Estéticas de la ausencia

Mariano Martín Isabel reseña 'Estéticas de la ausencia', de Mercedes Gómez-Blesa: un libro pospandémico que se pregunta si podemos formar una comunidad con la obligada inmunidad y si cabe la posibilidad real de un nosotros, más allá de nuestras identidades excluyentes.

/ una reseña de Mariano Martín Isabel /

Tenemos en nuestras manos un libro escrito por la filósofa, ensayista y poeta Mercedes Gómez Blesa. Un ensayo corto pero denso que en cien páginas se hace eco de buena parte del pensamiento actual para desenmarañar los enredos de la modernidad, la posmodernidad y el llamado pensamiento póstumo; lo hace intentando construir una explicación de los cambios que nuestra sociedad ha experimentado en los tiempos de la última pandemia. Se titula Estéticas de la ausencia.

Desde el principio la autora nos advierte de que este no es un libro sobre la pandemia; pero la pandemia ha acentuado la presencia del silencio, límite donde el ser, convertido en ausencia, «adquiere la textura de la nada» (p. 9); la realidad deja de percibirse con la «lógica de la certeza» y se produce (p. 10) una «quiebra de las seguridades» donde se puede «estar a la intemperie dentro de casa» (p. 9); porque la realidad, convertida en «una banda de Moebius», no deja ver el límite entre lo externo y lo interno. Como toda crisis, la pandemia nos quita los apósitos que nos ocultaban la herida y vemos, junto a la herida y detrás de ella, las raíces del mal que la ha producido; quedan en evidencia los rincones oscuros que el neoliberalismo había querido camuflar con la industria de la felicidad anestesiante. El título del libro no tiene que ver con la teoría de lo bello sino con el «conocimiento sensible trufado de emotividad» (p. 11): Kant frente a Baumgarten; y, haciendo dialogar el arte con el pensamiento, la escultora valenciana Natividad Navalón hace «resonar el texto con la enorme fuerza de sus imágenes» (p. 13); unas fotografías de una belleza impactante.

Solo tengo una objeción al planteamiento de este libro, magnífico por otra parte, y es que se presente, sin serlo, como una crítica al neoliberalismo. La autora define (p. 15) el neoliberalismo como «una máquina de fabricar vulnerabilidad» y de distribuirla «de desigual manera». Ahora bien, ella misma reconoce que la vulnerabilidad no procede del neoliberalismo, sino de nuestra propia naturaleza; es nuestro ser permanente, no un estado pasajero; «la vulnerabilidad forma parte de la estructura precaria del ser, vinculada a su finitud» (p. 16); no emana del liberalismo sino que el liberalismo es una de sus manifestaciones, junto con el esclavismo, el feudalismo o el modo de producción asiático.

De la «condición vulnerable de la existencia humana» brota el concepto de cuerpo como materialidad, fragilidad o finitud que nos recuerda los límites del yo (pp. 17-18). Cuidarlo es entonces (p. 18) «sostener la finitud del cuerpo […] para su supervivencia y bienestar»; y por eso (la autora expondrá en lo que queda del capítulo 2 la concepción de la filósofa americana Judith Butler) hay que pensar una nueva «ontología corporal» que, insistiendo en la vulnerabilidad, la interdependencia, el deseo y el trabajo, no deja de ser, en palabras de Mercedes Gómez Blesa, una «ontología social» (p. 18).

Y es que (p. 21) una vida visible es una vida precaria; vemos la vida a través de lo que Butler llama una «matriz de inteligibilidad» y lo que no cae bajo esa matriz social de reconocimiento es una no-vida, una vida excluida, marginada, que vive en «las afueras de la normatividad»: una vida abyecta (Julia Kristeva ha recordado que abiectio significa «rechazar, expulsar»: p. 23); de ahí que podamos hablar de «muertes no llorables» cuando no se ha alcanzado el «estatuto de la dignidad», que «administra el sufrimiento de forma diferencial entre grupos (por ejemplo en el reparto de las vacunas)»; por lo tanto, agudiza la exclusión eligiendo «qué vidas deben ser salvadas en beneficio de la totalidad»; las diferencias sociales y económicas se agrandan cuando pensamos en diferencias étnicas, pues los «grupos racializados» (p. 28) están más expuestos a la covid.

