Poéticas

Como nieve que cae

Álvaro Valverde reseña 'Primavera, año cero', de José Mateos, un poemario de palabras justas, empeñado en conversar con el lector en voz baja, con naturalidad y sin aspavientos, verdadero y hasta alegre, bondadoso y compasivo también, con sus gotas de melancolía, pero esperanzador al cabo.

/ una reseña de Álvaro Valverde /

Tenía noticias de la nueva Colección Poesía de la editorial leridana Milenio, dirigida por los poetas Àngels Marzo y Josep R. Rodríguez, pero no había tenido en las manos ninguno de los tres libros publicados hasta ahora, de Vicente Gallego, Yolanda Castaño (su antología Un cobertizo lleno de significados sospechosos, prologada por Zagajewski, se ha alzado en su tierra gallega con el premio Estandarte al mejor libro de poesía de 2020) y José Mateos

El gaditano de Jerez de la Frontera (1963), pintor, editor (de Libros Canto y Cuento), ensayista (Soliloquios y adivinanzas, La Razón y otras dudasSilencios escogidosUn mundo en miniaturaEl ojo que escuchaTratado del no sé qué), narrador (Historias de un dios menguante y Un año en la otra vida), autor teatral (Proyecto Amniótica) y, ante todo, poeta (Días en claro, Canciones, La niebla, Cantos de vida y vuelta, Otras canciones, Un sí menor, así como de lasrecopilaciones Reunión Poesía esencial), publica en ese recién estrenado catálogo Primavera, año cero, un volumen muy bien editado donde reúne treinta poemas breves (que respiran muy bien entre los espacios en blanco que propicia su amplio formato) a los que cabe sumar dos más, a modo de prólogo y epílogo, respectivamente. 

Ya habíamos tenido ocasión de leer solventes libros escritos durante el confinamiento, ese triste encierro al que estuvimos sometidos durante meses por culpa de la pandemia de la covi19. Diarios en prosa con una sustancial carga reflexiva como La vida en suspenso (Fórcola), de Jordi Doce, o más ligeros como Primavera extremeña (Alfaguara), de Julio Llamazares. En poesía, más allá de algunas recopilaciones antológicas (A poema abierto, por ejemplo, un proyecto coordinado por Amalia Iglesias para la Universidad de Salamanca), no sabía de la existencia de ningún libro concebido y escrito en esas penosas circunstancias. El de Mateos lo es. Pero cuidado: ya lo advierte desde los dos primeros versos: «Olvida las palabras/ que tú ya sabes». Esto es, para nombrar esa nueva realidad no sirven las viejas, gastadas palabras («melancolía, sombra/ poema, cárcel»): «A la tierra hoy desciende/ otro lenguaje». Y sigue: «Un idioma distinto/ para ignorantes». «Un idioma que es pobre/ y es tan suave// que parece, en la noche,/ nieve que cae».

Y porque de lenguaje hablamos, la sencillez y la claridad son las cualidades de éste, empeñado en conversar con el lector en voz baja, con naturalidad y sin aspavientos. Con las palabras justas. Desde el misterio. Por otra parte, quienes leemos a Mateos sabemos que la queja y la pena no son lo suyo. Podíamos esperar, por eso, un libro verdadero y hasta alegre. Bondadoso y compasivo también. Con sus gotas de melancolía, por supuesto. Un libro, al cabo, esperanzador. Lo dice Eloy Sánchez Rosillo en la nota de la contracubierta: «En tiempos de oscuridad y desánimo, José Mateos ha escrito su libro quizá más luminoso y sereno, lleno de confianza y de fe en la vida».

José Mateos

Las tres partes de que consta se abren con hermosas citas de poetas anónimos del siglo XV («probablemente») que a uno le antojan —por su pertinencia— apócrifas.

La primera sección es la más alegórica. Y ahí, lo trascendente (más que lo religioso), marca de la casa, que tampoco falta. «Un ángel me habló en sueños:/ —No salgas esta noche». La amenaza, el mandato. 

En «Viernes Santo» leemos: «Más que nunca es ahora/ que el idioma se ha roto/ y hasta el cielo se pudre». Y termina: «Solo el que muere entrega/ sin reservas/ su cuerpo». 

En «Borracho», dando tumbos, «hay un dios que maldice nuestras leyes». «Yo soy Dionysios». Un discurso, digamos, que sigue en «Bacantes»: «Que el dios al que servimos/ destruya la ciudad de nuestros padres».

En «La cita» rememora su lucha con el «ángel sin nombre»: «Tú: la sangre, el esputo,/ la carroña. Yo: el suave/ silencio de la umbría,/ el sol que vuelve, el agua». «No sé por qué luchábamos./ No sé quién ha vencido».

En «Oráculo», ante una encina de Grazalema, se atisba otra verdad: «Se diría/ que andamos a ciegas». Y: «Se diría que habla/ a quien sabe que habla». 

En «El mirlo», el milagro: «Un pájaro se atreve/ a cantarte,/ recóndita,/ suavísima alegría». Y en «El jilguero». 

En «Canción sin confinar» leemos: «Lo cerrado es solo el miedo». 

La segunda parte se abre rememorando una visita al Aquarium de Alicante: «cómo la vida pasa sin nosotros».

