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Conspiranoia, entre la risa y el miedo

Jon Ureña Salcedo desentraña los mecanismos del funcionamiento y el éxito de las teorías de la conspiración, repasando los trabajos más interesantes sobre el fenómeno.

/ por Jon Ureña Salcedo /

—La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o pocos más desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer, que esta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra.

—¿Qué gigantes? —dijo Sancho Panza.

Miguel de Cervantes: Don Quijote de la Mancha, VIII


El 6 de enero de 2021 se produjo el asalto al Capitolio, el primero al edificio del Congreso de Estados Unidos en más de un siglo desde la conocida como quema de Washington el 24 de agosto de 1814. Entre la confusión y el caos que inundaron las pantallas digitales de todo el globo durante la retransmisión del acontecimiento, un pequeño detalle —en apariencia cómico en medio de la gravedad del asunto— no pasó desapercibido: uno de los asaltantes portaba una extraña bandera. No es inusual que en un intento de toma de una institución política por parte de una multitud aparezcan banderas, pero en este caso no se trataba de ningún tipo de enseña estadounidense, ni siquiera un emblema que representase un territorio realmente existente. Era la bandera de Kekistán, un país ficticio-paródico creado por los simpatizantes de la alt-right estadounidense en el polémico foro 4chan, en torno a una oscura deidad egipcia —Kek—, por su similitud con el personaje de la rana Pepe, del que también venía apropiándose la extrema derecha en EEUU. Los partícipes de estas comunidades de internautas crearon todo un relato profético en torno a la deidad y el poder de lo que llaman magia memética, hasta el punto de atribuirse la victoria presidencial de Donald Trump en 2016. En los últimos años, ciertos tablones de foros como 4chan y todo el undergorund cultural del que forman parte han constituido un elemento de la mayor relevancia en la política estadounidense y, por extensión, mundial. De las profundidades de este underground cultural nació QAnon, la teoría de la conspiración que en parte animó los sucesos del 6 de enero. No parece raro que, en estas circunstancias, un concepto como el de mito recobre una particular relevancia y que una aproximación a la noción de teoría conspirativa o conspiranoia tenga una gran capacidad explicativa para una adecuada comprensión del momento político y de qué contornos presentan las subjetividades que lo habitan.

Como ocurre con muchos otros conceptos fundamentales de las humanidades o las ciencias sociales, mito es un término que, incluso en su uso cotidiano, carece de sentido unívoco. Habitualmente se utiliza mito o alguno de sus derivados para desacreditar la afirmación del interlocutor, relacionando lo expresado por este con la falsedad, lo arcaico o lo caduco. Igualmente, el discurso cotidiano suele etiquetar como mito a personajes destacados que consiguen la excelencia en sus ámbitos. Así, mito es al mismo tiempo una afirmación falsa susceptible de ser desmontada y esclarecida por la razón (por una concepción particular de la razón, pretendidamente limpia y libre de patógenos mitológicos) y un tipo de personaje (o, cada vez menos, conjunto) superlativo y excepcional, que ha logrado erigirse en medio de lo común circundante y a quien sería adecuado admirar, loar y, en la medida de lo posible, imitar (siempre y cuando no se nos caiga). Esta contradicción al interior de los sentidos cotidianos del término mito remite relativamente a dos tipos de concepciones históricas opuestas del mismo. Frente al optimismo ilustrado, en ocasiones ingenuo y desmesurado, que veía en los mitos prejuicios cristalizados, relatos de la infancia de la humanidad que es posible y preciso abandonar en favor del concepto de lógos, la óptica romántica concibe el mito como fuente originaria de cuyas aguas sería preciso beber, en tanto que constituye expresión de una fuerza vital. En contraposición a la dimensión teleológica de la fe ilustrada en la juventud de la verdad, que supone que la verdad de una ciencia se encontrará tanto más nos acerquemos hacia el futuro, el Romanticismo opone la consecuencia lógica que de ello se deriva: una duda más que seria sobre la naturaleza racional del ser humano, dificultando sobremanera la confianza en su presente y su futuro. Así, el romántico se toma muy en serio la inconsistencia y la falta de rigor de los mitos en tanto que su modo específico de esconder verdades ancestrales.1

