Narrativa

El arte de coser y el arte de contar

Mariano Martín Isabel reseña 'Coser y contar', un libro de relatos de Ignacio Sanz que retrata el mundo no copiando la realidad sin recrearla, acercando horizontes lejanos y haciendo al espíritu encontrarse con la palabra.

/ por Mariano Martín Isabel /

Hace tiempo que sabemos distinguir entre historia y arte; la historia se ocupa de la verdad, el arte, de lo verosímil; la historia nos dice cómo fueron las cosas y el arte (en concreto la literatura) cómo debieron ser: por eso el arte cumple una función de catarsis al mostrar un desajuste entre lo que ocurrió y lo que debió haber ocurrido. Ignacio Sanz se encuentra, en la segunda parte de su libro, en un cruce de caminos: por un lado cuenta la verdad y da testimonio de su tiempo y por otro lo que él cuenta es cuento: a veces él mismo se convierte en narrador y personaje.

Coser y contar es un libro de relatos claramente dividido en dos partes. La primera reúne relatos surgidos del país de las voces remotas (vale decir, de la España vaciada); y huye del dramatismo añadido al dolor a pesar de que el autor se siente «cada día […] más calamitoso para hablar en público cuando las palabras salen contagiadas por la emoción» (p. 96). La segunda parte es una recreación de la biografía de su madre donde la literatura deja paso a la historia.

La primera parte consta de seis relatos de desigual extensión, desde el más corto («Toses de familia», de apenas dos páginas) hasta el más largo («Induráin», de veintidós). En «Toses de familia» se abordan dos tipos de pestes, que son dos tipos de degradaciones: la de la naturaleza y la de la cultura. En «El confinado» se analiza de qué manera la realidad puede ser injustamente suplantada por las apariencias. En «Flores contra el miedo» se intenta poner humanidad en un mundo deshumanizado a través de una pareja donde el hombre es aficionado a los barcos y la mujer a las flores. En «Una pareja feliz» la relación de dos jóvenes que llevan juntos siete años se desmorona cuando ella es captada por una secta religiosa. En «Días gatunos» un escritor (el propio Ignacio Sanz) se enfrenta a unos gatos que se han instalado en su casa y tiene que echarlos con el resultado, inesperado, de acabar reflexionando sobre la emigración y la pobreza. Y en «Induráin» la historia de un abuelo que iba a la huerta en bicicleta (de ahí su apodo) sirve de excusa para hacer un brindis navideño y hablar de la cultura de los pueblos.

Todas estas historias crecen en torno a un conflicto; y, salvo en una de ellas, el conflicto tiene su origen en la pandemia; este libro podría ser una crónica de la pandemia como García Márquez escribió sobre El amor en los tiempos del cólera. Pero hay un trasfondo que tiene que ver con el título y se refiere al arte de contar historias. Hay historias y hay que saber contarlas, que una historia mal contada deja de ser historia; así lo entiende el padre de «Toses de familia», muy chapado a la antigua y «víctima de una educación que hacía mucho hincapié en las formas» (p. 11). Las formas son las modas, los turistas que se visten de exploradores y las chicas con «pantaloncitos cortos», y cuando su hijo lo conmina a dejar a cada cual que se vista como quiera, el padre responde: «la forma es el fondo […] por ahí comenzó la decadencia» (p. 12). En literatura cada historia pide su propia forma de ser contada; los anacronismos de la forma pueden añadirse, o no, a otros anacronismos del contenido cuando contamos una historia que en el fondo no conocemos. Hay varias clases de historias.

