Llugares

Llugares: Pamplona

La serie 'Llugares' viaja en esta ocasión a la capital navarra de la mano de Francisco Abad, que nació en ella: «una ciudad ordenada, rezumante de tradición aún parcialmente viva y en la que sigue quedando mucha gente buena y sencilla, orgullosa de ser lo que son y de lo que les ha conformado así».

PAMPLONA

/por Francisco Abad Alegría/

Con quince años mal cumplidos (no conozco a nadie que los haya cumplido bien), recorro la Pamplona que viví, tal como la recuerdo cincuenta y cuatro años después. La memoria visual y sonora está bien preservada y en lo afectivo, lo de que cualquier tiempo pasado fue mejor me es ajeno, contándome entre ese cinco por ciento de excepciones que confirman la regla gaussiana.

La actual Pamplona, creo, ha heredado buena parte de lo que rememoro, aunque la atmósfera humana ha cambiado tanto que Hemingway, el escritor brigadista, simpático y alcohólico, no la reconocería ni sentándose en el Txoko, donde recalaba en los Sanfermines, rodeado de una corte de deslumbrantes admiradoras, un par de americanos papanatas y hasta algún espontáneo que, como yo, fue a pedirle un autógrafo por indicación paterna. El papel se perdió, pero aún recuerdo la mirada condescendiente y un poco burlona del personaje que escribió Fiesta e inspiró remotamente la pésima primera destapada del cine español del franquismo: La trastienda.

La estructura física de la ciudad también ha cambiado, pero a diferencia del anárquico crecimiento de otras ciudades españolas, modeladas por la fuerza especulativa de los caciques locales, lo ha hecho de un modo armonioso, porque el Ayuntamiento, antaño regido por personas envidiablemente rectas, había proyectado el urbanismo y los llamados ensanches desde los años cincuenta, sin expropiaciones ni especulaciones, previendo el futuro, es decir el cambio de propiedad cuando el ciclo vital de los propietarios naturales diese paso a la transmisión hereditaria; muriesen, vamos.

El núcleo histórico es la vieja Pamplona, fundación inicialmente romana (Pompaelo) de reconocible onomástica, que dio nombre a un pequeño reino antes de que se llamase de Navarra. La ciudad conjugaba tres burgos enemistados hasta la sangre (San Nicolás, Navarrería y San Cernin, con bandera y regidores propios) que se fundieron mediante el Privilegio de la Unión otorgado en 1423 por el rey Carlos III el Noble en una sola y definitiva Pamplona, hasta la invasión del aldeanismo neovasquizante (hacia 1910) que la motejó de Iruña, que en esencia significa la ciudad. Por ejemplo, la ciudad principal de Álava se llamaría, según el mismo criterio, Iruña y no Vitoria (Victoriacum), al que sustituyen algunos por el topónimo de la limítrofe campa de Gasteiz.

Vamos a dar una vuelta. Pasear por la parte vieja de Pamplona partiendo del extremo del parque de la Media Luna, desde el Seminario, en el extremo Este de la ciudad, inevitablemente remite al pensamiento de una ciudad encerrada y limitada por un sinuoso río Arga, que la bordea y limita en acogedora curva este-norte-oeste, reforzado un poco más allá por las estribaciones de los montes Miravalles y San Cristóbal, con una amplia faja llana que es La Magdalena. Veo salir del Seminario largas filas de seminaristas ensotanados, primero los escolares más pequeños, con su fajín blanco, seguidos de los bachilleres, azul claro, los filósofos, azul oscuro, y al final los teólogos, de fajín negro. Eran tiempos en que las expansiones de los seminaristas se concentraban en el fútbol intramuros del seminario y los paseos por la Media Luna, en ordenadas filas con la posibilidad de hablar («Unos van en bici, otros van en moto, los seminaristas unos detrás de otros»). El melancólico parque de la Media Luna bordea el precipicio que da al río Arga; y siempre umbrío, aun en pleno verano, con viejos y enormes árboles, invita al reposo y la lectura y también a contemplar perezosamente unas también perezosas carpas rojas o negras que se mueven parsimoniosamente en el pequeño estanque central cruciforme.

