Arte

José Clemente Orozco y su causa

Rodolfo Elías escribe una reflexión dura sobre los intelectuales y artistas progresistas de su país, México, y sus hipocresías, y en particular sobre uno de los más conocidos muralistas.

/ por Rodolfo Elías /

Leía un viejo artículo de Luis Cardoza y Aragón, titulado «José Clemente Orozco», donde habla de la supuesta conexión del muralista con el pueblo y su causa. Conexión sentimental típica de los intelectuales mexicanos en su compromiso con el pueblo y con el hombre común. En una parte del texto que llamó mi atención, Cardoza y Aragón dice:

«Se identificaba con lo suyo y los suyos, con sus dolores y zozobras, sencilla y valientemente, sin la menor brizna de alejamiento. El gran espíritu de México hinchaba todas sus velas y su conversación se hacía atropellada, se le humedecían los ojos. Y un niño ávido era entonces aquel hombre súbito y seco, empapado de fervor, al decir lo sufrido por México y lo que siempre habrá de ser, la perennidad de su perfil: amaba a su pueblo, feliz o desgraciado, a su pueblo en sí, como estuviera».

Tan bonito e idílico como suena, la triste realidad es que si los intelectuales en México han demostrado —hasta la fecha— cuánto aman al pueblo, ha sido solo en un plano teórico, superficial y de apariencias. Porque es muy fácil ser sentimental sin un verdadero compromiso.

Los tiempos de Orozco coincidieron con un tiempo álgido de la historia de México: la Revolución mexicana. Orozco, al igual que la mayoría de los intelectuales que tenían una presencia y una voz en el ámbito sociocultural y político, atacó —desde la comodidad de una vida burguesa, subsidiada por los gobiernos en turno— la causa verdadera de la Revolución, personificada en Francisco Villa. Atacaban a Villa, a pesar de que Francisco Villa era el único líder revolucionario —de peso— nacido del pueblo y encauzado hacia el pueblo. Denostándolo por lo que representaba para ellos: una verdadera amenaza al statu quo. Mismo que los intelectuales protegían de una u otra forma, porque de ello dependía su porvenir profesional. Y eso les impidió unir su voz a la verdadera causa (en lugar de eso, unieron su voz a la causa de apariencia de los políticos, ideólogos y demagogos) de una forma contante y sonante.

Emiliano Zapata

De hecho, en su autobiografía Orozco se refería a los hechos de Villa como «los desaguisados de Pancho Villa». Sin embargo, a quien los intelectuales sí adoptaron como una especie de santo patrono fue a Emiliano Zapata, que con su dicho de «Tierra y libertad» y su estampa legendaria de charro mexicano, conquistó esos corazones románticos y patrioteros. Pero a estas alturas es muy claro que la adopción de Zapata como una figura nacional de tal envergadura se debe más que nada al hecho que su raquítica visión nunca incomodó en gran manera al establishment.

En otra parte del texto, Cardoza y Aragón asevera:

«Poderoso y apasionado, el maestro amaba lo que su pueblo amaba y respetaba lo que su pueblo respetaba. En su anticlericalismo está la furia que siente porque se ha burlado la fe del pueblo, porque se le ha engañado con ella. Así también con los humanitarios que se acercan al pueblo por el dolor del pueblo, sin sentirlo, no por el pueblo mismo y con algo de ese irritado desprecio que hay escondido en la conmiseración. La caridad, la limosna, la beneficencia, sacábante de quicio. La Revolución, «el más alegre de los carnavales, como dicen que son los carnavales”, y se crecía su imprecación contra las deficiencias o las falsificaciones».

La forma en que describe aquí a los humanitarios es como si estuviera describiendo a Orozco mismo. ¿Qué hicieron él y todos los demás ideólogos y especuladores de café por el pueblo o la revolución? ¿Qué hicieron en verdad gentes como José Vasconcelos, Daniel Cosío Villegas, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco y todos los demás por la causa del mexicano común? Y cuando pregunto qué hicieron, la pregunta más concretamente sería: ¿qué hicieron que haya tenido un impacto práctico en ese grueso de la población compuesto por los desheredados y desposeídos?

Los murales de Orozco, que son su único legado al pueblo mexicano, fueron obras subsidiadas por el Gobierno, mismo que le permitió a él y a los otros (Siqueiros y Rivera, entre tantos otros) plasmar sus murales en edificios oficiales hasta el abuso, haciendo más mal que bien al utilizar edificios cuya arquitectura (legado y patrimonio artístico nacional) merecía ser dejada en paz, sin la corrupción de sus muros.

