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La Matrix cañí: entre Alaska, Chaves Nogales y El Ministerio del Tiempo

Publicamos un adelanto de 'Los nuevos odres del nacionalismo español', nuevo ensayo de Pablo Batalla Cueto, publicado en Trea.

Durante los últimos años, España asiste a un vigoroso rearme simbólico de su nacionalismo. En el recién publicado Los nuevos odres del nacionalismo español, Pablo Batalla acuña una metáfora religiosa para referirse a las vertientes de dicho resurgimiento: el nacionalismo español es presentado allá como una religión laica cuya expansión se alimenta de la «triple fertilidad» que cualquier credo necesita para volverse exitoso; fertilidad teológica, catequética y misional. Hace prosélitos alumbrando desde tratados filosóficos (como la apologética hispanista de Gustavo Bueno y sus discípulos) hasta lemas y cánticos procedentes del deporte («soy español, ¿a qué quieres que te gane?»), pero que contienen y pregonan en su simplicidad el mismo mensaje sobre la excepcionalidad hispana, pasando por los cuadros de temática militar de Augusto Ferrer-Dalmau, las novelas históricas de Álber Vázquez o Isabel San Sebastián o la eclosión de la veneración al marino dieciochesco Blas de Lezo.

Batalla parte del gol de Iniesta que dio la victoria a la selección española de fútbol en la final del Mundial de Fútbol de 2010 para inventariar un conjunto variopinto de manifestaciones culturales de la idea nacionalista española, que incluye las citadas y otras de apariencia más banal, pero no menos eficaces como herramientas de construcción nacional, como los anuncios televisivos de la chacinera Campofrío, las tiendas de merchandising de los Tercios de Flandes, el auge de la recreación histórica o teleseries como El Ministerio del Tiempo o Isabel. Se pasa revista asimismo a la explosión de ventas de la enseña rojigualda, la proliferación de juras de bandera o la celebración de rituales de afirmación patriótica en la plaza de Colón de Madrid. Y todo ello se entrevera de largos apuntes comparativos y contextualizadores sobre otros nacionalismos del mundo y de la propia España y otros momentos de la historia del nacionalismo español, con la ambición máxima de constituir, en conjunto, un libro sobre el fenómeno nacionalista y la construcción nacional en general.

Lo que sigue es un extracto de la obra, que EL CUADERNO publica en exclusiva: los dos primeros subcapítulos del capítulo 7, titulado «Guárdate tu miedo y tu ira: televisión, gastronomía y Cultura de la Transición» y que comienza con un análisis de la serie El Ministerio del Tiempo como parte de una cultura conservadora del consenso y concluye con el de los anuncios de Campofrío, después de una serie excursos sobre las series Isabel o El Cid, el programa Masterchef, la instrumentalización de la gastronomía como marca España, cierta polémica desatada en torno a los cacahuetes chocolateados Conguitos o la resurrección del periodista Manuel Chaves Nogales.

Invitamos a los interesados además a leer la completa entrevista de Víctor Muiña Fano al autor en la revista La Soga.


Los nuevos odres del nacionalismo español - Librería Rayuela
Los nuevos odres del nacionalismo español
Pablo Batalla Cueto
Trea, 2021
404 páginas
24 €


