Memorias de un coleccionista compulsivo

Mis colecciones a grandes rasgos (2)

José Manuel Vilabella continúa sus 'Memorias de un coleccionista compulsivo', en las que entreteje recuerdos de vivencias personales con un conjunto de disertaciones sobre el arte de coleccionar.

/ Memorias de un coleccionista compulsivo / José Manuel Vilabella /

Hay muchas formas, como hemos visto en el capítulo precedente, de clasificar a los coleccionistas. Una de ellas es diferenciar entre los que miran al futuro y los que se interesan por el pasado. De mis 43 colecciones ninguna le echa una ojeada al porvenir. En lo que a mí respecta, al futuro que le vayan dando. El presente puede aparecer entre mis cosas, pero siempre aparejado con lo antiguo; lo actual, si está allí, es porque entronca con el grueso de la colección que se sumerge alegremente en los tiempos pretéritos. Hay que decir que, como casi siempre, las colecciones de los poderosos se hacen antiguas y las de los pobres el paso del tiempo las convierte en viejas y que esa lamentable perspectiva no quita ni un ápice de interés o placer al coleccionista. La satisfacción, el gustito, es el mismo. Entre los pudientes modernos tenemos a los futbolistas de primera división, los que valen millones y ganan millonadas. Pues bien, todos coleccionan relojes de pulsera de grandes marcas. No hay ninguno que no lo haga. Cuando un astuto ladrón desvalija su mansión porque el futbolista está fuera metiendo goles, entre los daños siempre aparece que le han birlado su valiosa colección de relojes. El figura comparece con cara compungida y aire desvalido. El futbolista que no tenga una colección de relojes valorada en un millón de euros es una medianía. En lugar de por sus goles los conoceréis habría que decir por sus relojes, y si le han robado, por sus relojes perdidos. Esos pelucos insustituibles siempre serán recordados con nostalgia, tienen algo de niño muerto o de hijo secuestrado, porque el ladrón, ay, nunca llega a aparecer y el dolor lo llevará el desvalijado clavado en el alma.

Creo que soy un coleccionista astuto y original. Algunas de las cosas que atesoro solo me interesan a mí y casi seguro que cuando un servidor se marche de este valle de lágrimas, sus hijos y sus nietos las tirarán a la basura con enorme sentimiento y algo de mala conciencia. Una de ellas es la de piedras. Sí, colecciono piedras. ¿Pasa algo? Cuando lo digo la gente se extraña, sonríe y seguro que piensa que estoy un poco loco. Y lo estoy. La primera condición para coleccionar cosas de forma compulsiva es estar un poco loco. Una persona en su sano juicio se dedicará a trabajar, a querer a su familia, a mirar por la comunidad y a ser un hombre de provecho. El coleccionista puede ser todo eso pero no de forma total y absoluta. El coleccionista profesional tiene siempre una parte de su corazón en los objetos que colecciona. De tu mujer te puedes separar, tus hijos se hacen mayores y forman una familia. Al final te quedas solo. Es la ley de la vida. He dicho solo y miento, te quedan tus colecciones, esos objetos maravillosos no te abandonan nunca, son tus amigos y no envejecen, ni se distancian; no son polémicos, contestan cuando les hablas y siempre te dan la razón.

Entre los bichos raros que no coleccionan nada suelen estar los políticos, los investigadores, los santos. Estos señores no pierden el tiempo en frivolidades porque su ambición es de más envergadura. El político colecciona poder. Al que le ha picado el bicho de la política pasa por carros y carretas para llegar arriba y mandar. Mandar en un pueblo, una ciudad, una provincia, un país. Observadlos, miradlos a los ojos. Son sacrificados y, en el perfil de sus cualidades, está la resistencia y el mudar de opinión no cuando su pensamiento se transforma sino cuando lo ordena el partido. La obediencia ciega al superior jerárquico es lo primero que se le exige al político que quiera hacer carrera. Mudar y saber explicar el por qué se muda y decirlo, además, de forma convincente. Mentalmente el animal político cuando dice una cosa no deberá de estar convencido, la dice porque tiene que decirla. Un parte de su argumentación expresa esa opinión que puede ser estratégica, de defensa y ataque y que siempre tiene que ser brillante y convincente, pero, y eso es importante, en un lugar de su cerebro se esconden los argumentos que le permitirían defender la tesis contraria con igual brillantez. El doble pensamiento es el llamado, con razón, pensamiento político. Deberá tener el político conciencia del bien común. Pero la conciencia del bien común de esos señores no es como la de usted o la mía. No. La suya, porque está convencido, es que el bien común solo pueden llevarlo a cabo sus correligionarios. Si solo ellos son portadores de esa felicidad que los gobernados anhelan sus oponentes tienen que estar necesariamente equivocados. Para tener esa seguridad tienen que estar impregnados de ese barniz que huele, y no a rosas, que se llama ideología. Actúan más que por convicción, por eliminación. La verdad sin tapujos, no la verdad política, se relata cuarenta o cincuenta años después, cuando el político está jubilado. Lo más interesante de unas memorias políticas es lo que no dice, sus desmemorias. En esos silencios, en esos agujeros negros, en esos lapsus, están, si tiene habilidad literaria, lo más interesante de lo que transcribe de un periodo histórico. En sus silencios se camufla el otro lado de la historia, el lado sucio, miserable, canalla, porque lo crucial, lo importante de sus pactos secretos, de sus corruptelas y sus crímenes, se queda en el tintero para no tener que avergonzarse de los cadáveres que tiene en el armario.

