Poéticas

Una voz entre leones. En recuerdo de David Huerta

Jordi Doce traza una semblanza del fallecido poeta mexicano, trufada de recuerdos personales de su relación con él.

/ por Jordi Doce /

Conocí la poesía de David Huerta a la vez que a su autor, y esto, que podría parecer idóneo, rara vez lo es. Quiero decir que a menudo el trato con el autor nos estorba o nos ofusca a la hora de acceder a su escritura. Es claro que en el caso de David no fue así: había en él una rara mezcla de entusiasmo cordial y delicadeza tranquila que permitía el acceso limpio a sus palabras; hablar de sus poemas le azoraba y por eso los dejaba tranquilos, en paz. Es decir, nos dejaba a nosotros, sus lectores, a solas con ellos y se negaba a preguntarnos cómo había sido el encuentro. Su actitud no dejaba revelar ni una migaja de inquietud. Respetaba demasiado a la poesía y a sus lectores para convertirse, siquiera por aproximación, en esa clase de poeta egotista que está siempre interfiriendo y no para de hacerse notar, o en su reverso: el que se mantiene teatralmente apartado y hace como si estuviera por encima de la melé. No, David era cordial, entusiasta y genuinamente indiferente a la vida que sus poemas pudieran tener en el día a día de sus amigos. Él celebraba que existiera tal cosa como la poesía, y sobre todo celebraba con fervor juvenil la figura y la obra de ciertos poetas que no habían dejado de acompañarle jamás: por ejemplo, Góngora; por ejemplo, Eliot.

Fue hace algo menos de veinte años, en el verano de 2003, en el hermoso y discreto Carmen de la Victoria de Granada, donde habíamos sido convocados a un encuentro más o menos informal de poetas y editores de nuestros dos países, México y España (allí estaban, entre muchos otros, Manuel Borrás, Emilio Torné, Eduardo Moga, Julio Trujillo…). Me asombra —me asusta un poco, la verdad— pensar que David era entonces dos años más joven de lo que soy ahora. Digo que me asombra porque ya entonces David tenía una influencia apaciguadora en los jóvenes poetas mexicanos que le acompañaban. Era un padre y un maestro, y sentía una preocupación de veras paternal por el ser y estar de sus compañeros. Solo una vez le vi perder ligeramente los estribos. Y fue cuando se asomó de buena mañana al cuarto que yo compartía con uno de aquellos jóvenes turcos y se desesperó al verlo en la cama, borracho perdido, tan vencido por la parranda en Sacromonte que iba a perderse, a todas luces —literalmente—, la visita guiada a la Alhambra. David logró convencerlo de salir de la cama, lo obligó a ducharse y a vestirse, y luego nos deleitó con una segunda visita guiada por la Alhambra —superpuesta a la primera, o entreverada con ella— consistente en una lectura improvisada de poemas arábigo-andaluces en la versión de Emilio García Gómez. La visión del Patio de los Leones o de los jardines del Generalife ya es para mí indisociable de la voz de David recitando aquellos versos. Ahora que lo pienso, quizá la lectura consistiera solo en fragmentos de tres o cuatro poemas, pero la intensidad del suceso lo hizo crecer en el recuerdo y aquello se me ha transfigurado casi en una versión andaluza de El club de los poetas muertos, con David convertido en un improvisado Robin Williams.

David ya era entonces el poeta de El azul en la flama, publicado un año antes por Era y que compré en una de las mesas de venta del encuentro. Fue una lectura deslumbrante; un genuino coup de foudre. Luego supe, o entendí, que aquel poemario había sido el comienzo de una nueva etapa en su obra, luego de los años de relativo desconcierto que siguieron a la publicación de Incurable en 1987. Y es cierto: ¿qué hacer, qué escribir, después de ese poema monumental que era a la vez un estallido asombroso, un prodigio de pirotecnia verbal, y un callejón —más bien un laberinto— sin salida, una galería de espejos que multiplicaban hasta el abismo su propia imagen? Aquella década de 1990 fue abundante en libros, en pequeños conjuntos de poemas, pero no fue hasta La música de lo que pasa (1997) y sobre todo El azul en la flama cuando David encontró el tono de su poesía de madurez, etapa en la que se inscriben también otros dos poemarios sobresalientes: La calle blanca (2006) y Canciones de la vida común (2009). Ya he hablado en otras ocasiones de la impresión que los poemas de David suelen producir en el lector atento: como una descarga eléctrica, o como un resto de materia incandescente que parece apagarse entre chisporroteos pero revive al sentir la presencia —la cercanía— de unos ojos curiosos. Estamos ante una escritura exuberante que sin embargo porta en sí su propio sentido de la medida, del equilibrio, que sabe ser mucho mayor que la suma de sus partes sin extraviarse ni abrumar a quien se aventura en ella.

