/ por Eduardo García Fernández /
Los orígenes
A veces, ciertos episodios trágicos en la vida de un artista pasan a formar parte de sus obras de ficción, o bien reflejan el dolor a modo de onda expansiva que aún reverbera. El escritor norteamericano James Ellroy escribió La dalia negra (1987) basándose en un suceso real: el asesinato de su propia madre. Tenía diez años cuando sucedió, y aún hoy, viendo un vídeo de él de hace pocos años —un hombre grande, cuyas manos semejan a las de un pianista de jazz—, en el que de contesta a preguntas sobre aquel terrible suceso, vemos al gigante de la literatura negra norteamericana mostrar silencios incómodos antes de responder. Su expresión y gesto cambian, como si algo definitivo y rotundo todavía supurase de sus órganos.
El director de cine Roman Polanski sufrió el brutal asesinato de su esposa embarazada de ocho meses, Sharon Tate, y cuatro amigos más por parte de la secta que lideraba Charles Manson. Polanski dejó de filmar El día del delfín, proyecto que nunca retomó, y desapareció por un período de tiempo. Su reaparición fue nada menos que con una adaptación muy personal de la tragedia Macbeth, de William Shakespeare en 1971: el mismo año del estreno de La naranja mecánica. Fue un fracaso comercial en general, aunque en Inglaterra funcionó bien. Destacaría en la película la gran matanza realizada por el protagonista sobre los escoltas del Rey, que hace alusión a los asesinatos de su esposa y amigos. En mi opinión, en este filme está el Polanski con la visión más brutal y conmovedora del ser humano.
Pero las tragedias pueden afectar a cualquiera, y como dice la frase atribuida a Eurípides, «los dioses, antes de matar al hombre, optan por volverlo loco», quizás para conocer los límites del alma humana y soportar los embates sin quebrarse definitivamente.
El autor de la novela La naranja mecánica (A clockwork orange, 1962), irónico y agudo como pocos, Anthony Burgess también recibió golpes duros golpes de la vida. En 1944, estaba en el frente de la segunda guerra mundial, y, durante un apagón en Londres, su mujer fue asaltada, golpeada y violada por cuatro marines desertores norteamericanos. Estaba embarazada y perdió al bebé. Según relata Burgess, aquel episodio llevó a que su mujer se volviera alcohólica; pero además hubo otro infortunio en su vida: en 1959 le diagnosticaron un tumor cerebral que, a lo sumo, le auguraba un par de años. Lo cuenta en un magnífico libro con un título certero como pocos: Ya viviste lo tuyo (Grijalbo, 1993). Obsesionado por asegurar el porvenir de su futura viuda, se pone frenéticamente a escribir. Aquel año fatídico produjo cinco novelas y media. Al parecer, esa media era la futura La naranja mecánica. Pero no fue él quien murió, sino ella: una mujer —según la describe el genial Burgess— aficionada al adulterio y el suicidio, que bebía como una cosaca (son memorables los episodios en los que acude al supermercado a comprar alcohol para ambos), y, por si fuera poco, no leía sus libros. Además de lo señalado, y como colofón, uno de los episodios que marcaría su vida es la pérdida de la fe católica a los dieciséis años. Como decía el ingenioso escritor irlandés Jonathan Swift, «tenemos suficiente religión para odiarnos los unos a los otros, pero no bastante para amarnos». Algunos de los libros de Burgess (bastantes, cabría decir) arremeten contra la religión. Era un pesimista profundo, como diría Nietzsche. Como aderezo crucial, fracasó en su intento de convertirse en compositor de música clásica, pues, aunque creó obras singulares, dos sinfonías, sonatas y conciertos, no vivió de ello, encaminándose definitivamente hacia la literatura. Tocaba el piano en casa y la música siempre estuvo presente en su vida; más aún, cabe decir, en La naranja mecánica. Esta novela es la más famosa de Burgess y compartió el año de la publicación de 1962 con las novelas El hombre en el castillo, de Philip K. Dick y La isla, de Aldous Huxley. Ambas distopías, y con buena acogida entre el público y la crítica. El impacto de esta naranja biónica, que tiene más de medio siglo, sigue perdurando hasta nuestros días.
La novela y la película
Cuando empecé a leer la novela, me costaba digerir la fuerza de las imágenes del filme de Kubrick, pensando que anularían el disfrute de su lectura, además del esfuerzo invertido en leer una obra que está escrita en un lenguaje creado por el autor, el nasdat, una versión rusificada del inglés, concebido, según él, «para amortiguar la cruda respuesta que se espera de la pornografía». Pero a pesar de la aventura lingüística que supone, la novela tiene un gran interés. Al principio acudía al glosario nasdat-español para consultar el dialecto, pero a medida que avanzaba en la lectura, ya no era necesario: se entendía en el contexto de la narración.