Los investigadores tampoco son coleccionistas. Los científicos que saben todo de una cosa e intuyen lo que puede estar en el terreno oscuro necesitan todo su tiempo para descubrir lo que se ignora. Es pavorosa la soledad del sabio y también qué desmesurada es su ambición. Persigue, aunque no lo diga, la gloria, que su nombre figure en los libros de ciencia y lo que le distingue y certifica es el Premio Nobel. Sin el Nobel la gloria es de tamaño menor, como de segunda categoría. El científico persigue algo concreto pero puede tener suerte y encontrar, por casualidad, algo importante que no busca. Puede tocarle la lotería, sí, pero porque compró el décimo. A usted o a mí no puede ocurrirnos eso. Al doctor Fleming, el descubridor de la penicilina, sus oponentes le echan en cara que fuese un descubrimiento fortuito, de chirimbola. Al hombre que salvó más vidas de todos los científicos contemporáneos se le critica por tener suerte. «Así, cualquiera», dicen sus colegas con retintín. El científico está absorto en sus investigaciones y no tiene tiempo ni ganas de matarlo en cosas inútiles. La suya es una lucha contra ese tiempo que le falta. Madruga y trasnocha para que la gloria no se le escurra entre los dedos. De un mismo tema pueden estar en el mundo trabajando dos o tres sabios y el éxito, si existe, está en ese trio que se estruja el magín para llegar a tiempo. Ninguno de los tres sabe dónde está la meta y si esa meta existe y conduce a algún sitio o todo es una entelequia. Es precisamente ese factor desconocido lo que hace más dramático su trabajo de todos los días. Hay que llegar, sí, pero llegar primero. El segundo, el tercero y el cuarto solo obtienen premios de consolación que no les consuelan en absoluto.

El tercer grupo de los que no coleccionan nada es el de los bondadosos, el de los santos. Ese señor es el más incómodo de los tres arquetipos que hemos descrito brevemente. ¿Qué es ser santo? Solemos localizar esos extraños individuos en el terreno religioso. Son hombres de fe. Están los que buscan la santidad dentro de sí, en su mismidad, en lo profundo de sus reflexiones. Los místicos que levitan, los que se encierran en cenobios y se flagelan para encontrar la perfección por el martirio. El muestrario de santos es variado y para todos los gustos. Antes en España nuestro santoral estaba limitado a la religión oficial, al catolicismo. Pero la globalización ha traído otras religiones que van ganando adeptos cada día. El bueno de Manolo, que hizo contigo la primera comunión, te lo encuentras un buen día y dice que ya no toma cerveza, porque se hizo musulmán, y solo bebe agua mineral marca La castiza de Navarra. Ahora en el terreno religioso vas de sorpresa en sorpresa. El portero, Nicolás, que era un ateo y además blasfemo, se hizo budista y cree que su cuñado se reencarnó en una rata y, como no lo podía ni ver porque le daba muy mala vida a su hermana Angustias, mata todos los roedores con saña con la esperanza de terminar con él. Aparecen y el personal los sigue con devoción, gurús de pelo largo que predican una vida sana, simple y gimnástica, en reflexiones profundas y en posturas imposibles. Estamos rodeados de santones y de gentes buenas de verdad, hombres y mujeres exageradamente buenos. La madre Teresa de Calcuta era más buena que el pan, pero era incómoda y contestataria y el padre Ángel, el asturiano de la bufanda roja, mueve conciencias para obtener fondos y dar de comer al hambriento en innumerables sitios. Son santos que subirán a los altares en un periquete y por aclamación popular. Al padre Ángel solo le falta morirse y hay entusiastas suyos que ya han empezado a pedir firmas para hacerlo subir a los altares vivito y coleando aunque el hombre, hay que reconocerlo, se resiste, no quiere, dice que no, incluso se cabrea.