/ por Pablo Batalla Cueto /

Alonso de Entrerríos es un soldado sevillano de los Tercios, devoto de su rey y de su patria, temeroso de Dios. Amelia Folch, una joven catalana de buena familia, inteligente, culta y progresista, una de las primeras universitarias de España en el siglo XIX. Y Julián Martínez, un enfermero madrileño del SAMUR, trabajador noble y esforzado, escéptico por lo demás, carente de inquietudes políticas, religiosas o intelectuales. Reclutados por el Ministerio del Tiempo —institución secreta, dependiente de Presidencia del Gobierno—, forman una patrulla que se desplaza al pasado para evitar que cualesquiera individuos u organizaciones cambien la historia de España a su beneficio. Lo hacen a través de puertas intertemporales abiertas en un dédalo de corredores subterráneos, que el Gobierno custodia desde que el rabino mayor de Castilla transmitiera su existencia a Isabel la Católica a cambio de protección para él y su familia —aunque a la postre fue quemado en la hoguera— y posibilitan trasladarse a cualquier instante de la historia del país, desde la prehistoria hasta el pasado más reciente. Con estas premisas se estrenaba en febrero de 2015 una serie de Televisión Española creada por los hermanos Pablo (fallecido en 2014) y Javier Olivares: El Ministerio del Tiempo. Singular, fresca, distinta, concitaba rápidamente el parabién de la crítica y un éxito de audiencia estimable y estable, aparejado además —algo novedoso en una serie española— a un despliegue transmedia (desde podcasts hasta tebeos, uno de ellos protagonizado por Blas de Lezo) y un fandom muy activo en redes sociales: los ministéricos. La serie suma cuatro temporadas mientras se escribe este libro, la cuarta de ellas rodada con un presupuesto más abultado merced a un acuerdo con la plataforma de vídeo por streaming Netflix.

La idea —escribía el crítico Ferran Monegal— «roza lo genial». Alberto Rey la calificaba como «entretenida, divertida, original y valiente» y apuntaba que, sobre todo, «es inteligente y trata al espectador como si también lo fuera». Y de ella se iría alabando en general su combinación de aventuras, divulgación histórica y un «costumbrismo […] suave, aliñado con incontables detalles de humor», apoyado todo ello en una factura técnica meritoria tanto en la dirección de arte como en los efectos digitales, el vestuario o la fotografía. También —Natalia Marcos— ser una «serie didáctica» con la que «se aprende historia»: pone en escena a personajes poco conocidos de la historia de España, como Jerónimo de Aguilar, Emilio Herrera o la vampira del Raval, y ha rescatado dos obras olvidadas de ciencia-ficción, integrando sus tramas en la propia: El anacronópete, de Enrique Gaspar y Rimbau —publicada en 1887 y donde aparece una máquina del tiempo antes de que la imaginara H. G. Wells— y Un soldado español de veinte siglos, de José Gómez de Arteche (1874). De ella, sin embargo, no tardaron en hacerse evidentes, aunque fuera por los conductos de la banalidad, una visión y un aprovechamiento conservadores de la historia de España.

La mera misión del ministerio es ya elocuente: preservar la historia patria tal y como fue, ya frente a tejemanejes extranjeros, ya a sendas sociedades secretas, El Ángel Exterminador e Hijos de Padilla, que batallan por modificarla en sentido reaccionario y revolucionario y son presentadas como reflejos especulares, opuestas en sus ideas, pero igual de lunáticas, insufribles y sanguinarias. «Viajamos al pasado para proteger nuestro presente», sentencia el subsecretario Salvador Martí. La moraleja es conformista, prédica de reconciliación con el orden establecido resultante de ese pasado protegido como el tesoro de lo conocido, partero de un presente no ideal pero sí seguro, testado. Mansedumbre y unificación patriótica frente al denostado divisionismo de las ideologías: «Siempre quisimos contar —explica Javier Olivares— con una patrulla que uniese a la España moderna (que es Amelia Folch), la tradicional de honor y muerte (Alonso de Entrerríos) y la España escéptica harta de las dos Españas (Julián o Pacino [sustituto de Julián en la segunda temporada; un policía de los años ochenta]). Pero no queríamos que ninguno de ellos fuera menos que los otros: la idea es unir a todas las ideologías por un bien común».