El capítulo 3 nos habla de la «necropolítica», y la autora expone aquí el pensamiento del filósofo camerunés Achille Mbembe, que la define como «capacidad de los estados para decidir quién vive» (p. 33), basándose en el principio de biolegitimidad de Didier Fassin: «el estado se siente legitimado para decidir sobre la vida de los otros» (p. 26); todo lo cual plantea el problema de la «gestión de la eliminación de miles de cadáveres improvisando grandes morgues» (p. 41). En la base de esta cuestión está la «reificación» (Vázquez Montalbán hablaba de cosificación), que Mbembe define, refiriéndose al esclavo, como la concepción del ser humano convertido en «instrumento al servicio de la producción económica» (p. 34); es la vieja alienación en sentido marxista. El neoliberalismo se convierte en necroliberalismo (p. 35) y el utilitarismo humanitario de Mill adquiere tintes sombríos.

Todo esto se pone de manifiesto en el sacrificio de los ancianos durante el coronavirus, el cual no se caracteriza aquí como eugenesia (como en el colonialismo y el nazismo), sino como una forma de utilitarismo (porque se basa en la «capacidad productiva de los individuos»: p. 36); y se desmantela el servicio público de salud reduciendo camas y médicos en los hospitales y, cómo no, no poniendo «respiradores en los hospitales a las personas de mayor edad» según el criterio de Stuart Mill de «maximizar beneficios» (p. 38). El velo del falso respeto (prohibiendo difundir imágenes de cuerpos sin vida) se da de puñetazos con el morbo del abandono («con las imágenes morbosas que nos llegaban del abandono de cadáveres en las calles» de América). El drama de la «dificultad para hacer el duelo ante la extrañeza de la ausencia del cuerpo de la persona amada» (P. 41). Todo ello desemboca en una suerte de paradoja semántica e incluso praxeológica que podríamos llamar paradoja de la seguridad: «con la excusa de la salud, se administra la muerte» (p. 43).

En «Securizar la incertidumbre» (capítulo 4) se analizan los tiempos moderno, posmoderno y póstumo. La modernidad, concebida como progreso, es (cita la autora a Marina Garcés) el «futuro como tiempo de la promesa, el desarrollo y el crecimiento» (p. 46); Edgar Cabanas y Eva Illouz lo caracterizan como happycracia (p. 45) o estado de bienestar. Le ha sucedido la posmodernidad concebida como un presente eterno sin nostalgia del pasado ni posibilidad de futuro y, por tanto, como un tiempo interminable (p. 47). Pero ese tiempo posmoderno termina con el derrumbe de las torres gemelas y la crisis de 2008, y le sucede lo que Marina Garcés llama el tiempo póstumo (p. 50).

Pero el ideal ilustrado, buscando humanizar la vida con ayuda de la ciencia y de la técnica, la ha deshumanizado (p. 54). Después ha venido la idea del apocalipsis, «la historia como pendiente inclinada al vacío» (p. 46); de ahí que la happycracia o gobierno de la felicidad se haya transformado en fobofobia y tanatofobia: miedo, respectivamente, al miedo y a la muerte. Entre el progreso y el apocalipsis se ha abierto la vida en suspenso, porque «nuestras expectativas están en stand by» (p. 46).

Paul Virilio habla de «dromofobia posmoderna» (p. 47): esa «aceleración del tiempo existencial» amputado de su profundidad e instalado en un presente permanente; vivimos agobiados. Tal vez producida por una «aceleración tecnológica» (p. 48: las distancias «se recorren cada vez en menos horas»), esa aceleración existencial produce a su vez una «aceleración del cambio social», pues los valores que se caracterizan por la permanencia (aunque fuera relativa) cambian con mayor rapidez; y las modas, estilos de vida y cánones estéticos desfilan ahora a una velocidad vertiginosa. Hermann Lübbe habla de «contracción del presente» (p. 49): que impone un «ritmo vertiginoso», una «obsesión por la falta de tiempo», un «estrés de ocio» como lo califica la gente de la calle.

Aparece entonces lo que Hartmut Rosa llama una «conexión entre aceleración y alienación» (p. 50). «El no future de la nueva condición póstuma no tiene que ver con el liberador y desenfadado no future posmoderno» (p. 51); el presente eterno de feliz hiperconsumo (p. 47) se ha transformado en un presente sin futuro desolador donde ya «hemos iniciado la cuenta atrás del tiempo que nos queda» (p. 51). Y se produce (p. 52) un retorno al pasado, a la edad feliz, en nuestro caso antepandémica; pero al dar la espalda a las utopías, y entre ellas a la del progreso, el futuro se convierte en «un lugar vacío y tenebroso» (p. 53).