Por ello resulta interesante la aproximación al mito de un autor como Hans Blumenberg. Frente a las concepciones ilustrada y romántica del mito que presumen su naturaleza originaria, ya sea con voluntad de finalización o recuperación, el autor de Lübeck excluye ambas: el mito es precisamente una operación contra lo originario. Para describir ese estado originario, recurre al concepto de absolutismo de la realidad, relativamente análogo al estado de naturaleza2 característico de las teorías clásicas del Estado y cuya utilización se justificaría, como en ellas, según las funciones teóricas que puede desempeñar. En este sentido, la voluntad de Blumenberg es la de ser congruente con el núcleo común de las teorías antropogénicas, que sitúan el origen de lo humano en el abandono de una forma de vida declinante caracterizada por el ocultamiento y la adaptación en el interior de la selva, en favor de la dramática expansión del horizonte que se derivó de la toma de una postura erguida y bípeda. Ese horizonte hasta entonces ignoto se convierte, en consecuencia, en una línea fronteriza desde la que podían provenir, desde cualquier dirección, amenazas hasta entonces desconocidas, sin nombre. El absolutismo de la realidad, por tanto, denota esa situación primigenia de angustia, que exige una labor de anticipación a fin de racionalizarla en forma de miedo, lo cual no se produce mediante la experiencia o el conocimiento, sino que más bien sucede, con sus palabras: «en virtud de una serie de artimañas, tales como, por ejemplo, la suposición de que hay algo familiar en lo inhóspito, de que hay explicaciones en lo inexplicable, nombres en lo innombrable». De este modo es como se rechaza, se conjura, se reblandece y se resta potencia a lo invisible: corriendo ante ello, «como un velo, otra cosa».3

Es por ello que Blumenberg entiende que la frontera entre mito y lógos es imaginaria, tratando la ecuación «del mito al lógos» como preñada de una peligrosa ignorancia y afirmando que el mito es, precisamente, «muestra del trabajo, de muchos quilates, del lógos».4 La función del mito es, por tanto, la de distanciar y dividir el poder absoluto con el que se manifiesta una realidad que se percibe como radicalmente carente de coordenadas desde las que capturarla intelectualmente. Sin esa distancia respecto a una realidad de tal naturaleza, en consecuencia, no puede brotar ni desplegarse algo que merezca el nombre de razón ilustrada. Por tanto, los mitos son para Blumenberg técnicas de abolición de la arbitrariedad que se sirven de la prolijidad, el rodeo y la repetición para hacer que las fuerzas que gobiernan el mundo queden sujetas a repartos de poderes, codificación de competencias y regulación de relaciones. Sin embargo, la fuerza de la tradición mitológica radicaría en su renuncia a ser consecuente y su distanciamiento de todo tipo de rigor, ya sea en forma de fe, temor, exactitud o sistematización.5 Frente a ello, el concepto de dogma, al contrario, tiende a la restitución ortodoxa, absolutista y homogénea. Mientras que el dogma es propenso a la abstracción y a lo absoluto, confiriendo un sentido, el mito se enfoca sobre lo concreto y lo particular, abriendo grietas desde los márgenes del sentido y permitiendo que broten las historias.

No obstante, los solapamientos son probables y bastante habituales: los mitos describen procesos de dogmatización y, viceversa, los dogmas suelen servirse de los medios del mito para subsistir. Algo de esto es precisamente lo que sucede, a juicio de Blumenberg, con la concepción de mito a la que se adhiere, por ejemplo, Georges Sorel. Para el filósofo de Lübeck, el enfoque soreliano del mito social supone reducir su sentido al mínimo posible, ya que, en vez de contar historias, se esfuerza por funcionar como un factor de exclusión, un precepto que establece lo que no debe ser, lo que ha de ser repudiado. En este sentido se produce una convergencia con el dogma, técnica privilegiada para la exclusión de herejías.6 El mito no es para Blumenberg una forma de legitimación del poder político como pretenden los mitos políticos, los cuales —más que productos libres de la imaginación— serían fabricaciones, artefactos obligados a dogmatizarse en respuesta a un deseo de sentido absoluto; o, por decirlo en los términos de su maestro, Ernst Cassirer, ametralladoras, resultados de una técnica política que busca —como un dogma— fusionar todo en un bloque homogéneo. La función originaria del mito, sin embargo, no consiste para Blumenberg en conferir sentido (siempre con connotaciones de univocidad), sino en abrir un espacio para las historias (un estallido de lo múltiple).8