Las propias cuadernas de la trama, los supuestos que demarcan lo que puede o no suceder, engendran un discurso conservador y hasta reaccionario, perennialista: las Puertas del Tiempo permiten trasladarse solo a territorio español y no, por ejemplo, a las colonias independizadas, pero sí a la cueva de Altamira en el Paleolítico Superior, cuyos artistas rupestres son españolizados igual que don Pelayo, la construcción del acueducto de Segovia, el caudillo lusitano Viriato o hasta los homo antecessor de Atapuerca. España es acá un ente, no ya centenario, ni aun milenario, sino antediluviano; una morada vital geológica o metafísica, preexistente a su propio nombre, a la conciencia de su existencia por sus habitantes y aun al surgimiento del homo sapiens. Tres milenios de historia le contaba a España, y ya era mucho contarle, Domínguez Ortiz: El Ministerio del Tiempo le atribuye, con García de Cortázar y su Historia de España: de Atapuerca al euro, al menos ochocientos. Ya eran España Castilla y Aragón, lo eran la Bética y la Tarraconense, los carpetanos y los vetones, podría ser que ya fueran España los dinosaurios de Teruel o la porción de la Pangea donde algún día se erguirán Villanueva de los Infantes o Cervera del Río Alhama. Puntillosa en resolver sus paradojas temporales, la serie no desenmadeja estos enredos jurisdiccionales: qué linderos deslindan, más allá de los cuales no conducen las puertas, las Españas ataporquense o altamirana.

Curiosa y, quizá, no impremeditadamente, estos momentos previos a la constitución histórica de España españolizados en cambio nunca vertebran la trama principal de los capítulos, sino que aparecen, jugando con la atención, la cultura y la complicidad del espectador, bien en referencias indirectas en un diálogo, bien en visiones fugaces al recorrer los pasillos de las puertas, bien en entremeses cómicos, como la historia de amor homosexual entre dos agentes llamados Mariano y Pepe y destinados justamente en Atapuerca. En una época que ha hecho de la ironía su fundamento, con el hipster como arquetipo, es frecuente que las cosas se digan en broma para decirlas en serio. Forma extrema de autodefensa, la ironía nos protege de la crítica de los demás a nuestras decisiones vitales, morales, estéticas, políticas. El digital satírico El Mundo Today lo ilustraba así en una de sus noticias, siempre tan falsas como verosímiles: «Un millón y medio de hipsters votará al PP desde la ironía, según Demoscopia».

La ironía también puede construir nación. La Movida madrileña, mitificado movimiento contracultural de los años ochenta (en el que Javier Olivares fue redactor jefe de la emblemática La Luna de Madrid), lo hizo con desenvoltura y aparece de forma recurrente en El Ministerio. Lo hace ya como telón de fondo —como cuando los agentes viajan al año 1981 a asegurar el traslado del Guernica a Madrid—, ya como un tesoro más de la historia nacional que el ministerio considera crucial salvaguardar, como cuando dos agentes son enviados a convencer a Pedro Almodóvar de que contrate a Antonio Banderas como protagonista de Laberinto de pasiones. Aquellos artistas reciclaban las iconografías religiosa, militar o nacionalista española; alumbraban un
rock torero de oscuras resonancias («viva la muerte/ con la luger en la mano,/ sangre española rodó rabiosa de su sien», cantaban los Gabinete Caligari en Sangre española, una canción sobre la muerte del matador Juan Belmonte) o musicaban el sueño de un renacido Imperio español sin atardeceres y todo lo hacían humorísticamente, pero sin que ello impidiera que El imperio contraataca, de Los Nikis («1582:/ el sol no se ponía en nuestro imperio…»), se convirtiera en himno informal de la ultraderecha española.

