
Javier Echeverría y Lola S. Almendros
Trea, 2020
460 páginas
28€ (papel; próxima publicación)
15€ (formato digital)
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/ reseña y entrevista de Pablo Batalla Cueto /
A veces en un prefijo —tres, cuatro, cinco letras sucedidas por un guion— cabe toda una época, y basta simplemente yuxtaponerlo a los sustantivos de la era anterior para dar cuenta de las transformaciones producidas, aun si éstas forman parte del orden de lo vertiginoso. El filósofo donostiarra Javier Echeverría tuvo esa intuición cuando, en 1993, escribió un ensayo capital que tituló Telépolis, aguda disertación sobre la «ciudad a distancia» que el ser de la era informática comenzaba a habitar. A todos los espacios constitutivos de la polis tradicional (el ágora, la calle, el mercado, el cementerio) comenzaba a sucederles que perdían su carácter físico y ascendían a un éter digital que los convertía en telemercados, teleágoras, etcétera: una transformación no adjetiva, sino sustantiva, por la cual se alumbraba un tercer entorno con características novedosas y abracadabrantes que lo diferenciaban del primero (la naturaleza) y el segundo (la ciudad): distal y no proximal, reticular y no recintual, informacional y no material, representacional y no presencial, multicrónico en lugar de sincrónico, etcétera. Y en él, una nueva casta de aristócratas singulares cuyo poder no se nutría de tierra, sino de aire. En 1999, Echeverría pasó a desarrollar en profundidad este último concepto en un nuevo ensayo titulado Los señores del aire, donde argumentaba que se nos conducía a una suerte de regresión feudal; a tornarnos vasallos de Microsoft, Ericsson o Nokia (tales eran entonces los monstruos corporativos que ocupaban la cúspide del nuevo ecosistema: sic transit gloria mundi…) tal como nuestros ancestros lo habían sido de los duques y condes del Medievo.

Por entonces, a Echeverría seguía bastándole el prefijo tele- para compendiar la originalidad de este tiempo nuevo; pero los años corrieron y algunos advenimientos no previstos en aquel entonces fueron añadiendo complejidad a este paisaje: así las redes sociales, las nanotecnologías o, más aún, la llamada convergencia nano-bio-info-cogno, un volvernos demiurgos de lo subatómico y lo celular llamado a ponerlo todo patas arriba de una manera que hizo a Echeverría concluir que el prefijo resignificador tele- se quedaba corto para dar cuenta de estas innovaciones. Comenzó, en consecuencia, a adoptar en sus escritos uno nuevo: tecno-. En todo caso, la misma idea: un sortilegio epocal por el que las tecnologías no sólo modifican la naturaleza, sino también las sociedades, las personas y las relaciones entre ellas; un nuevo mapamundi sociológico y psicológico por cartografiar, y la mejor disposición de Echeverría para hacerlo en artículos y nuevos libros que ha ido publicando a lo largo de los años, a veces en compañía de otros autores.
A esa bibliografía, ha venido a añadirse en este 2020 un nuevo título, escrito al alimón con Lola S. Almendros: su título, Tecnopersonas: cómo las tecnologías nos transforman; su propósito, diseccionar al sujeto del tercer entorno y aproximarse a su escurridiza taxonomía. Todo se deslíe en esta modernidad líquida o más bien ya gaseosa; y en el concepto de tecnopersona, «cíborgs, prótesis corporales, seres humanos absortos en las pantallas, avatares, personajes virtuales, fotografías y vídeos subidos a las redes y a YouTube, artefactos inteligentes, robots, influencers, etcétera». Son tecnopersonas «aquellos seres humanos que dependen radicalmente de las recnologías para vivir, hasta el punto de que muchas de sus acciones cotidianas se realizan mediante implementaciones tecnológicas informatizadas», pero también «robots y otras modalidades de software, que simulan y potencian funciones y capacidades mentales de los seres humanos» e incluso «aquellos personajes literarios, cinematográficos, de dibujos animados o de videojuegos que sirven como iconos imaginarios para los dos tipos de tecnopersonas recién mencionados», desde los youtubers hasta Lara Croft, personajes «claves en el imaginario cultural de nuestra época debido a las intensas relaciones emocionales que el público tiene con ellos, sean positivas o negativas». Hay tecnopersonas individuales y colectivas (un fondo de inversión es, por ejemplo, una tecnopersona financiera); existen, incluso, tecnoanimales y tecnovegetales. Y todas estas personas no existen, sino que tecnoexisten; no habitan una physis, sino una technophysis; no son un Dasein, sino un Technodasein arrojado, no a un territorio, sino a una red. «En lugar de un Dasein —escriben Echeverría y Almendros— habría que hablar de un Zwischensein (“ser-entre”)».

Nada es lo que parece en el tercer entorno; nada está claro en medio de este tornado que todo lo sólido desvanece en el aire. No lo está el espacio, pero ni siquiera el tiempo; hay, también, un tecnoespacio y un tecnotiempo de los que Echeverría y Almendros también se ocupan en algunas de las páginas más interesantes del libro. El tiempo onlife —escriben— «no se caracteriza por la sucesión: carece de duración. A su vez, el espacio onlife no se define por la distancia: carece de lugar. Esto hace parecer a ambos indefinidos y, por tanto, infinitos». Y ello impugna de algún modo a Kant, para quien el tiempo era la condición de posibilidad de lo temporal, y el espacio la condición de lo espacial; entes unidimensionales en cuyo seno «tiempos diferentes no pueden ser simultáneos, sino solo sucesivos». En cambio, hoy «impera la simultaneidad, y es extremadamente complejo trazar líneas causales y de sucesión de acontecimientos y procesos». Las stories de Instagram —ironizan los autores de Tecnopersonas— «son más proustianas que newtonianas».
Las derivaciones de todo esto son de lo más diverso, y algunas de ellas adquieren contornos siniestros sobre los que este libro nos advierte también. En esta corrosión que anula todas las divisiones, llegan a verse afectadas aquéllas que sustentan la misma esencia de la democracia, seriamente amenazada por el nuevo ecosistema. También la de poderes. No hay tal en el tercer entorno. No hay «procedimientos formales para la elección de representantes públicos que puedan constituir y legislar en el nuevo espacio social», advierten Echeverría y Almendros:
Cuando se quiere poner orden en alguna red social, solo se piensa en ciberpolicías y servicios de seguridad. Nunca en ciberjueces, ni mucho menos en ciberparlamentarios que acuerden y promulguen leyes y reglas de actuación y persecución de los delitos, que luego llevarían a cabo los ciberpolicías por orden de los ciberjueces que hicieran la instrucción de los procesos judiciales, como sucedería en el caso de una tecnojusticia democrática. Las prácticas actuales en las principales redes sociales, así como otros servicios de Internet que gestionan los señores del aire, son claramente neofeudales. Las autoridades que gobiernan las redes y los dominios correspondientes ponen las normas y toman las medidas de control, penalización y expulsión que consideren convenientes, conforme a sus propios protocolos de acción. […] Los likes de las redes sociales son una ficción de democracia. Las votaciones democráticas requieren una previa división de poderes, que no existe en ninguna de las nubes globales. Hay que criticar y combatir la like-democracy, por multitudinaria que parezca ser. Varias redes sociales, por sólidas que parezcan, no solo son líquidas (Bauman), sino que aportan burbujas sociales gaseosas, que acabarán estallando.
El libro se divide en dos mitades: la primera se ocupa de la definición de tecnopersona partiendo de la de persona, pretexto para un excurso filosófico en el que se nos recuerda el origen etrusco y griego del vocablo y su significado etimológico de «máscara», y más precisamente, «máscara de teatro». Nuestra persona es —escribe Remedios Zafra, a quien Echeverría y Almendros citan— «lo que se presenta de sí a la mirada del otro, algo así como un sello de nuestra identidad, la forma individualizada que ofrecemos a cualquiera que nos aborda de frente»; y las tecnopersonas —nos explicarán más tarde Echeverría y Almendros— siguen siendo esas máscaras teatrales, mas con la particularidad de que «nunca son una, sino varias», siendo además que se caracterizan por la heteroconciencia en lugar de la autoconciencia de sus poseedores, a quienes las empresas que almacenan sus datos conocen mejor que ellos mismos. El relato de los autores de Tecnopersonas se demora después en las definiciones medievales de persona, sus nociones moderna y contemporánea, su concepción jurídica y sus dimensiones económica y política. Después, entran en la harina de las tecnopersonas para distinguirnos tres tipos, presentarnos la hipótesis de los tres entornos y la del nuevo feudalismo o diseccionar cómo desplegamos tecnonombres, tecnopercepciones y tecnomiradas. En cuanto a la segunda parte del libro, consiste en una serie de así llamados experimentos conceptuales: ensayos de aplicación del prefijo tecno- a distintos fenómenos de tal modo de comprobar de qué manera los transforma el tercer entorno, y así, la diferencia entre lenguajes y tecnolenguajes o las peculiaridades de la tecnopolítica. Finalmente, un epílogo añadido por los autores tras el estallido de la pandemia de coronavirus pasa interesante revista a la condición de tecnopersona —«tecnopersona vírica»—que el propio virus ha pasado a adquirir. Hay, también, un COVID-19 y un tecno-COVID-19 que «no se reduce […] al conjunto complejísimo de informaciones y datos sanitarios que han sido masivamente difundidos en relación con el coronavirus, sino que también incluye diversos sistemas de disciplinamiento social que, siguiendo el paradigma chino, han sido puestos en funcionamiento para impedir la expansión del virus». Razonan Echeverría y Almendros que
«Los portavoces gubernamentales, empresariales y sindicales no se han privado de decir que estamos en guerra contra el coronavirus. De esta manera, han dado un paso decisivo hacia la tecnopersonificación social de dicha entidad, (construida y) declarada por fin como el enemigo común y por ello máximamente existente. Rápidamente se ha diseñado una visualización para el virus, hoy en día ampliamente interiorizada por la población. Por cierto, su imagen tecnosocial es notable, bien buscada para una tecnopersona viral e (in)deseable. Está claramente inspirada en iconologías de extraterrestres, ya utilizadas desde hace tiempo en relación con bacterias y virus por la publicidad de la industria farmacológica. De esta manera, el nuevo monstruo ha pasado a formar parte de la iconografía mediática de nuestro tiempo. Así, COVID-19, además de ser un tecnonombre consolidado, ha pasado a tener una tecnoimagen propia. Lo que el virus sea realmente en las pantallas de los microscopios médicos poco importa. Tecno-COVID-19 ya tiene una imagen social propia, ciertamente no humana, pero no por ello menos personalizada (y politizada). Solo le falta hablar, y tarde o temprano romperá a hacerlo. Algunos humoristas españoles, siempre intuitivos, dieron de inmediato ese paso y le prestaron su imagen y su voz en televisión al tecnomonstruo, presentándolo en familia. Obviamente, conviviremos largo tiempo con la innovación tecnocientífica tecno-COVID-19 (surgirán mejores nombres). El tecnocoronavirus ha venido para quedarse y habremos de aprender a convivir con él y su compleja cohorte».
La vida se ha vuelto extraña y engañosa bajo la égida de los señores de las nubes, metáfora que Echeverría prefiere hoy a la de señores del aire. Se nos recuerda también en este libro que la metáfora de la nube —etérea, romántica— fue adoptada por los expertos en marketing de Amazon primero y de Google después, pero aquello que hace referencia es en realidad una granja de datos; una fábrica de tecnopersonas y tecnoobjetos que no nos esclaviza menos, aunque lo haga de otro modo, que las ténebres usinas de la Inglaterra dickensiana. Líricas idealistas camuflan en estos días impiedades materiales, pero no es idílica la vida de las nubes. Tal y como escriben los autores de este libro, «en las nubes no hay paz. Más bien tecnocombates y tecnoguerras».
Javier Echeverría y Lola S. Almendros: «El tecnotiempo dilata el presente, soterra la memoria y genera tecnopersonas serviles»
Un prefijo recorre todo el libro: el prefijo tecno-, del que van demostrando cómo el presente va añadiéndolo a todas las cosas, transformándolas sustancialmente. ¿A qué hace referencia?
Lo tecno es una matriz conceptual, que proponemos como alternativa a otras que están en boga, como post- (postmodernidad), trans- (transhumanismo), ciber– (ciberespacio, cibersociedad, ciborgs), y otras. También usamos las matrices conceptuales tele-, info- e inter-, aunque la preferible nos parece tecno-, por ser más general, flexible, y combinable. Por ejemplo, tiene perfecto sentido (y significado) hablar de tecnogenes, tecnovirus, tecnoorganismos, tecnoanimales, tecnovegetales e incluso tecnonaturalezas. Nuestro sentido de lo tecno nació con la tecnociencia, aún no recubre toda la realidad, pero ha cogido fuerza con las TIC (tecnologías de la información y comunicación). La tendencia es a seguir colonizando ya que dicha expansión genera beneficios económicos y políticos (tecnopoder). Al combinar el prefijo tecno- con sustantivos, adjetivos y verbos, surgen diversos neologismos, es decir, nuevos conceptos posibles. Algunos de ellos ya tienen un sentido claro, otros (aún) no. Consolidarse en el uso social, esto es, adquirir significado, es un proceso vivo de selección de conceptos. Por ello, nuestro propósito principal con esta obra es sugerir conceptos para abordar problemas y desafíos actuales que todavía no tienen nombre. Conforme adquieran significatividad, la Real Academia de la Lengua tendrá que ir aceptando varios de estos neologismos, y concretamente el de tecnopersonas que da título a nuestro libro. Es importante subrayar que entendemos lo tecno como sistemas de acciones (técnicas, tecnológicas, tecnocientíficas) que producen resultados valiosos, no como conjuntos o conglomerados de cosas, máquinas o herramientas.
El libro no se adscribe propiamente a cierta corriente tecnófoba que ha ido haciéndose habitual en las reflexiones contemporáneas sobre la tecnología.
Esa obsesión con que las máquinas y los robots acabarán dominándonos, sí. No, nosotros nos alejamos de esa concepción. Quienes nos dominarán, si no nos defendemos, son las tecnoempresas propietarias y gestoras de dichas máquinas y robots. Lo importante son las acciones que las máquinas y los robots hacen y, sobre todo, quiénes las controlan y se benefician de esas acciones, así como quiénes salen perjudicados. Cosificar las tecnologías es un error conceptual: son acciones, no cosas. Cierto que hay objetos, máquinas y herramientas, pero a todas ellas les subyace un diseño o prediseño humano, así como un aparato de gestión para extraer beneficios de diverso tipo. Como mostramos en la tercera parte del libro, es importante prestar atención a la dimensión ontológica de lo tecno. Lo relevante no es tanto lo que las tecnociencias son, sino lo que hacen, así como en sentido en que los resultados de aquello que hacen son valiosos (o disvaliosos), en qué términos, y para quiénes. Para comprender el carácter distintivo de nuestro uso del prefijo tecno-, es preciso atender a las diferencias entre técnicas, tecnologías y tecnociencias.
A esa tarea le dedican el segundo capítulo del libro.
Exacto. Como decíamos, no reducimos lo tecno a máquinas ni a herramientas, como suele ser habitual en el ámbito filosófico, histórico y sociológico, particularmente en los países anglosajones, donde el vocablo technology vale para un roto y para un descosido. Descoser algo es una acción técnica (no tecnológica), y muy sutil. Valga otro ejemplo, que es muy importante para discernir en el ámbito conceptual tecno: para aprender a hablar una lengua, como para aprender a andar, es preciso desarrollar varias acciones y habilidades técnicas, que luego se interiorizan, de modo que al hacerlas ya no las tengamos en cuenta y nos parezcan naturales. Todas las hablas, y no digamos las escrituras, tienen una dimensión técnica, a veces tecnológica (la imprenta), y hoy en día tecnocientífica (el reconocimiento automático de voz, por ejemplo). Insistimos en el ejemplo de la lectura, que es una acción, y bien compleja, pese a que cuando uno sabe leer le puede parecer que hacerlo es lo más natural del mundo. Para leer hay que aprender a leer, sea en la lengua que sea. Como dice el refrán: «la letra con sangre entra». Igual ocurre con los diversos lenguajes científicos: por ejemplo, con las matemáticas, cuya praxis requiere múltiples competencias y habilidades técnicas, y hoy en día también tecnocientíficas. Otro tanto sucede con los sistemas semióticos y de la propia percepción. Por eso distinguimos también entre percepción y tecnopercepción. La segunda no puede llevarse a cabo sin mediación tecnológica o tecnocientífica; la primera, sí, porque tenemos unos órganos perceptivos en nuestros cuerpos que, esos sí, son naturales.
El aprendizaje de las lecturas y las escrituras siempre es social.
Eso es. Es un proceso, requiere tiempo, y a veces conlleva mucho trabajo. Las matemáticas y los lenguajes de programación son buenos ejemplos de ello. Una vez adquirida esa capacidad (por decirlo en términos de Amartya Sen, autor importante para nuestros planteamientos), forma parte de nosotros mismos, nos constituye: nos convierte en personas, lo cual es una dimensión adicional a nuestra condición biológica y natural. Pues bien, hoy en día el uso de diversos tecnolenguajes y tecnosignos nos convierte a su vez en tecnopersonas. Cuando llevamos a cabo acciones tecnocientíficas, por ejemplo al teclear un mensaje en un móvil y enviarlo a través de las redes telemáticas, llevamos a cabo acciones tecnopersonales, no sólo personales. Conforme más las repetimos y se convierten en hábitos, más nos vamos tecnopersonificando y, no se olvide, alimentando las granjas y repositorios de datos. Las tecnopersonas no son (solo) organismos, sino entidades y, sobre todo, acciones y relaciones que tienen lugar en el tercer entorno. Ahora bien, esto no solo nos ocurre actualmente a los seres humanos, así como a algunos animales (tecnoanimales) y vegetales (tecnovegetales) gracias a la ingeniería genética y a la biología sintética, de las que también se habla en nuestro libro. Algo similar sucede con los robots, y en general con diversos agentes automáticos (o más bien automatizados), como los programas de software, los cuales operan continuamente en las redes telemáticas. Por eso hay tecnopersonas de un segundo tipo, que no están basadas en cuerpos orgánicos, sino en cuerpos y materiales inanimados, lo cual no impide que sean muy activos. Hay tecnopersonas sin organismo con gran capacidad de agencia y cuya ontología consiste en puro software. Pero también las hay que son personajes de ficción con una fuerte relevancia social, pues marcan simbólica, semiótica y culturalmente a sociedades y culturas enteras. Neo y el agente Smith en la película Matrix o los autómatas al servicio del Imperio en la Guerra de las Galaxias son tecnopersonas de este tipo.
También el COVID-19, al que dedican un apéndice en el libro.
Sí, sí. A día de hoy, finales de abril de 2020, el virus se está convirtiendo en una tecnopersona (vírica y viral) a ritmo muy acelerado, debido a que existe mental y socialmente a escala global precisamente como tecnovirus, gracias a las diversas implementaciones tecnológicas, sociales, políticas y económicas que el virus biológico ha ido provocando. El crecimiento de esta novedosa tecnopersona, a la que nosotros llamamos tecno-Covid-19, no sabemos hasta dónde llegará. Lo que sí nos atrevemos a aventurar es que el carácter más nocivo a largo plazo no va a ser tanto del virus como del tecnovirus que está generando una tecnopersona global.
¿Qué añade este nuevo libro a los anteriormente publicados por Echeverría?
Varias cosas, e importantes. En el libro se retoman, actualizan y resignifican algunas de las hipótesis conceptuales que propuso hace años Echeverría, en particular en sus libros Los señores del aire: telépolis y el tercer entorno, de 1999, y La revolución tecnocientífica, de 2003. En dichas obras se propusieron las hipótesis de los tres entornos y la de los señores del aire, así como la distinción entre ciencias y tecnociencias, por una parte, y entre técnicas, tecnologías y tecnociencias. Entonces existía Internet, pero no habían aparecido las redes sociales. Los teléfonos móviles estaban empezando y solo servían para hablar en movimiento y a distancia, como su nombre indica. También había ya videojuegos, tarjetas de crédito y redes de cajeros automáticos, así como redes militares telemáticas verticales y estrictamente jerarquizadas. Por eso se ponía en cuestión la ingenuidad conceptual y política ulterior según la cual estar muchos conectados en redes online implicaba estar en un espacio democrático. En absoluto (antes y también ahora).
En 1999, varias de las actuales empresas GAFA (Google, Apple, Facebook y Amazon) ni siquiera habían sido creadas.
Eso es. Lo que se afirmaba entonces era que los espacios telemáticos civiles (Internet, para entendernos) estaban siendo colonizados por empresas transnacionales del sector TIC. Hoy en día esa colonización es más que evidente, y prueba de ello son los millones de personas que creen a pies juntillas a Mark Zuckerberg cuando afirma que lo privado y lo íntimo han dejado de tener sentido, y que hay que ser transparente. En aquella época no existía Facebook, y nadie gobernaba a golpe de tuit. Pues bien, aunque, como hemos dicho, en nuestro libro se mantienen las hipótesis de Echeverría en 1999 y 2003, se desarrolla y analiza el concepto de tecnopoder con mucho mayor detalle. Aportamos además propuestas ambiciosas sobre los derechos humanos de las tecnopersonas (y de los tecnoanimales y tecnorrobots) que, de llegar a aplicarse, limitarían enormemente el actual tecnopoder de las empresas GAFA y similares. Otra aportación importante es la noción misma de tecnopersona y el uso de la matriz conceptual tecno, que sustituye a la matriz tele que Echeverría utilizó desde Telépolis (1992 y 1994). Hay personas físicas en el primer entorno o biosfera (organismos vivos); hay personas jurídicas en el segundo entorno o pólis (con sus diversos Estados, ciudades y naciones) y, además, comienzan a surgir, desarrollarse y proliferar las tecnopersonas en el tercer entorno. Cuando estaban naciendo los millennials, poco se decía sobre robots e inteligencia artificial. Ahora hay reflexiones de fondo al respecto. Tampoco se criticaba al transhumanismo, pese a que ya estaba surgiendo.
Esa crítica está bastante desarrollada en el libro, en particular con relación a Yuval Noah Harari y su superventas Homo Deus.
Sí. Homo Deus que, por cierto, ha sido literalmente arrasado conceptualmente por el tecno-Covid-19. Bueno, en aquella época también algo se aventuró sobre la dominación del tercer entorno por parte de los señores del aire, pero ahora se aporta una teoría de la dominación mental y emocional de las personas a través de dispositivos informacionales, teoría basada inicialmente en lo escrito por Manuel Castells en Comunicación y poder, de 2009. La revolución tecnosemiótica y tecnolingüística que ha ocurrido en las tres últimas décadas, por obra de las tecnologías telemáticas, digitales e informacionales, así como de la inteligencia artificial, también ha surgido como cuestión clave, sobre todo porque los tecnolenguajes estructuran nuevas desigualdades. Quienes usan habitualmente dispositivos basados en un determinado sistema tecnosemiótico o tecnolingüístico conforman tecnocomunidades y tecnoclases, aunque no se tenga conciencia de formar parte ellas. Eso sólo lo saben, a base de analizar los datos de uso, los gestores de las grandes redes sociales y telemáticas.
Los señores del aire.
Eso es. Bien, por último, este último libro presta mucha atención a las redes sociales, cosa que Echeverría no podía hacer años atrás, cuando sólo estaba ese Internet conceptualizado románticamente como ciberespacio libre, participativo y democrático. De aquellas ilusiones sólo queda el recuerdo para quienes vivieron aquella época de finales del siglo pasado. Hoy imperan varios tecnopoderes en el tercer entorno, ninguno de ellos democrático, por la sencilla razón de que, aunque el tercer entorno se ha construido y desarrollado mucho, no se ha constituido políticamente, y mucho menos de manera democrática. Por ello reforzamos la hipótesis de 1999 según la cual el tercer entorno está en una situación política neofeudal, sobre todo tras el gran fiasco de la Cumbre Mundial de la Sociedad de la Información (Ginebra 2003 y Túnez 2005). Se consolidó la privatización de casi todas las redes telemáticas relevantes, que fueron engañosamente denominadas redes sociales a pesar de ser espacios estrictamente privados y con propietarios que, eso sí, han conseguido atraer a más de mil millones de usuarios. El neofeudalismo ha crecido mucho a expensas de la democracia. Así operan la estructura y las bases del nuevo tecnopoder, que es tecnocientífico y está gestionado por los señores del aire, sobre todo estadounidenses, chinos y rusos. Europa ni siquiera ha sido capaz de generar una alternativa mínimamente operativa.
Se nos conduce —advierten— a un mundo en el que ya no existe la división de poderes. ¿Por qué?
No se nos conduce: ya estamos en tecnomundos y tecnoentornos donde los tres poderes de Montesquieu son inexistentes. En el tercer entorno no hay ninguna división de poderes. Ni por asomo. Pondremos a Facebook como ejemplo: su tecnomonarca absoluto, Mark Zuckerberg, se ha permitido, entre otros, el lujo de autoproclamarse el ariete democrático de muchas presuntas primaveras, como las árabes o la del 15-M en Madrid. En todos esos países, dos o tres años después de las revueltas, sin duda bienintencionadas y justificadas, ha habido significativos y a veces profundos recortes a la democracia. También en España, por cierto. La actual gestión gubernamental y mediática del tecno-Covid-19, a la que aludimos en el apéndice al libro, lo muestra meridianamente. El cierre del Portal de Transparencia, la toma de decisiones a golpe de decreto sin consulta parlamentaria o la comparación de la libertad de información, prensa y expresión y la crítica al Gobierno con delitos de odio por parte del Ministro de Interior español dejan patente que la incapacidad de gestión de una crisis sanitaria puede tomar tintes orwellianos en lo que dura una cuarentena. Si pasamos al tercer entorno, y lo consideramos como un espacio político, económico y social, entonces hay que decir que ni siquiera se ha iniciado en serio la lucha para que haya división de poderes en cualquiera de las grandes redes o plataformas sociales globales. Es cierto que en los tres o cuatro últimos años están surgiendo ciertos movimientos que, además de empezar a luchar por alguno de los derechos de las tecnopersonas (derecho al olvido, derecho a la intimidad, derecho a los datos y tecnocuerpos propios, derecho al empoderamiento tecnológico de las mujeres y otros grupos marginados o excluidos, etcétera), comienzan a criticar la inexistencia de poderes parlamentarios y judiciales en las grandes tecnorredes globales, mal llamadas sociales. En todas esas redes, sin excepción, sólo hay un poder ejecutivo y por ello absoluto. En lo económico, esto a lo que nos referimos sí tiene estatus reconocido: el monopolio GAFA. De calificar en términos políticamente descriptivos a personajes como Zuckerberg, habría que llamarlos tecnomonarcas absolutos, y en términos valorativos, tecnotiranos.
Aluden en este sentido al caso Cambridge Analytica.
Sí, pero Cambridge Analytica no fue más que un pequeño resquicio que permitió ver el modo en que las tecnocortes de Silicon Valley ejercen su poder. Éste es mucho más vasto. Cuando afirmamos los derechos de las tecnopersonas en el capítulo 6, no pedimos que los firmen los Estados ni la ONU, aunque no estaría mal que así fuese, a título indicativo. Son los propios señores del aire quienes han de reconocer, respetar y hacer respetar tales derechos, porque ellos detentan la mayor parte del tecnopoder, pues son suyos los feudos informacionales. Tienen más poder tecnopolítico que la mayoría de los Estados, salvo Estados Unidos, China, Rusia y algún que otro país que a escala menor también soslaya los derechos fundamentales de sus ciudadanos en aras de la seguridad nacional o subterfugios similares. A día de hoy, la posibilidad de que haya Parlamentos de y en las redes sociales, que sean democráticamente elegidos por los usuarios, así como una policía y unos jueces independientes, es una utopía. Por eso en el capítulo 7 llamamos a la rebelión de los usuarios y usuarias de las redes sociales, con la idea de empezar a democratizar con ello el tercer entorno.
José María Lassalle afirma que la revolución digital está matando a la Revolución francesa. ¿Están de acuerdo?
No hemos leído el Ciberleviatán de Lassalle, pero sí algunas declaraciones suyas en los dos o tres últimos años. Estamos en desacuerdo con sus planteamientos. En primer lugar, porque la mal llamada revolución digital no es más que un ejemplo más de la revolución tecnocientífica, que ciertamente incluye el uso de tecnologías digitales e informacionales, pero también el uso de otras tecnologías para la dominación social, como mostramos ampliamente en el capítulo 3 de nuestro libro comentando a Manuel Castells. Por otra parte, conviene tener en cuenta que la Revolución francesa tuvo muchas fases. Algunos transhumanistas actuales, como Harari o Kurzweil, parecen auténticos tecnojacobinos, haciendo de los datos la nueva Diosa Razón de Robespierre y Marat. Nuestras simpatías en el caso de la Revolución francesa se dirigen más bien a Olympe de Gouges o el marqués de Condorcet.