1. Historias para asustar. Puede que en una historia solo nos interese la información que contiene, no la forma en que queremos que se cuente; o tal vez nos interese el efecto que queremos conseguir. Es el caso de la radio. La radio actúa como una salmodia monocorde que va desgranando largas listas de números sin alma; los muertos de la pandemia quedan reducidos a balances contables y en los pueblos, al revés que en la radio, la gente «forma parte del paisaje […] Y entonces esas muertes dejan de ser anónimas y duelen» (p. 31). Por eso hay que apagar «incendios imaginarios. Porque las cabezas también arden» (p. 32). Otras veces la radio magnifica el peligro, crea realidades truculentas y extiende el pánico: «este bicho está poniendo la cabeza tarumba […] Dicen que es más pequeño que una mota de polvo. Un bicho sin ojos, sin patas, sin cabeza y sin rabo, pero dañino […] Como si llevara una guadaña afilada al hombro […] Marea el transistor con tanto bicho» (p. 13). «Eso dice el transistor. Sería mejor apagar el transistor y no saber lo que pasa en el mundo. A veces lo hago porque tanta cháchara me pone la cabeza como una cueva de grillos» (p. 14). Pero el mismo transistor que nos mete miedo también puede aliviarnos; sacar a la luz la injusticia y mitigar el dolor como un Zola gritando «¡yo acuso!»: así se siente el pastor de este relato. «Todo esto es lo que me gustaría contar algún día por el transistor para que la gente supiera de primera mano lo injusta que es la vida y el calvario que estoy pasando» (p. 20).

2. Historias para engañar. A veces el arte de contar es el arte del engaño. Hablar para mentir, mostrar los efectos ocultando las causas, vestir de violencia machista los problemas de convivencia multiplicados por el confinamiento: cuando una casa se convierte en un infierno; la distancia social suprime las expresiones de afecto de la gente que se quiere y el confinamiento desata el odio obligando a vivir juntos a quienes se detestan. «Cómo no se me  va a ir la mano si esta casa es un infierno. Pegar, pegar, claro que la he pegado. Pero ella tampoco es manca […] Cuando […] salieron los vecinos […] yo sangraba por la nariz igual que un marrano en la matanza» (pp. 18-19). Luego llegan los especialistas en torcer la verdad, la vecina, la alcaldesa, la guardia civil y la jueza y trazan líneas maniqueas donde siempre ha habido responsabilidades compartidas).

También «Las religiones son bosques espesos donde la gente se pierde» (p. 45). «Por los terraplenes laberínticos de la religión» Rita, «como las moscas, ha quedado atrapada en una tela de araña» y «está siendo pasto de los comecocos» (pp. 45-46). Perdió a su padre por culpa de la pandemia; luego empezó a perder el sueño «como si hubiera caído en un pozo […] No podemos vivir en un estado de duelo permanente […] Estuvo un mes de baja, por depresión, por abulia, un mes tirada en el sofá. Ni se bañaba» (p. 47). Y en esa situación de desgracia vienen a buscar carroña los creadores de relatos. Relatos para captar gente, no para entretenerla; ni para limpiar su espíritu con el poder enriquecedor de la palabra. La depresión echó a Rita en brazos de una secta protestante (p. 44): así lo vive el protagonista de «Una pareja feliz». Jesucristo le ha robado a la novia o mejor, «uno de tantos Jesucristos como pululan por el mundo. Supongo que a estas alturas habrá legiones de Jesucristos […] Nada tiene que ver el Jesucristo de los católicos con el Jesucristo de los protestantes» (pp. 44-45). Un irónico Andrés Laguna, histórico paisano de Ignacio Sanz, ya advertía que lo único que distingue a dos ejércitos es el color de las cruces de sus ropas.

3. Historias para vivir. Uno de los personajes, aficionado a hacer barcos pequeños, declara: «Me atrae más recrear que reproducir. Me resultan aburridas las reproducciones; que las hagan los alumnos disciplinados» (pp. 24-25). Su mujer, aficionada a la botánica, tiene un cuaderno para dibujar flores. El hombre hojea el cuaderno. «Unas flores parecen sacadas de cualquiera de los jardines de nuestra ciudad, mientras que otras parecen crecidas en jardines de ensueño» (pp. 39-40). El arte no consiste en copiar sino en crear. Para disfrutar («la flor es la esencia de la belleza») y para amar («el abrazo y el beso pueden ser la esencia del cariño»: p. 40). La misión del arte es (p. 41) poner «un poco de belleza a un mundo amenazado», y quitar el miedo es ya una prueba de amor.

