/ Mirar al retrovisor / Joan Santacana Mestre /
La era de los fascismos vuelve, y no solo en la vieja Europa. No se trata de una resurrección, ya que el fascismo nunca murió. En realidad, vivió camuflado, en una extraña metamorfosis, porque después de su derrota militar no podían aparecer con todas sus siglas, sus banderas y sus himnos. Se disfrazaron de populistas, se denominaron derecha alternativa, adoptaron incluso el lenguaje de las democracias parlamentarias, pero su ADN no se alteró demasiado: siguieron siendo racistas, homófobos y xenófobos, aunque disfrazaron estos conceptos con otros aparentemente menos agresivos; pero les gustaba pasearse por una ciudad y comprobar que bares y restaurantes no tenían empleados moros, sudacas o paquis; se envolvieron con las banderas nacionales y se erigieron en los últimos baluartes del patriotismo con estentóreos aquelarres con banderas y símbolos; continuaron ejerciendo la violencia política siempre que pudieron y cuando y donde se les dejó practicarla; siguieron siendo autoritarios en las esferas de poder que controlaban; se mantuvieron contrarios al feminismo en cualquiera de sus más leves manifestaciones; siempre consideraron a los demócratas como cobardes traidores que envenenan al pueblo. En el fondo siempre creyeron que la democracia era tan solo el medio para alcanzar el poder; una vez instalados, a menudo pretendieron prescindir de sus normas, adaptando las constituciones a su voluntad y estableciendo un auténtico culto a la personalidad del líder autoritario, llámese jefe, comandante, caudillo, führer o duce.
Pero ahora ha llegado el momento de quitarse el camuflaje, porque ya no les es necesario; Donald Trump, Matteo Salvini, Santiago Abascal, Vladímir Putin, Viktor Orbán, Jair Messias Bolsonaro o Marine Le Pen no profesan la misma ideología, pero comparten el antiguo ADN de los fascismos. No se trata de dictaduras garbanceras al viejo estilo militar; al igual que el fascismo italiano, que tan bien definiera Trotski, los nuevos fascistas forman parte de unos movimientos espontáneos, que se apoyan en las grandes masas, con dirigentes jóvenes, incluidas mujeres, personajes modernos, surgidos de la base. Incluso a veces son de origen plebeyo, aun cuando están financiados por algunas corporaciones capitalistas. Sus nuevos dirigentes, así como sus adeptos y votantes, han salido de la pequeña burguesía urbana, pero reclutan a su fuerza de choque en el lumpenproletariado e incluso entre las empobrecidas masas proletarias; empiezan a tener fuertes apoyos en barrios que antes fueron rojos y, a menudo, se presentan como personajes de éxito, que se han hecho a sí mismos. Ya no llevan tatuada la esvástica, ni van con camisas pardas; se visten con tejanos; algunos y algunas llevan ropas informales, incluso elegantes. Pero se les reconoce sobre todo por su ultranacionalismo, para lo cual recurren a un falseamiento del pasado, de la historia, que los lleva a hablar de la reconquista de España, hoy en manos de la morería; de «nuestros ancestros los galos» en Francia o de los colonos del Mayflower en América.
Pero cuidado al analizar sus orígenes: su reaparición va pareja con el triunfo de una fase neoliberal del capitalismo que allanó la pista de aterrizaje de estas aves rapaces. Ellos viven del desmoche de lo público, de las privatizaciones y grandes acumulaciones de capital generados durante las crisis más o menos artificiales del sistema, del recorte de derechos sociales, de la expropiación masiva de viviendas a las clases medias por parte de una banca impúdica, del ataque a la sanidad y la educación pública. Todo esto es la base y la tierra abonada en la que crecen. Para comprender su auge actual, que los ha llevado hasta las puertas del Capitolio, o en el umbral del Elíseo, hay que tener muy claro que no han nacido por generación espontánea. No se trata de plantas que crecen en una noche, como los espárragos. Por el contrario, llevan tiempo creciendo entre nosotros; se han alimentado de nuestro sistema y todos tienen un objetivo común, que defienden con ahínco: explorar las contradicciones de las democracias para impedir que dirigentes incorruptibles puedan promulgar leyes que favorezcan a las clases populares. Esta forma de proceder la hemos visto en toda América Latina, en donde con frecuencia han engullido a sus pueblos, y hoy lo vemos en Europa del Este y sus garras asoman en nuestros lares. Este es su auténtico objetivo político, y no hay que dudarlo: cuando toman el poder, no lo sueltan.

Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.
Señor Santacana, dice usted:
“Incluso a veces son de origen plebeyo, aun cuando están financiados por algunas corporaciones capitalistas”
Lo cual es el certero signo de una probable verdad: el capitalismo de mercado es un Jano bifronte que ha dado lugar a dos alternativas antagónicas entre sí, pero hijas del mismo padre, como Caín y Abel: la Democracia y el Fascismo en todas sus modalidades, que no son pocas en ambos casos
Me parece defensi la esta idea del origen comun. En el fondo quizas tornen idèntico PADRE