Respecto a lo anterior, dice Octavio Paz lo siguiente, en una entrevista para la televisión francesa:

«Muchos de los murales fueron pintados en venerables edificios de los siglos XVII y XVIII. Una intrusión, un abuso, algo así como ponerle a la Venus de Milo un gorro frigio. ¿Qué tiene que ver el Colegio de San Ildefonso, obra maestra de la arquitectura novohispana, con los frescos que pintó ahí Orozco y que, más que verdadera pintura mural, son litografías amplificadas?»

Como vemos aquí, Paz no sólo está condenando el hecho de la profanación; sino de la profanación del arte por el mal arte, ya que la obra intrusiva no está ni siquiera a la altura como manifestación artística. Ahora, Octavio Paz mismo tenía cuentas que dar, respecto a su participación en las libaciones con el poder y proceder cuestionable al respecto, pero eso no le quita su capacidad de ser uno de los pensadores más lúcidos de su tiempo, su ojo crítico y su gran lucidez al hablar de lo que le inquietaba.

Sin meterme en detalles, y sin sentimentalismos ramplones, puedo decir que la Revolución mexicana dejó como legado —y como parte de un gran cambio— oportunidades de superación y prosperidad para un segmento de la población, que de otra forma no hubieran tenido acceso al porvenir. El cambió de poder dio lugar a un reacomodo de la economía nacional, lo que abrió campos y formas de producción industriales urbanas y agropecuarias, que acogieron la participación de las clases menos privilegiadas. A diferencia de todas las otras grandes revoluciones modernas, como la Revolución rusa y la Revolución cubana —por nombrar dos de las que tuvieron más resonancia en el mundo de habla hispana— cuya burocracia, opresión y explotación solo dejaron resultados nefastos.

A propósito, algo que quedó muy claro acerca de las revoluciones rusa y cubana es que los sistemas socialistas-comunistas se prestan más a la opresión (por su carácter dogmático y burocrático) y a la explotación del hombre por el hombre. La historia nos ha mostrado y demostrado, también, que los únicos beneficiados en un sistema socialista-comunista son los allegados al poder; y el único bien común que comparte el resto del pueblo son el hambre, la carencia y la opresión.

El mejor ejemplo del beneficio de las revoluciones modernas para unos cuantos lo hemos visto en gente como Gabriel García Márquez, que vivió en Cuba como un rey y se paseaba ostentosamente, como un dandi. Y también apologistas de la revolución tales como el poster child Silvio Rodríguez, que ejemplifica perfectamente el hecho que sólo los allegados y paleros del sistema viven dignamente en un régimen socialista. Mientras que, por otro lado, escritores magníficos como José Lezama Lima, Virgilio Piñera y Eliseo Alberto (el de «Informe contra mí mismo») fueron denostados y acosados, y vivían en condiciones indignas por el sólo hecho de ver las cosas como eran. Y sin olvidar, tampoco, los casos de aquellos que tuvieron que dejar la isla, como Alberto mismo, Guillermo Cabrera Infante y Reinaldo Arenas, mismos que terminaron huyendo para salvar su pellejo.  

En cambio, la revolución en México —bajo la dirección acertada de Francisco Villa, a pesar de tanto sabotaje— sí se convirtió en una verdadera causa del pueblo, peleada y liderada por gente del pueblo. Habrá que recordar que antes de la revolución el país había sufrido una dictadura cruel por más de treinta años que, como todas las dictaduras, estaba diseñada para el beneficio de una elite preponderante, donde imperaba la ley del más poderoso. Si contemplamos un poco la historia moderna de Latinoamérica, observaremos que todos los países latinoamericanos han padecido lo indecible con sus intrigas políticas internas, golpes de estado, dictaduras, guerras de guerrillas (en Centroamérica), etcétera. Después de la revolución, México vio mucho progreso —a pesar del Partido Revolucionario Institucional, PRI— y gozó de cierta paz y armonía por varias décadas; la dictadura perfecta, según Mario Vargas Llosa. Claro que todo empezó a cambiar a principios de los años ochenta, durante el sexenio de Miguel de la Madrid, con la entrada del narco al campo. Y más dramáticamente en 1988, con el advenimiento del primer gobierno neoliberalista de Carlos Salinas de Gortari. De ahí en adelante el país empezó a irse de picada, hasta llegar a su punto de transición definitiva en el 2000, con la entrada del llamado Cambio, de Vicente Fox, que acabó de dar un giro de 180 a las cosas, llevando al país a su estado actual de narcoestado.

Esto es lo que para Octavio Paz fue la Revolución mexicana:

«Algo así como una explosión de la vida subterránea de México. Nuestra Revolución sacó afuera, como en un parto, un México desconocido. Solo que el niño que nació en 1910 tenía siglos de existencia: era el México popular y tradicional, ocultado por el régimen anterior. Un México que ahora unos y otros, progresistas de la izquierda y progresistas de la derecha, han vuelto a enterrar. La Revolución mexicana fue el descubrimiento de México por los mexicanos».