La literatura es necesaria. El protagonista de «Días gatunos», convertido en autor y personaje, hace profesión de fe como escritor: «Las ficciones, que ponen alas a nuestra imaginación, eran más necesarias que nunca porque nos sacaban del pozo lastimero que nos ofrecía la realidad» (p. 60); frente a ese pozo que limita nuestro horizonte, la literatura explora horizontes lejanos; si el ordenador (p. 55) es «una extensión de mi cabeza», el espíritu creativo es una extensión de la razón. De ahí que en «Induráin» la tía Hortensia se acuerde de los poetas clásicos; de ahí también que Calixtín, el mayor de los bisnietos, recitando el romance de la Loba Parda ponga el ojo en la literatura popular (pp. 85-86). «Los hijos», dice otro de los personajes, «nos obligan a mirar lejos» (p. 81). La literatura es como los hijos. Nos invita a compartir experiencias con los demás y nos ensanchamos con todas ellas. Pasamos del gato que se ha metido en nuestra casa a los gatos de Egipto, y luego a los tiempos en que el hambre empujaba a la gente a comer gatos y a desollarlos para forrar pelotas, y así, así… la experiencia de una persona se convierte en la experiencia de un pueblo. El hambre… «En las bodegas se bebe, se come, se canta y se rememora» (p. 61) mientras se asan unas chuletas a la parrilla y se beben unos vasos.

La expresión «coser y cantar» hace alusión a dos actividades que van juntas sin que la una tenga que ver con la otra; mientras cosemos, cantamos. Pero «coser y contar» ya tiene otro sentido: se refiere a un binomio donde unos cosen y otros cuentan sabiendo que coser es unir telas y contar es unir palabras; en ambos casos, con hilo; hilo de hebra para la costura, hilos conductores para los cuentos. La segunda mitad de este libro, ocupada por una historia llamada «Santa Felicitas», es, más que la historia de la madre del autor y su recuerdo doloroso (que también), una reflexión sobre la narración oral y cómo termina convirtiéndose en literatura. La muerte prematura de un jovencísimo padre. La ruina de las gallinas. La expulsión del seminario. La difícil escolarización. El pluriempleo de la madre. La abuela María. Dejarse la vista ante la máquina de coser. Trabajar de día y estudiar de noche. Cómo se fraguó el gusto por la lectura. Y mucha, mucha calamidad.

Para escribir hacen falta dos cosas: tener cosas que contar y saber contarlas; lo segundo es lo importante, pero no puede faltar lo primero. Bien lo dice Luis Landero: «líbrame de confundir los argumentos con la escritura pero dame buenos argumentos». El argumento por sí solo no basta, pero es necesario. Aquí se reparten los papeles: la madre (p. 148) trae a casa las historias pero el padre, la abuela y los tíos son quienes las cuentan. «No era una gran contadora», dice Ignacio Sanz, «pero compartía dimes y diretes».

Felicitas trae las historias de las casas donde trabaja como asistenta: la más entrañable de todas es la de los Arroyo. Los Arroyo «eran (pp. 149-150) como una telenovela por entregas, nuestra telenovela particular», y «aquellas casas en las que trabajaba mi madre, se fueron incorporando a nuestra familia […] en las sobremesas». Ahora entendemos cuál es la función de las telenovelas: no es enriquecer el espíritu, sino hacernos compañía; traemos a casa pequeñas historias para sentir el calor de los personajes, pero también para no aburrirnos; para entretenernos.

