/ por Marcelino Iglesias /
La última noche de su estancia en París, Gabriel decide dar un paseo distendido por la orilla izquierda del Sena. Aunque defraudado porque, diez años después, apenas si quedan rescoldos de aquel ímpetu revolucionario de Mayo del 68, tiene el convencimiento no obstante de que regresa con un buen reportaje.
Deja que los pies caminen a su aire. Cansado de tanto esfuerzo, de entrevistas y lecturas, necesita el alivio de no pensar en nada relevante, que sean a lo sumo las ocurrencias propias de una mente ociosa las que ocupen su pensamiento. O simplemente empaparse de aire de París.
Sin embargo, no hay reposo para una mente conmovida por un sorprendente descubrimiento tangencial a su propósito primero: el individuo al que casualmente, ocho años antes, había visto cómo se arrojaba de espaldas al Sena desde el Pont Mirabeau, tiene nombre y de apellido, un anagrama. Echa mano de un billete usado del metro y anota: Una existencia maltratada por el aire enfermo que asoló Europa.
Nada más divisar a lo lejos el puente enmarcado en la tibia luz que lo ilumina, acude al recuerdo, en la palpitante voz de Leo Ferré, el conocido poema homónimo del también apátrida Apollinaire. Cesa la música, pero uno de sus versos persiste percutiendo en su cabeza: «Vienne la nuit sonne l’heure».
* Nadie vio (o al menos nadie dio fe de ello) a Paul Celan arrojarse al Sena a eso de la medianoche del 19 de abril de 1970. Su cadáver, hallado el día 1 de mayo a la altura de Courbevoie, permaneció siete días en la morgue como L’Inconnu de la Seine. Todo apunta a que se tiró al río desde el Pont Mirabeau (proximidad a su domicilio en el número 6 de la Avenue Émil Zola, alusiones a este puente en algún poema premonitorio).
Sin embargo, todo es posible en el territorio de ficción: un testigo accidental que, ocho años después de haber visto casualmente aquella noche el suceso, en otra visita a París para escribir un reportaje con motivo del décimo aniversario de Mayo del 68, descubre la identidad de quien había escogido el agua para su propósito. Tal ocurre en la novela Sombras familiares (KRK, noviembre de 2022) de la que se han entresacado los fragmentos aquí reproducidos.
Apoya las manos en el pretil, en un punto que bien pudo ser el mismo desde el que el autor de Amapola y memoria se tiró al agua. Pensamientos fugaces se disparan en todas direcciones. Recuerda: los ríos siempre están de paso, no pertenecen a la tierra que surcan, son apátridas. ¿Ha de extrañar que el judío sin patria, el errante Paul Celan eligiera el agua como seno en que depositar su cuerpo y anegar el alma?
Cae la noche, suena la hora para Paul Celan. Pero, si no hubo testigos —excepto el asustado joven que yo era entonces, que huí del escenario—, ¿por qué se da por hecho que fue de este puente desde el que se arrojó al Sena? Tal vez la respuesta la encontremos en un poema, que debemos considerar premonitorio, dedicado al suicidio de la poeta rusa Marina Tsvetáieva a la que, en un juego de trastrueques espaciales, imagina arrojándose desde el Pont Mirabeau al río Oka:
Del sillar
del puente, del que
él rebotó
hacia la vida, en vuelo
de heridas, del
puente Mirabeau.
Donde el Oka no fluye. Et quels
amours!1
Lees una bella evocación del crucial momento, una hipótesis razonable también. Celan debió de ver, justo antes de dejarse caer de espaldas, la estatua de la Libertad sobre la alameda de los cisnes y la pequeña isla de sauces del Pont de Grenelle. Sí: posiblemente Celan se pusiera su mejor traje, el de mejor paño, el más susceptible de empaparse, de cargarse de peso. Tal vez, al encaramarse al pretil del puente por el lado más favorable, echara una mirada última a la bella estación de madera del metro de Javel, que parece más una aduana de barcas, la morada misma del cancerbero. Quizás aquí pagó su óbolo y guardó su billete.