El argumento es el siguiente: en una Inglaterra futura, pero bastante cercana, una banda de jóvenes criminales —Álex, el jefe, y su tres drugos: cuatro eran los marines que violaron a Lynne, la mujer de Burgess— campa a sus anchas en la noche londinense. Mientras, el Estado trata, mediante sus métodos experimentales de control, en concreto el método Ludovico, innovador y todavía en fase de experimentación (un condicionamiento aversivo), de modificar y poner fin a la conducta violenta.
Se habla de las limitadas posibilidades que tiene el hombre de elegir entre el bien y el mal. Las consideraciones de B. F. Skinner en su obra Más allá de la libertad y la dignidad de 1971 son la matriz de la historia, pero, como dijo Stanley Kubrick en la primera entrevista que realizó después del estreno de la película, «el hecho de que funcione como obra de arte se debe a la creación única por parte de Burgess de ese personaje fantástico de Álex, que representa el inconsciente». He leído varias interpretaciones sobre este filme /novela, pero la que me parece más interesante y certera es la del psiquiatra Aaron Stern, que también era presidente de la Motion Picture Association. Según él, Álex, al comienzo de la película, representa al hombre en el estado primitivo. La cura es la aplicación del innovador método Ludovico, que tanto defiende el Gobierno y que corresponde psicológicamente al proceso de civilización. La enfermedad consiguiente es la neurosis misma de la civilización impuesta al individuo. La liberación que siente el público al final del filme corresponde a su propia ruptura con la civilización. Todo esto, por supuesto, opera a nivel inconsciente. No es lo que la película dice literalmente, sino que forma parte de lo que provoca la identificación del espectador con Álex.
Ver la película una vez leída esta tesis adquiere un nuevo pulso y dota a esos 137 minutos, que fueron tan criticados, de una mayor densidad y vigor que en el primer visionado.
Contexto social de finales de los cincuenta y principios de los sesenta
Desde principios de los años cincuenta habían ido apareciendo subculturas juveniles en los barrios de las ciudades inglesas, siendo los Teddy Boys los primeros. Estas bandas callejeras, que tenían un refinado gusto por la violencia y convirtieron los pubs en lugares de reunión, vestían con trajes eduardianos y se enfrentaban en peleas multitudinarias. A. Burgess había vuelto de su trabajo en Malasia (donde había trabajado como profesor) y fue testigo de una nueva cultura juvenil con su música, costumbres, drogas y violencia. Cuando, apremiado por la premura del factor tiempo (su diagnóstico de cáncer), se impuso la disciplina de producir cinco folios diarios, incluidos los fines de semana, descubrió que, empezando temprano, podía completar la cuota del día antes de que abriesen los pubs, como refiere en sus memorias. No puedo evitar imaginármelo cruzándose con los Teddy Boys camino del pub. Su afición a beber no lo abandonaría nunca, como sedación de las circunstancias que atravesaba.
Más tarde llegaron los mods, con sus motos y sus fiestas, enfrentados con los rockers. Hubo peleas campales en la costa inglesa, tanto en Brighton como en otros lugares, y, añadiéndose a este cóctel, las drogas comienzan a ganar una grandísima importancia. Sobre todo, aquellas que servían para aguantar largas horas de fiesta: las anfetaminas. Incluso se hacían canciones sobre las mismas. Por poner un ejemplo, la banda de blues-rock Canned Heat tenía un tema titulado Amphetamine Anne. Grace Slick, la vocalista del grupo de rock psicodélico Jefferson Airplain, decía: «una píldora te hace más grande, una píldora te hace más pequeño, pero si te inyectas anfetaminas, ni siquiera estarás aquí». Ella era más partidaria del LSD, pero esa es otra historia. Más tarde llegaría con fuerza la cocaína, mezclada más tarde con heroína, dando lugar al speedball, que se tomaba inyectado. El director de cine Quentin Tarantino filmó el ritual de inyectarse speedball como nadie lo había hecho —un papel que interpreta un John Travolta maduro pero pleno de facultades— en la famosa Pulp Fiction (1994), cuya música y baile ya forman parte del imaginario colectivo.