Contar las historias es saber parar el tiempo, crear expectación, intercalar jotas y refranes; la historia es un hilo que no sólo une hechos, sino cultura. Por eso es tan importante la cultura para contar cuentos; los grandes contadores son también personas cultas; la abuela, gran contadora, «era una enciclopedia viva de cultura popular» (p. 121); el padre del autor era un buen contador de cuentos (p. 151); también el autor ensalza el castellano riquísimo de las dos mujeres que cuidaron de su madre, Melis, que era ecuatoriana, y Carmen, hondureña (p. 129). Y su madre, que no sabía contar historias, no fue a teatros ni cines ni museos, pero sí a jornadas de rezos y meditaciones (pp. 114-115); por eso le faltaba la ironía necesaria; en cambio «contar historias y retorcer la lengua para sacarle jugo fue una constante de mi padre, incluso en momentos dramáticos» (p. 105). Por eso hace falta una buena cultura popular. El autor cita a Machado para hablar «del refranero, del romancero, del cancionero, de los cuentos, los juegos, los recetarios de cocina o del trato y observación de la naturaleza circundante» (p. 100); y cuida aquí de enlazar los conceptos de cultura y placer, pues la cultura, si gana mucho cuando es «riquísima», lo gana todo cuando es «fuente placentera de conocimiento». Ortega y Gasset aseguraba que la cultura, si no produce deleite, no sirve para nada.  

Otro requisito para contar historias es el perspectivismo. Para Ortega, una perspectiva es un punto de vista y cada generación tiene su propio punto de vista sobre la realidad. Bajtín hablaba de polifonía de voces narrativas. Ignacio Sanz pone en boca de su sobrina que «lo que cuenta mi tío de la abuela Felicitas […] es un retrato algo escorado porque él ve la manzana desde su ángulo, y yo tengo el mío» (p. 139); cuenta que «Felicitas viajó a conocer los grandes santuarios marianos de Europa: Fátima, Lourdes y Covadonga […] y a Roma ni la nombra […] Hay aspectos de su vida que se le escapan» (p. 140). Y aunque vea a Maruja «como una más […] ha sido la primera entre los hermanos en tomar decisiones y afrontar responsabilidades». Luis Landero dice que hay que tener «alma de comediante»: saber ponerse en el pellejo de los demás.

Contamos las historias que nos cuentan los demás. También las contamos en los velatorios. «Quién sabe por qué estas historias dolorosas brotaron allí, de pronto, en el tanatorio, ante el cadáver de mi madre» (p. 106). Contamos los sueños cuando, sobresaltados,  nos despertamos: «encendí la luz de la lámpara de pie, saqué el cuaderno de apuntes del anaquel de los libros de poesía y, con sigilo, transcribí el sueño para que no se me olvidara. Me extrañó que aquel sueño lo hubiera tenido yo. Parecía propio de mi madre» (p. 160). Lo dice un agnóstico.

¿Cuál es la función de la literatura? Para Ignacio Sanz hay tres que son importantes: la terapéutica, la didáctica y la poética. La literatura sirve de terapia para paliar el dolor, porque «escribir es una catarsis para el duelo» y porque «gracias a ella, removiendo la memoria, la vida de mi madre no se esfuma» (p. 161), cuando «hilvanar los recuerdos […] era la única manera de no perderla». La metáfora es gráfica: escribir es coser palabras y coser es escribir telas; resuena como telón de fondo la cita de Carmen Martín Gaite con la que el autor introduce su libro: «ponerse a contar es como empezar a coser; es ir de una puntada tras otra, sean vainicas o recuerdos» (p. 7).

Función didáctica, «para que las nuevas generaciones sepan de dónde venimos»; porque (p. 162) «se nos olvida […]. Creemos que la vida de los humildes carece de relieve». Las grandes familias tienen historia y blasón; los humildes no tienen blasón, y sus historias las cuentan quienes saben contarlas. Dice el autor citando a Unamuno que tienen «una pequeña historia» y «mucha intrahistoria»; historia es el ruido de la superficie; la intrahistoria es silencio de las profundidades.