Celan ya está en el agua. Ha caído hasta el fondo y ya no sube por el peso de los poemas-piedra con los que ha cargado sus bolsillos. El gesto que enmudece la expresión.
Las anteriormente reproducidas son las palabras con que concluye la culta e hipotética evocación del momento el también poeta César Antonio Molina.2
Han pasado ocho años sin haberse preocupado por la identidad del hombre al que había visto arrojarse al Sena. Sabe ahora que quien lo había adelantado camino del puente llevaba cargados sus bolsillos no de piedras, sino de heridas. Heridas que, tras de la zambullida, empujan hacia el fondo. El anagrama de su apellido —Paul Celan, esa máscara— sin duda se disolvería instantáneo, delicado azucarillo, en contacto con el espejo del agua.
Y ahora que recuerda vivo el desarrollo de la escena, al crudo realismo de las imágenes evocadas se suman otras añadidas, provenientes del territorio del ensueño: las ondas del agua provocadas por la inmersión bien hubieran podido reproducir el epitafio que John Keats dejó para que fuera esculpido en su lápida: «Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito en el agua».
Acuden también a esta ceremonia de despedida, reflejadas en el mismo espejo, las emotivas palabras de un amigo: «Se nos ha ido. Claro que podía escoger. A flor de agua, el cadáver tranquilo». Así entrevió Henri Michaux a Paul Celan ahogado en un homenaje literario póstumo que tituló, paradójicamente, El camino de la vida.
Ni el tiempo ido ni los amores perdidos vuelven, pero en la memoria, poblada por nombres e imágenes que bien se suceden bien se superponen, rebulle el recuerdo de estremecimientos y caricias, rupturas y reencuentros. Y palabras, palabras. Y entretanto, y pese a todo, con ellas elaborar un lenguaje «al norte del futuro». Cae la noche, suena la hora. Paisaje desolado, copos negros: «nieve ha caído, sin luz».
¿Cómo seguir respirando con la carga de experiencia tan perversa y, además, escribir en la lengua de los verdugos? Vida dañada por la Shoá, más el peso añadido de seguir viviendo, la culpa de quien ha sobrevivido.
Ya en marcha la solución final (perverso eufemismo, cumbre en la historia universal de la infamia), las deportaciones se realizan las noches de sábados y domingos. Conscientes del riesgo de quedarse en casa esos días, muchos huyen el viernes para regresar el lunes. Un amigo rumano se ha ofrecido a refugiar a la familia Antschel en su fábrica de detergentes y cosméticos a las afueras de Czernowitz.
Un sábado Paul se esconde en la fábrica, pero sus padres no acuden como estaba previsto. Esa misma noche serán detenidos y conducidos al campo de concentración de Trasnistria. Y allí morirán: primero el padre, enfermo de tifus; poco después, consumida por la pena, la madre será asesinada con un tiro en la nuca: «El corazón de mi madre fue herido con plomo».
Haber sobrevivido a los padres, no haber previsto lo ocurrido esa noche, a pesar de las palabras de la madre («Nadie puede escapar a su destino»): una losa que pesa sobre la existencia hasta hacerla insoportable.
Una herida sangrante: no haber sido una de las víctimas mortales, y también la humillación de ver que siguen viviendo impunemente tantos causantes del exterminio programado, más el silencio culpable de quienes lo consintieron. Y sufrir los crecientes brotes de antisemitismo. Ser uno de los marcados por tal estigma: un sheerit (el remanente, lo que quedó). Solos, aislados, sin los seres queridos: huérfanos.
Así lo expresan estos versos de Ingeborg Bachmann (quien intentó comprender —y expresarlo en sus poemas: «Decir cosas oscuras»— qué mal te aquejaba, cuál el origen de la herida de una vida dañada por el aire perverso que envenenó Europa):
La cuerda del silencio
tensada sobre la ola de sangre,
tomé tu corazón resonante.
