La nueva normalidad: ancianos y niños

Pedro Luis Menéndez escribe sobre cómo las medidas tomadas para atajar la pandemia y la crisis económica subsecuente no toman en consideración las necesidades especiales de los miembros más jóvenes y más provectos de la sociedad.

/ De rerum natura / Pedro Luis Menéndez /

Escribo estas líneas el mismo día en que comienza el período de luto oficial por los fallecidos a causa del coronavirus y por sus familias, decretado por el Gobierno, y que apenas será observado más que en gestos tan pequeños (banderas a media asta, minutos de silencio y cosas así), que no tendrán apenas trascendencia. Mientras tanto, nos apabullan con anuncios por doquier de la nueva normalidad, que consiste básicamente en «consuma usted cuanto pueda». La prensa de ayer aunaba en sus páginas el dato de la bajada de pensionistas (y el ahorro que para la Seguridad Social supone) con proclamas de apoyo masivo al sector hostelero, aliñadas por algunas declaraciones de responsables del propio sector que quieren más: más mesas, más clientes, más ventajas.

El mundo no sólo no cambia, sino que intenta reforzar todo cuanto le hizo entrar en la misma crisis de la que pretende salir, con los mismos modos y maneras, en una espiral absurda de la propia contradicción. Hace poco más de un mes, comentaba en otro artículo sobre lenguaje y comunicación política cómo «el mundo adulto discrimina constantemente en el uso del lenguaje a todos aquellos que no utilicen el registro estandarizado del propio mundo adulto, y en especial a niños y ancianos. La razón es evidente: no pertenecen al sector productivo, así que se quedan fuera de la comprensión de los mensajes que este sector emite». Y en esas seguimos.

Por una parte, el mundo infantil y la apertura o no de escuelas, los cuándos, las condiciones, los planes de seguridad y un largo etcétera logístico llenan las páginas de opiniones de familias, sindicatos, partidos políticos y organizaciones de todo pelaje. Obviamente, a los únicos a quienes no se consulta es a los propios niños, esos seres menores en casi todos sus aspectos, salvo en el del consumo, por supuesto. Y una vez más la escuela como tapadera de otros problemas sociales que no interesa afrontar: falta de conciencia social y empresarial sobre conciliación, que afecta sobre todo a las mujeres, que lo tape la escuela; sueldos de miseria o trabajo casi esclavo que no permite que las familias puedan proporcionar a sus hijos una comida digna, que lo tape la escuela. Pongamos parches y vendas pequeñitas a heridas de una magnitud que no queremos ver, porque ver traería como consecuencia mirar, y esa mirada en algunos casos también se traduciría en tomar decisiones y cambiar.

Mientras esto ocurre, el mundo educativo se tambalea y empieza a dudar hasta de sus funciones. La crisis de la escuela es tan evidente que, para solucionarla, le vamos a meter más parches aún: leyes educativas, disposiciones legales de todo tipo, burocracia administrativa que como buena burocracia se alimenta de sí misma. Y como guinda del pastel, el préstamo, donación o regalo de equipos informáticos y conexiones a Internet para disminuir la brecha digital. Otro parche más. Como nos gusta utilizar formas de expresión que en realidad no hacen sino distorsionar una comprensión efectiva del mensaje, al igual que los responsables sanitarios hablan de la necesidad de distancia social cuando quieren decir distancia física, en el mundo educativo hablamos de brecha digital cuando queremos decir brecha intelectual. Que la brecha intelectual se produce por razones socioeconómicas, no se preocupe usted, le regalamos un ordenador. Una tirita, o mejor en estos tiempos, una mascarilla para su cáncer.

Por otra parte, encontramos la desolación trágica en la vida y la muerte de muchos ancianos. Los medios recogían hace una semana cómo «los bomberos de la ciudad de Madrid rescataron 62 cuerpos sin vida de ancianos fallecidos en sus domicilios» en medio del confinamiento. Una sociedad que no sabe qué hacer con estos ancianos salvo, por supuesto, en su faceta de consumidores y de viajeros (también escribí sobre ello en estas mismas páginas) y que tiende a tratarlos con una condescendencia dañina, cuando no con desprecio. Otro asunto en que la conciliación laboral resulta muy complicada para las familias, muy en especial cuando se trata de personas con altos grados de dependencia, lo que produce su ingreso en todo tipo de residencias públicas o privadas, situación también condicionada por circunstancias sociales o económicas. Mientras tanto, nos hemos dotado de una ley de Dependencia que no acaba de implantarse en la realidad, porque no hay ni deseo ni conciencia política. En otras palabras, los dineros van para otras cosas.

Así también, entre las paradojas de la nueva normalidad encontramos ideas prácticas como las cartas de bares y restaurantes a través de códigos QR o el acceso a las playas con cita previa generada por una aplicación informática. Como consecuencia, gran parte de los ancianos se quedan fuera también de esto. Un ejemplo más de la moral productiva que sólo se mira a sí misma y que soluciona con parches las grietas del sistema. No se me ocurre afirmar que no sean necesarios esos parches, siempre y cuando tengamos en cuenta que eso es lo que son: parches (como lo era o lo es el ropero parroquial). Por supuesto que ayudan a cubrir carencias de la gente, pero no transforman su vida, porque eso requeriría una transformación radical del sistema, y no parece que estemos por la labor (por desgracia, más bien estamos por la labor contraria).

En definitiva, ningún sistema establecido tiende a hacerse el harakiri, si acaso lo que se puede producir es una muerte lenta hasta su desaparición, habida cuenta de que los grandes cambios en las civilizaciones no siempre fueron observados por quienes los estaban viviendo, al menos por la mayoría. Y usted y yo en la espiral.

[EN PORTADA: Retrato de anciano con niño, de Domenico Ghirlandaio (c. 1490)]


Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016), la novela Más allá hay dragones (2016), y el libro de prosas cortas Postales desde el balcón (2018). Recientemente ha dado a la luz en Trea el libro de poemas La vida menguante (2019). Desde 2017 mantiene una sección semanal sobre poesía y cuentos en el programa La buena tarde de la Radio del Principado de Asturias.

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