Para rematar, en otra parte dice: «La Revolución fue una vuelta a los orígenes pero también fue un comienzo o, más exactamente, un recomienzo. México volvía a su tradición no para repetirse sino para inaugurar otra historia».

Desde luego que eso no lo dice el caricaturista político Eduardo del Río, mejor conocido como Rius, en su panfleto La revolucioncita mexicana, que se mofa de un momento histórico en México tan definitivo para su historia moderna. Rius es otro de los intelectuales de izquierda que hizo vida vendiendo panfletos seudocientíficos. Los libros de Rius estaban plagados de datos tergiversados —para un auditorio ignorante, fanático y hambriento de verdad— y medias verdades, vendiéndole así ideologías chatas al pueblo y exhibiendo en el proceso un fanatismo anticapitalista y antirreligioso que, paradójicamente, se proyectaban como dogma. Como el anticlericalismo de Orozco del que habla Cardoza y Aragón, que no es otra que la manifestación de su intolerancia contra la iglesia católica y toda creencia que fuera en oposición con su carácter de librepensador; que nada tiene que ver con una verdadera antirreligiosidad. Porque entre ellos (los librepensadores mexicanos) tienen sus cofradías sociales, ideológicas e espirituales; lo que es decir que también profesan una religión a su manera, aunque por otro lado critiquen la religión como «el opio del pueblo».

Una cosa muy sabida es que, al igual que José Clemente Orozco, casi todos los intelectuales de cierto prestigio en México se han colgado de los sistemas en turno, a pesar de lo que digan. Y sus actos de rebeldía son actos coreografiados, para producir la impresión de que hay una oposición saludable contra los excesos y faltas del gobierno. Esto se debe al curioso hecho de que el gobierno mexicano subsidia su propia crítica, situación de la que se beneficiaron grandemente periodistas como Julio Scherer García y Vicente Leñero, con su revista Proceso.

En realidad han sido pocos —demasiado pocos— los intelectuales (escritores, artistas, docentes y científicos) mexicanos con un nombre que se han rebelado contra el establishment y su discurso oficial, renunciando o arriesgándose a perder oportunidades de vivir de su trabajo como intelectuales. Quiero hablar de dos escritores, en cuyos casos hubo una marcada y estruendosa dislocación, ya que fueron dos de los únicos disidentes verdaderos: José Revueltas y Rubén Salazar Mallén. Cuya disidencia ideológica fue aparatosa, en teoría y en la práctica, y que tenían su historia de cárceles y persecuciones para probarlo. Y como escritores también levantaron la voz con la misma pasión e ímpetus, porque los dos ensayaron voces nuevas para las letras mexicanas. Uno, Salazar Mallén, desde su rabiosa decepción ideológica y el otro desde su desolado pesar existencial, que era más espiritual que orgánico.

El nombre de Rubén Salazar Mallén fue desde muy temprano sinónimo de escándalo, por su periodismo mordaz y su actitud contestataria. Y sobre todo por su novela Cariátide (1932), que fue la primera novela en México en emplear un lenguaje altisonante y soez (las letras mexicanas hasta entonces hacían gala de un lenguaje «pulidito y decente»). Fue Cariátide la responsable de la consignación del propio Salazar Mallén, Samuel Ramos y Jorge Cuesta (estos dos últimos por haberla publicado en la revista Examen), y la disolución del famoso grupo Contemporáneos.

Salazar Mallén militó en el partido comunista mexicano. Pero después de un tiempo de probar y padecer, decepcionado se proclamó fascista; hasta que el desencanto lo golpeó otra vez, de tal forma que unos años después acabó siendo anarquista. Cualquiera pudiera pensar que las militancias indecisas de Salazar Mallén eran una prueba de su doble —o triple— ánimo como hombre y como ser pensante. Pero hay un común denominador en su paso por las tres posturas: su pasión. Que provenía de cierta pureza y sinceridad ideológicas. He aquí lo que él mismo dijo al respecto, en entrevista con Cristina Pacheco:

«He militado, con más o menos intensidad y más o menos prolongadamente, en el anarquismo, el comunismo y el fascismo; a más de haberlo hecho, por supuesto, en la peculiar democracia mexicana. Ese ir de una posición a otra no se apoyó en el capricho, ni fue el fruto del azar. Las diversas actitudes que he adoptado tuvieron su origen en el afán de encontrar solución a los problemas del hombre, pero, debido a mi disposición crítica, remataron siempre en decepción. Me dolió reconocerlo y apartarme, pero lo hice. Otros no lo hacen, porque los más de los hombres se niegan a confesar y a confesarse que han fracasado. La mayoría prefiere persistir en el error. Es amor propio y también pereza». 