El cuarto grupo de los que no coleccionan nada son los tontos, los mentecatos, los ceporros que cuando se jubilan se pasan las horas muertas ante el televisor consumiendo basura que les entontece y les contamina las neuronas. Son millones los tontos televisivos. «Mi Juan, ¿sabe usted?, no le gusta nada, no tiene ninguna curiosidad, ningún hobby», dice la esposa al médico del seguro y el galeno le mide la tensión, le dice que hay que animarse, le receta un placebo y lo manda a su casa. Los tontos son innumerables y los hay de muchos tipos. Los hay de solemnidad asnal, que hablan poco y solo dicen refranes y piden que se les escuche con atención. «Callaos todos, miserables, que voy a decir una cosa importante», ordena don Hermógenes. El silencio es absoluto y entonces el solemne asnal dice: «No por mucho madrugar amanece más temprano». Hay también el tonto baboso, el reconocido en el Villarpando como tonto oficial. El tonto de pueblo lo pasa bien, es feliz, tiene un cargo. Se orina en las esquinas, le toca el culo a las mozas y como es rijosillo y tiene una verga de considerable calibre, lo pasa divinamente en el pajar con unas y con otras. El tonto de ciudad es tartamudo y le gustan las milhojas y los helados de chocolate. Es apacible y solo quiere salir con Asunción, una cuidadora de 73 años, porque lo entiende y le hace una gayola cuando Antoñito se pone cerril y caprichoso. A todos los tontos les da por lo mismo. Don Silvestre, que sabe de las necesidades de su hijo Silvestrín, porque de tal palo tal astilla, le lleva personalmente a una casa de citas y le escoge a una meretriz tetuda y gorda para que eche un polvete. Él se encama con Lourdes, que es una vieja amante a la que estuvo en un tris de ponerle un piso. El tontoelculo es diferente a los anteriores; suele ser este espécimen resabido, algo esnob, importancioso y vacío; hueco y podrido como una nuez reseca. Hay muchos más tontos de libro pero aquí lo dejamos para no ser acusados de reiterativos.

Sí, yo colecciono piedras y cada una de ellas representa un momento feliz, un recuerdo concreto. La más preciada de mi colección es un rosetón que tengo de Pompeya, de las ruinas de Pompeya. Hace más de cincuenta años en una convención que se celebró en Malta, algunos nos quedamos una semana en Roma. Y con un amigo me acerque a Nápoles y Pompeya, una excursión que se hacía en un día. Se madrugaba, se visitaban las ruinas y después se viajaba a Nápoles y a algún sitio más que no recuerdo. Cuando llegó el autobús los organizadores simularon que no conocían que los empleados de las ruinas estaban en huelga y allí se formó la de dios. La gente, turistas de un montón de países que viajaban en el aquel autobús atestado, se pusieron a protestar ruidosamente y exigieron la devolución del dinero. Incluso un danés gigantesco le dejó un ojo morado al ayudante del chofer que se puso chulo. No solo era el dinero, lo más valioso era el tiempo perdido. La picaresca italiana se hacía patente una vez más. Una guía feúcha pero habilidosa nos pidió perdón y dijo que, para compensarnos de alguna manera nos llevarían a donde estaban excavando por aquel entonces, un sitio que, al parecer, estaba vedado y no estaba permitido que visitasen los miles de curiosos que viajaban diariamente a visitar Pompeya. Se hizo la paz. Y nos condujeron al lugar prometido. Mi amigo y yo vimos una escalera de madera y subimos por ella. Había un montón de escombros y mi compañero cogió una pequeña piedra del característico rojo pompeyano y otra un poco más grande de un rosetón amarillo rodeado del rojo característico. Y como no tenía bolsillos utilizó mi chaqueta para guardarlos. Estuvimos curioseando por allí unos minutos y al poco rato apareció un vigilante vociferando y nos ordenó de malos modos que nos fuésemos inmediatamente de allí. El tío se puso como un loco. Eso hicimos. Y después nos dividimos las piedras. El que roba a un pícaro no tiene cien años de perdón, pero seguro que algún beneficio penitenciario podría alcanzarlo. Años después visité Roma y fui otra vez a Pompeya, una de las ruinas más atractivas que he conocido. En esta ocasión no me llevé nada. Yo, en sentido estricto, no cometí ningún delito. En todo caso fui un cómplice necesario. Mi amigo las robó, yo solo puse la chaqueta. No conozco a nadie que tenga un recuerdo similar. La segunda piedra valiosa es un rascador prehistórico aparecido en unas excavaciones de Asturias. Me la regaló un amigo arqueólogo. Me dio, incluso, una cartulina amarilla que indica la cota en que apareció. La tercera, en importancia, me la regaló mi amigo Eduardo Méndez Riestra. Mi colega fue el comisario de unas jornadas, creo que fueron las del agua, en que se visitaba la catedral de Oviedo. Tenían que entrar pequeños vehículos en el recinto de la catedral y uno de ellos midió mal, chocó con la puerta y organizó un pequeño estropicio. Las piedras de la catedral son de arenisca y unas cuantas se desparramaron por el suelo. Se llamó al comisario y como no se pudo hacer ningún tipo de reparación se las quedó. Y sabiendo de mi afición me las regaló. Otra piedra de un lugar famoso es una esquirla del acueducto de Segovia. Ocurrió algo parecido y la autoridad competente se hizo cargo de los daños. Uno de los trozos se los regaló a un colega de Asturias y este, concretamente Jaime Llames, aparejador competente y buen amigo, me la hizo llegar. Hay muchas más piedras en mi colección y todas tienen un significado importante para mí. Mi padre, que era amigo de un Felgueroso que tenía minas, me consiguió poder visitar un pozo. Con mi amigo David Bayón fuimos e hicimos la jornada completa de un vigilante. Durante unas horas recorrimos con aquel amable profesional todos los recovecos de varias galerías. Había aparecido el fósil de una almeja bellísima incrustada en una piedra. El buen hombre me la regaló. Para finalizar la visita el vigilante nos sugirió que nos metiéramos por un agujero diminuto y con el carbón que obtenían los picadores fuimos a dar a una vagoneta de la galería que estaba más abajo. Fue toda una experiencia. Después de ducharnos el señor Felgueroso nos invitó a comer y nos contó historias de minas y de mineros. Esto ocurrió hace medio siglo.