Otro solapamiento relevante entre mito y dogma sucede con la teodicea. La teodicea tiene que ver con la descripción de Dios, sus atributos y sus relaciones con la humanidad. Habitualmente se asocia la teodicea con las justificaciones de la bondad de dios, viéndose en consecuencia conminada a tener que explicar la existencia del mal en el mundo. Así, el dogma del cristianismo primitivo, que comenzó estableciendo que la batalla contra el mal había sido ganada y que un mundo nuevo ya brotaba en las comunidades que abrazaban su fe, tuvo después que administrar la tensión inherente a la postergación de la parusía, un aún no que sin embargo seguía estableciendo la inminencia escatológica y que, por tanto, seguía encadenándose a la necesidad de dar cuenta de esa ineludible dilación. Para Blumenberg, «el desvanecimiento de la escatología ofrece espacio para que arraigue la mitología» y las preguntas que habían sido despojadas de su sentido ante el inminente final regresarán, inexorablemente, cuando la cercanía de lo último y lo definitivo se disipe parcialmente. Friedrich Nietzsche apuntó a algo parecido en uno de los aforismos de Más allá del bien y del mal señalando que el dueño de una casa en llamas olvida su necesidad de alimento, «sí, pero se desquita luego haciendo una comidita sobre las cenizas».9 De este modo, el dogma cristiano se sirvió, a juicio de Blumenberg, del medio mítico del rodeo y su naturaleza sinuosa para explicar aquella postergación del evento último del plan divino.

De una forma relativamente análoga, las teorías conspirativas constituyen relatos en los que late una pulsión semejante a la de la teodicea: de lo que se trata es de explicar el mal. Las teorías de la conspiración, en definitiva, dan cuenta de las acciones de presuntos malhechores, estableciendo una divisoria entre una élite minoritaria y maligna que conspira contra la mayoría indefensa e ignorante. La función de administración de la dilación del apocalipsis también está presente en las conspiranoias. Desde la esfera QAnon, por ejemplo, una vez que el asalto del 6 de enero fracasó y que Joe Biden finalmente tomó posesión días después, comenzó a anunciarse un gran evento inminente que supuestamente acabaría con toda la élite demócrata, woke, judía (siempre vuelve), degenerada, satánica y pedófila en Guantánamo (seguido de unos juicios de Nüremberg 2.0), y con la representación de una especie de segunda venida crística en la imagen de la resurrección de Donald Trump. Cada vez que vence un nuevo plazo y la realidad refuta los vaticinios, desde la órbita de QAnon brotan nuevas vueltas de tuerca, nuevos relatos teodiceicos que, mediante nuevos conjuntos de rodeos, siguen haciendo saber la llegada del esperado día del juicio y manteniendo la tensión escatológica. Así, el desvanecimiento de la proximidad del evento final abre espacio para que la sinuosa forma mitológica del rodeo tome su lugar.

La mayoría de estudiosos sobre teorías conspirativas coinciden en considerar como obra seminal The paranoid style in American politics (1964) de Richard Hofstadter, en la cual se relacionan los relatos conspirativos con grupos minoritarios, procediendo a una lectura patologizante de los mismos. Desde entonces, un número considerable de aproximaciones han tratado de recibir críticamente la perspectiva patologizante de Hofstadter y aquellos en su estela. Fundamentalmente, desde la década de 1990, aproximaciones que hacen pie en los estudios culturales,11 la teoría crítica o el psicoanálisis11 se han propuesto comprender el atractivo de este tipo de relatos como herramientas con las que las poblaciones han tratado de dotar de sentido a un mundo gobernado por una creciente incertidumbre y en acelerada transformación. Muchas de estas aportaciones son deudoras de la concepción de Fredric Jameson acerca de la función de las teorías conspirativas como «mapeos cognitivos»12 plebeyos y populares, intentos desesperados por representar el sistema del capitalismo contemporáneo, ya sea de forma distorsionada. En este sentido, son habituales las referencias a la gobernanza neoliberal, la globalización o la aceleración tecnológica como factores que estimularían este tipo de arreglos epistemológicos de urgencia.