Seminario diocesano

El reborde externo deja ver los alejados montecillos y al pie mismo del Arga las grandes huertas de La Magdalena, donde normalmente se renueva a escala de Belén doméstico la inundación periódica de las riberas del Nilo. En efecto, casi todos los años el río se desborda, raras veces de forma excesiva, fertilizando unas llanas tierras que producen las más tiernas y sabrosas hortalizas de la ciudad, que luego se venderán en sus dos mercados: el viejo de Santo Domingo, situado tras el ayuntamiento, y el nuevo de Abastos en el incipiente ensanche de la ciudad, pegado a la calle Olite. Bordeando el paseo de la Media Luna se llega a la zona amurallada de la ciudad que aún se conserva, pasando la cuesta de Labrit y dejando a la espalda la plaza de toros, también rodeada de arboleda. Las plazas de toros son en general lugares insípidos si no están en el apogeo festivo; sólo conozco que no lo sean (aunque mi ignorancia no es limitante de la existencia de otras curiosas) las de Tarazona y Peñafiel, ubicadas entre edificios como era costumbre antaño, y la pequeña joya de Toro, que parece hecha con los palotes de las arquitecturas teñidas de anilinas de color que de pequeños nos traían invariablemente los Reyes Magos.

Veo a gente sudorosa, alborotada, llenando el callejón de entrada, en pleno Sanfermín, portadores de panzudas botas repletas de vino y ollas enormes colmadas de ajoarriero o cordero al chilindrón, entrando para merendar con la excusa de la corrida de toros, cuya faena sólo seguirán si hay bronca. Llevan unas pancartas de tela extendidas entre dos mástiles, con chistes o alusiones a la actividad edilicia, que pretenden ser graciosos y que con el paso de los años degenerarán hasta la más baja invectiva personal y política. Al menos antes la mezcla de picardía y vulgaridad no llevaba carga de pólvora ni mucho menos de odio.

Bajo un poquito por Labrit y me planto frente al palacio arzobispal, al lado de las murallas. Al lado está la Casa de la Providencia, donde unas monjas entregan su vida al cuidado de niños abandonados, huérfanos o expósitos, perpetuamente vestidos con delantales de percal, que cuando salen a pasear lo hacen como los seminaristas, en fila. A la izquierda la calle de La Merced, que llega hasta la catedral; es donde viven preferentemente los gitanos: un lugar tranquilo, umbrío como toda la Pamplona de siempre. A veces, al pasar, veías a Potoli, un gitano charlatán, o te decían que en tal casa había vivido Sabicas, que luego sería popular cantante de flamenco. Y a veces te cruzabas con la imponente faraona, la segunda mujer más respetada de toda la ciudad por gitanos y no gitanos después de la Virgen del Amparo, siempre de negro, de manga corta y falda talar aun en invierno, portadora de muchos brazaletes y cadenas de oro, que sin ninguna altanería inspiraba enorme respeto.

Volvamos a la muralla, subiendo las escaleras adyacentes al palacio episcopal, empieza la zona más antigua; incluso hay un paño bajo de la muralla con aparejo visigodo de piedra en espina de pez en la parte baja. Paseando por la parte trasera de la catedral tropiezas con la Barbazana, a cuyo costado hay un elevado solanar. Es la capilla funeraria del obispo Barbazán, de sobrio y grandioso gótico. Recuerdo el asombro que me causaban los arbotantes de las naves de la catedral, aunque me habían explicado en clase el principio del traslado de fuerzas y todo eso. No era raro encontrar al grueso e infatuado obispo Delgado Gómez paseando por el mismo lugar, acompañado por algún clérigo que rápidamente extendía la mano con su anillo de amatista, que solíamos besar reverentemente… de críos.