Girondinos.
Sí: una parte de los girondinos, que fue la que afirmó la igualdad ampliada a las mujeres, así como a las comunidades y regiones. También estaban a favor de la libertad, pero no sólo de la libertad de mercado, opinión y empresa, que son las que parece defender Lassalle. La Revolución francesa murió hace muchas decenas de años. Lassalle más bien se refiere al neoliberalismo cuando dice que la revolución está amenazada. Pero esa ideología y tendencia a reducir el poder de los Estados es claramente contraria a la Revolución francesa, que propugnó la Res Publica y no la Res Privata. La Revolución francesa fue una especie de primavera francesa, eso sí, muy cruenta. Ciertamente ejecutó al Rey e implementó la República, asestando además un golpe muy fuerte al poder del clero, que en la Francia de aquella época era socialmente determinante. Pero luego se generó un Estado fuertemente centralizado y militarizado, que en el siglo XX entró en dos guerras con Alemania que al poco se convirtieron en guerra mundial. Por ello nos interesa mucho más la Declaración de Derechos Humanos de 1948 y sus declaraciones subsiguientes, que la declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano (mujeres no hubo, ciudadanas tampoco) que realizó la Assemblée Nationale en 1789.
En su libro comentan y amplían al tercer entorno los Derechos Humanos de 1948.
Si, porque dicha declaración fue pensada ante todo para el segundo entorno, los Estados, y sólo algo para el primero (pues no instituyó los derechos de los animales, por ejemplo). Nosotros sí afirmamos la conveniencia de precisar los derechos de los tecnoanimales, y por ende de los organismos que subyacen en ellos. Así, propugnamos ampliar la Declaración al tercer entorno y expandirla luego de manera efectiva en las redes, empezando por las grandes redes sociales, tipo Facebook. Instituir el principio de división de poderes en cualquier red social suficientemente poblada de usuarios y usuarias sería un objetivo político-jurídico fundamental. Lo mejor es empezar por ahí, actuando en alguna red concreta. La Declaración sobre los tecnoderechos de las personas, y por ende de sus tecnopersonas, vendrá después, a partir de una praxis ciudadana y cívica online. En todo caso conviene remarcar de nuevo que, como hemos reconocido, no hemos leído el libro de Lassalle. Pero por las declaraciones que hace sobre la presunta revolución digital nos da la impresión de que, en relación a lo tecno, Lassalle es una especie de epígono de Harari. En nuestro libro emprendemos un análisis crítico de las obras de este autor. Ahora bien, pudiera ocurrir que leamos a Lassalle y nos diésemos cuenta de que él también está contra el neofeudalismo digital, como entendemos que todo liberal habría de estar. Pero, por lo que declara en entrevistas y en prensa, no parece que así sea.
Escriben, apoyándose en Ortega y Gasset, sobre el tecnotiempo, del que advierten que no tiene memoria, ni historia, y que despersonaliza. ¿Por qué?
Una cuestión que consideramos relevante para nuestros análisis era la necesidad de distinguir entre el giro computacional que comenzó a mediados del siglo XX y el giro informacional propio de las últimas décadas. Este segundo giro se caracteriza fundamentalmente por sus efectos cualitativos en lo que concierne no solo a la información, sino a la informatización de la forma de vida. Por ello entendemos que es importante atender a cómo es vivir en este mundo informatizado.
El mundo onlife, como dice Luciano Floridi, a quien citan.
Exacto. El tercero de los experimentos conceptuales de la última parte del libro está dedicado a esta cuestión, donde, desde una perspectiva existencialista (de ello las referencias a Ortega y Gasset, Heidegger o Kierkegaard), presentamos el tecnotiempo y el tecnoespacio como condiciones vitales del modo de vida onlife. Para ser concisos, creemos que la informatización de la forma de vida pasa por la informatización de la experiencia vital del espacio y el tiempo, y esto es a lo que denominamos tecnoespacio y tecnotiempo. El tiempo informatizado, el tecnotiempo, es un tiempo contrapuesto al newtoniano. De hecho, es un tiempo con características einsteinianas, e incluso cuánticas. Ese tiempo, que es el de Instagram, YouTube, Skype… es un tiempo que no se define por la sucesión sino por la simultaneidad, por lo que carece de duración. En este sentido, entendemos que ancla la existencia al presente dilatándolo de tal modo que el tiempo mismo pierde su carácter histórico (y con ello su memoria). Además, este constante estar presente, paradójicamente, se siente acelerado, por lo que fomenta el olvido terminando de soterrar la memoria. El tecnotiempo es así un tiempo de permanencia y expectación, no de hacer y crear, que poco tiene que ver con la idea de tiempo como proyecto de la modernidad desarrollado en términos existenciales (y por tanto personales) por autores como Ortega y Gasset, Heidegger o Sartre. Quienes controlan y gestionan los (tiempos para los) datos —la vida onlife— son quienes han convertido la memoria en mercancía, rompiendo radicalmente con las nociones de memoria personal y de memoria histórica. Por eso, si Ortega y Gasset dijo que el ser humano no tiene naturaleza, sino historia, nosotros ampliamos su célebre afirmación y decimos que las tecnopersonas no tienen historia porque no tienen memoria. Ahora bien, sí cabe hablar de varias tecnomemorias y varias tecnohistorias por persona, o lo que es lo mismo: del big data. Tales memorias tecnológicas (que no mentales, y tampoco sociales, pues están privatizadas) son almacenadas, procesadas y gestionadas por los señores de las nubes, quienes, al convertir el tiempo de las personas en tiempo para los datos de las personas, engendran no solo tecnopersonas sino tecnopersonas serviles.
En línea con trabajos anteriores de Echeverría, presentan el ecosistema que hemos ido pasando a habitar como un nuevo feudalismo de señores de las nubes en vez de de la tierra, que ejercen un poder independiente del de nuestros soberanos nominales. ¿En qué consiste ese poder nuevo?