Pero volviendo a lo que estas bandas estaban provocando, había una gran conmoción entre la población de mediana edad, pues veían cómo la juventud, podría decirse así, «perdía el norte». Más tarde vendrían los skinheads y los punks, aún más agresivos en comportamiento e indumentaria. Burgess captó la atmósfera del tiempo que le tocó vivir. El hombre debía de estar bastante sobrado de adrenalina y cortisol.
La obra que hizo Kubrick
Entrando en los detalles de la película, esta da comienzo sonando la música para el funeral de la reina Mary de Henry Purcell sobre un fondo rojo, que inunda toda la pantalla. A continuación, un primer plano de Malcolm McDowell, que interpreta a Alex DeLarge, un individuo con una pestaña en el ojo derecho (como decía el escritor George Bataille, el ojo que tú ves no es ojo porque tú lo veas, sino porque él te ve»). Álex, a lo largo del filme, se va dirigir al espectador con frases como «mis queridos amigos» y sus «bien, bien, bien», a modo de coletillas. Lo vemos, vestido de blanco y con sombrero hongo, narrando con voz en off, con sus tres drugos (amigos) bebiendo leche MoloKo Vellocet en un bar donde observamos sobre sus cabezas, con letras sesenteras, las marcas de las drogas que consumen: synthemesco, adencromo, drogas sintéticas que los preparan para una nueva sesión de ultraviolencia. El cartel del filme, provocador al máximo en aquellos setenta, presenta a un Malcolm McDowell empuñando un cuchillo que emite un brillo y en la parte superior izquierda del mismo reza lo siguiente: «Las aventuras de un joven cuyos principales intereses son la violación, la ultraviolencia y Beethoven». La cinta contiene música clásica realizada con un sintetizador analógico moog, produciendo en el espectador cierta extrañeza y originalidad. Kubrick, riguroso al controlar las salas donde se estrenaba la película, lo hace un 19 de diciembre de 1971, en plenas fechas navideñas, de manera que la polémica, y la consiguiente publicidad para la película, estaban servidas.
Kubrick venía de crear esa obra maestra que es 2001: una odisea en el espacio (1968), el filme con el que el séptimo arte pasa de la época clásica a la moderna. Una cinta que también está basada en una novela: la del escritor de ciencia-ficción Arthur C. Clarke. Once de las trece películas que creó este genio del celuloide están basadas en libros. Siempre prefirió las adaptaciones de los guiones originales, a causa de la fuerte impresión que deja la lectura de un libro, llegando a decir: «esta primera impresión es lo más precioso que tenemos, el punto de comparación que tenemos a medida que avanza el trabajo».
A partir de esta obra, Kubrick se cita a sí mismo, se vuelve autorreferencial. En una escena de La naranja mecánica, cuando el protagonista entra en una tienda de discos y pide lo que tenía encargado al dependiente, vemos la portada del LP de la banda sonora de 2001: Una odisea del espacio. El propio Kubrick está en la tienda de discos de espaldas, pero se distingue perfectamente.
La película es circular, porque el protagonista que agrede a diestro y siniestro en las noches va a recibir igual o más violencia y tortura por el día, por parte de un grupo de viejos a los que él y sus amigos habían agredido y de dos de sus compañeros o drugos que ahora —ironías de la vida— son policías. La escena donde le golpean con una porra y cada golpe es el sonido de percusión de un instrumento metálico es verdaderamente escalofriante. Todo sucede a la caída de la tarde, generando más desolación, aún si cabe. Pero todavía hay más, pues cuando cae en manos del escritor y sus amigos, lo encierran en una habitación donde (también de día) lo someten a una sesión de música (Álex había sido condicionado con la técnica Ludovico, y la música que antes le agradaba, por la que incluso sentía verdadera pasión por la misma, ahora le provocaba una tremenda aversión) de Beethoven, en concreto la Novena sinfonía (la última que creó y en la que, al no saber cómo agrandar, aún más, las dimensiones del sonido, introdujo la novedad de un coro).
Esta verdadera caja de Skinner en la que se encuentra Alex, sometido a la música que ahora le produce una fuerte angustia, náuseas y malestar, semeja las descargas eléctricas de la caja de Skinner genuina, en el suelo de la habitación en la que está encerrado, así que la única salida es escapar saltando por la ventana. Sobrevive al intento de suicidio y después se recuperará volviendo a la casilla inicial. Si Álex es perverso, el resto de los personajes, a medida que avanza la película, son de espanto, provocan terror.