Transformado quedó tu bucle
en el pelo de sombras de la noche,
copos negros de las tinieblas
nevaron tu rostro.3
Versos cargados de alusiones, cuya autora conocía tan profundamente tu poesía y su alcance: signos verbales utilizados por ti para nombrar el exterminio de judíos («tu pelo de ceniza Sulamit»; o también «bucle de judío, gris no serás»). Cenizas y nieve, estigmas en el aire, seres de humo.
Camina a paso lento, aturdido tal vez por el fluir vertiginoso de imágenes, fotogramas de una vida en sucesión caótica, fragmentos desordenados de un pasado empeñado en acudir a la memoria a borbotones. Adelanta por la izquierda a un joven que zigzaguea, que parece no tener prisa, que en todo caso se interpone en su camino. Justo cuando su sombra está a punto de sobrepasarlo, el chico ladea la cabeza y le susurra «buenas noches», que, al punto y balbuciente, repite en francés: «bon soir, monsieur». Tal vez divertido por la espontaneidad de la sustitución, aquel hombre le devuelve el convencional saludo en español.
Con la vista fija en el Pont Mirabeau, acelera el paso, deja atrás al cabizbajo joven, cuya figura desgarbada tal vez le recordase a su hijo Eric y, aparejado, el disgusto que le había dado tres días antes al comunicarle que no irían a la representación de En attendant Godot en el teatro Récamier. Godot tendrá que esperar y esperar.
No, tampoco se entrevistará ya con Samuel Beckett, con quien estuvo a punto de encontrarse días atrás, cuando Franz Wurm lo invita una tarde a acompañarlo, pues había quedado con el también apátrida, el irlandés de nacimiento que escribía en francés. Celan declina la invitación: no le parece correcto ir sin anunciarse. Esa misma noche, después de recibir los saludos que le envía Beckett, Celan le dice al amigo común: «Él es probablemente la única persona con la que hubiera podido entenderme aquí». Beckett, por su parte, al enterarse de la muerte del poeta, le dirá apenado a ese amigo: «Celan me ha dejado atrás».
Recordará Gabriel, cuando escriba sobre ello años después, que «buenasss nochesss» seguramente fue la última expresión verbal en boca de quien caminaba decidido al encuentro de su hora señalada. Sí, este sintagma en español, emitido con cierta dificultad, fue la respuesta educada a su saludo por parte del políglota, del magnífico traductor, aunque él ignorará hasta ocho años después la identidad de quien acaba de adelantarlo por la izquierda, tal como queda anotado en su escrito. Y en él, retrospectivamente, deja constancia también del escalofrío repentino que sintió cuando la sombra del individuo lo sobrepasaba: tal que una lámina fría que lo hubiera atravesado, y el alivio que, ya la sombra exenta y perfectamente perfilada en las losas de la acera, había sentido una vez fue adelantado.
Esa expresión de cortesía en español —conjetura Gabriel en su relato—, aunque «ya el cántaro de los sueños esté helado», tal vez le recordase al poeta sus años de juventud, las ilusiones de aquel tiempo en que creía posible un mundo mejor por el que luchar, un mundo sin injusticias ni desigualdades, y a tal fin, recaudaba fondos para ayudar a los republicanos españoles durante la guerra civil. Esa huella pervive en el poema Shibbólet, en cuyos versos afluyen hermanadas la resistencia del Madrid asediado por las tropas sublevadas y la rebelión obrera en Viena contra el gobierno de Dolfuss, en febrero de 1934:
Flauta,
flauta doble de la noche:
piensa en la oscura
aurora gemela
en Viena y en Madrid.
Pon tu bandera a media asta,
Memoria.
A media asta
hoy para siempre.
Corazón:
date a conocer también
aquí, en medio del mercado.
Di a voces el shibbólet
en lo extranjero de la patria:
Febrero, no pasarán.4
En un momento de la noche del 19 al 20 de abril de 1970, Paul Celan sale del portal de su casa, camina por la Avenue Émile Zola hacia el Pont Mirabeau; una vez allí se arroja al Sena donde, a pesar de que desde su juventud había sido un excelente nadador, se ahogará.