«Anachoresis» es el título del siguiente capítulo. Uno de los efectos de la pandemia ha sido el confinamiento, la necesidad de aislarse para protegerse unos de otros: lo que, para la mayoría, ha sido angustioso. Pero hay una minoría que lo ha vivido como anachoresis, como retiro del mundo y encuentro con uno mismo (p. 57). Mercedes Gómez Blesa cita a Barthes para situar al anacoreta entre el eremita (monachós: el que vive solo) y el cenobita (de koinobiosis: el que hace vida en común: p. 58); y la autora habla de una «anachoresis laica» en la que incluye a Heráclito, Abelardo y los solitarios de Port-Royal (p. 59); y a Spinoza, que buscaba una comunidad de ateos cultos (p. 60: Spinoza practicaba una ética de la lejanía, de lectores solitarios que se acompañan en una respetuosa lejanía; él se retiró al final de su vida a Voorburg, cerca de La Haya, y sólo abandonaba su cuarto para disertar con sus anfitriones).

Otro anacoreta famoso, Thoreau, llevó una vida apartada cerca del lago Walden (p. 61). Se empieza a hablar de los filósofos de la cabaña. Heidegger busca en la cabaña un adentramiento en el «claro de lo abierto», espacio donde se desvela el ser de cada ente (p. 63); de ahí brota la poesía concebida como «instauración del ser con la palabra» (p. 64). En esa estela busca María Zambrano un modo de habitar poético en «la choza» (la ferme) donde vivió; allí nació Claros del bosque.

La anachoresis produce «nadificación», que no tiene nada que ver con la «reificación» de la que se hablaba en la página 38. Aquí se trata de despojarse «de todo lo circunstancial para quedar reducido a su ser esencial» (p. 65). Eso se produce gracias a lo que Jacques Lacarrière llama idiorritmia (p. 58): un «ritmo propio, más allá de […] la disciplina del convento» (la cual se califica de heterorritmia: p. 66), que se manifiesta como autonomía o gobierno de sí mismo. La idiorritmia convierte a los anacoretas en auténticos «hombres-islas» (p. 68).

Ahora bien, si la modernidad se presenta como mundanidad, la anachoresis no puede ser más que una enfermedad. Y si la mundanidad es hoy el «vecindario global» de la telefonía móvil (p. 54) manifestándose en «ideoscapes» (p. 49: «paisajes ideológicos de las pantallas de ordenador»), incluso con la vida tras la pantalla despidiéndose para morir (p. 40); si, a pesar de los innegables beneficios, estar en red viene a ser estar «en-redados» (p. 69), «los nuevos anacoretas reivindicamos apagar el botón». Hace falta recuperar el silencio como espacio de recogimiento; hace falta una «filosofía de la lentitud».

«Noli me tangere»: capítulo 6. No me toques. La autora utiliza esta cita del Evangelio para teorizar sobre un «pathos de la distancia» (p. 71). Cita también a Elías Canetti para recordar que «todas las distancias que hemos creado han surgido de este temor a ser tocado» (p. 72). La cuarentena impuesta por la pandemia subdivide el territorio en compartimentos estancos; por un lado es una «desglobalización de los cuerpos» sobre una «globalización virtual a través de las pantallas»; por otro «nuestra identidad se burkaniza (nadie te reconoce en la calle) y nos diluimos en la masa» (p. 73). Sobre el «paradigma inmunológico» teorizado por Roberto Espósito (cuando un cuerpo, ya sea individual, político o electrónico, «es invadido por algo exterior a él (un virus) que amenaza con alterarlo y corromperlo»: p. 74) es necesario distinguir (p. 76) entre «conatus vital» (propio) y fuerza extraña. El derecho sería un «dispositivo inmunitario contra todo elemento perturbador» y, nueva paradoja, «combate la violencia con violencia» (p. 78).

Hemos definido al ser humano «no por lo que es, sino por lo que no es», diferenciándolo de lo externo (p. 981); solo puede conocerse en comparación con lo que no es, y es vida que sólo se puede afirmar negándose; «la supervivencia sólo es posible cuando se controla esta fuerza vital a través de una rigidez formal que acaba debilitándola» (p. 81). La consecuencia final es demoledora: hay que esterilizar al individuo de su vida social a través de un exceso de formalismo (p. 82). Joaquín Sabina ironiza sobre este punto en una de sus canciones.

Mercedes Gómez Blesa concluye caracterizando el «credo neoliberal» como «enfermedad autoinmune» (p. 86), puesto que invita a la derrota aceptando lo dado e inhibiendo el ideal. El «mundo global» está «fragmentado en nacionalidades» y «creencias que fomentan el miedo el otro» (p. 85); si apuramos, cada fragmento se sigue fragmentando hasta llegar al individuo, un ser autosuficiente y solipsista que no existe en realidad (p. 87); la cultura individualista no se sostiene porque todos Jsomos dependientes», porque «necesitamos del cuidado del otro»; y no solo necesitamos diálogo cultural sino sobre todo corporal; «mi cuerpo se extiende en otro cuerpo, con quien traza una unión basada, no sólo en necesidades de subsistencia, sino sobre todo en lazos afectivos que nos protegen de […] la soledad». Pero para evitar esa «forma de esclavismo para la mujer» que supone la «feminización de los cuidados» hace falta una «responsabilidad estatal».