Los coleccionistas compulsivos son de todo tipo y condición. Mi amigo Camilo José Cela, con el que sostuve una correspondencia interesante durante más de veinte años, era uno de ellos. Lo coleccionaba todo. Si se bebía una botella de vino con un amigo famoso, se la hacía firmar y la guardaba. En la Fundación Cela los que hemos podido curiosear por contar con buenos amigos allí hemos tenido ocasión de tener en la mano los chirimbolos de don Camilo. La primera secretaria que tuvo la Fundación Cela, Amparo Porta, mantenía conmigo una estrecha relación y yo iba a Santiago con frecuencia; también trabajaba allí la prima de Camilo, Nina Trulock, señora encantadora y muy cercana. Me enseñaba cosas y en una ocasión me dejó subir al altillo donde se guardaban las cajas que el Nobel enviaba desde Palma de Mallorca. Cuando las cajas llegaban las numeraban y ponían la fecha de recepción. Me decía mi amiga que la apertura de la caja podía deparar todo tipo de sorpresas. Podía aparecer un dibujo de Picasso, una navaja o cualquier objeto del maestro. A don Camilo le gustaba todo y todo lo guardaba. En la correspondencia que sostuvimos yo le enviaba de vez en cuando alguna esquela graciosa que caía en mis manos pues los dos teníamos la misma afición, algo fúnebre pero sumamente curiosa. Don Camilo acusaba siempre recibo de los envíos que le hacía. Eran notas manuscritas, tanto el sobre como los tarjetones y en lugar del franqueo le ponía el sello de cartero honorario que el ilustre tenía muy a gala. En su casa tenía la gorra, la cartera y el sello de cartero entre sus múltiples premios y galardones. Amparo, la secretaria de la Fundación, era una mujer encantadora y cada vez que mi mujer y yo íbamos a Santiago, e íbamos con frecuencia porque nuestra hija mayor vivía allí y el primer nieto acababa de nacer, nos acercábamos a Iria Flavia a pasar el día. Allí pudimos ver las habitaciones privadas en que se quedaba don Camilo con Marina Castaño, su reciente esposa. Tuve en mis manos varios de los originales del Nobel, entre ellos el Pascual Duarte y, manoseé con estas manos impuras la pesada y bellísima medalla de oro del Nobel. Cela tenía un concepto muy elevado de sí mismo, la humildad no era su mayor virtud. Desde antes de que existiese el tratamiento de textos don Camilo, con sus ayudantes y secretarias, ya lo practicaba. Escribía a mano con una pluma Montblanc que mojaba en un tintero y eso lo pasaba a máquina una secretaria. El maestro corregía y la secretaria lo volvía a escribir hasta que el texto se daba por bueno. Los originales y las correcciones se guardaban todos ellos. Llegaba a tal extremo la importancia que se daba a sí mismo que atesoraba las notas y servilletas de papel en que anotaba cualquier idea del libro. Recuerdo que también se conservaban los trapos, con la anotación de «tela con la que el escritor limpia su pluma». En las cajas que Cela mandaba a Iria Flavia había de todo pero era tal la cantidad de objetos que no se podían exponer al público y solo los privilegiados podían echarles una ojeada. Tenían expuesto un sillón para ajusticiar con el garrote vil. Un sillón montado con su correspondiente aparato. Don Camilo tenía de todo, incluso un bibliófilo oficial, un caballero muy agradable que llevaba la cuenta de las diferentes ediciones que se habían hecho de sus obras, traducciones, anecdotarios y todo tipo de curiosidades en torno al tema. Periódicamente se publicaban unos libritos que editaba la propia Fundación, que también publicaba la revista literaria El Extramundi. Un cuento mío que hablaba de Cela fue premiado en un concurso, llegó a oídos de don Camilo que quiso leerlo, le gustó y se publicó en su revista de referencia. No pagaban a nadie, pero hacían unas separatas primorosas y a partir de ese momento me mandaron todos los números que fueron saliendo. En la misma revista publiqué un trabajo sobre la tauromaquia de Lorenzo Goñi, el principal ilustrador que tuvo el Nobel.   

