuelven contra él y contra todos tras producir situaciones conflictivas. De nada sirve su desprendimiento, el olvido de sus necesidades, su generosidad, su mansedumbre. Las envidias, los odios, los enfrentamientos, se avivan con sus actos. Los problemas le cercan, las dudas le llenan el rostro de angustia. Ni siquiera percibe la declaración de amor de Ujo a Andara, el enano regalándole una manzana a la prostituta en uno de los momentos cimeros del amor bañando la pantalla: «Yo te estimo, Andara». Quién puede olvidarlo. El terrible plano final es la síntesis de ese encierro de un hombre apresado entre contradicciones que no puede explicar, mientras los tambores de Calanda mortifican el aire.
Si en Nazarín, como luego en Viridiana, son las ideas cristianas las que el cineasta somete a la crítica prometida desde su cita de Engels, es en El ángel exterminador donde consigue ese aislamiento de la burguesía necesario para su disección. Unos años antes del estreno de 1962, Buñuel había escrito con Luis Alcoriza un cinedrama titulado Los náufragos de la calle de la Providencia. Una charla casual con José Bergamín, en la que este le habló de un proyecto teatral cuyo título podría ser El ángel exterminador, empujó a Buñuel a cogerlo para su antiguo guion. Estaba en la Biblia, no era de nadie, le confesó Bergamín. Efectivamente, en el Apocalipsis aparece ese ángel exterminador, el quinto ángel, el que abre el pozo del abismo del que saldrá una plaga de langostas que «llevan en la cabeza una especie de corona dorada», y aguijones con «la ponzoña para dañar a los hombres durante cinco meses». Casualidades o profecías enredadas en nuestra actualidad vírica que el Apocalipsis, ese texto oscurísimo, sugiere. Al final del párrafo se compone el título deseado: «Están a las órdenes de un rey, el ángel del abismo; en hebreo, su nombre es Abaddón; en griego, Apolíon, el exterminador». Y se deja sorprender otra apropiación, la de Ernesto Sábato para su novela Abaddón el exterminador.
El ángel exterminador construye el escenario perfecto para ese aislamiento forzoso de la alta burguesía que haga aflorar sus mezquindades y ruindades, y la duda sobre la perennidad del orden existente que prometía Engels. Sin necesidad de ninguna pandemia, aunque en la casa donde el grupo queda misteriosamente enclaustrado las autoridades colocan la bandera amarilla de la infección. Es inútil elucubrar sobre las razones que impiden a los selectos invitados abandonar la habitación donde se reúnen tras la cena, tan desconocidas como las de quienes les intentan en vano socorrer desde la calle. Están allí para ser sometidos a disección en el largo encierro, separados de los sirvientes que se largan al comienzo y solo asistidos por el mayordomo esquirol, que no puede frenar la espiral de degradación y muerte que envuelve a todos. Buñuel nos muestra a esos ricos en la incomodidad de sus ropas de gala, en su incapacidad para respetarse y sobrevivir, en su vuelta a la caverna donde matan y devoran las caprichosas mascotas de la mansión, un pequeño rebaño de ovejas. Y de paso Buñuel les retuerce un poco más entre los vericuetos de su ilógica narrativa, de su estilo siempre aromatizado por el surrealismo: las repeticiones de situaciones y diálogos; la mano sin cuerpo que viaja libre y amenazadora; el deseo que funde y confunde Eros con Tánatos; los diálogos llenos de perlas y tesoros; esa mujer que hace prometer a su marido que si salen de allí viajarán a Lourdes y él le comprará «una virgen lavable de caucho». La liberación será tan inexplicable como el encierro: un alineamiento casual de todos en una escena cuya repetición, ahora sí, sirve para retornar la reunión a un punto del comienzo, cuando nada había sucedido. Un prodigio de la combinatoria de átomos y circunstancias que evoca, a partes iguales, la lectura del eterno retorno nietzscheano por Borges, y las sorpresas matemáticas de los miembros más extremos de Oulipo, el taller literario de Perec y Queneau, entre otros muchos.
El ángel exterminador es una hoguera que arde sin cesar, el tiempo no la atenúa. Es, por el contrario, su gasolina. En estos días de confinamiento de los espectadores, y de los lectores, y de todos, el fuego enciende sugerencias y paralelismos. La bandera amarilla del contagio se ha elevado sobre el planeta. Quién será el demiurgo artístico que nos ha encerrado en nuestras casas, que nos exige y observa en una dramaturgia de larga duración y guion desconocido. Qué orden social o económico se criticará, qué se dirá de sus convenciones, de su egoísta optimismo, de su falsa perennidad, según pedía Engels. Qué fácilmente se tambalean certezas mantenidas durante siglos. De repente los animales salvajes se pasean por las calles de las ciudades, como el oso y las ovejas buñuelescas rondaban el salón de la mansión. Solo nos queda esperar la solución de un alineamiento misterioso de circunstancias que produzcan una inmunidad, una vacuna, algo que nos devuelva a nuestro estado anterior, a la escena que habíamos interrumpido el último día de la normalidad. Salir todos a la vez por la puerta como los ricos de la película, creyendo ganada la batalla, vencido el castigo. Los náufragos de la calle de la Providencia lo conseguían, se subían de nuevo a sus pedestales, y se metían en un Te Deum de acción de gracias en la Catedral para exhibir de nuevo su vacuo poder desde la primera fila de la ceremonia. Y sabemos, al menos, lo que Buñuel les propinó: una segunda ola de encierro, la definitiva, la que les destruirá definitivamente.
[EN PORTADA] Fotograma de El ángel exterminador.

Jorge Praga Terente (Sama de Langreo [Asturias], 1952) es matemático de profesión y crítico de cine. Como escritor ha publicado los libros Biografías del tiempo (1999) y Cartas desde Omedines (2017), y participado en libros colectivos de orientación predominantemente cinematográfica. Sus colaboraciones en prensa y revistas culturales son muy numerosas. En la actualidad publica regularmente en el suplemento cultural de El Norte de Castilla, La Sombra del Ciprés. También imparte seminarios en el Curso de Cinematografía que organiza la Cátedra de Cine de la Universidad de Valladolid.
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