La escritura encubierta

Eugenio Torrecilla y su estrella muerta

Ricardo Labra escribe sobre el autor de 'La balada del Nalón', 'La vida por la letra' y 'Las estrellas muertas', antídoto, escribe, en estos tiempos de vedetismos literarios y de falsas erudiciones.

/ La escritura encubierta / Ricardo Labra /

La formación de un escritor es larga y azarosa. Son muchas cuestiones las que pueden incidir en la escritura de un determinado autor. Los críticos decimonónicos, cuyos influjos llegan hasta nuestros días, buscaban con ahínco en los trasuntos biográficos la explicación a los trasuntos caligráficos. Sainte-Beuve, por ejemplo, consideraba determinante para analizar una obra literaria la vida de su autor, desconociendo, o ignorando, las virtualidades inmanentes de un texto creativo. Desde entonces ha llovido mucho. Pero a pesar de los lúcidos desarrollos de la crítica formalista del pasado siglo, los escritores y lectores de la era digital siguen enzarzados —yo diría que fascinados— con las implicaciones e hibridaciones que se establecen entre la vida y la obra.  

Esta dualidad, como si la escritura y la vida de un determinado escritor fueran las caras de la misma moneda, ha llevado a grandes revelaciones hermenéuticas, pero también a grandes equívocos al confundir la ficción con la realidad. Cuántas veces un texto farragoso, al que no encontramos explicación alguna, se aclara por un aspecto biográfico de su autor que hasta entonces desconocíamos. Por ejemplo, a Kafka se le empieza a interpretar de otra manera, a encontrar más claridad en su sistólica oscuridad, si uno sabe que se encuentra ante la escritura de un hipocondriaco. El inconveniente es que la mayoría de las ocasiones se intentan explicar aspectos sustantivos de una obra —o triviales— a través de algunos hechos conocidos de su autor o de alguno de sus personajes, como sucede con las novelas de clave, confundiendo la trama novelística con la verosimilitud histórica o la ficción de la memoria.

El asunto de esta simbiótica relación se complica, debido a que un buen número de escritores, dada la importancia que adquieren en sus obras sus cuestiones vitales, no solo falsifican sin sonrojo su curriculum vitae sino su propia biografía. Incluso en ello han incurrido los más talentosos, como Juan Ramón Jiménez, que no cesaba de fabular sus viajes a París para proclamarse precursor del simbolismo español.

Es precisamente en esa compleja relación entre vida y obra donde hay que buscar la propensión de ciertos autores a establecer genealogías y parentescos literarios. Si el lector se aproxima al texto, más allá de sus inmanentes significados, desde las implicaciones y connotaciones biográficas del autor; también, al asumirse como tales, lo hace desde el seguro tamiz de sus maestros: este es discípulo de Benet, este otro es borgiano, el de más allá barojiano… Factor de interpretación crítica y también de prestigio literario que promueve, a la mayoría de los escritores, a proclamar con cierta prolijidad a sus maestros, designándose al mismo tiempo como sus deudos y legítimos herederos.

Este es el motivo por el que no me gusta llamar maestros a mis referentes literarios. Han sido muchos los escritores que se han cruzado en mi vida y en mis sueños, y que se han hecho en mí, como diría Unamuno, carne y memoria. Algunos, como sucede en la vida, todavía están esperando que llegue a su encuentro. Pero al margen de las lecturas dilectas y del magisterio de sus sombras, he tenido la suerte de tener —he de reconocerlo— dos maestros, que además han sido extraordinarios amigos. Uno goza de fama universal y es considerado como un clásico contemporáneo, mientras que el otro permanece como vivió, anclado en el olvido.

Sobre el primero he escrito numerosos artículos, incluso he analizado su obra en una tesis doctoral: Ángel González en la poesía española contemporánea; del otro, apenas he escritor algunas líneas circunstanciales, pero no hay día que no me acuerde de él al hojear un libro o cuando trato de encontrar la palabra adecuada para ordenar un pensamiento. 

Hubo un tiempo, como decía Borges de Cansinos Assens, en el que pensaba que la literatura era Eugenio Torrecilla. La austera mesa de su estudio, sobre la que escribió a mano sus tres significativas obras narrativas, era todo un orbe sensitivo por el que recorríamos vastísimos territorios literarios. Siempre lo recuerdo inclinado sobre el mapa de París, contemplando el escenario de La comedia humana, para terminar transitando con su índice por la rue Hamelin en busca de la casa de Marcel Proust, al que solíamos visitar alguna noche. 

Eugenio Torrecilla escribió tres singulares obras narrativas, pero, aunque cada una de ellas (La balada del Nalón, La vida por la letra y Las estrellas muertas) pueda considerarse una joya literaria, solo la última es una obra de ficción.