La idea de los señores de las nubes sigue la línea de los señores del aire que ya adelantó Javier Echeverría en los noventa con su Telépolis, y también los diagnósticos de Zygmunt Bauman sobre la sociedad líquida. Este modo de poder, que también designamos tecnopoder, es tan eficaz como el feudal, porque marca y troquela las mentes, pero se caracteriza por la indeterminación de quiénes y cómo se ejerce. Más que un modo de poder nuevo, consiste en una nueva forma de ejercer el poder. En este sentido, lo entendemos no ya líquido sino gaseoso: se escapa completamente de las manos, pero es tremendamente efectivo. Precisamente por eso no cabe hablar de soberanía, sino de servidumbre. Elegimos la metáfora de las nubes para remarcar el papel que tiene el conglomerado BigTech en este entramado etéreo donde lo económico y lo político se fusionan. Pretendemos poner nombre al modo de poder neoliberal en su etapa tecnológica que descansa en el valor económico y político no solo de la información sino también de la informatización de la forma de vida.
Pongan algunos ejemplos de cómo el actual tecnopoder amplía sus dominios del aire.
Cuando un señor del aire global, por ejemplo Google, o también Facebook, compran plataformas y medios de comunicación con millones de usuarios, por ejemplo YouTube en el caso de Google, o más recientemente WhatsApp en el caso de Facebook, se queda con todos los datos que había en la nube recién adquirida, y normalmente también con la gran mayoría de usuarios y usuarias, con lo cual se adueña de todas las tecnopersonas que se relacionaban e interactuaban en el dominio tecnofeudal que se ha adquirido. Otro tanto sucede cuando un gran fondo de inversión compra un importante paquete de acciones de una empresa tecnológica relevante en un país o en una región, y entra en el consejo de administración, quizás en la presidencia o en la vicepresidencia. Estas operaciones informales son equivalentes a las conquistas de territorios o a las estrategias matrimoniales de las familias nobles y de los reyes en el Medievo europeo. El objetivo es aumentar significamente la tecnopoblación del dominio neofeudal.
Disponer de más tecnosiervos.
Eso es: más tecnosiervos que generen valor al utilizar continuamente las redes y las plataformas en cuestión, cuya estructura de propiedad ha cambiado radicalmente, y con ello también sus estrategias empresariales. Esos procedimientos económicos neoliberales se utilizan también para apropiarse de patentes y de conocimiento, o cuando menos de una parte de su gestión. Una universidad puede ser prácticamente comprada, al menos parcialmente, si de repente le llueven de la nube bibliotecas digitalizadas, acceso barato a grandes equipamientos de investigación, mejores posiciones en los rankings globales, etcétera. Algo así ocurrirá, previsiblemente, cuando haya una vacuna para el COVID-19, como decimos en el apéndice. Habrá ofertas multimillonarias para gestionar en todo o en parte dicha vacuna, que en principio solo es conocimiento científico que habría que compartir libremente y en abierto. Las cosas cambian por completo cuando se pasa de la ciencia a la tecnociencia: en este segundo caso el objetivo es controlar y dominar el conocimiento, como antes los datos de las tecnopersonas. Los señores feudales de la tierra luchaban por conquistar castillos, fortalezas, villas, ciudades y territorios, siempre con el fin de tener más súbditos a quienes luego cobrar impuestos o poner a su servicio. Los señores feudales del aire hacen otro tanto con el software, las patentes, las aplicaciones, las plataformas y las redes, en este caso con el objetivo de aumentar el número y convertir en tecnosúbditos a los usuarios y usuarias de sus tecnologías, que ante todo son de control y dominación, como se dice en varias partes del libro.
Escriben que «la metáfora de la nube, etérea, romántica, fue adoptada por los expertos en marketing de Amazon primero y de Google después, pero aquello a lo que hace referencia es en realidad una granja de datos», y hablan, y es muy interesante cuando lo hacen, de «líricas idealistas para camuflar lo material».
La metáfora de la nube tiene su origen en una obra literaria publicada en 1960 por Margaret Lewis y John McCarthy, según Georg Gilder, quien publicó un artículo sobre esa metáfora en el número de octubre de 2006 de la revista Wired. El propio Gilder decía que Amazon fue la primera gran empresa GAFA en adoptar esa metáfora. Google Apps la hizo suya en 2009 y, desde entonces, nos han hecho creer que estamos subiendo y bajando cosas a la presunta nube, siendo así que dichas nubes son en realidad enormes granjas de datos, cuyo mantenimiento las veinticuatro horas horas del día y los trescientos sesenta y cinco días del año tiene un enorme coste energético, que además es creciente, y muy rápidamente. En un informe publicado en 2017 con el título «Clicking clean: a guide to building the green Internet», Greenpeace estima que el tráfico de datos por las grandes redes sociales crece un veinte por ciento cada año, estando la distribución de vídeo online a la cabeza del consumo de imágenes, cuyo almacenamiento y distribución es mucho más costoso energéticamente que el de los textos y sonidos. En 2016 —dice Greenpeace— el 60% del tráfico de internet fue de videos online, y estimaba que en 2018 llegaría al 76%. Dicho de otro modo: las nubes, que algunos imaginan inmateriales, tienen un enorme coste energético, y por tanto contaminan mucho la atmósfera, puesto que en 2020 preveen que llegará al 8% del consumo de energía mundial de todo el mundo. Y creciendo al 20% anualmente.
La materialidad de lo inmaterial.