Los cabreos de Anthony
Volviendo a la novela, lo curioso de la misma es que nunca ha sido publicada completamente en Norteamérica. El libro consta de tres partes de siete capítulos cada una, que hacen un total de veintiún capítulos. Su editor de Nueva York quiso eliminar el 21 y Burgess, que necesitaba el dinero, accedió, así que hay una gran diferencia entre la versión de La naranja mecánica en Gran Bretaña y la de Estados Unidos. Kubrick siguió la versión norteamericana y, así al público de fuera de Estados Unidos le parece que la historia acaba prematuramente. ¿Qué ocurría en el capítulo 21? Pues que ese joven criminal evoluciona con los años y se convierte en mejor persona. Según Burgess, «no tiene mucho sentido escribir una novela a menos que puedan mostrarse las posibilidades de una trasformación moral o un aumento de sabiduría operando en los personajes». La naranja norteamericana de Kubrick es una fábula, y la británica o mundial una novela.
En esta narración se alude a que el ser humano está dotado de libre albedrío y puede elegir entre el bien y el mal. Si solo pudiera actuar bien o solo pudiera actuar mal, no sería más que una naranja mecánica (dice el autor), lo que quiere decir que en apariencia será un hermoso organismo con color y zumo, pero, de hecho, nada más que un juguete mecánico al que Dios o el Diablo (o el Todopoderoso Estado, ya sustituyendo a los dos) dan cuerda. Es tan inhumano ser totalmente bueno como totalmente malvado. Lo importante es la elección moral. La maldad tiene que existir junto a la bondad para que pueda darse esa elección moral.
El título del libro alude a una expresión del inglés antiguo cockney, que se refería a «ser más raro que una naranja mecánica», es decir, extraño hasta el límite de lo extraño. Y el autor «lo aplica para referirse a una moralidad mecánica de un organismo vivo que rebosa jugo y dulzura».
Burgess tuvo sentimientos encontrados respecto a la adaptación fílmica de su novela. Frente al público alabó el trabajo de Malcolm McDowell y el uso de la música; llegó a decir que la película era «brillante» y que de tan brillante podría ser peligrosa. Su reacción fue entusiasta, insistiendo en que la única cosa que le molestaba era la omisión del último capítulo de la historia, por lo cual culpó al editor estadounidense y no a Kubrick.
Según figura en su autobiografía, Burgess se entendió muy bien con Kubrick, pues ambos sostenían filosofías y opiniones políticas similares. Ambos estaban interesados en la literatura, el cine, la música y Napoleón Bonaparte (Burgess dedicó su libro Sinfonía napoleónica a Kubrick). Sin embargo, las cosas se pusieron mal cuando Kubrick dejó a Burgess la defensa de la película frente a las acusaciones de que magnificaba la violencia. Burgess trató varias veces de explicar el aspecto moralmente cristiano de la historia a enfurecidas organizaciones cristianas, quienes sentían una influencia satánica en la película, e incluso recibió premios en lugar del propio Kubrick. Ello le hizo sentir que Kubrick lo había usado como prenda publicitaria para la película. Malcolm McDowell, quien hizo un tour de publicidad con Burgess, compartía sus sentimientos y hubo veces en que dijo cosas hirientes a Kubrick. Burgess y McDowell citaban como evidencia del gran ego de Kubrick que solo el nombre de este apareciera en los créditos de apertura de la película, sin otorgarle crédito al autor de la novela original.
Pero el mayor enfado del autor fue contra los críticos literarios, que no supieron o no llegaron a ver la musicalidad de su obra. Ningún crítico se dio cuenta de que su novela era una sonata; una composición que arranca en un allegro para volverse más compleja, alternando velocidades y sentimientos, pasar a un adagio, más grave, más lento, trágico y acabar como al inicio, arriba, tanto en la velocidad como en el ánimo. Cuando le amputaron el último capítulo, también le arrancaron el último movimiento a su sonata y el sentido a su novela.
Llegó a decir: «¿es que los bastardos no leen? No, no saben, y de eso trata todo este asunto».