La balada del Nalón es un canto telúrico y vivencial al natalicio, una elegía inspirada en un nacionalismo aglutinador que debieran conocer no solo los asturianos, sino todos aquellos transidos por un nacionalismo emasculador. Si La aldea perdida de Armando Palacio Valdés es la novela del inicio de la industrialización, en términos mitológicos del cambio de reinado de las diosas de la tierra Deméter y Flora por el dios de la industria Plutón —el minero—, La balada del Nalón representa el final de esa industrialización; por lo tanto, en ella se refleja la agonía de Plutón, sus estertores últimos. Es como si se cerrase el círculo, en realidad su alegoría anticipa lo que sucedería después, la sustitución de Plutón por un dios espurio. Desde entonces, todos los responsables políticos promueven los polígonos industriales con la expectativa de que venga volando Leviatán a poner el huevo de las tecnológicas.

La vida por la letra es uno de esos libros que solo puede escribir un guardián de La biblioteca de Babel, cargo clandestino que Eugenio Torrecilla ejerció durante mucho tiempo; sus páginas, por ello, están imbuidas de una magia solo comparable a las que destilan algunas de las misteriosas obras de nuestra tradición europea, como El gran Meaulnes. Eugenio era proustiano, llevaba una existencia muy similar a la del autor francés, encerrado en su casa y dilucidando la realidad a través de la escritura. Como a Marcel Proust, la enfermedad lo marcó terriblemente, por lo que su vida quedó desde entonces sublimada por la literatura, del mismo modo que les ha pasado a muchísimos escritores que tienen una herida abierta. La vida por la letra no deja de ser una herida abierta, casi ritual, de iniciación a la percepción estética; donde Eugenio Torrecilla transfiere —más bien habría que decir: inocula— su pasión por la literatura al lector.

Las estrellas muertas es una de las mejores novelas escritas en estos últimos años, una rareza como en su día lo fue la novela póstuma de Tomasi di Lampedusa. Esta inquietante novela, también póstuma, de Eugenio Torrecilla tiene una sensibilidad proustiana, pero curiosamente está más emparentada con la obra de Kafka. Recuerdo que durante su redacción sufrió una profunda crisis, hasta hubo que ingresarlo una noche de 1997, en la que apenas tuvo tiempo de avisarme por teléfono a las tres de la madrugada: «Estoy muy mal, ven a casa». Ya me había dicho que a veces se ponía a escribir y de repente tenía distorsiones temporales, tal como le sucede en la novela a su personaje literario. Yo sabía que este malestar estaba originado por su transferencia escritural, porque durante su redacción me iba leyendo los capítulos que daba por terminados. Eugenio siempre tuvo cierto respeto a este libro, por lo que nunca quiso publicarlo en vida. En él plasma su visión sobre la sociedad, al tiempo que recrea sus miedos y también sus fantasmas. Su personaje nuclear parece inmortal, lo que le permite abordar una problemática compleja: la de la longevidad humana. Uno de los mitos de estos tiempos, algunos científicos hablan incluso de que se puede llegar a detener el reloj biológico. No me extrañaría que al cabo de unos años esta novela se transformase en un libro de referencia (para mí, desde luego, lo es desde hace tiempo).

Eugenio Torrecilla cumplió conmigo el papel de Virgilio, llevándome en mi juventud por el dédalo de las letras con brazo experimentado, porque era un lector inconmensurable de la tradición literaria europea. Eugenio Torrecilla todavía sigue siendo para mí un antídoto en estos tiempos de vedetismos literarios y de falsas erudiciones. Un maestro.


La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es labra.jpg

Ricardo Labra, poeta, ensayista y crítico literario, doctor en Investigaciones Humanísticas y máster en Historia y Análisis Sociocultural por la Universidad de Oviedo; licenciado en Filología Hispánica y en Antropología Social y Cultural por la UNED, es autor de los estudios y ensayos literarios Ángel González en la poesía española contemporánea y El caso Alas Clarín: la memoria y el canon literario; y de diversas antologías poéticas, entre las que se encuentran Muestra, corregida y aumentada, de la poesía en Asturias, «Las horas contadas»: últimos veinte años de poesía española y La calle de los doradores; así como de los libros de relatos La llave y de aforismos Vientana y El poeta calvo. Ha publicado los siguientes libros de poesía: La danza rota, Último territorio, Código secreto, Aguatos, Tus piernas, Los ojos iluminados, El reino miserable, Hernán Cortés, nº 10 y La crisálida azul.

0 comments on “Eugenio Torrecilla y su estrella muerta

Deja un comentario

A %d blogueros les gusta esto: