El interés que la literatura y el arte manifiestan hoy por la ciencia no es una moda sino el síntoma de una exacerbación en el intercambio de información entre los dos sistemas que llamamos «las dos culturas». Si éstas estarán abocadas a auto-organizarse y a mutar o retrocederán a sus cerrados predios aún es cosa incierta. Pero en el entretanto parece posible observar el cómo y el cuánto de sus articulaciones, y revisar algunas capas en la arqueología de las mismas. Los artículos del presente dossier, que iremos secuenciando a lo largo de un mes con dos textos por semana, entran a esta observación desde la perspectiva de la literatura. Entre sus autores hay filólogos investigadores en literatura y ciencia, pero también matemáticos, neurólogos y químicos avezados en la lectura de poesía, teatro o narrativa. Reunidos por la convocatoria del grupo de investigación ILICIA. Inscripciones literarias de la ciencia —embarcado actualmente en un proyecto sobre lenguaje, ciencia y epistemología (FFI2014-53165-P)—, sus contribuciones engarzan matemáticas, metáforas, naturaleza animal, compuestos químicos, estrategias cognitivas, teatralidad, termodinámica, intriga novelesca, percepción o poesía. Pero que esta enunciación desordenada no lleve al lector a pensar en entropía. Pues al fin y al cabo todo ello se plegará aquí al orden narrativo de nuestra lengua natural, ese operador común para todo saber y del que mucho sabe la literatura.
En esta quinta y última entrega, Raúl Ibáñez Torres nos propone dar una vuelta con los personajes literarios relacionados con las matemáticas. Por su parte, Carlos López de Silanes de Miguel cierra este dossier con una sugerente cartografía de la percepción del tiempo y de los signos con los que intentamos concretarlo.
El protagonista matemático
/ por Raúl Ibáñez Torres / (Universidad del País Vasco–Euskal Herriko Unibertsitatea)
La relación existente entre las matemáticas y la literatura adquiere muy diferentes modos de expresión, y el campo que se ofrece para su consideración es suficientemente amplio como para admitir exploraciones parciales. Mirando en especial a la narrativa, estas líneas se proponen analizar la tipología de los personajes literarios relacionados con la ciencia de Pitágoras que han protagonizado algunas de las novelas actuales. Matemáticos históricos o ficticios, cuerdos o presa de trastornos, detectives, víctimas o criminales, entregados a su ciencia o a la enseñanza de la misma desfilarán a continuación.
El primer tipo de novelas a destacar sería el que agrupa a las pertenecientes al género «histórico», en las cuales se revisan de forma novelada las vidas, o algunos aspectos concretos de las mismas, de matemáticos que existieron. La descripción del personaje y su entorno matemático se encuentra muy cercana a la realidad. Hipatia, Kepler, Newton, Gauss, Alan Turing, John Nash o Katherine Johnson son algunos de estos científicos que han entrado en el universo literario. Una muestra ilustrativa de este estilo serían las tres novelas siguientes.
El contable hindú (David Leavitt, Anagrama, 2011) es una narración excelentemente documentada que se centra en la relación entre dos matemáticos, el indio Srinivasa Ramanujan y el inglés Godfrey H. Hardy, así como en el ambiente de la Universidad de Cambridge de principios del siglo XX. El primero de los matemáticos es de origen humilde, autodidacta y religioso, mientras que el segundo es un académico ateo. En torno a una conferencia imaginaria, se tratan sus relaciones humanas y profesionales, cargados ambos de misterio personal y atraídos mutuamente por su disparidad. También La diosa de las pequeñas victorias (Yannick Grannec, Alfaguara, 2015) aporta una mirada humana —a través de los ojos de su mujer— a la vida de uno de los lógicos más eminentes del siglo XX, Kurt Gödel. El autor de los teoremas de incompletitud que significaron una gran convulsión para la matemática del siglo pasado fue una persona enferma e introvertida. Igualmente problemático desde el punto de vista humano, pero mucho más lejano en el tiempo, es el relato de El asesinato de Pitágoras (Marcos Chicot, Duomo editorial, 2013), un «thriller histórico» que reconstruye los últimos meses de la comunidad crotoniata de los pitagóricos y el inicio del declive de la hermandad.
Frente a los matemáticos reales recreados literariamente se encuentra la construcción de personajes enteramente ficcionales. Estos personajes dedican generalmente su vida a la investigación matemática y protagonizan historias ambientadas en el mundo académico universitario. Una interesante novela de este grupo es La incógnita Newton (Catherine Shaw, Roca Editorial, 2005). Se trata de una narración de intriga en forma epistolar que se desarrolla en el Cambridge universitario de 1888. Una joven institutriz investiga el asesinato de tres matemáticos y recorre media Europa para demostrar la inocencia de su amado, también matemático. Todos ellos trabajan en el «problema de los tres cuerpos», que busca las ecuaciones que describen el movimiento del Sol, la Tierra y la Luna. Como ocurre con frecuencia en este tipo de novelas, la presencia de algunos matemáticos reales viene a avalar y arropar la de los ficticios; en este caso, nos cruzamos con Lewis Carroll, Mittag-Leffler, Arthur Cayley o Grace Chisholm, con los que la autora consigue plantear dos reflexiones interesantes del libro: la colaboración en investigación matemática y el papel de la mujer en la educación y la ciencia.
A la universidad de Oxford traslada su intriga la novela Los crímenes de Oxford (Guillermo Martínez, Destino, 2004). Un joven matemático argentino y un lógico senior son los investigadores circunstanciales de una serie de asesinatos llevados a cabo por alguien que los firma con símbolos matemáticos. Se produce un paralelismo entre el estudio de las sucesiones matemáticas y la investigación de los asesinatos en serie, y se descubre que los signos tienen que ver con la secta de los pitagóricos y la Tetraktys. Finalmente el argumento de la novela sigue en cierta forma la paradoja de Wittgenstein, y en el último capítulo el joven matemático descubre que la serie de asesinatos puede ser explicada de otra forma, y que el asesino es realmente otro. También el Teorema de Gödel, muy presente en toda la obra, servirá para distinguir entre la verdad y la verdad demostrable. Y se incluye en la trama un momento histórico como la conferencia de Andrew Wiles demostrando el último teorema de Fermat.
Completamente despojada ya de personajes históricos, la novela corta de misterio La variable humana (Rodrigo Marín Noriega, Gadir, 2012) está protagonizada por tres matemáticos (un joven, su director y el que fuera director de éste). A través de sus relaciones personales saldrán a la luz aspectos del mundo matemático y académico en general, como el conflicto entre la matemática pura y aplicada, las luchas de poder o entre egos en el ámbito académico, la universidad como centro de investigación y enseñanza, la importancia de la gestión en la política científica y universitaria, la obsesión del investigador por un trabajo que en ocasiones provoca cierto aislamiento social, la responsabilidad social del científico ante las consecuencias de su investigación, la incomprensión del genio, las relaciones entre maestro y alumno —en particular cuando uno de ellos posee una mente brillante—, o el robo de la investigación entre colaboradores —en particular del trabajo de un estudiante.
Otro grupo de personajes literarios muy interesantes son los investigadores matemáticos que protagonizan historias independientes del mundo académico pero filtran en ellas jugosas reflexiones sobre el mismo. En este tipo se encuentran ficciones como las dos siguientes. El eje central de La fórmula preferida del profesor (Yoko Ogawa, Funambulista, 2008) es la relación entre sus tres personajes: el viejo profesor de matemáticas, que tras un accidente tiene una memoria de tan solo 80 minutos, la asistenta —madre soltera— y el hijo de ésta. El profesor se irá convirtiendo en padre y abuelo, en maestro y divulgador de las matemáticas, la asistenta en hija y en alumna —representando en cierta medida al lector—, y el hijo en nieto, alumno y amigo. La narración se acerca también al trabajo teórico de los matemáticos —concretamente a la Teoría de Números—, a sus herramientas tradicionales —libros, revistas, cuadernos de notas— y a la propia mente del científico.
Los protagonistas —Alice y Mattia— de La soledad de los números primos (Paolo Giordano, Salamandra, 2009), han sufrido sendas tragedias en su infancia que les han marcado de por vida y les impiden establecer relaciones normales con otras personas (incapaces de compartir, son como los indivisibles números primos). De forma paralela a la trama, se van mostrando pinceladas de la vida de Mattia y su relación con las matemáticas, desde la infancia hasta la realización de su tesis, de su posterior trabajo como profesor tímido e introvertido y de su investigación resolviendo un problema matemático importante.
La pasión por la investigación es la aportación de un personaje de ficción entrañable como es el matemático ruso de la novela coral El frío modifica la trayectoria de los peces (Pierre Szalowski, Grijalbo, 2009). Pero la matemática puede crear obsesiones en ciertas mentes hasta volverlas enfermizas. En La conspiración de los espejos (Ricardo Gómez, La orilla negra, 2009) es el Teorema de Fermat el que tiene obsesionado al protagonista hasta hacerlo desconectar de la realidad.
Entre las novelas de aprendizaje —como lo son muchas de las novelas matemáticas— una subclase podría estar formada por aquellas en las que el matemático es el formador. Aunque a veces la figura de ese profesor no sea muy edificante: En La devoción del sospechoso X (Keigo Higashino, Ediciones B, 2011), se produce un duelo intelectual entre dos mentes matemáticas, un profesor de instituto, que encubre un asesinato, y un profesor universitario de Física, colaborador de la policía. También el personaje de Tengo, de 1Q84 (Haruki Murakami, Tusquets, 2011), es un brillante licenciado en matemáticas que decide no dedicarse a la investigación y entra a trabajar en una academia. Es un buen docente, que se entusiasma dando clase y que consigue transmitir a sus estudiantes su pasión y amor a las matemáticas. En el aula se siente libre, seguro, conectado con sus alumnos y hasta seductor, pero al salir de ella todo eso desaparece. Su ambición es acabar convirtiéndose en escritor profesional, lo que le sumerge en una historia de sectas religiosas, maltrato, corrupción y crímenes, en la que se reflexiona sobre la soledad, las relaciones entre personas o la realidad.
Formados en matemáticas, algunos protagonistas renuncian a toda vida investigadora y docente –unos cayendo en melancolía, otros haciendo de la matemática un uso subalterno–. El protagonista masculino de El futuro no será de nadie (Óscar de la Borbolla, Plaza & Janés, 2011) acaba trabajando en una compañía de seguros, pero se arrepiente de haber abandonado la investigación matemática «por un plato de lentejas» y considera insatisfactoria su vida. Por su parte, el investigador ocasional de la trilogía de novelas del Bar Lume, de Marco Malvaldi (Destino, 2012), es otro licenciado que dejó su doctorado (en teoría de cuerdas) para ganarse la vida como camarero. Con la modesta compañía de cuatro ancianos jugadores de cartas, el joven utiliza su mente matemática para analizar y resolver crímenes.
Claro que tampoco el matemático entregado vocacionalmente a su ciencia se salva de la frustración. El «tío» de la exitosa novela El tío Petros y la conjetura de Goldbach (Apostolos Doxiadis, Ediciones B, 2000), entra en diálogo con un sobrino interesado por las matemáticas para narrar la sensación de fracaso cuando, mientras intentaba demostrar la conjetura de Goldbach, se publicaron los teoremas de Gödel que abrían la posibilidad de que no existiera una tal demostración.
Un tipo de personaje que ha hecho fortuna es aquel que combina una especial dotación para las matemáticas con ciertos trastornos de orden psíquico o neurobiológico. El síndrome de Asperger, un trastorno del tipo del autismo, lo padecen los protagonistas de El curioso incidente del perro a medianoche (Mark Haddon, Salamandra, 2004) y La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina (Stieg Larsson, Destino, 2008). En la primera novela, el joven héroe expone su afinidad con las matemáticas, que le hacen feliz y le relajan cuando tiene problemas, así como algunos temas que son de su interés: los números primos, la probabilidad o el teorema de Pitágoras. La joven hacker de la saga Millenium es aficionada a la divulgación de las matemáticas y a lo largo de toda la narración intenta demostrar el teorema de Fermat, cosa que al final consigue. También, abundando en el tema de la enfermedad mental, la protagonista de Suma y sigue (Toni Jordan, Maeva, 2010) padece un trastorno obsesivo compulsivo con fijación en los números que le lleva a contar y etiquetar todo lo que se cruza en su camino. Finalmente consigue controlar en alguna medida su obsesión numérica enfocándola hacia su nuevo trabajo, las estadísticas deportivas.
Sin vínculos ya con patologías, niños con una alta capacidad para las matemáticas nos los encontramos en obras como El pequeño Arquímedes (Aldoux Huxley, Terapias verdes/Navona, 2015) o Raíces cuadradas (Nikita Lalwani, Emecé, 2008). En ambas historias se reflexiona sobre si un don como éste debe abocar a una vida dedicada a las matemáticas, y se evalúa el papel determinante en ello de algunos adultos. Pequeños genios de las matemáticas aparecen también en las novelas más comerciales Uno más uno (Jojo Moyes, Suma, 2015), La analfabeta que era un genio de los números (Jonas Jonasson, Salamandra, 2014) y El teorema Katherine (John Green, Nube de tinta, 2014). La manipulación y utilización de este tipo de genios de las matemáticas (por ejemplo, para desencriptar códigos) se evidencia en novelas como El Don (Mai Jia, Destino, 2014) o La conjetura de Perelman (Juan Soto Ivars, Ediciones B, 2011).
Para finalizar este pequeño paseo por los protagonistas literarios relacionados con las matemáticas —un paseo que dadas las dimensiones del campo podría convertirse en largo periplo—, es preciso señalar que la atribución de la condición de matemático funciona a menudo como un tópico en la caracterización de personajes. La literatura da a entender metonímicamente mediante esta condición otros rasgos que el lector comprende: el matemático será siempre inteligente, siempre razonador, dotado para la pesquisa, a menudo aislado del mundo y quizá demasiado abstraído en sus cálculos y razonamientos, incluso a veces hasta parecer enloquecido. Pues el matemático funciona en sí mismo como un símbolo que todos reconocemos.
Lo imposible concreto
/ por Carlos López de Silanes de Miguel /
El yo que hay en mí, amigo mío, mora en la casa del silencio, y allí permanecerá para siempre.
Jalil Gibrán, El loco
Tus ojos, amigo lector, están posados en estas líneas. Las pulsas como cuerdas de un instrumento y las haces sonar en tu cabeza, de manera que tengas la sensación de estar leyendo. Hay algo en la tinta que incita irremediablemente al tacto —los soportes digitales no logran anular este efecto, el cuerpo aún recuerda—, y quieres tocarlo todo, con las manos, con la boca, como un niño. Tal vez te descubras moviendo levemente los labios, haciendo pequeños gestos con la lengua mientras prosigues la lectura, poniendo en juego la maquinaria subvocal de tus sentidos. Yo estoy viendo lo que pasa, se diría que estoy metido en tu cerebro. El habla del hombre comenzó en algún punto intermedio entre la piel y el ruido, palpando los símbolos para hacerlos audibles, y ahora piensas, como yo, en letras y en dedos. Mi voz es un dedo sobrenatural, mental, que va subrayando lo que dices sobre la marcha, aproximándose al lugar en el que te encuentras, en una página llena de signos que no paran de vibrar, pronunciando palabras que parecen llamarte, como si te conocieran. Pero llega un momento en que la página se ciega, no avanza, no deja escuchar más. Walter Benjamin decía que los escritores no leen, porque escriben. Y lo que yo escribo existe en ti mientras tú lo lees, pero en tus ojos trato de ver lo que de mí puede leerse, y es algo que nunca acabo de decir. No alcanzo a comprender; puede que no haya distancia entre tu mente y la mía, o que hayamos acabado los dos en el mismo sitio. Ya no soy yo, ya somos yo…
(Silencio.)
Creo que voy a rebobinar.
En 1895, Lewis Carroll publicó un artículo en la revista Mind sobre la paradoja del movimiento —según nos cuenta Diógenes Laercio, decía Zenón: «Lo que se mueve, ni se mueve en el lugar en que está, ni en aquel en que no está»—, donde la astuta tortuga, inspirada en los Elementos de Euclides, encierra al veloz Aquiles en un laberinto de proposiciones lógicas, de tal forma que le resulte imposible llegar hasta donde ella se encuentra, y a cada paso parece que el camino restante, en vez de menguar, se agranda. Claro que ella se sentiría más ligera si no hubiera de cargar con el peso de esta argumentación a sus espaldas, y hace bien en marcar distancias con el sitio que otros creen que ella ocupa. Pues acierta Zenón —por más que se resista Aristóteles, en la Física— cuando advierte de la naturaleza intransitiva de los signos del hombre, en su afán por alcanzar la realidad, y a la vez intuye en ellos un tratamiento sincrónico y elíptico de toda la eternidad: que el signo, en Euclides, es el punto, o el sémeion, ‘lo que no tiene partes’, y los signos sin partes no son móviles, sino en un orden de la realidad donde no cabe expresión idiomática para el movimiento.
No hablamos la lengua del tiempo. Por eso no lo podemos pensar. Me refiero al tiempo mismo, sin señas, no voy a dar más detalles —insisto, no es posible—. Podemos pensar en una magnitud sucesoria de las cosas, inscrita en ellas o manifiesta, y hablar así de duración, de un tiempo contenido, de una edad: la que cabe en una vida, en un recuerdo, en una idea… Pero no podemos fijar la vista en lo que no tiene foco, haciendo como si hubiera puntos de apoyo en la oscuridad. Esto es lo que intentaban los pioneros del f/64 y la fotografía directa, con sus diafragmas imposibles tratando de retener por un instante la longitud en lo profundo: todo lo que vemos está, que dirían ellos, definido, y no sabemos mirar de otra manera —se trata de un diseño de fábrica, viene por defecto en nuestro aparato de óptica—; pero en esa totalidad visible el ojo siempre quiere más, atravesar las formas, ahondar en el punto de fuga…, y el plano del horizonte, como suspensión del juicio —la ataraxia, que decían los clásicos, también ahora los médicos— es la superficie del tiempo, un tiempo que en verdad no se puede contener.
Aspiramos a lo imposible, y así nos ocurre con el tiempo, con el espacio y también con los signos. Tratamos de leer allí donde parece haber letras; de hecho, pensamos que hay letras allí donde nos da por leer. Y entonces esas letras, a la vez reales e imaginarias, son transcritas en la mente como atando cabos sobre la verdad del mundo, en una estructura reticular que acaba enredándose a sí misma, una idea delirante que trata de sumar un estar, en este momento, y un no estar del todo, por querer llegar a ser. El choque entre el ojo y la memoria, entre lo que vemos y lo que somos, se resuelve en un tránsito a lo siguiente, acomodando así la apariencia transformativa de la realidad, de lo que vamos siendo, en una forma paradójica de continuidad en lo disímil. Wilhelm Dilthey hablaba aquí de subjetividad, como una fuerza de contacto que mantiene unida y a salvo nuestra propia consistencia, nuestra identidad, mientras el cuerpo aguante. Aquí es donde surge cuanto sabemos de nosotros y quisiéramos salvar, como un libro autobiográfico que nos pidiera ser escrito. Tendríamos entonces que llevar el signo hasta donde pudiera sobrevivir por sí solo, sin mediación externa, como haría el lingüista Louis Hjelmslev, pero con ello renunciaríamos a la posibilidad de poder ser algo más de lo que acaso fuimos. Y tal vez seamos solo eso, un dejarse llevar desde lo previo, un inacabable haber sido, como un salto al vacío inmediato, sin esperar nada más: «Hay algo en el amor como una luz suicida», que decía Luis Rosales.
(Entran en escena algunos personajes más. Se dirigen a mí… En mi cabeza, en el texto, no distingo bien. Coral, se oye solo una voz.)
Los griegos disponían de varios términos para referirse a todo esto —también el léxico experimenta los rigores de la selección natural, pudiendo llegar a desaparecer—, y distinguían aquello que va pasando, y es mensurable —chrónos—, de aquello que no termina de pasar, por ser ingénito —aión—, y hasta de aquello que acontece, en su singularidad, como sola presencia —la oportunidad: kairós—. Pero nosotros no creemos ya en las leyes de una geometría lineal, y en la mente se ha abierto el espacio de la duda, como espejo anamórfico que distorsiona los objetos de la realidad. En su ensayo «Las dos grandes metáforas», José Ortega y Gasset explica que el hombre antiguo guardaba una relación de equivalencia dimensional con el mundo sensible, de manera que este imprimía en él su impronta, directamente, como haría un sello al dejar su marca en una tablilla de cera —así lo ejemplifica Platón en el Teeteto—. Y aún perdura en cierto sentido esta analogía del proceso de conocer, por lo menos en algunas instancias del edificio psíquico, y al leer el mundo pensamos todavía que somos ese mundo; el cerebro tiene en la superficie recursos de ilusionista —en su corteza, como un árbol, mostrando una apariencia— que mantienen firme la creencia en la transposición de las formas, punto por punto, desde el mundo a la retina. Este principio, siendo válido en las circunstancias habituales de la causalidad —lo que Maurice Merleau-Ponty llama, en la Fenomenología de la percepción, la denominación auténtica, por tener carácter de coincidencia con los hechos y hacer posible que estos cobren sentido a través de un acto de consumación por el habla—, opera solo en las condiciones en que el objeto es posible como tal objeto, desprovisto de otros empeños. Lo real quedó en otra parte, y así lo sugieren Eric R. Kandel, James H. Schwartz y Thomas M. Jessell en sus Principios de neurociencia, cuando muestran cómo «nuestras percepciones no son registros directos del mundo que nos rodea. Más bien, son estructuras creadas en nuestro interior según los límites impuestos por […] el sistema nervioso». Por lo tanto, el sujeto hablante no está enteramente neutralizado por las condiciones de producción del habla, pues su misma manifestación, su corporeidad enunciativa, confiere propiedades de epifanía al acto de hablar, que se inserta en lo tangible desde una materia que es anterior a la primera palabra pronunciada. Existen significados ocultos en lo que vemos, estratos no declarados en la cadena del sentido, y hay habitaciones del pensar que se resisten a las formulaciones de la lógica consciente, sin dejar por ello de estar ancladas en las mismas localidades donde lo visible emerge.
La traslación de la metáfora de la percepción —el sello y la cera, como formas que se reconocen— a una metáfora segunda de la imaginación, como señala Ortega y Gasset —la irrupción del idealismo, de un yo pensante, del mundo como representación—, explica el cambio experimentado en los procedimientos cognitivos a partir del Renacimiento y es lo que caracteriza el paso definitivo de la Edad Antigua a la Edad Moderna en la historia del hombre. La relación del sujeto con el mundo se verifica entonces no como impronta debida a la ductilidad respectiva de los materiales de uno y otro, sino como encaje mutuo de un continente y de un contenido, de un yo que es ámbito del pensar y de un mundo que es forma de lo pensado, reunidos ambos en lo que queda detrás de la cámara lúcida de la conciencia. El más allá en la materia, lo que intuimos como origen de lo que vemos, se ha vuelto sobre sí y es en realidad un más acá, de modo que la película argéntica del cerebro ha dejado de llevar la cuenta de lo que sucede fuera para adentrarse en un registro, también fílmico, pero no cronológico, de lo que uno es.
En Infancia e historia —título ya sintomático—, Giorgio Agamben habla también de la evolución del pensamiento y del giro dado en la naturaleza de lo que podemos conocer, al haber cambiado la antigua y dialógica discusión entre lo uno y lo múltiple, emparentados entre sí como una serie transitable y numérica, por la muda incomunicación que surge en el sujeto moderno, enfrentado, ahora en oposición, con el objeto de su experiencia. Hubo una época en la que aún era posible tenerse como parte de un todo, pero hemos perdido por el camino el sentido del equilibrio, la homeostasis en la concepción de nuestro sitio en el universo, y andamos a tientas en el vértigo que sigue a la emancipación de los dioses. La presencia del yo se ha hecho hegemónica —aunque hubo tentaciones en la Antigüedad, como cuando Agustín se planteaba, en las Confesiones, si «los vasos que están llenos de Vos no son ellos los que os contienen, haciéndoos allí estable y permanente»— y nos queda a nosotros determinar, en soledad, cuál es ahora el continente y cuál el contenido: dónde el mundo se hace explícito para dar lugar al signo, cuándo el silencio termina y deja de callar. He aquí el acertijo. Que el silencio es «palabra que se calla a sí misma», como dice Agamben en Idea de la prosa, y aún más, pues aúna en torno a sí la posibilidad de lo que se dice y la imposibilidad de lo que no se puede decir. La poesía sabe de esta relación entre silencio y signo, pero no la puede explicar. Wallace Stevens, en su Hermitage personal, invierte la secuencia y les pregunta directamente a los signos, que cambian, como pájaros, «their intelligible twittering / for unintelligible thought». Y aún añade: «And yet this end and this beginning are one», como si no nos fuera dado distinguir allí entre lo visible y lo invisible, o el momento mágico en que lo concreto y lo abstracto coinciden se esfumara. Al hablar de cómo emerge en nosotros la forma de lo pensado, Ortega y Gasset cita a Aristóteles, en el De anima, cuando este dice que «el alma es comparable a la mano». Y podríamos entender que está pensando en un agente causal —y corporal— en la aprehensión del conocimiento, como un derecho de autoría que mediara en la explicación del mundo. Pero Aristóteles sigue, y explica entonces que «la mano es instrumento de instrumentos y el intelecto es forma de formas», lo que lleva la abstracción en la consideración de la materialidad del alma hasta el límite mismo de lo pensable, donde ya no hay gestos, ya no hay manos, solo tacto.
(Puntos suspensivos.)
La palabra, cuando hablada, es por ello inteligida, y en este acto arrastra consigo la corriente de fondo en la que fluye, compuesta por cosas que se dicen y otras que no se dejan. En ella habita como signo flotante —en la terminología de Ernesto Laclau—, deslocalizada, discurriendo en lo visible tratando de no hundirse de nuevo en la textura profunda de la que procede y que no se pronuncia al completo. Como resultado de esta negociación entre lo particular y lo universal, en que el objeto significante toma el mando de la representación, el referente se hace abstracto en el signo, posibilitando precisamente su existencia, dentro de un sistema diferencial y saussuriano de significados. Lo concreto, lo único que diríamos concreto, limitado por sí mismo —lo real lacaniano—, queda por siempre elidido, y lo acontecido se sucede, entretanto, pasando no de lo posible a lo real, sino —como explica María Zambrano en Filosofía y poesía— «de lo imposible a lo verdadero». Y habrá entonces una tercera metáfora: la de la luz y la elucidación, «la misión de claridad sobre la Tierra», como dice Ortega y Gasset en las Meditaciones del Quijote, que emana de lo que anhela conocer, del ímpetu que surge en nosotros, y se adentra en el mundo y vuelve al punto de partida sin dejar de ser luz: el zambraniano claro que se abre en el interior del bosque, como la idea del Lichtung en el lenguaje de Martin Heidegger, protegiendo su esencia en la materialización de su propia desaparición, en una presencia ocultada en la misma apertura a su espacialidad. «Negro es el sol de la palabra», escribe Edmond Jabès, y es una luz oscura, negativa, que se opone a la aparente verdad del mundo, despejando el camino de lo invisible, para que ocurra.
Este texto es un espacio en blanco.
(Yo.)
Para que el lector ocurra.
I no more wrote than read that book which is
the self I am…
Delmore Schwartz, Summer Knowledge
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