Hay discurso ideológico en la simple estadística de qué personajes, hechos y épocas son representados, y con qué frecuencia, y cuáles no, en El Ministerio; en, por ejemplo, la aparición recurrente de Adolfo Suárez, santificado hasta lo sonrojante, o Francisco Franco, a quien los agentes deben salvar de un intento de asesinato, pero la incomparecencia de Manuel Azaña, Francisco Largo Caballero o Juan Negrín. No hay hueco en esta me-moria mediática para los dirigentes de la Segunda República, y si lo hay para republicanos como Federico García Lorca o Clara Campoamor, es solo tras desactivarles toda potencia disruptiva respecto del discurso del setenta y ocho, y aun hacerlos servir a su validamiento. Lorca —que ha aparecido ya en la primera temporada diciéndose homosexual, pero manifestando odiar los «afeminamientos»— llega a rehusar salvarse de su propio fusilamiento tras ser llevado por el agente Julián a un concierto de Camarón de la Isla en la Granada de 1979 y escuchar, musicada, su La leyenda del tiempo. «¿Tanto tiempo después España se acuerda de mí? Entonces, he ganado yo, no ellos. Dejemos las cosas como están»: puede ser el extracto más sucinto de la filosofía de la serie ese «dejemos las cosas como están» que cuesta imaginarle al poeta, hombre comprometido que había firmado un manifiesto en apoyo del Frente Popular, preocupado por el triunfo del nosotros y no solo por el del yo. «En un contexto en el que todavía se debate si todas las víctimas del franquismo merecen ser recordadas, la presentación de un Lorca de trazos gruesos, despolitizado, que habla en primera persona del singular apelando a su memoria personal y artística, resulta una elección cómoda: la de quien nos conmueve no tanto por lo que hizo en vida sino por ser y aceptar ser víctima», se escribía, disintiendo del entusiasmo hacia esta escena, en un artículo colectivo en el diario El Salto.

Escena de El Ministerio del Tiempo en la que Federico García Lorca asiste a un concierto de Camarón de la Isla

El Ministerio es una serie para el orden; una «recreación del pasado [que] alimenta una nostalgia prêt-à-porter, [y] no busca en él semillas de transformación», criatura clara de la Cultura de la Transición. Guillem Martínez y otros autores bautizaron así la lógica cultural desmovilizadora edificada sobre la derrota de los movimientos obrero y contracultural; «organización de lo visible, lo decible y lo pensable» (la «Matrix cañí», la llama con humor Amador Fernández-Savater) con que el régimen del setenta y ocho se procura una cultura domesticada y domesticante, tutelada y tuteladora, alérgica a expresiones sociales disidentes, invisibilizadora de memorias alternativas, garante de que «una novela, una canción, una película, un artículo, un discurso, una declaración o una actuación política» estén «absolutamente pautados y previstos» y alimenten un mismo conjunto de valores funcionales al sistema: estabilidad, consenso, moderación. La CT es —escribe Fernández-Savater— una

«[…] fábrica de la percepción donde trabajan a diario periodistas, políticos, historiadores, artistas, creadores, intelectuales, expertos, etc. Lo que allí se produce desde hace más de tres décadas son distintas variantes de lo mismo: el relato que hace del consenso en torno a una idea de la democracia («representativa, liberal, moderada y laica») el único antídoto posible contra el veneno de la polarización ideológica y social que devastó España durante el siglo XX. Ese consenso funda un «espacio de convivencia y libertad» que se presenta a sí mismo como algo frágil y constantemente amenazado por la posibilidad del terror (golpe militar, ETA, ruptura de España, etc.). La CT es la siguiente alternativa: «normalización democrática» o «dialéctica de los puños y las pistolas». O yo o el caos».

Que de esta factoría de docilidad fueran, no gobiernos conservadores, sino los del psoe de Felipe González los autores no es algo a lo que cueste encontrar explicación. El felipismo fue el conservadurismo de izquierda de un establishment nuevo conformado por la contundencia de las victorias de aquel PSOE que sostuvo las riendas, no solo del Gobierno central con mayoría absoluta, sino también de casi todas las recién nacidas comunidades autónomas y las grandes ciudades del país. Una beautiful people que venía del antifranquismo, muchas veces de su oposición más radical (maoísta, trotskista, hoxhista), se convirtió en los ochenta —como describía Eduardo Haro Tecglen tras la muerte de su hijo, que le inspiró un artículo desgarrado sobre la generación bífida— en «la raza favorecida de los adaptados» que

«[…] acuden a los besamanos de los obispos, comen langostinos, llevan pianos a sus despachos, tienen moquetas […], tienen escoltas, compran fraques, usan Visa Oro, viajan en Concorde, eligen trajes y corbatas de buen paño y buena seda, tienen asesores de imagen, cambian de esposas en busca de la riqueza, la elegancia o la popularidad [y] segregan unos seguidores que crean a su imagen y semejanza —lealtad y langostinos— y que ocupan los vigorosos puestos delegados del poder».