No se termina aquí mi colección de piedras. Qué va. Fui varias veces a Canarias. Tanto al ir o venir de Fernando Poo como después en viajes profesionales y de vacaciones. Conozco las principales islas y a algunas fui varias veces y publiqué trabajos en Sobremesa y Restauradores. En Canarias, la verdad, me siento como en casa. Me gusta su gastronomía, sus papas arrugás, su cocido, sus vinos heroicos, sus quesos y su gente. Son acogedores y simpáticos. Sus enrevesadas carreteras son un martirio y sus autopistas estrechas que algunos recorren a gran velocidad me sacaban de quicio. Pero solo me bañé una vez en una playa canaria. Fue en Tenerife y de aquel baño guardo dos piedras volcánicas bellísimas redondeadas por el mar. Y también otras, pequeñitas, como recuerdo de Lanzarote. Tengo un canto rodado del tamaño de una pelota de golf absolutamente redondo encontrado en una playa de Llanes y también un aerolito bastante grande que fue estudiado por los sabios de la Universidad de Oviedo, una piedra como recuerdo de la Abadía de Saint Michel, un trozo de mosaico de un harem de Marrakech, un trocito, con su correspondiente certificado, del muro de Berlín, una flecha de los indios americanos y varios fósiles encontrados por mí o adquiridos en viajes. La colección de piedras es de las que desaparecerá cuando yo me vaya al más allá; acaso algún nieto se quede con alguna que le guste por cualquier motivo. Y como dije líneas atrás, la tirarán, sí, porque no la entienden, porque no forma parte de su periplo vital, de su imaginario personal, pero lo harán, me imagino, con mala conciencia, sabiendo que se desprenden de algo que tuvo importancia para su padre o su abuelo muerto. En este sentido los egipcios, que amaban las cosas, se hacían enterrar con sus objetos preferidos. Se las llevaban al lado oscuro para poder verlas y ser felices como lo habían sido en su paso por la tierra. Un pueblo coleccionista hasta extremos enfermizos es el del americano del norte. El estadounidense lo colecciona todo. En programas de televisión recientes, que tienen muchos seguidores en España, se puede comprobar hasta qué extremo llega su talante de acaparador de objetos de todo tipo. Aquí diríamos que tienen el síndrome de Diógenes, allí les llaman coleccionistas. En sus casas de campo guardan coches viejos, latas de aceite, carteles y todo tipo de objetos y chirimbolos. No se tira nada; cuando quieren desprenderse de algo organizan y anuncian un mercadillo y la gente acude, pregunta precios, regatea y compra. Hay repuestos para cualquier tipo de maquinaria u objeto americano. A una cosa que tenga setenta años, aunque sea una auténtica porquería, le llaman antigüedad y eso, por el mero hecho de serlo, merece un respeto.