En grado extremo, algunos autores han procedido a una lectura demasiado caritativa de este tipo de modos de interpretación de la política y el poder, en tanto que vehículos adecuados de movilización política dado su potencial de oposición retórica al orden establecido. No obstante, son numerosos los estudios que vinculan la mentalidad conspirativa con un menor compromiso político y una desincentivación de la participación, al menos en cuanto a formas normativas y aceptadas de participación política. Muchos de estos acercamientos, más enfocados en la comprensión que en la patologización de las teorías de la conspiración, igualmente, han apuntado al factor del deseo para explicar su atractivo. En este sentido, de manera similar a la lacaniana noción de deseo, en la que su completa satisfacción es siempre demorada, el deseo conspirativo, antes que con la voluntad de saber y certeza, estaría relacionado más bien con una voluntad obsesiva de búsqueda13 y duda, en la que siempre quedan nuevos detalles aún desconocidos que integrar en la imagen de un enemigo cuyo rostro nunca se desvela por completo. En cualquier caso, una duda de esta naturaleza solo puede sustentarse en la férrea certeza, a salvo de toda duda, de que existe una conspiración. Así, de la misma forma que el cínico que se permite hacer mediante la distancia dubitativa respecto a las actividades en las que se ve involucrado, esta forma ritualizada de duda constante frente a todo (todo es mentira salvo eso) obstaculiza la percepción de las formas concretas en las que se estructura realmente el poder (dado que aparecen como una potencial mentira más de la que es preciso dudar) y, finalmente, termina reforzando el statu quo del que retóricamente se desmarca.14

Como se ha dicho, un buen número de aportaciones recientes a la cuestión de las teorías conspirativas coinciden en apuntar hacia factores como la gobernanza neoliberal o la globalización.  En los últimos años, además, se ha planteado, con distintos matices, la existencia de cierta relación tensa a la vez que solidaria entre neoliberalismo y populismo. Por otro lado, tanto las teorías conspirativas como el populismo operan, de distintas formas, con una divisoria élite-pueblo. Asimismo, como se ha expuesto, teoría conspirativa y teodicea coinciden funcionalmente en cuanto a que constituyen explicaciones del mal. En consideración de todo esto, resulta particularmente sugerente la reciente obra de José Luis Villacañas Neoliberalismo como teología política.15 En ella, Villacañas establece una cartografía del dispositivo de poder neoliberal de naturaleza dual. Por un lado, un poder mundial estratégico (instituciones de gobernanza) que define una verdad; y, por otro, una dominación local (estatal) que aplica esa verdad concretamente en sus dimensiones objetivas (en la infraestructura productiva, las estructuras de capital y las leyes estatales concretas) y subjetivas (en cuanto al dispositivo de libertad relativo al psiquismo libidinal y pulsional).16 Para Villacañas, aquel poder mundial es opaco, invisible y de naturaleza nouménica. Un soberano anónimo que genera una segunda naturaleza que los estados traducirán y aplicarán local y coactivamente; y a la que los sujetos deben adaptarse para ingresar en la comunidad de salvación-normalización neoliberal. Aquel poder mundial desprecia el cuerpo como portador del principio de muerte del sujeto (que regresará y será administrado en forma de terror) en favor de la exclusiva excitación del psiquismo en la forma de un goce percibido como infinitamente renovable en una cantidad ilimitada de opciones de consumo. Terror y plus-de-goce17 configuran la fórmula del poder mundial invisible de la gobernanza neoliberal, lo cual, por cierto, recuerda a aquella ecuación electoral ganadora del neoliberalismo madrileño: una caña con quien queramos y a la hora que queramos como colofón al inexorable sufrimiento diario.