Aquellos hombres sacralizaron la democratización superestructural del franquismo que les había permitido acceder al poder y sus prebendas, confundiendo —apunta Juan Andrade— «su memoria particular de los hechos con la historia general de la Transición» y atribuyendo al proceso «una bondad paralela al ascenso social y profesional que ellos experimentaron». Cuando ese régimen se resquebraje —escribe Xandru Fernández en Las horas bajas se mostrará como una generación que

«[…] identifica el curso del tiempo y de la historia con su propio desarrollo y envejecimiento, e identifica también su progresivo apartamiento de los ámbitos de decisión con la pérdida de legitimidad de las instancias de decisión que hasta hace poco controlaba; en consecuencia, ve cumplirse en ella misma la profecía de que el progreso se ha detenido y traslada a las generaciones más jovenes esa certi-dumbre, que a la larga obstaculiza e incluso impide la invención de formas nuevas de expresión, deliberación e intervención política».

Temía entonces esta generación —y sigue temiendo hoy— una democratización más radical que se volviera contra ellos como nuevos dioses olímpicos de un régimen que, del anterior desde el cual había evolucionado de la ley a la ley, solo había desbaratado una de sus infamias, la del partido único, y mantenía intacta otra serie de ellas: desde la opulencia de dinastías empresariales que habían amasado sus fortunas al calor del franquismo, beneficiados por el trabajo esclavo de la posguerra, y ahora agasajaban con mordidas y regalos a los nuevos señores, hasta el reciclaje de los torturadores como soldados y generales de la lucha antiterrorista o represores de lo que López Aranguren llamaba «izquierda neocontestataria». Transidos por aquel miedo, se sumaron, caracterizaba Vázquez Montalbán, a una «ofensiva cultural neoliberal desacreditadora de la dialéctica y de la crítica, y legitimadora de la fatalidad intrínseca de la realidad y la internacionalización capitalista del sentido de la historia y de la cultura». Su contribución fue abrir las puertas de Radiotelevisión Española y derramar una lluvia dineraria sin parangón sobre cualquier expresión artística de aire
moderno, pero carácter desmovilizador en última instancia: el hedonismo gamberro, pero a- o antipolítico, de los chicos de la Movida, transgresores sin subversividad o rebeldes no contestatarios enredados en drogadicciones, provocaciones estéticas y epatamientos del burgués, no ya inofensivos, sino útiles para el sistema, que reconduciendo las pulsiones rebeldes de la juventud hacia una inanidad colorista alejada de «la murga protestona de los cantautores» —como dijera uno de los responsables del emblemático bar Penta de Madrid— se aseguraba de que no se volvieran en su contra.

Parafraseando una famosa cita del general fascista Millán-Astray sobre echar mano de su pistola cada vez que escuchaba la palabra cultura, Sánchez Ferlosio ironizaba sobre esta manirrotura resumiéndola así: «Siempre que escucho la palabra cultura, echo mano de mi chequera». Pero la zanahoria pendía de un palo: subvenciones, premios, honores y cercanía a los poderosos eran concedidos con la condición de que la cultura no se metiera en política salvo para darle la razón al Estado. Como escribe César Rendueles, «escuchando la música madrileña de principios de los años ochenta cuesta imaginar que fuera contemporánea de los brutales conflictos laborales de la desindustrialización, de asesinatos de ETA cada semana, de los inicios del terrorismo de Estado o de una epidemia de consumo de heroína que arrasó el país». La movida se articulaba de manera explícita como opuesta a la tradición folk, que denostaba —escribe Ferran Archilés— a partir de «una construcción discursiva sobre lo hippy que sirvió como comodín» y de una «reversión» del código progre, en palabras de Gérard Imbert. Aunque se recolectaran elementos de la cultura de masas tradicional como los toros o la copla, esta ligazón de lo popular y lo moderno tenía menos que ver, a juicio de Archilés, con el interés genuino de la Generación del 27 o Vázquez Montalbán que con una «voluntad infantil de transgresión de los códigos que más molestaban a la izquierda clásica».

La memoria republicana y antifranquista llegó a resultar muy incómoda a aquel «grupo de jóvenes nacionalistas» que González presumía de liderar. Uno de sus miembros más representativos, José Bono, hará desfilar, siendo ministro de Defensa, a un veterano de la División Azul al lado de otro de la Leclerc en la parada militar del 12 de octubre de 2004 en Madrid, y manifestará así su desprecio por los derribos de estatuas de Franco: «No quiero hacerle un juicio al pasado […] estoy muy orgulloso de haber luchado contra Franco, pero no estoy en disposición, treinta años después, de creer que mi enemigo es Franco». No se volvieron franquistas estos patricios, pues sobre su militancia antifranquista habían edificado su bienestar, pero repelían un antifranquismo vivo contra herencias de la dictadura de las que disfrutaban, a veces, de un modo obsceno, como cuando González comenzó a usar el Azor, antiguo yate del Caudillo. La doble liberación de la movida, ni Franco, ni hippies, les interesaba literalmente: sin Franco, para utilizar su yate; sin hippies que denuncien que un socialista use un yate, y sea el de Franco. Y junto a los conservadores de derecha, se volvieron cancerberos de la Constitución que habían redactado, convirtiéndola en texto sacro del que es blasfemia proponer la menor modificación, pues una sola coma que se le cambie —advierten— arrumbará su delicado equilibrio y abocará a las viejas sarracinas cainitas. La Constitución es la que es: tal vez no perfecta, pero la única sensata. Y es así que, en el tiempo en el que Francia o Alemania han enmendado la suya docenas de veces, el sarcófago de la española solo se abrió en 1992 para extender a los extranjeros el sufragio pasivo en elecciones municipales y en 2011 para modificar, merced a un pacto PP-PSOE, su artículo 135 para que la deuda pública prevalezca frente a cualquier otro gasto en los presupuestos generales.

El Ministerio del Tiempo refleja otra de las dimensiones de la Movida: cómo en aquel rechazo doble al franquismo y al antifranquismo prendió un enaltecimiento vacuo de la modernidad; de una modernidad identificada meramente con el consumo y la libertad sexual y cuyo elogio iba aparejado a una condena enérgica, pero superficial, de lo reaccionario. La segunda temporada se cierra con Felipe II aprovechando la posibilidad de traspasar el eje temporal para construir un imperio eterno y convertirse en rey de su siglo y los posteriores, tirano inmortal de un régimen ultracatólico, machista y homófobo. Y los comportamientos trasnochados de Alonso de Entrerríos suelen ser motivo de burla, convirtiendo a este personaje en caricatura de un nacionalismo anticuado, retrógrado. Es, en todo caso, una burla cariñosa, compatible con transmitir que ese españolismo reaccionario puede ser una energía positiva si se lo canaliza de forma adecuada (¿como a los torturadores de Franco?).

En la serie se escuchan alegatos feministas contra cuestiones como la brecha salarial, se otorga protagonismo a personajes femeninos como Folch, Irene Larra —una agente lesbiana— o Lola Mendieta, se rescata a figuras como Las Sinsombrero y se alude al drama de la violencia de género en varias ocasiones. Pero la serie no llega, tampoco aquí, un milímetro más allá del consenso CT, que ha ido incorporando aquellos elementos del discurso feminista compatibles con un punto de vista liberal-conservador: la defensa elemental de que no haya obstáculos al medro de mujeres brillantes, de que tengan derecho al voto, de que cobren el mismo sueldo que un hombre por el mismo puesto y, por supuesto, de que no sean agredidas, pero no una exploración más ambiciosa de las raíces del patriarcado, ni la vindicación de logros más inasumibles para la derecha. Ni siquiera de aquellos que podrían ser presentados como hitos patrióticos; avances en los que España fue pionera: la serie pone en escena a Clara Campoamor, heroína del sufragio femenino, pero es inimaginable que encomiende a sus agentes salvar a Federica Montseny para que, como primera mujer ministra de Europa occidental, impulse en plena guerra la ley del aborto más avanzada del continente.