Las visiones, esas que nos facilitaban, a través de las ventanas y los balcones, salir de nuestro encierro, también nos permitían saber que la vida continuaba fuera, aunque aparentase estar en suspenso. Cuando escuchábamos el canto de un pájaro, pongo por caso. O, como en el poema «Azahar»: «¿Pero cómo no veis/ en ese patio, el viento/ libando eternidad/ en la flor del naranjo?». Pasa igual en «Canción que debería oler» «Ese jazmín de qué incendio,/ que ni yo sé en qué verano/ con su olor bueno interrumpe/ los peligros de la noche». Detalles que «enamoran». Que salvan. Como la tierra: «cuando pasa la Historia/ solo ella permanece». Porque «La historia de los hombres/ es una historia de traición y lodo./ No quiero nada de ese viento errático./ Y me siento feliz flotando a la deriva» («Un 14 de abril»). 

«De los álamos vengo» expresa la esencia de la poesía: «Yo sólo sé decir/ lo que no sé decir:/ cómo las mueve el aire».

En «Primavera, 2020» confiesa: «La primavera es una/ de las conjugaciones de la Tierra,/ la que más amo». «Tras los signos amenazantes y los augurios opresivos de los poemas iniciales del libro, irrumpe a pesar de todo y por encima de todo, con su temblor y su milagro, la primavera, que figura en estas páginas como símbolo de libertad, pureza y verdad», dice Sánchez Rosillo en el texto antes citado.

«La intensidad es solo un anticipo/ no sé de qué, de lo que no sabemos», dice en «Marcha Radetzky».

El río Guadalete motiva otro poema: «río de pocas palabras/ y certezas. Río hecho/ de olvido, con esa calma/ de lo que pasa por dentro». 

«Qué escaso el idioma», exclama en «Sueño».

El padre y la madre inspiran dos poemas muy emotivos. «Y muy larga es la noche», concluye el primero. «Tú no me dejes solo», principia el segundo. 

En un libro así no podía faltar una «Pequeña elegía». Son tantos los que se han marchado: «Tú, tan llena de vida/ […]/ también te has ido». El pensador y poeta Jiménez Lozano es protagonista involuntario de otro in memoriam.

Con «Resurrección» termina la tercera parte: «Yo solo soy lo que dejó la muerte». 

El epílogo es una canción, una de sus formas poéticas preferida. La final. «No el junco o el guijarro/ que se empeña en ser fondo;/ el agua que resbala entre las manos”. “Un leve despedirse/ y un no quedarse en nada». «El agua,/ la textura del agua,/ el agua que resbala entre las manos».

En un momento dado, José Mateos escribe: «¿Se cierra acaso un poema tras la última palabra?». Huelga responder a esta pregunta retórica. Más en esta suerte de año cero. 


Selección de poemas

De los álamos vengo

De los álamos vengo, madre,
de ver cómo los menea el aire.

Anónimo

Ya sólo sé decir palabras sin sentido.

Ya sólo sé decir:
panal, brote, vilano,
agua de abril, muero porque no muero.

Ya sólo sé decir lo que me pierde,
lo que me hiere
al borde del camino, entre la brisa
de esas hojas de un álamo.

Ya sólo sé decir
lo que no sé decir:
                                cómo las mueve el aire.

Madre

Tú no me dejes sólo, no me mandes
a la calle de noche a coger frío.
Déjame que me esconda en tu regazo
todavía.
                 No hay nada en un colegio
oscuro, en una iglesia, en un mercado
que valga un gramo de tu risa ingenua,
la que me acuna y alza, la que baila
como baila el papel un día de viento:
porque es así, porque no hay muros altos.

¿Quién va a lavar la sangre si nos dejas,
quién va a tentar la fiebre con la mano
de zurcir nuestros mitos?                                          
                                            Sólo un día,
sólo una noche más déjame al lado
de tu tañido limpio, del aroma
como a flor de geranio, y no te vayas.

¿Qué vas a hacer, cuando amanezcas otra,
con tu hijo más torpe, allí en la muerte,
donde ya sé que no se muere nunca?

Canción final

No la zarza o el muro;
el agua que resbala entre las manos.

No el junco o el guijarro
que se empeña en ser fondo;
el agua que resbala entre las manos.

Un leve despedirse
y un no quedarse en nada.

Ser sólo fuga.
No la zarza,
no el muro,
no el junco,
no el guijarro;

el agua,
la textura del agua,
el agua que resbala entre las manos.

[EN PORTADA: Álamos a la orilla del Epte, de Claude Monet, 1891]


Primavera, año cero
José Mateos
Milenio, 2020
88 páginas
12€

Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) es autor de libros de poesía como Las aguas detenidas, Una oculta razón (Premio Loewe), A debida distancia, Ensayando círculos, Mecánica terrestre, Desde fuera, Más allá, Tánger y El cuarto del siroco (los cinco últimos en la colección Nuevos Textos Sagrados, de Tusquets) o Plasencias (De la Luna Libros). Sus poemas están incluidos en numerosas antologías y han sido traducidos a distintos idiomas. También es autor de dos novelas: Las murallas del mundo y Alguien que no existe; un libro de artículos, El lector invisible, y otro de viajes, Lejos de aquí. La editorial La Isla de Siltolá publicó, en edición de Jordi Doce, la antología Un centro fugitivo; y la Editora Regional de Extremadura, Álvaro Valverde. Poemas (1985-2015), con dibujos de Esteban Navarro.

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