Ya entonces sentí la necesidad, el deseo, de que la poesía de David se diera a conocer en España. Me había hecho con otros libros suyos (empezando, claro, con Incurable) y su ausencia del panorama editorial peninsular, del horizonte de lectura de mis contemporáneos, me parecía inexcusable. O difícil de entender, cuando menos. Tampoco es que a él le preocupara mucho. Cuando me ofrecí a ayudarle a encontrar un editor en España, él se escudó en un compromiso previo con el director de una pequeña revista catalana que le había pedido poemas para hacer un libro de artista. Yo le objeté que una cosa no quitaba la otra; que cabía publicar unos pocos poemas en edición limitada y a la vez plantear un volumen comercial de amplio alcance. Pero David asentía, me daba la callada por respuesta y pasaba a otro tema. O simplemente ignoraba mis mensajes. El impasse se mantuvo algunos años, y ni mi insistencia (renovada por viajes posteriores a México en los que aprovechaba, entre otras cosas, para abastecerme de nuevos libros suyos) ni el retraso perpetuo de aquella misteriosa edición de artista lo hicieron moverse de la silla. Así pasaron algo más de quince años, hasta que en septiembre de 2019, claro está, recibió felizmente el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances. Y es como si algo se hubiera trastocado en la economía psíquica o interior de nuestro poeta.

Le he dado muchas vueltas a esta resistencia tácita de David a ser editado en España. Y digo resistencia porque era algo más que simple indiferencia. Pensé tal vez que temía el trastorno de verse arrastrado por las vueltas y revueltas de un proyecto incierto. Pensé que no querría verse fuera de su propio centro, ganado duramente a las aguas invasoras de las tentaciones sociales (entre las que acechaba, claro está, la vieja alimaña del alcohol). Me pareció también que había en él una veta de orgulloso mexicanismo, de tranquila rebeldía ante esa especie de convención o pacto tácito de que un poeta debe publicar en España para acceder al reconocimiento institucional y la popularidad lectora que ello supone. David era un poeta mexicano en el sentido profundo del término, nada jingoísta: México era el aire que respiraba y que movía los pulmones de su escritura, y creo que sentía que fuera de ese aire podía ahogarse. Los viajes que hizo por todo el país para dar sus célebres talleres de escritura no hicieron sino subrayar y reforzar ese sentido de pertenencia. Gracias a ellos terminó de conocer mejor el país y trabó una relación de afecto con sus gentes que humanizó su escritura y, sobre todo, le puso en contacto con dimensiones de la realidad que tal vez antes habían estado demasiado filtradas por el tamiz jeroglífico del yo. David hablaba con entusiasmo de sus talleres y sus alumnos. Se quejaba del cansancio y de las trabas burocráticas que a menudo acompañaban su trabajo, pero todo quedaba olvidado cuando revivía el ambiente de las aulas y el intercambio de experiencias, de saberes, que allí se daba. Y ese entusiasmo era compartido y recíproco, porque me consta que David dejaba una estela de afecto y admiración allá por donde iba. Sus alumnos, que eran también sus lectores, están entre los que más han llorado y lamentado su ausencia.

Con el premio de la FIL de Guadalajara la resistencia de David a ser publicado en España desapareció casi como por ensalmo. Cuando le volví a plantear la noción de una antología, esta vez en Galaxia Gutenberg, aceptó entusiasmado, como si sus quince años de negativa tácita no hubieran llegado a existir. Iba a ser, decía, «el libro de mi vida». Creo que nunca he trabajado con un autor más conforme, que pusiera tanto de su parte y nos hiciera la vida tan cómoda. Solo puso dos condiciones: la primera, que sería él quien realizara la selección de sus libros más extensos y, digámoslo así, más recios: Cuaderno de noviembre y el ya citado Incurable; y la segunda, que yo debía ser el responsable de la introducción crítica. Esto era un riesgo, ciertamente. Y podía ser tomado como un desaire a muchos de sus colegas y amigos, habida cuenta de que son ellos quienes han escrito casi en exclusiva sobre una obra que, por lo demás, apenas ha circulado fuera de México. Pero creo que David quería justamente que su poesía fuera leída desde otras claves, no sé si más europeas o menos nativistas. Así las cosas, mi introducción es un homenaje a los críticos de poesía mexicanos, a los que cito en abundancia, pero insertándolos en un discurso crítico que pone de relieve la valía y originalidad del trabajo de David en el contexto de la tradición moderna occidental… no solo mexicana, y ni siquiera solo hispanohablante. Lo mexicano aquí es la raíz, el código genético. Pero el resultado final permite comparar esta obra con cualquiera de los grandes edificios líricos de nuestro tiempo, de Derek Walcott a Heaney pasando por Szymborska o Blanca Varela, por mencionar a poetas por los que nuestro poeta sentía devoción.