Hay una creencia en el papel capital de las grandes personalidades en la dirección del progreso histórico que en El Ministerio es también característicamente CT. Los agentes deben salvar al Empecinado, insigne guerrillero, de ser asesinado por viajeros intertemporales franceses, en cuyo caso Napoleón podría ganar la guerra de la Independencia, o asegurar, por las mismas fechas, el nacimiento de un antepasado de Adolfo Suárez, quien de no nacer no será el piloto de la transición democrática. «Sin Suárez, no hay transición», sentencia el subsecretario Martí; y en la siguiente temporada, los agentes vuelven a tener que asegurar la elección del abulense como presidente. La Transición es presentada como un regalo de élites generosas a un pueblo pasivo en lugar de la consecuencia inevitable, con Suárez o sin él, de la presión de la oposición y el movimiento obrero o un anhelo de entrar al Mercado Común europeo que topaba la negativa de este a admitir en su seno a una España dictatorial.

En la serie tampoco hay hueco para exploraciones intrépidas y autocríticas del envés tenebroso del discurso y la moraleja propios; y no sucede que este ministerio consagrado a la conservación desapasionada de la historia, y de la luctuosa tanto como de la halagüeña porque ambas generaron el presente que se quiere proteger, se encargue, póngase por caso, de asegurar —y es un hito clave de la Transición, que aceleró la legalización del partido comunista— que un comando ultraderechista asesine en 1977 a los abogados laboralistas de Atocha, uno de ETA liquide al inmovilista Luis Carrero Blanco, presidente del Gobierno, en 1973 u otro mate al concejal popular vasco Miguel Ángel Blanco en 1997 (y desate, con ello, el movimiento cívico de repulsa que significará el principio del fin de la banda terrorista). Tampoco sucede que capítulos dedicados a las guerras de Cuba y Filipinas sirvan para vehicular una reflexión crítica sobre el pasado colonial español. Como escribía Jaime Alvar Ezquerra en 2015, la historia que El Ministerio cuida no es la que fue, sino la que conocemos, el relato canónico familiar para la audiencia; una narración «acabada e inexorable, como la tragedia griega», en la que es «principio fundamental» que «lo que está escrito para cada cual ha de cumplirse sin posibilidad de alteración», y que «un buen patriota ha de amar» y ver como «dramáticamente hermosa, singular gracias a sus héroes, modelos o antimodelos para el tiempo presente». Nada merece cambiar y «los desperfectos se arreglan con un guiño al espectador, una gracieta intergeneracional, que dé la apariencia de cierta iconoclasia, una burla sin sobredosis de acidez, para captar a los jóvenes díscolos sin herir a sus mayores».

La CT, como todas las cosas bien hechas, es resiliente, adaptable a coyunturas cambiantes. Y si durante mucho tiempo hizo un mantra del no mirar al pasado, solo al futuro, ha sido capaz, sin embargo, de adaptarse a este tiempo retrómano, hambriento de pasado, alumbrando una versión historicista de sí misma; un
sí mirar al pasado para buscar en él mitos que refuercen peroratas que antes no los necesitaban. El Ministerio del Tiempo es un ejemplo, pero hay otros, y entre ellos, la «resurrección» —así referida habitualmente— de un periodista andaluz del tiempo de la guerra del treinta y seis: L, republicano liberal que, fiel, al inicio de la contienda, al Gobierno legítimo, se horroriza por la sevicia de las «cuadrillas de asesinos [que] ejercían el terror rojo en Madrid» y huye de España en 1937, seguro de haber contraído «méritos suficientes para haber sido fusilado por los unos y los otros». En Santiago de Chile, escribe A sangre y fuego, acerba diatriba contra «la estupidez y […] la crueldad» que había esparcido en su patria la «peste» del comunismo y del fascismo. En los dos bandos —clama— «idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión»; la misma «barbarie» representan «los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de Falange, que […] los analfabetos anarquistas o comunistas».