Siguiendo más adelante llegamos al Redín, un baluarte macizo con abundantes huecos para cañonería, que miraba de tú a tú al monte San Cristóbal, viejo polvorín y menos viejo reducto de prisioneros de la última guerra, la mayoría de ellos tuberculosos (eran los tiempos en que se consideraba sano para mejorar a estos enfermos el aire muy puro y muy frío). El macizo Redín realmente protegía la zona potencialmente más vulnerable de la muralla y también la salida del portal de Francia, con su puente levadizo, que nos solía hacer soñar en las hazañas de un Zumalacárregui que en una de nuestras muchas guerras fratricidas salió por él en busca de imprevisto encuentro con el destino a causa de la gangrena que le produjo una bala perdida en el sitio de Bilbao. En la zona llana del Redín solíamos ver trabajar muchas veces a los cordeleros, que torcían madejas de esparto ayudándose de unas grandes y pesadas ruedas de madera, estirando la trama de fibra vegetal, caminando de espaldas mientras un muchacho aburrido movía la manivela de la enorme rueda: conque, ¿así se hacen las maromas? Nunca nos cansaba un espectáculo tan rutinario y al tiempo mágico.

Murallas, fosos y monte de San Cristóbal
Portal de Francia

Por el callejón del Redín se podía llegar a la catedral, de la que hacia la derecha entrábamos en La Navarrería, entonces barrio de gente normal y humilde, ahora ya en parte alojamiento de algunos dudosos establecimientos. Bajando de la catedral está la calle Curia, desde uno de cuyos miradorcillos renegaba don Pío Baroja de los curazos que todo lo llenaban, mirando con torva expresión un mundo que no le gustaba nada pero que tantas horas de reconfortante lectura nos han dado a muchos. Reconozco que por entonces leí La leyenda de Jaun de Alzate, que me llevaba a otro mundo, a veces casi tangible, aunque lo compensaba con la rumiación de Le diable et le bon Dieu de Sartre y Calígula de Camus (¡qué olorcito tan especial tenían los tomos editados por Le Livre de Poche!).

A la catedral hay que entrar. Yo lo hacía muchos domingos a la tarde, casi invariablemente nublados, en ese largo otoño gris y lluvioso que se apropia de buena parte del verano final y algo del invierno de Pamplona. Las cosas están bien así, en su justo contexto, con el corazón levemente encogido, porque mañana es lunes y volveré al odioso instituto, mientras ahora gozo de la placentera melancolía de la tarde de domingo, como Chateaubriand, pero en pequeñito. La catedral de Pamplona es de una pureza ascética que impresiona, tras la decepcionante fachada de Ventura Rodríguez, rehecha por la destrucción de la anterior por atroz deflagración. Además del brillante altar mayor, sólo otro punto de luz nos dice que estamos en un lugar no meramente funerario y ése es justamente el doble sepulcro de Carlos III y su esposa Leonor de Castilla, tallados con técnica eboraria, aunque en alabastro aragonés. Sólo el túmulo del infante Juan, de Santo Tomás de Ávila, me resulta más impresionante.

Vayan luego al claustro y recórranlo varias veces hasta impregnarse de la altivez desproporcionadamente ascética de su estructura, muy despacito. Contemplen en él la puerta de acceso al templo, con la dulce imagen de María a la que, dicen, una vieja pamplonesa dedicaba una peculiar oración, creyente y bárbara («María, Mariaza, cabeza de calabaza; quédate con Dios, que yo me voy a la plaza») y reposen su mente en el tierno tímpano aún policromado que recoge la dormición de la Virgen. Ahora ya no le extrañará a nadie que incluso gente joven, de la vieja Pamplona, acudiera durante todo octubre al Rosario de Los Esclavos, cuyo último misterio se cantaba en procesión por las naves laterales y la girola del templo, poco iluminado, semivacío. Supongo que las cosas ya no son así, pero para extraer todo el jugo, imaginémoslas de este modo y viviremos una experiencia dulcemente melancólica, enriquecedora.