El libro se hizo en gran medida en los meses inmediatamente posteriores al estallido pandémico y el confinamiento inicial. El tiempo fue pasando entre llamadas de teléfono, mensajes de correo electrónico y reuniones virtuales, y muy pronto, en la primavera de 2021, el trabajo quedó listo. Recuerdo, sobre todo, el deseo de David de incluir los dos poemas que finalmente han integrado el apéndice: «Contra los muros» y «Ayotzinapa: México». Dos poemas mal llamados de circunstancias que testimonian su preocupación cívica y su pasión mexicana, es decir, el dolor vivísimo que sentía al contemplar de cerca la violencia infamante y degradadora de su país, sobre la que escribió con elocuencia y expresividad en el ensayo que en España le publicó la editorial La Huerta Grande. Más que los inéditos, más incluso que el discurso de la FIL que incluimos a modo de epílogo, su preocupación estaba puesta en que esos poemas tuvieran un lugar propio, que no pasaran desapercibidos. Quería que la luz de los focos cayera sobre ellos y que ese resplandor ayudara a entender, en retrospectiva, la evolución y la naturaleza misma de su obra.

De aquellas sesiones virtuales en que hablábamos de su libro nos quedó una costumbre de reuniones periódicas por Zoom para seguir hablando de los libros de otros, de la poesía de otros, ya fueran Eliot o Ted Hughes, Góngora o Lezama Lima. Una de esas reuniones estaba programada para el domingo 2 de octubre, pero un contratiempo nos obligó a postergarla una semana. Y fue justo un día después, la tarde del lunes 3 de octubre, cuando sin aviso, sin tiempo siquiera para hacernos a la idea, nos llegó la noticia de su muerte.

Y así estamos ahora, casi dos meses después, huérfanos de poeta y de amigo. Ya nunca podrá cumplir su sueño, como escribió en «Semblanza en primera persona», «de visitar la tumba de don Luis de Góngora en la catedral-mezquita de Córdoba». Pero quedan los poemas; queda la palabra. Queda el diálogo constante con los demás y con el mundo que apuntala su escritura, la conversación con ese tú insoslayable y necesario que da cuerpo al yo y lo realiza. La expresión más poderosa de ese tú esencial, bien lo sabía David, se encarna en la amistad, en el amor. Y amistad y amor moldean la figura del lector cómplice, atento, el que se arrima a la vecindad del poeta y se dispone a escuchar su voz (y a distinguirla machadianamente de los ecos). Seamos nosotros ese lector:

El mundo estaba en ti, en mí, afuera,
insistiendo.

Humo de cien presencias,
larga sintaxis, electricidad,
cajas rotas, medicinas caducas.

Como un vapor de alas blancas, confuso
y al mismo tiempo sólido, tachadura y fulgor:
el mundo cosido y recosido.

Verdores, oxidaciones, oro: triple condenación
hacia palabras dichas, escuchadas.

Dividiéndose, fundiéndose: mundo gerundial.
Clara redondez, claridad longilínea.

Me hinqué en medio de la blancura.

Sólo contigo continúo pues nada en mí
tiene sentido si tú no estás y eres y mis palabras
se deslíen no escuchadas por ti.

(«Sólo contigo»)

[Texto leído en el Homenaje a David Huerta celebrado en la Fundación Casa de México en Madrid el martes 29 de noviembre de 2022.]


Selección de poemas

Perro de Goya

De su perfecto hocico saldrá, cuando menos lo esperemos,
un murmullo de Eclesiastés.

De su pelaje temerario saltarán las chispas
de las Revelaciones. Ángeles y arcángeles
como gatos ciclópeos, asustadizos y, por eso mismo, tiránicos,

serán conducidos a los callejones salvíficos
y a los pasillos del oprobio punitivo
por la mansedumbre de este can visionario.