Rubén Salazar Mallén alguna vez estuvo recluido en la siniestra jefatura de Revillagigedo, donde las celdas estaban dispuestas de manera que los policías se podían orinar en los presos. Estuvo también en la tenebrosa cárcel de Lecumberri, y a punto de ir a parar a las Islas Marías; ya estaba en la cuerda cuando llegaron con un amparo para él. En la Cárcel de Belén le mentó la madre al mayor, y de castigo el mayor lo mandó a la llamada jaula de los leones, donde estaban consignados los homosexuales y los drogadictos. Ya se le iban a echar encima a Salazar Mallén, cuando apareció un conocido suyo y lo rescató.

Por su lado, José Revueltas, gran literato (El luto humano, Los muros del agua, El apando), ensayista (Libertad del arte y estética mediatizada, Literatura y liberación en América Latina, Las evocaciones requeridas) y guionista de cine, comulgó con el socialismo en teoría y en práctica; también de una forma sincera y congruente. Revueltas fue un gran maestro del ejercicio dialectico que, a diferencia de tantos otros que fueron cegados por su ignorancia, inocencia o fanatismo, sí fue capaz de detectar y señalar la burocracia e inconsistencias en las prácticas del estalinismo, la revolución cubana y el partido comunista mexicano; por lo que fue perseguido y encarcelado en innumerables ocasiones. Su última gran prisión la padeció después de la masacre de Tlatelolco, en la tenebrosa cárcel de Lecumberri, a donde fue a parar acusado de conspirador. De ahí salió ya muy enfermo, para morir unos años más tarde.

Esto es lo que escribió Revueltas en su Diario de Cuba, durante su estancia en la isla caribeña:

«Agosto 14 [1961] y aun no se me invita al Congreso de escritores cubanos, que comenzará el 18. Son capaces de no hacerlo, lo cual será extraordinario desde el punto de vista de la terrible desaprensión de los escritores cubanos, por una parte, y por la otra del estúpido dogmatismo, del miedo, de la ignorancia y el espíritu burocrático que reina (o ha de reinar) entre los dirigentes. Por supuesto yo no me haré presente de ningún modo, aparte de que no me he preparado para participar (y luego la inmensa pereza de ver, tratar y hablar con los colegas, que en su conjunto cada vez me parecen —los de aquí y los de todas partes— una repugnante banda de filisteos y oportunistas miserables)».

Eso ejemplifica muy bien su postura respecto al espíritu dogmatico y opresor que reinaba en los ambientes de exacerbación política.

Prometeo, de José Clemente Orozco (1930)

Del mismo Orozco, Revueltas dijo en su crítica del mural El circo contemporáneo, plasmado en el Palacio de Guadalajara:

«Parece ser que Orozco intentó en El circo crear una imagen del desorden y la confusión que traen consigo las luchas ideológicas. La intención es ambiciosa y digna del talento de José Clemente, pero Orozco tomó de la realidad del desorden y de la confusión, sólo el aspecto amañado, negativo e incompleto. Es decir, no representó al desorden verdadero, como lo es en la historia y en la vida, con su magnífica fuerza bárbara, pero a la vez con su antinomia germinal y creadora, sino que reprodujo un fragmento, apenas, de ese desorden. Así, lo que pudo convertirse en una abrumadora profecía se redujo a grotesca caricatura, no obstante la belleza intrínseca que pueda tener, que en todo caso será una belleza sin integridad… El circo contemporáneo de José Clemente da la impresión de que su autor no quiso proceder con honradez hacia la realidad».

Ahora, al poner aquí estas críticas desfavorables, no es mi intención hacer un ataque brutal al artista o a la izquierda, sino acotar lo que otros hombres más inteligentes y capaces que yo veían en un hombre como José Clemente Orozco, a quien su grandeza artística no lo hacía precisamente un hombre acertado u honesto ideológicamente. Y es así como cierro mi escrito que, a pesar de extenso, espero no haya sido tedioso. Una voz que clama en el desierto, por la libertad y justicia, que ni la izquierda ni la derecha han tenido la voluntad de conseguir.


Rodolfo Elías, escritor en ciernes nacido en Ciudad Juárez y criado en ambos lados de la frontera, colaboraba con la revista bilingüe digital, hoy extinta, El Diablito, del área de Seattle. Sus textos han sido publicados en la revista SLAM (una de las revistas literarias universitarias más prominentes de Estados Unidos), La Linterna Mágica Ombligo. En la actualidad trabaja en dos novelas, una en inglés y otra en español.

1 comments on “José Clemente Orozco y su causa

  1. Daniel Marquez

    Muy bueno, adelante con el arte.

Responder a Daniel MarquezCancelar respuesta

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