Nadie puede acompañar a nadie en esa hora marcada en el reloj de cada vida: ante la muerte estamos fatalmente solos. Nadie acompaña al poeta. Ni Gisèle ni Ingeborg. Nadie. Sí, Ingeborg, tus temores de tiempo atrás encuentran su acomodo en el cruel presente: Paul se aleja a la deriva por un gran mar y tú no estás allí para construir un barco y recogerlo del desamparo.
Nos morimos, en efecto, solos; pero, como apostilló Antonin Artaud, nadie se mata solo. Siempre hay una o varias manos que ayudan a precipitar el desenlace. Al límite de sus fuerzas, antes de abandonar toda resistencia y dejarse hundir, venía enviando, tal que un náufrago aislado, mensajes en botella: se siente cargado de heridas, vulnerable, chapoteando en el fango de la insidia (las acusaciones de plagio por parte de la viuda del poeta Yvan Goll) o en las aguas turbias de la incomprensión a quienes pide ayuda. El poeta, con largos periodos de internamiento y continuado tratamiento psiquiátrico desde hacía años, se siente al límite de su resistencia. Situación desesperada apreciable, por ejemplo, en este poema dedicado a su esposa con motivo del cumpleaños de esta:
Habrá más tarde algo
Que se llena contigo
Y se eleva
A la altura de una boca.
Desde la locura
Hecha añicos
Me alzo
Y observo cómo
Mi mano traza ese
Único
Círculo5
No, él ya no podrá saber qué ocurrirá algunas fechas después en el piso que (para evitar males mayores, para proteger a Eric y evitarle el sufrimiento de ver cada día qué le está ocurriendo a su padre y en qué lamentable estado se halla) le ha facilitado Gisèle. Ella, pendiente de él aunque no vivan juntos, al llevar días sin noticias suyas, acude al apartamento. Él no está en casa. Y de pronto, un sobresalto y un temblor al que sigue un grito ahogado: ve sobre la mesa de estudio el reloj de pulsera de su marido. Y recuerda sus palabras, un adelanto de qué decisión tenía ya tomada: el día en que lo vieran sin estar en su muñeca, él habría desaparecido. Al lado del reloj, una biografía de Hölderlin —cuya casa en Tubinga, durante el último viaje de un mes antes a Alemania, había visitado—, abierta por la página 464, donde había subrayado este fragmento de una carta de Clemente Brentano: «A veces este genio se vuelve oscuro y zozobra en el pozo amargo de su corazón».
No subraya, como precisa el estudioso que tuvo ocasión de comprobarlo en el propio libro en la biblioteca del poeta, el resto de la frase: «pero la mayoría de las veces, su estrella apocalíptica brilla de manera maravillosa».
Decidido a cerrar el único círculo, ese mismo día, tal vez justo antes de salir de casa en busca del agua, como quien levanta acta para que quede constancia fehaciente, anotó en la agenda —a lápiz, pero subrayó con tinta—: Départ Paul.
Notas
1 Fragmento del poema «Y con el libro de Tarusa», en Paul Celan: obras completas (trad. José Luis Reina Palazón), Madrid: Trotta, 1999.
2 «El puente Mirabeau», El País, 13 de abril de 2000.
3 Fragmento del poema «Decir cosas oscuras», en Ingeborg Bachmann: poesía completa, Barcelona: Tres Molins, 2018 (trad. Cecilia Dreymüller).
4 En Paul Celan: obras completas (trad. José Luis Reina Palazón), Madrid: Trotta, 1999.
5 En Paul Celan y Gisèle Celan-Lestrange: correspondencia, Madrid: Siruela, 2008. (carta 670, traducción del poema: Jaime Siles).

Marcelino Iglesias (San Martín del Rey Aurelio [Asturias], 1951) es profesor de lengua y literatura jubilado, cofundador de la revista literaria Juan Canas y autor de la novela corta A modo de paraguas negros que volarán y de las novelas La sombra de Larra (1996), La sombra del tren (1998). Destellos en la sombra (2006), Ligeros de equipaje (2010) y Quien sombra dice (2015). Su última novela (publicada, como la mayoría de las anteriores, en KRK) es Sombras familiares (2022).
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