Hundido en el nacimiento de los colores
como en un prado sublime, este animal

ha visto los desastres de la guerra,
los caprichos de la razón,
extraños frutos en los árboles,
los calderos y gritos de los aquelarres.

Perro pintado: eres hermano del Kraken
y primo del Unicornio. Y eres igual a decenas
de millones de perros, hermanos tuyos
de color amarillo, famélicos, espejo
de la pobreza, el desamparo y el ejército
industrial de reserva.

Perro de Goya: estabas en España
durante los fusilamientos
de mayo, y seguías a las tropas napoleónicas
por las accidentadas geografías de los antiguos godos
y de los romanos intemperantes
—y escuchabas los discursos sobre la Igualdad,
la Fraternidad, la Libertad, todo ello
encajado en los penachos de los húsares
y ondeante en las banderolas y en los uniformes.

Perro hecho de sangre: circulas con un gesto rojo
por las ciudades y por los campos, glóbulo ardiente
de la perpetua canícula pasional; recorres sin cansancio
las orillas de los bosques y de las fábricas, de las escuelas
y los laboratorios científicos. Y observas
el incesante trasiego de tus supuestos amos,
de tus mejores amigos, según sentencia
invertida y atrozmente falaz
de la sabiduría popular. Pero sabes morder
y ladras o lates con furia digna de un dragón
y con porciones enormes de fuego
en la fragua de tu corazón desamparado.

Una tarde llena de magia y de alcoholes quemantes,
José Revueltas te dirigió la palabra junto a tu tribu
en el Parque Hundido. Nunca lo olvidarás:
de aquel discurso revolucionario has dado cuenta
al mismo Goya, en su cielo.

Veo tu paso y sospecho en ti una cojera heroica.
Veo tu silueta neblinosa junto a los burros
y las gallinas. Veo tus andanzas por los ranchos,
en los campos labrantíos, a un lado de Miguel Hernández.
Veo tu modo de cruzar las patas delanteras,
a imitación de los gatos: módica forma de la elegancia
en el muestrario de las conductas zoológicas.
Veo sin la menor duda la razón
por la que Giorgio Manganelli ha descubierto
tu naturaleza celestial: pareces caído
de la estrella Sirio para confundirte entre
los cuerpos humanos,
entre el escándalo de las concentraciones, miserias
y esplendores de la megalópolis.
Veo tu cola como una trenza dibujaba por Jim Dine
y me estremezco, pues ha sido cortada
por el paso raudo de un automóvil
o por la acción inicua de un machete torpemente blandido
por un canalla ocioso. Veo tu modo de tener pesadillas
entre centellas y velocidades y masas de impactos
y objetos contundentes o punzocortantes.

Perro de Goya: acércate, enséñame lo que sabes
a cambio del mendrugo devoto
de este poema que ahora termina,
junto al poema de tu hocico, esa presencia conmovedora.

The Child is Father of the Man

No sé cómo buscarte dentro de mí,
niño que fui: si debo escarbar
encarnizadamente
en la memoria
o invocarte por medio de magias repentinas
en las que no creo.

Estás perdido pero no para ti mismo:
sólo para mí. Sin embargo soy tú,
o eso me dicen quienes parecen
saber más de mí que yo mismo; o que tú.

En el tiempo de la vida
tuviste un tiempo propio,
largo, dilatado
hasta el confín de juegos infinitos.

Sé que jugabas como ahora yo juego:
pero eso no es encontrarte. Soy tu repetición
—siquiera en el esplendor mínimo
del juego —y sus inocencias y sus culpas.

William Wordsworth afirma
que eres mi padre:
él juega un juego estrafalario
con los años, con las edades
y con la genética. Por las entrañas
y por la biología,
mi padre fue otro
—y ya está muerto. Tú estás vivo.
Y es cierto que vives
como una sombra palpitante
dentro de mí. Pero no conozco ese «dentro».

Cuando examino el interior de lo que soy
hallo solamente un amasijo de formas
indistintas, apenas discernible
por un esfuerzo del recuerdo.
Pero estás ahí, impalpable, invisible.

Acércate. Pienso a veces
que no quieres hacerlo
para que yo no te mate. O te me escapas
minuciosamente
por una voluntad incomprensible
de ocultamiento. Pues sospecho
que no me tienes miedo
—como no le tiene miedo la sombra
al cuerpo que la proyecta sobre la pared.