Uno de los coleccionistas compulsivos más famosos fue el poeta Pablo Neruda. Decía, incluso, que los que sienten esta pasión tienen derecho al hurto, opinaba que es el mismo derecho del que tiene hambre y roba para saciarla. Es una eximente que reconocen todos los códigos de los países avanzados y que se denomina hurto famélico y él predicaba con el ejemplo. Coleccionaba, entre otras muchas cosas, conchas marinas y cuando le dieron el Premio Stalin y tuvo que viajar a Moscú a recogerlo, pidió que le llevasen a un museo famoso del mundo marino y, con auténtica desfachatez, birló delante de las autoridades soviéticas una minúscula caracola que estaba en una de las vitrinas. Pablo Neruda tuvo tres casas en su Chile natal, pero la que más quería era la denominada Isla Negra donde pasó, con su tercera esposa Matilde Urrutia, buena parte de sus últimos años. Esta casa, cuando solo era una cabaña, se la compró al marino español Eladio Sobrino y, poco a poco y con su peculiar sentido del gusto y de la decoración, la fue ampliando hasta formar un conjunto inquietante, original y bellísimo. Hoy esa casa es un museo y tanto su esposa como él están allí enterrados. Alberga algunas de las colecciones que tuvo Neruda, sobre todo las relacionadas con el mar, entre las cuales hay verdaderas maravillas como mascarones de proa, botellas de formas raras, conchas, caracolas y multitud de objetos marinos.

Otro de los escritores españoles que alardeaba del vicio de acaparar objetos maravillosos fue Ramón Gómez de la Serna. El genial escritor y dibujante autor de las singulares greguerías, que publicó más de doscientos libros, tenía en su palomar todo tipo de objetos. Cliente habitual del rastro madrileño, fue el autor del libro más sugerente que se ha escrito jamás sobre este fascinante universo de lo viejo. Ramón entendió como nadie y lo expresó como muy pocos el alma de las cosas usadas; esa doble o triple vida que tienen los libros que van de biblioteca en biblioteca en un periplo sinfín en busca del lector ilusionado que, cuando lo encuentra, exclama: «¡Caramba, qué maravilla; al fin te encuentro!». El libro siempre permanece en poder del lector que lo estima. Está el libro leído y el que conservo para releerlo y el libro que tengo para leerlo algún día cuando tenga tiempo. El libro circula de biblioteca en biblioteca gracias a las desconsoladas viudas que en cuanto se muere el esposo lo primero que hacen es llamar al librero de viejo y librarse de aquellos objetos que tanto ocupan y que tanto le gustaban al bueno de Manolo. Hoy, el libro que no se vende los editores lo trituran, pero antes circulaba por las librerías de lance. Yo tengo encontrado primeras ediciones de Ramón Gómez de la Serna sin abrir, vírgenes, con los olores de todas las casas de los que lo han acogido anteriormente. Hay novelas que huelen a cocidito madrileño y otras a hambruna de poeta. Hay lectores que aunque se mueran de inanición son incapaces de desprenderse de sus libros del alma. Un fenómeno actual y muy triste por cierto, es el de tirar los libros a la basura. Hágame el favor estimado lector de prometerme que nunca cometerá semejante bajeza moral. El final trágico del libro y también el más hermoso, era fenecer en el fuego purificador del inquisidor, del dictador, del tirano. La quema de libros precede a la quema de brujas y al asesinato del tiro en la nuca porque ambos son subversivos. El libro se atesora o se vende pero jamás se tira a la basura para que se mezcle con las mondas de patatas y las raspas de sardinas. Qué horror. La basura es el cementerio; allí se mueren las cosas esperando la resurrección universal, el día del juicio final, cuando suenen las trompetas y veamos, al fin, la cara de Dios.   