Por tanto, el ingreso en la comunidad de salvación neoliberal ha de estar mediado por la adaptación del sujeto, el cual debe integrar la razón económica como norma suprema y proceder a una correcta capitalización de sí mismo expresada en valor de crédito, es decir, en su capacidad de reducir la incertidumbre a futuro. De manera semejante a como la duda perpetua conspirativa refuerza sin embargo el statu quo que cree enfrentar, la apertura aparente del neoliberalismo al cambio, en forma de una exigencia de adaptación constante, lleva aparejada la obsesión por reducir la incertidumbre en el tiempo y por una evolución controlada que, en última instancia, excluye una verdadera heterodoxia.18 Después de todo, there is no alternative. Los sujetos se convierten en pequeños capitales que compiten entre sí y, en consecuencia, deben volcar su atención obsesivamente hacia el exterior en busca de oportunidades y amenazas. Bajo estas coordenadas, la mentalidad conspirativa y paranoide parecería otorgar un plus competitivo. No es extraño entonces que, por ejemplo, Andrew Stephen Grove, exdirectivo de la compañía Intel, publicase en 1988 —en pleno desfile triunfal del neoliberalismo— una obra titulada Only the paranoid survive: how to identify and exploit the crisis points that challenge every business. La paranoia como conducta competitiva y ganadora. Sin embargo, en un contexto de crisis del neoliberalismo, en el que sus promesas de libertad y salvación chocan con lo real del incremento obsceno de la desigualdad, el agotamiento ecológico o la enfermedad mental, las teorías conspirativas —en ausencia de otras alternativas— parecerían sobre todo atractivas para los perdedores, para aquellos que ven postergado su ingreso en la comunidad de salvación neoliberal. De la misma forma que el dogma del cristianismo primitivo tuvo que lidiar con la inexorable postergación del fin de los tiempos, sirviéndose del medio mítico del rodeo en la forma de la teodicea, el neoliberalismo genera relatos conspirativos, objetos de consumo y alegorías mercantilizadas que excitan el psiquismo como roleplays subjetivos de resistencia y que, como teodiceas, dan una explicación del mal y dotan de sentido al incumplimiento o la postergación del sueño de salvación neoliberal.

La teodicea neoliberal más ortodoxa, operativa sobre todo en momentos hegemónicos del neoliberalismo, tiene que ver con la reconciliación de los perdedores con su fracaso en la forma del ideal de un yo hipertrofiado y autoafirmativo que hace de la crisis una normalidad preñada de oportunidades, asumiendo responsabilidad y culpa respecto al mal de su propio fracaso y eximiendo a la deidad del soberano anónimo del poder neoliberal. Se trata de un mal de carácter paulino y agustiniano, un mal-culpa merecido, que se comete. En momentos de agotamiento neoliberal, sin embargo, la ortodoxia pivota relativamente hacia una concepción del mal-desgracia: inmerecido y que, ante todo, se sufre, bloqueando así toda explicación acerca de sus causas. Pero existe también una teodicea neoliberal apócrifa, retóricamente hereje y heterodoxa —en última instancia, gnóstica—, que dibuja un enemigo demiúrgico cada vez más grande y poderoso (todo está conectado) y responsabiliza a una conspiración de su cuño, que llega a adquirir dimensiones cósmicas, de la exclusión de los sujetos inocentes e ignorantes de la comunidad de salvación neoliberal. Este es el tipo de teodicea neoliberal que constituyen buena parte de las conspiranoias contemporáneas. Por eso, las teorías conspirativas suelen esconder una lógica absolutista y autoritaria pese a su retórica anti-establishment: reunifican los poderes difusos de un enemigo que acaba siendo representado con cualidades cercanas a la omnipotencia, justificando en su caso la pertinencia de la omnipotencia amiga. Con la jerga del populismo, podría decirse que las teorías de la conspiración configuran cadenas equivalenciales negativas, invertidas, del lado del ellos (un ¡muerte a Soros! y no un ¡viva Perón!), reunificando imaginariamente un poder difuso y opaco bajo significantes como Deep State, Illuminati o New World Order. O Pedro Sánchez, convenientemente representado como un Leviatán que ha sustituido espada y báculo por dos jeringuillas (significativamente cancelando así la posibilidad dual de la representación). Así, la especificidad de las teorías conspirativas contemporáneas no tiene que ver con la articulación de demandas insatisfechas para construir pueblo, sino con conectar lo difuso y lo aleatorio (las coincidencias no existen) evocando una imagen de la élite tan perfectamente ensamblada y organizada que tiende a lo compacto y unitario. Tan omnipotente que empuja al sujeto aislado a una posición de desamparo e impotencia política, lo cual será compensado, sin embargo, por cierto sentido de omnipotencia epistemológica, derivado de la experiencia subjetiva de sentirse capaz de desentrañar parte de la conspiración de la que es víctima. Mark Fenster llama a esto último conspiracy rush, una especie de chute de adrenalina afectivo similar a la sensación de haber tenido una revelación.19