Hay un nosotros excluyente e identitario. También un nosotros inclusivo («sentirnos responsables de aquellos que […] no pertenecen a nuestro grupo»: p. 88). Tenemos obligaciones con los otros y eso no es ni un «buenismo ingenuo» ni un «altruismo naíf» ni una «lastimera compasión», sino una «coimplicación». Heidegger habla de «coexistir», puesto que el «existente» es «un ente abierto a los otros» (p. 91). Para Merleau-Ponty «la percepción corporal» precede al pensamiento (al cogito) en la autoconciencia (p. 92), definiendo la percepción del otro no como un yo y otro sino como un «quiasmo» o «entrelazamiento», como «dos hilos que se entrecruzan sin que podamos decir exactamente dónde empieza el uno y acaba el otro» (p. 93).

Desembocamos en el posestructuralismo: si la identidad del sujeto es lo que permanece invariable, hay que proclamar (p. 94) la «muerte del sujeto». Foucault denuncia una «tecnología política del cuerpo» centrado en vigilar y castigar (el panóptico: p. 95). Por su parte Braidotti, denunciando el etnocentrismo, propone una «identidad nómada que transita por diferentes culturas» para sustituir a la identidad nacional (p. 96). Y si el sujeto liberal es un «sujeto prometeico», individual y autosuficiente, Derrida propone (p. 97) deconstruirlo para «pensar desde un descentramiento del yo». Nancy, por su parte, propone una «ontología del con» que nos lleva más allá de Heidegger: entre el universalismo abstracto del nosotros y el individualismo del yo está el nos-otros. Un entre que es contigüidad sin continuidad, esto es, «proximidad en la distancia»; y, lejos de ser «un ente superior que nos englobe a todos», la comunidad es el «lugar de encuentro en el que los otros me ayudan a descubrir mi singularidad»; porque «me ofrecen otras miradas sobre el mundo» (pp. 98.99). A este entre de Nancy, Agamben lo llama cualsea, es decir «singularidad sin identidad, despojada de toda distinción que le evita ser inscrita dentro de un grupo que lo excluiría del resto» (p. 100). Tenemos que «correr el riesgo de estar expuestos a la alteridad, cuerpo a cuerpo» (p. 102).

Este texto de Mercedes Gómez Blesa es un ensayo bien construido. Excelentemente documentado. Centrado en la pandemia del coronavirus sin reducirse a ella, pues no es la pandemia la que genera la reflexión sino una antropología filosófica de múltiples enfoques la que se desarrolla a través de la pandemia; la actualidad espolea la reflexión para trascender las inquietudes del momento.

El análisis es desolador, pero la autora mantiene un conato de esperanza. Un conato que se desvanece si, como hemos visto al principio, los comportamientos que le hemos visto criticar no son producto del liberalismo sino de la propia condición humana. Si fuera lo primero sería posible escapar a ellos cambiando de sistema; y si es lo segundo, cualquier antropología que se intente tendrá necesariamente un sesgo pesimista. Las fotografías de Natividad Navalón, que enmarcan cada capítulo, son de una calidad inquietante y de una extraña belleza; y lo que es más, contribuyen a reforzar esta impresión desoladora. Pesimismo. A al conseguir este efecto podemos decir que el arte ha dialogado perfectamente con el texto.


Estéticas de la ausencia
Mercedes Gómez-Blesa
Huso, 2021
110 páginas
9 €

LagunaDeLibros | Biblioteca IES Andrés Laguna

Mariano Martín Isabel es doctor en filosofía y profesor del instituto Andrés Laguna de Segovia. Vivió catorce años en Francia. Ha escrito artículos de filosofía en Francia, España, Italia, Finlandia, Ecuador y Méjico, y ha hecho algunas incursiones en la novela, como Las caras del mar. Su teoría de la razón viva concibe la novela como expresión viva de la razón. Es coautor del libro Andrés Laguna, humanista y médico, y ha escrito sobre Ortega y Gasset, Miró Quesada, Miguel Hernández y María Zambrano, entre otros. Desde hace algo más de un año anima un blog en el que intenta ahondar en el concepto de filosofía literaria; de periodicidad semanal, publica textos agrupados en cuatro secciones: filosofía, literatura, educación y el rincón de «el mirador» (atalaya desde la que desmenuza la realidad con objetividad apasionada).

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