/ una entrevista de Ada Soriano /
Dice Jordi Doce acerca de Formas de saber que sigues vivo, del poeta José María Castrillón (Avilés, 1966) que «es el libro de una vida, el testimonio de un hombre que ha llegado a la mitad de su camino […]» y que «ha crecido por acumulación, como un largo sedimento destilado en secreto por la memoria, la perplejidad y el amor […]». No puedo estar más de acuerdo con Jordi después de haberme metido de lleno en los poemas que conforman esta valiosa antología publicada en la editorial La Garúa (marzo, 2021).
Dicha antología, que aúna poemas publicados entre 1991 y 2020, queda dividida en cuatro secciones: Sombras, Cuerpos, Palabras y Cadáver. El resultado es una obra exquisita y perfectamente construida y sentida que incluye, además, poemas inéditos.
Cuando me acerqué al verbo de José María Castrillón, me sentí invadida por voces y silencios, el valor que poseen las manos, la casa y sus objetos —como ese plato que nombra y nadie toca—, el apego que el poeta demuestra, con elegancia y sensibilidad, hacia sus seres queridos, tanto si están o no presencialmente: «La belleza es una suerte de pigmentación del tiempo/ de mesa recién puesta para la vasta extensión de los ausentes». Así su voz en el poema «Pictórica».
Formas de saber que sigues vivo es un libro francamente vivo, valga la redundancia. Lo es porque se ha ido conformando el recorrido de un poeta, desde sus inicios, con el fluir del tiempo, y también del agua con una amplia gama de sustantivos como son pantano, puerto, pozo, playa, marina, lluvia…: «Brotó el agua/ y también para ella comenzó el día», del poema titulado «Lavadero».

Apunta Tomás Sánchez Santiago en su brillante prólogo titulado, líricamente, Como quien talla despacio su pasado: «Así, Formas de saber que sigues vivo se ha convertido en un libro más —el más personal, el más delicado— en la trayectoria poética del autor». Y yo le creo, y me inquieto especialmente en los momentos en que José María Castrillón nos ofrece una hermosa lección de amor en el drama contenido de estos versos forjados con un estilo paciente y lúcido: «Dejaré una lámpara encendida/ junto a la fiebre de tu memoria/ porque es el tiempo de saber de ti/ cuando te has ido/ y en esta casa todo está/ porque alguien falta».
José María, ¿en qué momento sentiste la necesidad de recoger en un volumen una buena muestra de tus poemas donde también incluyes numerosos inéditos? El resultado no es precisamente una antología al uso. Tú mismo aclaras en la nota de autor que «su disposición se aparta de la línea cronológica». ¿Qué te llevó a tal disposición?
Gracias, Ada, por interesarte en mi escritura. Tal vez hace unos pocos años, a punto de aparecer mi trabajo Subir al origen: antología comentada de poesía occidental no hispánica. 1800-1941 (2018). Para componer aquella edición, reviví la experiencia lectora de los poetas norteamericanos y europeos que habían trazado mi mapa poético personal (y quizá el de buena parte de mi generación). Disponía de un puñado de poemas inéditos y hubiera podido seguir el hilo hasta cerrar un libro completamente nuevo. Pero quizá el rastreo hacia atrás de mis lecturas provocó una inercia que me llevó a revisitar mis propios poemas. La combinación de esta relectura con los poemas inéditos me hizo sentir la necesidad de componer una selección reordenada a partir de mis últimos textos y de mis circunstancias personales de entonces. De hecho, su factura e incluso su título son anteriores a esta desoladora pandemia. Fue así como llegué a este libro como si se tratase de un nuevo discurso: la diversidad de tiempos me ofrecía una mirada diferente que desechaba la mera selección de poemas y buscaba un relato ya no completamente ceñido a las fechas de composición. No obstante, me pareció interesante y honesto conceder al lector la posibilidad de que pudiera llevar a cabo una lectura cronológica: de ahí que se advierta en el índice la procedencia de cada poema.
Excluyes de la antología poemas pertenecientes a tu libro La sonrisa de un delfín. ¿Por qué?
No es exactamente así. La sonrisa de un delfín (1991) es un cuaderno breve (plaquette, decíamos entonces con algo de cursilería) cuyo contenido se transfundió en un libro, este sí, posterior: Animal de compañía (1998). No obstante, debo acordar contigo que de aquel cuaderno solo queda un poema, precisamente el único poema significativamente reescrito para la ocasión.