Tras bajar la calle Curia, en la que nos cabe el honor de haber inventado en los años setenta el pincho de tortilla de patata (bar Don Lancelot) a partir de una confección española hasta entonces limitada a la cocina doméstica, llegaremos en pocos pasos a la plaza del Ayuntamiento, donde nos encontramos una fachada barroca desde la que se ha lanzado el famoso chupinazo de comienzo de las fiestas de san Fermín a partir del segundo tercio del siglo XX. Antes, un alguacil con alpargatas y boina disparaba el cohete que abría las ferias el 6 de julio, sin ceremonia alguna a pie del recinto de las escasas casetas feriales, cerca de donde hoy está la Audiencia, al final del paseo de Sarasate (que para todos los abueletes como yo seguirá siendo siempre el paseo de Valencia, decorado en sus laterales con estatuas reales excedentes del Palacio Real de Madrid). En 1978, el alcalde socialista Julián Balduz añadió al «¡Viva san Fermín!» de los años cuarenta su «¡Gora san Fermín!», que nunca antes había sido pronunciado, haciendo exhibición de sectarismo e incultura, porque en euskera la expresión correcta, aunque innecesariamente reiterativa, es: «¡Gora don Permín!» Pero ya se sabe: lo inculto e inventado acaba sentando tradición.

Fachada del Ayuntamiento

Las fiestas, báquicas donde las haya, comenzaban entonces, pero el día de san Fermín era y es el siguiente. El santo mártir, copatrón de Pamplona con san Saturnino y san Francisco Javier, era honrado con un solemne riau-riau, es decir, el oficio de Vísperas al que acudía el Ayuntamiento en pleno en la tarde del chupinazo. El vals de Astráin acompañaba a la comitiva, religiosa y al tiempo festiva. Después, las fiestas a tope. Debo decir que mi visión de los Sanfermines es absolutamente irrelevante, porque detesto las aglomeraciones y los griteríos, y en cuanto pude me iba al monasterio de Leyre en esas fechas a compartir la compañía de los benedictinos, la dureza de la sierra con carrascas que a veces permitían ver restos de la calzada romana y la sosegada lectura de obras profanas y algún tomo del famoso Migne patrístico. Si quieren saber cómo son los Sanfermines, tendrán que recurrir a otras personas; baste decir que lo de ahora se parece tanto a un carnaval descafeinado y universal que, salvo el asunto del encierro, también domesticado, no es muy auténtico.

Por cierto, a los quince años yo no hago el servicio militar, pero diez años después sí. Y tengo el privilegio de hacerlo en el Hospital Militar de Pamplona, en plena Cuesta de Santo Domingo, casi el arranque del encierro. Allí estábamos los sanitarios esperando una posible cogida y se abría el balconcillo de la rebotica del hospital (sede de la segunda Universidad de Navarra, de los dominicos; la primera estuvo en Ujué, en los montes de San Martín de Unx-Tafalla, fundada por Carlos II el Malo) sacando una imagen de san Fermín que había adquirido de su peculio personal el subteniente de la botica militar. Luego, el municipio labró una hornacina en el muro pétreo frente al balconcillo, pidiendo cada año al subteniente correspondiente la imagen, que allí se alojaba, para conjurar las posibles cogidas de los corredores y que luego hemos visto con acompañamientos de vivas y goras que nunca habían existido antes de 1980. Una hija del último subteniente de la farmacia del ya extinto hospital militar conserva la reliquia, que yo vi y toqué cuando vestía de caqui y blanco.

Subiendo por lo que hoy es el Museo de Navarra, junto al ya inexistente hospital, llegamos a la parte de las murallas que da a la plaza de la Virgen de la O y nos acercamos a la plaza de Recoletas, conocida como plaza de Los Ajos, porque allí se vendían tradicionalmente trenzadas horcas de ajos procedentes de Aragón (Arándiga, Bardallur) y Navarra (Falces) durante los Sanfermines. Los mozos se pertrechaban con la horca de ajos al cuello, una bota repleta de tinto y alpargatas nuevas y seguían, incomprensiblemente para el hígado y la columna vertebral, la marcha festera.