Si la colección de piedras es la más personal por ese halo nostálgico que la rodea, la más insólita y valiosa de mis colecciones es la de dibujos de humor. Es una colección magnífica, significativa y, acaso, la más completa y valiosa. Desde que tengo uso de razón me siento atraído por el humorismo gráfico. Mi padre me regaló cuando era niño los dibujos de Bayo, un estupendo dibujante gallego que le había hecho alguna portada alternativa de su libro Historia de una mosca y unos dibujos pequeños para una nueva edición de Tres pesetas de humorismo, que no llegó a realizarse. Eran perfectos, de una maestría primorosa y de un enorme ingenio. Bayo llegó a publicar alguna historieta del oeste y figura en las enciclopedias del comic pero su fama es mucho menor que su talento. Estaba en Lugo en los años cuarenta, el tiempo y el lugar equivocados. Los coleccionistas de dibujos de humor son raros porque es un mercado muy especializado. Pero los hay y muy activos. Uno de ellos es el rey emérito Juan Carlos I, que, cuando veía en algún periódico una caricatura suya llamaba por teléfono al dibujante y se la pedía. Los humoristas se la regalaban para después contarlo a los amigos o en los medios. Mingote, del que fui muy amigo, me decía que le solía llamar y le decía con el gracejo borbónico: «Hombre, Antonio, ¿me podías regalar el dibujo que publicaste ayer en Abc? Te lo agradecería mucho. Es para dejarle algo de valor a mis hijos». La colección más importante de historietas y dibujos de humor que conozco es la del periódico Abc. Es un auténtico tesoro. Surgió por casualidad y gracias al interés de uno de los empleados del taller. Hace años los originales se tiraban, o se los quedaban los empleados. Formaba parte del desprecio por lo cotidiano, la incuria por el arte, lo culto y lo artístico en este país tan singular y mejorable. El empleado del taller habló con sus colegas y a partir de ahí los dibujos se guardaban en paquetes y se iban amontonando en un almacén del taller. Pasó el tiempo, años incluso, y uno de los directores un día curioseando preguntó qué guardaban aquellos envoltorios y cuando se lo dijeron investigó el asunto y se encontró con un tesoro. Antes de vulgarizarse las fotocopias se enviaban los originales, necesarios por motivos técnicos. Actualmente nadie envía originales, se mandan por Internet o fotocopiados y los dibujantes, conscientes del valor que tienen sus trabajos, los guardan para comerciar con ellos o exponerlos. Y como se ha extendido y la tecnología avanza que es una barbaridad, los chistes se realizan con lápices especiales en la pantalla del ordenador y desaparecen los originales en papel. Abc se ha quedado con ese inmenso patrimonio que desde el punto de vista legal es posible que no le pertenezca pero que nadie se ha atrevido a reclamar. El periódico desvalijó pero a su vez fue desvalijado por los empleados del propio diario que arramplaron con lo que pudieron cuando no se habían establecido los controles adecuados. Los descendientes de los empleados del diario centenario tienen en sus casas obras de artistas notables que fueron sustraídos de forma subrepticia. Ya se sabe, el que roba a un ladrón…

Me contó Díaz Jácome, que fue mi director en La Voz de Asturias y que años antes había sido el redactor jefe o el director de El Faro de Vigo, que hace años curioseando en el archivo del periódico vigués se encontró con una abultada carpeta con los originales de Castelao, el genial dibujante gallego que había sido un colaborador del periódico durante años. Tuvo la tentación de quedarse con algún original del afamado humorista pero se lo reprochó su conciencia y le dijo no, un no rotundo, su deontología profesional. No obstante la tentación seguía ahí, insistiendo, persiguiéndole y como una mujer fatal le rondaba por la cabeza y le decía: «Pero, hombre, no seas tan estricto, un par de dibujos no empobrecen al periódico y a ti te hace mucha ilusión». Una semana después volvió al archivo y de la abultada carpeta no quedaba nada. Había desaparecido. Se había esfumado. Aquellos dibujos se vendieron por una fortuna en subastas y hoy están en los archivos de bancos y otras colecciones particulares.

Otros coleccionistas de dibujos de humor son los propios humoristas. Antonio Mingote tenía un importante conjunto de originales que en sus múltiples homenajes en prensa le hicieron sus compañeros de oficio. Todos ellos le consideraban el decano del gremio, seguido muy de cerca por Chumy Chúmez. Mingote era el dibujante preferido de las derechas y Chumy el de las izquierdas y, sobre todo, el de los anarquistas. En casa de Mingote pude comprobar que tenía docenas de dibujos muy notables que sus compañeros le hacían llegar. Emilio Rey, el cerebro del tándem Gallego y Rey, la primera pareja que surgió en la chistografía española con la condición separada de guionista e ilustrador, empezó a trabajar con su compañero en Diario 16 por mandato de su director Pedro J. Ramírez. Los dos trabajaban para el mismo periódico pero el astuto director se dio cuenta de que las ideas de Rey eran más brillantes y los dibujos de Gallego más expresivos. Los llamó, les convenció y la exitosa pareja empezó a colaborar con enorme éxito hasta el día de hoy. ¿Es eso posible sin que salten chispas entre los dos egos contrapuestos? Sí, es posible. Pero los dos tienen que ser profesionales, considerarse socios y no amigos y limar las muchas asperezas, que las hay, por el bien de su negocio común. Emilio Rey, dueño y señor de unas meninges privilegiadas, tuvo la amabilidad de hacerme la portada de mi libro Para leer mientras llega al camarero. Es un hombre polifacético, gran conversador y de un enorme bagaje cultural. Mantuve con él largas charlas en Llanes y también es un devoto coleccionista de originales. Me comentó que hay muchos aficionados que le proponen cambiar dibujos de humor, perfectamente documentados, por originales de la pareja. Me regaló un dibujo estupendo que se publicó en El Mundo, que tengo enmarcado con el boceto que Rey le envió a Gallego.