Y función épica. Cita a José Antonio Abella: («venimos de una estirpe de héroes tan cabales que ignoran que lo son»: p. 96). Pero son «relatos titánicos» que (sigue ahora a Manuel Rivas) «se transmiten en voz baja y por ello no suelen tener más alcance que el de las sobremesas familiares […] o los relatos en las viejas cocinas al calor de la lumbre» (p. 131). Odiseas silenciosas, una generación extirpada de su tierra. «A la generación de mi madre se la había extirpado de su entorno, como se extirpaban antes las muelas, con violencia […] Media España se vio obligada a hacer las maletas. Cada salida supone un desgarro porque cada uno de nosotros seguimos ligados al lugar donde hemos crecido» (p. 95); por eso «aunque pretendía centrar la mirada en mi madre, de manera inevitable se han colado […] los que estuvieron más próximos a ella» (p. 162), «gente de familia o, como diría la abuela María, harina del mismo costal»: yo soy mi gente. Resuena en sordina, como un murmullo en una caracola de mar, el dolor de la España vacía; la vieja Castilla, austera y lánguida, endurecida por la tierra y cuarteada por el sol, es el rumor de una tierra que hubiera quedado atrapada en una caracola.

No hay que pasar por alto el acierto del autor al traducir en imágenes lo que el concepto por sí solo no puede llegar a decir: que es cuando la inteligencia se viste de metáforas. Los hilvanes de la costura son «gusanillos adheridos a la tela» (p. 118); la tos seca se nos antoja (p. 11) tos «de perro enfermo que solo se alimentara con polvorones» (a diferencia de esa otra tos húmeda que a García Márquez se le había antojado ruido de piedras que ruedan); la mujer odiada viene a ser «la última tajada de la sartén que van esquinando las cucharas» (p. 18); ver jabalíes hozando en las glorietas de Madrid es «tan desconcertante como si viéramos una manada de animosos delfines atravesando un paso de cebra del paseo Marítimo de Málaga» (p. 23); los besos de la abuela chasquean «como si su boca fuera una metralleta» (p. 145); a veces «su andar recordaba el bamboleo de una campana» (p. 146); el hambre es retratada de manera estremecedora a través de personas que «lo pasaban tan mal que se les trasparentaban los huesos» (p. 69); y aunque la gente tiene que emigrar de los lugares donde ha crecido, «un niño nunca emigra de su infancia» (p. 61). Hallazgos insólitos donde se manifiesta la genialidad del escritor, eso es crear; lo que Luis Landero decía que había que preferir al argumento; ahí es donde se revela la buena literatura.

Por estos motivos Coser y contar es un libro que entretiene, pero llevándonos a regiones donde hemos dejado de ser los mismos: porque su lectura nos ha mejorado. Si la literatura sirve para ampliar el horizonte, aunque sea explorando el mundo que tenemos al lado, estas páginas son, desde luego, lugares donde el mundo se retrata; donde el retrato no copia la realidad sin recrearla; donde hemos visto acercarse los horizontes lejanos; y donde el espíritu se encuentra con la palabra.


Coser y contar
Ignacio Sanz
Castilla, 2021
164 páginas
12,89 €

LagunaDeLibros | Biblioteca IES Andrés Laguna

Mariano Martín Isabel es doctor en filosofía y profesor del instituto Andrés Laguna de Segovia. Vivió catorce años en Francia. Ha escrito artículos de filosofía en Francia, España, Italia, Finlandia, Ecuador y Méjico, y ha hecho algunas incursiones en la novela, como Las caras del mar. Su teoría de la razón viva concibe la novela como expresión viva de la razón. Es coautor del libro Andrés Laguna, humanista y médico, y ha escrito sobre Ortega y Gasset, Miró Quesada, Miguel Hernández y María Zambrano, entre otros. Desde hace algo más de un año anima un blog en el que intenta ahondar en el concepto de filosofía literaria; de periodicidad semanal, publica textos agrupados en cuatro secciones: filosofía, literatura, educación y el rincón de «el mirador» (atalaya desde la que desmenuza la realidad con objetividad apasionada).

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