La sociedad actual
Se podrían establecer ciertos paralelismos o semejanzas interesantes entre la película, su estética y comportamientos y los tiempos que estamos viviendo. El diseño del interior en los pubs y bares hoy en día es esencial para marcar su sello distintivo, las drogas que se consumen cada día son más fuertes y la oferta más variada, e incluso se ha normalizado el consumo de marihuana y la venta en tiendas. En la novela/película se habla continuamente de videar; hoy existe una epidemia de adicción a las nuevas tecnologías, donde los adolescentes y no tan adolescentes pasan infinidad de horas videando, produciendo un número ingente de visitas de un vídeo completamente banal, pero que se hace viral en TikTok a lo largo y ancho de todo el planeta (globalización). Incluso las palizas que ciertas bandas o grupos de adolescentes/jóvenes propinan a un solo individuo y a continuación cuelgan en la red van más allá de La naranja mecánica. O las violaciones en grupo con los consiguientes vídeos que se suben a la red. Podemos citar también la cultura imperante del culto a la belleza y a la imagen con la superficialidad y pérdida de valores que conlleva e incluso las botas que visten los drugos del filme, que son las actuales Doc Martens, las de los skinhead y los punks, hoy ya incluidas en el vestuario de todo adolescente o joven, cuando el origen de las mismas está un doctor de la Wehrmacht que utilizaba en su fabricación el caucho de la Luftwaffe; un ejemplo más de cómo la sociedad de consumo actual es capaz de envolver bien un producto y hacer que se convierta en una moda. El animal de compañía que tiene el protagonista, una serpiente, forma parte del hábito de ciertos jóvenes de la actualidad, que tienen dicha mascota en casa. Y el deterioro del mobiliario urbano, los grafitis, está presente en la ficción y, otra vez, en nuestra realidad diaria.
Ahora ya tenemos nuestro propio método Ludovico siglo XXI, con la diferencia de que es indoloro, no se percibe, pero está ahí, formando parte de nuestro día a día. Desde el inicio de la pandemia de covid-19, la sociedad del control y la vigilancia no ha hecho más que aumentar su sofisticación tecnológica para controlar la expansión del virus y, de paso, tenernos más vigilados de lo que estábamos anteriormente. Primero fue el terrorismo internacional yihadista el que obligo a un mayor control. Ahora se suman más factores y ya se sabe que con la salud no se juega.
Las infinitas cajas de Skinner con las que interactuamos a diario (los Ludovicos del siglo XXI), por ejemplo cuando consultamos el GPS para que nos indique la ruta más fácil y el satélite nos informa (tecnología militar de primera), o buscamos en el móvil una oferta de hoteles por ejemplo, pasando por el ordenador con el que trabajo, la televisión inteligente que me permite ver las noticias a la carta, los satélites de Elon Musk que conseguirán el Internet de las cosas, la domótica, el propio Internet (Google ha modificado la memoria del ciudadano medio, siendo cada vez menor), las redes sociales y un largo etcétera, a modo de muñecas rusas —matrioshkas—, están permanentemente condicionando y configurando las conductas del hombre del siglo XXI. Les proporcionamos datos, de manera sistemática, a las multinacionales tecnológicas y estas nos ofrecen sus productos, además de orientar los deseos y las preferencias de la población. La genial banda de rock progresivo Supertramp, en su canción The logical song de 1979 (vuelven a salir los setenta) ya nos advirtió de los peligros de convertirnos en digitales, y parece que el proceso es irreversible.
En definitiva, una película visionaria, de culto, polémica y transgresora, pero tan adelantada a su tiempo que el mismo Malcolm McDowell, en una reciente entrevista con motivo de los cincuenta años que cumple la película este año 2022, dijo: «Hoy sería imposible filmar una película como esta». Pienso exactamente igual. Han trascurrido cincuenta años y vivimos unos tiempos de corrección política, de pensamiento único, que no se corresponden en absoluto con los supuestos avances en ciencia y tecnología con los que contamos.
Esta obra influyó en el cine de Tarantino con sus hectolitros de sangre, en Sam Peckinpah con la cámara lenta en las escenas de acción y en el cine de la Orange Sky Golden (OSGH), la empresa de producción, distribución y exhibición de las películas de Hong Kong; las de Bruce Lee, Jackie Chan y Sammo Hung.
Este filme marcó un antes y un después y continúa emitiendo destellos, porque la simbiosis de dos artistas de la talla de un A. Burgess y un S. Kubrick solo puede ofrecer una obra de arte única e insuperable. La naranja nos sigue diciendo mucho sobre la naturaleza del hombre. Después de todo, el hombre es el asesino con menos remordimientos de la Tierra. Kubrick decía en una entrevista para la revista Newsweek en 1972: «El atractivo que dicha violencia ejerce sobre nosotros revela en parte que, en nuestro subconsciente, no somos tan distintos de nuestros primitivos antepasados».
Disfrutemos, nuevamente, de otro pase por nuestra retina de esta naranja biónica y, para los más apasionados, adéntrense en la magnífica novela, pues contiene aún más dureza y transgresión que la mismísima película.
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