Plaza de Recoletas

Después, pasando el neopuente hecho sobre las murallas parcialmente reconstruidas, están los Jardines de la Taconera, un lugar también melancólico y brumoso, pero amplio, que rodean más murallas, aproximándose a la Ciudadela de planta pentagonal, dicen los sabios que de estilo Vauban; donde te pillan enfilado mosquetes, espingardas y cañones, vayas por donde vayas. Al fondo, el nuevo barrio de San Juan; digo nuevo porque a mis quince años aún existe el estadio de fútbol de San Juan; ahora que ya he viajado al futuro, hay una zona de viviendas modernas que tiene al fondo el cementerio de la ciudad. Por cierto, ese cementerio, más brumoso y húmedo aún que el resto de la ciudad se encuentra en una zona denominada Berichitos, pero durante un tiempo tuvo otro nombre. Hubo un capellán apellidado Larequi y cuando a alguien lo llevaban a la huerta de Larequi, ya se sabe de qué iba la cosa.

Al otro lado del río, justo al lado de la franja de La Magdalena y bajo el Redín, está la zona de Chantrea (la ignorancia sectaria acaba de cambiar el nombre por el de Txantrea, cuando en realidad su origen es el de las huertas arrendadas de los chantres catedralicios: no es un topónimo, sino un título de propiedad). Es una amplia zona, luego ampliada con pisos de factura prefabricada, inicialmente construida por inmigrantes andaluces y extremeños, que, avalados por el Patronato de la Vivienda Francisco Franco, recibían generosa ayuda económica a cambio de construir con su propio esfuerzo las viviendas que quedaban de su propiedad. Este barrio un tanto marginal, que dio cobijo y bienestar a miles de familias, es ahora núcleo del más reivindicativo euskerismo, lleno de apellidos castizamente abertzales como López, Pérez, Heredia, Mardones, Buendía… Lo de siempre, vamos.

Monumento a los Fueros

En las periferias se fueron fraguando los barrios de La Rochapea y San Pedro, preexistentes pero sólo como núcleos pequeños, a medida que la inmigración, tanto rural como del resto de España aumentaba. Creo que no tienen mucho interés urbano, aunque siempre están llenos del interés humano de personas que contribuyen a hacer de Pamplona algo más que un reducto cercado de muros y perforado de saeteras contra un enemigo que ya no viene de Castilla; personas como Ignacio López, hidalgo guipuzcoano, alférez del ejército castellano, que cayó en el sitio y acabó siendo Ignacio (Íñigo es otro nombre) de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, acompañado de Francisco de Jaso (de Javier) o Francisco de Borja (o Borgia), por ejemplo.

Si volvemos al corazón de la ciudad, disfrutaremos de un urbanismo ordenado, limpio, tranquilo. Vamos hacia la plaza de la Cruz tras recorrer la avenida de san Ignacio. Allí encontramos una plaza que es la misma imagen de la melancolía (me repito mucho, ya lo sé, pero es la verdad), en cuyo centro una negra cruz hecha con material de chatarra por un artesano, dicen que ferviente católico y librepensador (no son incompatibles) y zapatero, controlado ocasionalmente por la policía del régimen, se protege del sol de todas las estaciones por grandes plátanos de Indias. Al fondo, los Institutos. Sí señores, en plural, porque aunados por un núcleo central, los institutos (femenino, Príncipe de Viana, y masculino, Ximénez de Rada) mantenían la llama sagrada del saber de la Enseñanza Media en Pamplona. Los chicos con los chicos y las chicas con las chicas. Pero no: los señores alumnos y las señoritas alumnas, separados. Nos hablaban de usted los profesores y así les respondíamos.

Para mí, el instituto fue un infierno de seis años de duración. Lo explico. Los más avispados de los pueblos navarros (no era preciso ser demasiado avispado, no nos engañemos) eran captados por las ubicuas y diversas órdenes religiosas, como aspirantes. Todos sabían, y mejor que ninguno los religiosos, que con suerte el diez por ciento de los alumnos seguirían el camino de la profesión religiosa. Las familias estaban tranquilas porque sus hijos tenían una instrucción que de otro modo no podían permitirse y al final, todos conformes. Pero coincidieron dos hechos sociales en muy poco tiempo: el abandono preconciliar de la influencia religiosa y la inmigración masiva andaluza y extremeña fundamentalmente. Así que hubo excedentes de alumnado inasumibles por el sistema. En conclusión, los institutos se llenaron de gente que buscaba sólo promoción profesional, sin interés alguno por el saber, y hubo que habilitar un Colegio Menor a toda prisa. En total, el instituto (hablo del masculino y supongo que en menor medida también del femenino, aunque el matrimonio entonces era aún meta razonable para muchas féminas) dejó de ser una pequeña universidad, rígida, implacable con el mérito, amiga de la educación, y acabó desmoralizando incluso a los profesores más veteranos.