Formas de saber que sigues vivo, aun dividido en secciones, sorprende por su carácter unitario. Cierras la sección titulada Sombras con un verso que obliga a proseguir en la lectura: «ahora continuemos». Y de esta manera nos acercamos a Cuerpos, «solo por haber hecho frente a la luz/ un instante…».
En efecto, y tu interpretación coincide con el impulso inicial que antes comentábamos: la necesidad de encontrar una nueva lectura (o relato) que re-construyese igualmente al sujeto poético. En realidad, esta re-construcción no difiere en exceso de mi manera de afrontar la escritura de un poema. A la vez que voy componiendo el texto, el poema debe rehacerme o transformarme. Al menos como protagonista poético y durante esos momentos. Si en el proceso de escritura sospecho que no se está dando una experiencia de creación y autotransformación simultáneas, el poema deja de interesarme, interrumpo su escritura. En un marco más amplio, este proceso coincide con la estructuración de este libro.
Y es precisamente en «Cuerpos» donde la presencia de las manos es más frecuente. ¿Qué desean transmitir las manos en estas Formas de saber?
Las manos son cauce de aproximación entre los seres humanos (agresión/cuidado/deseo); y, en parte, por su diferente morfología a la de los simios, causa de que hayamos desarrollado una inteligencia de la precisión y la reflexión. No sé qué pueden sugerir las manos, pero acaso han llegado a mi escritura como lugar de la identidad moral (¿qué hacer?) y del encuentro con los otros. En cualquier caso, el cuerpo es, sin duda, uno de los polos de mi escritura: con su materialidad y sus pequeños milagros y sus desastres decisivos. Entiendo, además, que el poema participa de la materialidad del cuerpo. El poema es al texto común lo que el abrazo al saludo verbal: es lo intraducible por su capacidad de acción y de entrañamiento.
¿«Qué saben de la paciencia las manos»? ¿«Siempre es calor lo perseguido»?
Ciertamente los seres humanos actuamos genuinamente por muy pocas motivaciones: la aceptación y el cuidado (detrás, el miedo) son algunas de ellas.
¿Cómo le afecta a un poeta profundo, reflexivo e introspectivo, como es tu caso, este mundo en el que vivimos, cada vez más mecanizado y sometido a la velocidad, la banalidad y la codicia?
Me preocupa, por supuesto, y con frecuencia me causa frustración que no se adquiera conciencia social, es decir, conciencia de un cuidado mutuo que vaya más allá de identidades coincidentes y de relaciones estrechas. Algo que podríamos entender como la fraternité, que resulta, aún hoy, tan revolucionaria. Pero llevando tu pregunta al ámbito poético, que es al fin y al cabo lo que ha propiciado este diálogo, me inquieta que las derivas que mencionas desvitalicen la creación poética. No se trata de condenar, por ejemplo, la presencia de la acción poética en las redes sociales o en la interacción algorítmica de nuestro tiempo. Ahora bien, me parece necesario mantener una estricta diferencia entre la necesidad compositiva y la urgencia y la furia mediáticas, entre la forma significativa y la mera circunstancia del formato, entre la mirada renovadora y las habilidades digitales, entre el sueño de alcanzar una voz reconocible y el trofeo amable pero secundario de una voz reconocida.
Existe igualmente otra variante de esa banalización que comentabas y que socava la nobleza de la materia prima del poema: la violencia espuria y no creativa sobre las palabras. ¿Recuerdas cuando la palabra relato prometía unos instantes de intensa imaginación y no un argumentario político falaz? ¿O escenario, la fascinación por el sentido inmediato y vibrante de la interpretación y no la estadística de un horizonte electoral? ¿O humanismo, la aventura más formidable por descubrir la dignidad y la capacidad del ser humano y no el término acuñado por una entidad bancaria para publicitar que al teléfono te atenderá un empleado y no una aplicación informática? Nos están deformando las palabras con un manoseo indecente. Cuando durante fechas próximas escuchaba invocar la palabra libertad a propósito de horarios y transportes, pensaba en el poema «Libertad» de Paul Éluard lanzado por aviones aliados para animar a la resistencia francesa.
En tu poema «Nocturno» dices acerca del pensamiento que es «la respiración del nadador sujeta al fondo».