Más allá de la anticipación de la revancha, uno de los desahogos más asequibles del derrotado es la idea de que, en el fondo, era imposible ganar (lo ignorante y lo torpe fue precisamente disputar la victoria), lo que, según esta lógica, implica que lo seguirá siendo mientras no exista una fuerza amiga a la altura de la potencia y los términos con los que se representa al enemigo. Esta es la misma lógica que, según Hannah Arendt, se hallaba detrás de la popularidad de Los protocolos de los sabios de Sion entre los nazis: más que como una simple denuncia, funcionaban como un manual cuyas fórmulas sería preciso imitar.20 Si es posible imaginar la operación mitológica de despotenciar la situación amenazante del homínido primigenio como una forma de simbolizar el poder que manifestaba el deseo humano de liberación respecto del absolutismo de la realidad (dibujando un poder dividido, inconsistente o sujeto a regulación), lo que parece confesar la representación del poder que propone la conspiranoia es un deseo autoritario y absolutista (un poder que tiende a la omnipotencia, la omnisciencia o la omnipresencia). Las formas gnósticas de interpretación de la realidad, que enfrentan un mundo absolutamente maligno y corrupto, en el mejor de los casos, suponen aislamiento individual respecto a la materialidad política de las cosas (siempre podrida desde esta óptica). Pero convertidas en proyectos políticos y en elementos movilizadores o movilizados por el poder ―que afirman la posibilidad y el deber de extirpar el mal del mundo para siempre―21 corren el riesgo de lubricar actos violentos como los del 6 de enero o, en el peor y más extremo de los casos, verdaderos intentos de eliminación absoluta del enemigo.


1 Hans Blumenberg: Trabajo sobre el mito, Barcelona: Paidós, 2003, pp. 57-58.

2 Ibídem, p. 12.

3 Ibídem, p. 13.

4 Ibídem, p. 20.

5 Hans Blumenberg: El mito y el concepto de realidad, Barcelona: Herder, 2004, pp. 30, 72.

6 Hans Blumenberg: Trabajo sobre el mito…, p. 246.

7 Para Cassirer, el rearme de Alemania comenzó «con la aparición y el auge de los mitos políticos». Ernst Cassirer: El mito del Estado, México DF: Fondo de Cultura Económica, 2004, p. 334.

8 Mario Frade Blas: Hans Blumenberg y Carl Schmitt: secularización política y reocupación retórica, Getafe: Universidad Carlos III, 2015, pp. 394-397.

9 Friedrich Nietzsche: Más allá del bien y del mal, Madrid: Edaf, 2016, p. 135.

10 Michael Butter y Peter Knight: «Conspiracy theory in historical, cultural and literary studies», en Michael Butter, y Peter Knight (eds.): Routledge handbook of conspiracy theories, Nueva York: Routledge, 2020, pp. 28-42.

11 Nebojša Blanuša y Todor Hristov: «Psychoanalysis, critical theory & conspiracy theory», en Michael Butter y Peter Knight (eds.): Routledge handbook of conspiracy theories, Nueva York: Routledge, 2020, pp. 67-80.

12 Fredric Jameson: «Cognitive mapping», en Cary Nelson y Lawrence Grossberg (eds.): Marxism and the interpretation of culture, Basingstoke (Reino Unido): Macmillan, 1988, 356.

13 Mark Fenster: Conspiracy theories: secrecy and power in American culture, Londres: University of Minnesota Press, 2008, p. 103.

14 Han-yu Huang: «Conspiracy and paranoid-cynical subjectivity in the society of enjoyment: a psychoanalytic critique of ideology», NTU Studies in Language and Literature, núm. 17, pp. 181-183.

15 José Luis Villacañas: Neoliberalismo como teología política, Ulzama (Navarra): Ned Ediciones, 2020.

16 Ibídem, pp. 107-109.

17 Ibídem, p. 192.

18 Ibídem, p. 160.

19 Mark Fenster: Conspiracy theories: secrecy and power in American culture, Londres: University of Minnesota Press, 2008, 110, pp. 157-158.

20 Hannah Arendt: Los orígenes del totalitarismo, Madrid: Taurus, 1998, p. 292.

21 Antonio Rivera: «Paranoia política contemporánea, un caso de gnosticismo político», HYBRIS. Revista de Filosofía 2 núm. 8, pp. 157-185, 2017.


Jon Ureña Salcedo (Orcasur, 1984) es graduado en ciencia política y de la Administración por la UNED y máster en teoría política y cultura Democrática por la Universidad Complutense.

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