Hay, en el mundo de las pasiones, una categoría que va más allá del coleccionismo compulsivos, son los coleccionistas exclusivos, los que solo viven para coleccionar, los obsesivos, maniáticos, enfermos de su afición. En Asturias hay, que yo conozca, un coleccionista de este tipo. Se llama Ander Azcárate y es, junto al singular Mocito Feliz, ese señor sonriente que aparece detrás de los famosos, sobre todo de los famosos del mundo del corazón. Ander tiene más de diez mil fotografías junto a sus ídolos a los que pide, además, un autógrafo. Tiene sus propias técnicas para conseguir ambas cosas. Su primer fotografiado fue el tenor Carreras y su yacimiento preferido y del que saca más jugo son los Premios Príncipe de Asturias. No obstante, amplía su actividad con viajes a festivales de cine o a cualquier evento nacional en que haya concentración de famosos. Le valen todos: científicos, políticos, deportistas, escritores, toreros, actores. El bueno de Ander hace de su afición una profesión, no trabaja, su vida es el autógrafo y la imagen junto al notable. Su mono colección es la razón de su vida y es el límite del coleccionista, no hay un más allá. Si da un paso adelante y pisa la raya roja dejará el terreno de las obsesiones enfermizas para penetrar en el misterioso mundo de la locura.

Un coleccionista compulsivo como yo lo colecciona casi todo por lo tanto es mejor decir lo que no colecciono que lo que me apasiona; lo hago para economizar, para emplear menos líneas. No coleccionó vitolas de puro, automóviles, décimos de lotería, artilugios tecnológicos, juguetes antiguos, cromos, pines, conchas. Ni objetos triviales como llaveros o cajas de cerillas. Hay una empresa que creo se llama El hogar del coleccionista, que se aprovecha de la pasión/afición y pone al alcance de los cursis objetos que suelen ser objeto de colección. Mi consejo es que hay que huir de ese camino facilón. La colección es como el ganar el jubileo. Lo importante es el camino. No es lo que consigas sino el esfuerzo para conseguirlo. Es en la mayor parte de los casos un simple pasatiempo, una forma inocente de guardar objetos parecidos. La colección desaparece normalmente con el fallecimiento del coleccionista. Al trocearse su valor y su mérito se diluye, desaparece y los objetos suelen volver al mercadillo para integrarse en colecciones futuras. El objeto busca a su futuro dueño como un perro sin amo y el coleccionista no deja de indagar, mirar, observar, preguntar y regatear en librerías de viejo, mercadillos, tiendas de antigüedades. Su destino es encontrarse porque se aman, son tal para cual. Están destinados a ser felices juntos.


José Manuel Vilabella Guardiola (Lugo, 1938) ha publicado más de 2500 artículos en prestigiosos diarios y revistas: entre otros, La Voz de Asturias, La Nueva España, El Comercio, El Progreso, Dunia, El Extramundi, Gastronómika, Abc, La Voz de Galicia, Heraldo de Aragón, El Periódico, Lar (Buenos Aires) o Gourmand (Santiago de Chile). Mantiene desde hace más de 23 años la columna literaria «Hasta la cocina» en la revista Sobremesa y firmó durante dos décadas «Gastrónomos y caballeros» en la revista Restauradores. Entre sus libros destacan: La cocina de los excesos, Delirios gastronómicos, Gastromanía, Cocinadeasturias, Los humoristas, El crimen de don Benito, Cuerda de santos, infames y profetas, Teoría del insulto en Asturias y El día de matamos a Kennedy y otros relatos poco edificantes. Recientemente ha publicado Memorias de un gastrónomo incompetente. Obtuvo, entre otros galardones, el Premio Juan Mari Arzak 1999 por el mejor artículo gastronómico del año; el Premio Nacional de Gastronomía 2002 por su libro La cocina extravagante o el arte de no saber comer y el Premio de Periodismo Gastronómico Álvaro Cunqueiro 2005. Pertenece a la Academia de Gastronomía de Asturias, a la Academia de Gastronomía de Aragón y al Colegio de Críticos Gastronómicos de Asturias.

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