Salvo el primer curso de bachiller, la masificación que se enseñoreó del ambiente hizo el ambiente deplorable. Los profesores estaban desbordados, buena parte del alumnado abandonaba en tercero (13-14 años) por incapacidad y otra notable acababa en cuarto y reválida, lo preciso para ser maestro, perito, enfermero o contable; luego cambió el rango y denominación. Pero el mal estaba hecho. Teníamos algunos profesores normales, muchos magníficos, auténticos catedráticos de categoría universitaria, señores reconocidos y saludados por las calles de Pamplona, donde todos nos conocíamos, y algunos detestables (recuerdo a un energúmeno de matemáticas, solterón vocacional, que comenzó el primer día de primero de bachiller gritando y concluyó el último de segundo del mismo modo). Al recordar ahora a tantos profesores maravillosos y tantos condiscípulos detestables, veo claramente que el mal no puede compensarse en esta vida.

El Ensanche de Pamplona se continuaba a partir de una arteria que se denominaba avenida de Carlos III y que llegaba desde la central plaza del Castillo, corazón de la vieja Pamplona visigótica y luego árabe, hasta el Monumento a los Caídos en la Guerra Civil, una fea mole de la que sólo se salvan los frescos de la bóveda de Lozano de Sotés y Francis Bartolozzi y que ha pasado de símbolo (fallido) de reconciliación a escaparate actual de exposiciones blasfemas y apología del guerracivilismo. A espaldas del monumento, han crecido nuevas zonas como Ermitagaña y Mendebaldea, recreciendo el suburbial Soto de Lezkairu y en dirección a Zaragoza las áreas de Iturrama y Azpilagaña. También se ha producido una neourbanización en la ladera del montecillo Mendillorri, donde estaban los antiguos depósitos de agua de la ciudad. Todas estas nuevas zonas de la ciudad no le dan carácter distintivo; son básicamente habitacionales y tienen el exclusivo valor de ser lugar de vida de muchas personas, dignísimas, seguramente ciudadanos ejemplares, pero que no difieren sensiblemente de otras neopoblaciones españolas.

Calle de Mercaderes hacia el Ayuntamiento

Por eso me he detenido, y ruego su indulgencia por ello, en lo nuclear de lo que es la Pamplona que yo viví, sentí, sufrí y ocasionalmente gocé. Otros detalles ya son personales y como mi biografía tiene aproximadamente el mismo interés que la de un caracol de huerta, les hago gracia de ella.

Si tienen ocasión, vayan a Pamplona y déjenme que les haga una humilde recomendación: recórranla tal como se la he relatado. Y luego se van de bares por San Nicolás, de paseo por la ciudadela de la Vuelta del Castillo, de copas por San Juan, de asadores por Santa María la Real, de vinos por la calle Estafeta. Hagan lo que quieran, pero, por favor, no olviden que les he hablado del alma de una ciudad, no de su cuerpo: el alma permanece, mientras que el cuerpo tiende al deterioro. Yo ya me lo conozco casi todo y para mí Pamplona sigue siendo la Umbría de Miguel Sánchez-Ostiz, sólo que un poco más umbría, más húmeda, mochila de vivencias personales imborrables e intransferibles; pero ustedes no tendrán más que buenas sensaciones de una ciudad ordenada, rezumante de tradición aún parcialmente viva y en la que sigue quedando mucha gente buena y sencilla, orgullosa de ser lo que son y de lo que les ha conformado así.

Anteriormente, en Llugares:

(1) Trieste, por Víctor Muiña.
(2) La Haya, por Daniela Martín Hidalgo.
(3) Lieja, por Juan Ignacio González.
(4) Río de Janeiro, por Michel Suárez.
(5) Ceuta, por Ricardo Labra.


Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra (con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón (1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).

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