Hay intelectuales ingenuos que dicen que la información es inmaterial. Será en el Reino de los Cielos: en las granjas de datos, no. Esas grandes infraestructuras informacionales no son sólo materiales, y muy materiales, sino que también lo son las redes de telefonía, o los cableados de las wifis domésticas y empresariales: conviene bajar al patio de los edificios o subir a la azotea para enterarse de lo que es una wifi. Pero sobre todo: las pantallas requieren energía eléctrica, y las presuntas nubes también. Y mucha. Así como las empresas eléctricas y petrolíferas gastaron mucho dinero en fake news para negar la contaminación atmosférica que se deriva de la producción de energía eléctrica en base a carbón o materiales fósiles, así también los señores de las nubes consiguieron imponer esa metáfora, que ciertamente tuvo gran éxito social. Hoy en día la mayoría de seres humanos creen que la información viene de las nubes digitales, como el maná del cielo en la Biblia. Eso es completamente falso. No sólo hay fake news: también fake metaphors y la nube es una de ellas. La presunta guerra contra el COVID-19 es otra falsa metáfora, intencionadamente seleccionada: ideal para un país tan dado a la guerra y la pelea a bastonazos como España. Hay que afinar las conceptos y ser críticos con determinadas metáforas. Hoy en día existe una tecnociencia social cada vez más relevante llamada marketing conceptual. Se enseña en cualquier business school. Pero a la gente le gusta que le ilusionen, aunque sea con falsas metáforas; que ocultan lo que de verdad ocurre. Menos mal que, a la larga, salen informes como los de Greenpeace, que conviene leer. Dentro de poco habrá que dejar claro cuál es el consumo energético que uno hace cuando ve un vídeo por el móvil, no sólo el tiempo de duración y el peso en megabits del fichero.
Disertan sobre la diferencia crucial existente entre un mundo cuyo sujeto político es el individuo y aquél —el deseable— en el que es el ciudadano. ¿Cuál es la diferencia?
Esta cuestión se desarrolla en uno de los experimentos conceptuales de la tercera parte del libro, donde establecemos una clasificación de diferentes espacios de la vida sociopolítica, y valores y modos de subjetividad asociados. Los individuos son la base de la clasificación, que culmina en el Estado/Constitución. Entre los individuos y los ciudadanos situamos a las familias, los colectivos, la sociedad, la cultura y las regiones y naciones. El espacio que asociamos a los individuos es el espacio íntimo y los valores que consideramos operantes son valores individuales (de tipo moral, sociocultural…), que dependen de la imagen del mundo que tiene cada persona. El espacio de los ciudadanos, en cambio, es el espacio civil, que es, junto con el espacio de la política, lo que entendemos que configura el espacio político en términos generales. La axiología de este espacio, es decir, los valores que imperan en este espacio, son cívico-civiles, no individuales y tampoco socioculturales. Estos últimos son los propios del espacio social, tanto privado como público, y operan en los colectivos, sociedades, culturas y las regiones y naciones. En definitiva, ser ciudadano implica trascender no solo lo individual sino poder cuestionar lo sociocultural, es decir, actuar en función de valores cívico-civiles para cambiar lo sociocultural. Ahora bien, la democracia es la condición de posibilidad de la ciudadanía, pues, como indicamos en el libro «cualquier forma de poder sustentado en valores individuales (aun compartidos por colectivos) o socioculturales, e incluso que apele por ello a la existencia de una nación, no es necesariamente democrática. Es más, puede ser dictatorial, y por ello la negación misma de lo político».
Esta cita del libro me ha resultado particularmente interesante: «la caída en desgracia de los espacios íntimos, [al anular] el espacio de cuestionamiento de sí [hace que se tienda a creer] que los valores, creencias y problemas individuales son valores, creencias y problemas sociales. La política no debe ser el reconocimiento de lo personal, sino su superación».
Esta cuestión nace de uno de los interrogantes que nos motivó a escribir el libro: ¿qué es un sujeto y qué es un sujeto político en la era informacional? Entendemos que los individuos, las personas, se configuran a partir de creencias y valores diversos que, además, cambian a lo largo de sus vidas. Por ello insistimos en que ser un sujeto siempre supone estar sesgado. No hay una manera buena o correcta, mejor o peor, de ser persona. Hay distintas creencias y valores que con frecuencia incluso provocan contradicciones y enfados con nosotros mismos. Entendemos que el espacio íntimo es aquél donde te puedes dar cuenta de que te equivocas, de que podrías creer cosas distintas (y por ello justificar lo que crees)… Precisamente por ello, este espacio también es aquel donde se aprende a respetar lo distinto, entendiendo lo personal como contingente. Es, en definitiva, el espacio donde uno cuestiona lo que cree y valora, y por ello es el espacio fundamental para poder ser ciudadano. La lógica de la trasparencia que empuja a la exposición constante de gustos y opiniones reafirma (en) los sesgos, pues anula el espacio íntimo como espacio de reflexión y comprensión. Esto es aprovechado por los mecanismos de marketing empresarial y político que transforman la ausencia de duda en lo personal en reconocimiento, retroalimentando así el proceso. Por ello la (tecno)política consiste en gran medida en una politización de lo personal. De ello su carácter populista. No hay manera de vivir con los otros sin cuestionarse a uno mismo y por ello el individuo hoy —la tecnopersona— no es ciudadano.
Aspiran a que el libro dé lugar a un debate online, desarrollado en un foro creado a tal efecto en la página de EL CUADERNO. ¿Cómo desean que se desarrolle?
Desde el inicio entendimos que por su temática tenía que ser un libro experimental y, sobre todo, vivo. Las páginas están plagadas de preguntas que tratamos de abordar, y a veces de responder, aunque sólo sea para seguir pensando y reflexionando sobre los grandes desafíos actuales, y el de las tecnopersonas es uno de ellos. Nuestras respuestas, o las que aporten algunos lectores, irán evolucionando. También aparecerán nuevas cuestiones que susciten los lectores, o nosotros mismos, porque surgirán a lo largo del diálogo abierto en EL CUADERNO, si todo va bien. Para ello es imprescindible romper la barrera autor-lector. Pensar nuestro tiempo es una tarea compleja y necesariamente compartida.
[EN PORTADA: Robot with a pearl earring, de Julian de Puma]

Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cl, La Soga y Nortes; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro, Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’, y en 2019 el segundo: La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista.
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