De nuevo esa encarnación de lo abstracto en lo corporal. Quizá el poema sea pensamiento respirado. Ahora bien, recuerdo con precisión el momento en que se esbozó el poema. Al otro lado de una pared, muy cerca de mí, alguien negociaba con la muerte (la expresión no es exagerada) y yo sentía la urgencia y los miedos de un nadador que intuye los fondos de un silencio, de un no-tiempo.
Aludo ahora a tu poema «Balance», tan contundente en su brevedad, y te pregunto: ¿«Temes la desmemoria del pastor»?
Temo la impostura. Este breve poema mantiene, sobre su andar pausado, una actitud recelosa hacia el acto poético que pretende, y que intenta, como en una ocasión me dijo un amigo escritor, «no matar el tiempo sino salvarlo». La escritura literaria, su aspiración de plasmar la relación del individuo con el mundo, tiene algo de gesto digno y conmovedor, pero igualmente de intento desesperado e inútil. Por ahí podría ir el vislumbre de ese poema.
Y en las vibrantes imágenes del inédito titulado «El mar (y un poema)» queda muy patente la impronta existencialista y testimonial que abunda a lo largo de esta hermosa obra, ese contraste de la vida inagotable del mar con la finitud del ser.
El mar sobrecoge: «antes que el tiempo se acuñara en días,/ el mar, el siempre mar, ya estaba y era», escribió Borges. Pienso, al hilo de la pregunta, en la importancia del contraste que señalas en la poesía de algunos poetas, desde Pedro Salinas a Marta Agudo.
El poema que mencionas sitúa el mar, sin duda, como centro de asombro (viví durante un tiempo a pocos pasos de su orilla), pero recuerdo su composición como un proceso hacia adentro. No hay paisaje marino, sino un proceso de autoconocimiento dentro del proceso mismo de escritura («El mar, y un poema» es su título). El poema podría haber desembocado en un canto de plenitud pero, probablemente por circunstancias personales, terminó siendo una constatación de la soledad de su autor.
Sí, en tus palabras está muy presente la idea de autoconocimiento poético…
Es cierto. Tal vez convenga contextualizar la idea en una imagen más amplia de lo que entiendo por poesía. Y es que intuyo el acto poético como el encuentro íntimo (secreto en un inicio) de las palabras con el mundo, entendiendo por mundo una relación con lo perceptible más que una realidad precisa. Ese encuentro, que puede darse en diferentes ambientes (la majada de Juan de la Cruz o el portal romano de Gil de Biedma), y por tanto con tonalidades y desde poéticas muy distintas, genera el poema, esto es, unas palabras que saben. Y saben en su doble sentido: el de ofrecer sabor (pues la palabra poética a través de su materialidad quiere parecerse a las cosas, aparece acuñada por el mundo) y el de saber de movimientos anímicos y vislumbres muy precisos pero difícilmente traducibles (como el número irracional en las matemáticas).
Para concluir, quisiera conocer tu opinión acerca de esta reflexión del célebre escritor John Muir: «Fundidos con la naturaleza, ya no somos jóvenes ni viejos, sanos o enfermos: simplemente inmortales».
La siento como una hermosa aspiración más que como una experiencia personal. Mi poesía no lleva a esa unidad ni a ese espíritu de plenitud. He resentido con más frecuencia, aunque sin dramatismos, el sentimiento de destierro del mundo y la impermeabilidad de ese universo natural. No puedo sino decir que echo de menos, en tantas ocasiones, una experiencia como la que propone Muir.

Ada Soriano (Orihuela, 1963), dedicada desde temprano a la actividad cultural, fue codirectora de la revista de creación literaria Empireuma y colaboradora de la revista sociocultural La Lucerna. Ha publicado las plaquetas Anúteba (Empireuma, 1987) y Alimentando lluvias (Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, 2000), así como los libros de poemas Luna esplendente o sol que no se oculta (Empireuma, 1993), Como abrir una puerta que da al mar (Biblioteca Pública Fernando de Loazes, 2000), Poemas de amor (Fundación Cultural Miguel Hernández, 2010), Principio y fin de la soledad (Cátedra Arzobispo de Loazes, Universidad de Alicante, 2011), Cruzar el cielo (Celesta, 2016) y Dondequiera que vague el día (Ars Poetica, 2018). Asimismo ha publicado No dejemos de hablar, entrevistas a 19 poetas (Polibea, 2019) Ha colaborado en diversas revistas literarias y ha sido incluida en varias antologías.
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