Es posible que siempre estés aquí
y seas la forma sagrada
de una ignorancia cósmica
que debería atormentarme.
Pero quizá, mejor aun,
tienes la hondura de una sabiduría
visionaria.

Sin embargo, sé que aborreces
tales grandes palabras, acaso
porque las desconocías
o porque ellas te desconocían.

Entre mil otras cosas, puedo entender
que eres precisamente eso:
el desconocimiento de las grandes palabras.

Que por el tiempo presente de tu ausencia
o de tu estilo de esconderte
eso me baste. Mientras tanto, en sueños,

murmuro tus cantos sin significado
y en la vigilia intento ponerlos
en líneas irregulares de juego serio,
ese otro confín.

Cae la noche

Cae la noche desde la boca izquierda de un demonio.
Cae la noche con un acompañamiento de dragones minúsculos
y catoblepas radiantes. Cae la noche con una lentitud de discóbolo,
con una pausa roja y luego una pausa azul de ninfa coronada.

Cae la noche hasta la empuñadura de todo reloj que asoma
y se desarrollan en su agua maldita embriones curvos, larvas inquietas de oro,
minerías de grises cristalizaciones y astronomías inversas
de estrellas resonantes que empapan la ropa con una fluida ceremonia
de párpados y de ciénagas. Cae la noche vigilante entre la torpeza del crepúsculo y la estridencia de la madrugada.

Cae y cubre. Cae y se revuelven los papeles, se doblan
páginas de tristeza infinita, libros angulosos se mojan aceleradamente
hasta la extenuación. Cae la noche: húmeda, sin lluvia. Sólo cae, oscura, con su cuchara
de Hypnos y Traum, metiéndose entre los diccionarios
de diversos idiomas que, cerrados, con una obstinación políglota,
murmuran bajas babeles hasta los ceniceros de Nemrod.

Pero en la noche que cae hay cosas bruscas también como alfileres de color violeta
cuya picadura es un veneno de insomnio y desasosiego.
Hay en la noche suspiros multidimensionales, fabricados
con ruda hermosura de cinceles y estatuarias melancolías; hay
orillas de cuerpos atrapados entre líquenes y nostalgia,
orladas anatomías de playa y de murmullo, huesos y pieles
que caen como la noche en pozos profundos con un rechinido de Eclesiastés.

Y en el hundido labio de la noche caen, a su vez,
tenedores huidizos y miedos en forma de puntiagudos dólmenes.
Labio nocturno: cuelgan de su borde ducal y de sus grietas deprimentes y secas
riadas de palabras de encendido fulgor, de luida y ronca amnesia.
Labio nocturno: mudo acantilado, ruina de civilizaciones insumisas.

Pero en la noche que cae hay, asimismo, despiertas agonías
de alcohol y droga, crispaciones de muchedumbre cuartos adentro
y miligramos inconsolables depositándose a puñados en el ardor de venas y pupilas; hay
sedentarismo de esbeltas esperas y carreras de signos en la estriada carne de la angustia.

Almacenes hay en la caída de la noche que atesoran la tinta forajida del contrabando
y guardan el tembloroso lápiz que hace una carta saturada de desesperación y exánime de tartamudeo, de amor.
Tiendas hay en la noche que se abren como ojos ante manos que se agitan
y dinero tirado de cualquier manera en desvanes y sótanos, en albañales y agua turbia.

Cae la noche con una dirección de gallo metálico que se deshace sobre el techo del mundo y se encaja
detrás de las obligaciones y desde ahí promulga su canto extraviado.
Cae la noche con una túnica de negatividad y clausura, con una luna izquierda
para la pupila del hambriento y una luna derecha para la tensa lágrima de la viuda.
Cae la noche y suena. Cae la noche y el mes se despuebla. Cae la noche
y el segundero bizquea con un remolino de enantiomorfos deshilachados.

Cae la noche con una benevolencia enemiga. Un pie se detiene, otro avanza.
En la noche un cuerpo cae y otro se levanta,
un hombre duerme y una niña que estaba a punto de caer
se esconde en medio de las espigas nocturnas y espera ahí, con una mirada palustre,
la salvación que la noche prodiga en los diamantinos territorios del corazón.


Jordi Doce (Gijón, 1967) es poeta, crítico y traductor. Sus libros más recientes son La puerta verde: lecturas de poesía angloamericana (2019), la antología En la rueda de las apariciones: poemas 1990-2019 (2020) y su La vida en suspenso: diario del confinamiento (2020). Coordina la colección de poesía de la editorial Galaxia Gutenberg.

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