Manuel Chaves Nogales

«El rescoldo de su memoria —escribe Luis Felipe Torrente— permaneció agazapado durante todo el franquismo, la Transición, los primeros gobiernos socialistas y los de las burbujas populares. Pero allí, en el tendido alto de sombra, seguía, con su pelo crespo sobre unos ojos verdes y vivaces, esperando paciente su momento, Chaves Nogales». Y de pronto, el momento llega. Su nombre suena ahora por doquier. Se organiza una exposición y Libros del Asteroide reedita sus obras completas. Sin duda, lo merece. Periodista de raza, es El hombre que estaba allí, como titula un documental: las dos guerras mundiales, la matanza de Casas Viejas, la revolución asturiana de 1934, la Italia de Mussolini, la Unión Soviética, la Alemania nazi, donde entrevista a Goebbels. Tras su huida de España, recala en París y luego en Londres, y escribe La agonía de Francia, una cumbre de la literatura sobre la segunda guerra mundial. Ignacio F. Garmendia, responsable de la antología, habla del «rescate más espectacular de la reciente historia de la literatura española, una verdadera resurrección cuyo mejor exponente es el hecho de que comienzan a oírse voces que dan su obra por consabida». Chaves es uno de esos autores de los que «se ha hablado tanto sobre sus argumentos que no parece necesario leerlo, como nos pasa con clásicos a la altura del Quijote».

Esta resurrección cuenta entre sus propiciadores a una buena porción del star system de la CT, todos los cuales ensalzan a Chaves como santo patrón de la tercera España: un Olimpo sublime —permítasenos maliciar— en el que un puñado exquisito de almas sensibles, librepensadoras y antisectarias equidistan cuidadosamente entre el autor del Romancero gitano y quienes le dispararon «dos tiros en el culo, por maricón». Rescatan a Chaves Félix de Azúa, que escribe que «de haberse humillado ante la burocracia estalinista, ahora le estarían dedicando plazas. Y de haber galleado con los fascistas, ya las tendría»; Arcadi Espada, Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, para quien Chaves representa la no caída en la «seducción venenosa del totalitarismo»; Arturo Pérez-Reverte o Andrés Trapiello, de quien Torrente dice que «empezó hace veinte años y probablemente no haya dejado de nombrar a Chaves Nogales ni un solo día desde entonces». Pero el rescate no parece del todo desinteresado, preocupado nada más que por rendir justicia a un personaje de talla. José Luis Garrot considera a Chaves el «icono del nuevo revisionismo historiográfico»: los elogios que se dispensan, los énfasis hechos, revelan un objetivo político; la asignación de una misión muy concreta al fantasma del reportero. Garmendia defiende que el «discurso conciliador» del sevillano es una necesidad cuando «vuelven esas pulsiones frentistas que vemos cada día en la política».

Chaves, después, llega a los parlamentos. La Junta de Andalucía, gobernada por el PP, introduce un programa didáctico con textos suyos en los colegios para «combatir los extremos» y, en febrero de 2021, Ciudadanos lleva al Congreso de los Diputados la propuesta de extenderlo a toda España. Guillermo Díaz —a quien ya hemos conocido lamentando la falta de homenajes oficiales al primer ejército colonial que usó gas contra población civil— defiende la moción como la posibilidad de celebrar pedagógicamente a esa tercera España «arrasada por los extremismos». Y se aprueba con los votos a favor de PSOE, PP y Vox: Podemos se abstiene y los partidos nacionalistas votan en contra. Insólita unidad, aunque no muy rocosa: el PSOE defiende que «Chaves no pertenecía a esa tercera España. Fue republicano hasta el final». Y Vox, que «no se debe incurrir en una visión beatífica de la tercera España […] Chaves, por ejemplo, no advirtió a tiempo la radicalización revolucionaria de la izquierda que nos llevaría a la guerra».


Pablo Batalla Cueto. Fotografía de José Migoya

Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, NevilleCrítica.cl, La Soga, Nortes y LaU; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. Ha publicado los libros Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ (2017) y La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (2019).

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