RÍO DE JANEIRO
/por Michel Suárez/
Pocas cosas resultan más arduas que descifrar una ciudad tan confusa como Río de Janeiro. Erigida en medio de un parque natural, volcada hacia el espacio publico, escandalosamente desigual, amante de la música, la pelota y el motor, Río es un disparate fascinante y enloquecedor. Sensual y puritano, violento y melifluo, acogedor y hostil, musical y vocinglero, tolerante y racista, hedonista y abnegado, es también una enciclopedia de la contradicción; una antología del absurdo. Todo es excesivo en esta Babilonia reconvertida al credo del desarrollo que en otros tiempos constituyó El Dorado de forajidos, perseguidos, aventureros y bons vivants.
Río continúa preservando su aureola de ciudad mítica. Destino soñado de los fuera de la ley, de los apátridas, de los desesperados, acogió a todos los que necesitaban un lugar para recomenzar. Incluso en los momentos más nefastos, como el Estado Novo de Getúlio Vargas —un antisemita simpatizante del fascismo—, mantuvo abiertas sus puertas, al menos para ilustres exiliados como Stefan Zweig, judío para más señas. En 1942, poco antes su suicidio y el de su mujer Lotte en Petrópolis, Zweig visitó a otro exiliado de renombre, Georges Bernanos, en su hacienda de Cruz das Almas, en la localidad de Barbacena (Minas Gerais), donde el sulfuroso francés pasó cuatro años tras breves estancias en Itaipava y Vassouras, en el Estado de Río de Janeiro.
Agradecido por el caluroso recibimiento que le dispensaron, Zweig escribió Brasil, país de futuro a modo de retribución. El mansaje caló y desde entonces los brasileños se olvidaron del pasado y se pusieron a perseguir el fantasma de un porvenir esplendoroso que no llegaría nunca.
No era la primera vez que Stefan Zweig pisaba tierra carioca: en 1936, había sido invitado a pronunciar un ciclo de conferencias en Río en loor de multitudes. Diez años antes, en mayo de 1926, también el majadero de Marinetti había visitado la Cidade Maravilhosa para llevar allá la buena nueva del futurismo. Como confesaría posteriormente a la prensa, lo que más impresionó al ególatra italiano fue la mezcla de naturaleza avasalladora y ciudad moderna, agitada, llena de vida, de gente abarrotando las calles, de gráciles automóviles; una ciudad que le recordaba, en los tramos de mayor densidad de circulación, a los bulevares parisinos. «Este Brasil lleva en su nombre la sugerencia del fuego, impregnado, en su movimiento, de belleza y violencia», exageraba mientras se deshacía en elogios sobre el fascismo y su caudillo, Mussolini.
Pero no todos los que llegaron fueron hombres de letras y delirantes vanguardistas. Con gran generosidad, Río fue acogiendo a todos los que arribaban a sus costas. Así, por ejemplo, hasta hace poco no era raro tropezarse en Santa Teresa con Ronnie Biggs, el legendario asaltante al tren de Glasgow, así como con otros bandidos famosos.
Tras la segunda guerra mundial también se coló un buen número de criminales por las porosas fronteras brasileñas. En Encadenados (1946), Hitchcock trasladó a Río el tormentoso romance entre Ingrid Bergman y Cary Grant, mientras seguían las huellas de un nazi interpretado por el magnífico Claude Rains. Las tomas en exteriores nos muestran una Copacabana que, a pesar de haber erigido un muro de edificios elevados frente al mar, aún preservaba sus terrazas en primera línea de costa y desconocía la paranoia que transformaría cada portal en una jaula y las calles en pasillos de presidio. Aquella Copacabana de los años cuarenta no había devorado la playa para desdoblar la carretera y tenía un cierto aire provinciano comparado con el monstruoso hormiguero humano en que se convertiría poco después.
La película de Hitchcock retrataba una populosa Cinelândia con sus cafés, sus cines, sus zonas ajardinadas y sus tranvías. Eran los mismos bondinhos (tranvías) que aparecían en el extraordinario Rio de Janeiro: city of splendour, un documento impagable de 1936 en el que James Fitzpatrick invitaba al espectador a un delicioso paseo por el Río de los años treinta. Uno de esos bondinhos era también el que conducía el Orfeo de Marcel Camus en el Río carnavalesco y trágico que plasmó en 1959 en Orfeo negro, antes de que los cines fuesen demolidos (Cine Imperio, Cine Capitolio) o se convirtiesen en iglesias evangélicas y sucursales bancarias.

El tranvía tuvo en Machado de Assis, nombre clave de las letras brasileñas fallecido en 1908, uno de sus máximos valedores. En efecto, el tranvía proporcionó una solución juiciosa para la articulación de los barrios de la ciudad: eficiente y manejable, el bonde organizó satisfactoriamente la ciudad hasta que el nuevo dios del automóvil impuso sus promesas de libertad. Hoy estamos en disposición de calibrar la veracidad de estas promesas: según datos de la secretaría de transportes de Río, la velocidad media en la ciudad es de doce kilómetros por hora, es decir, el doble de la velocidad alcanzada por un ser humano a pie. Si están en buena forma y trotan un poco circularán sin problemas por encima de la media. Para alcanzar este sensacional registro, a los planificadores oficiales no les tiembla el pulso a la hora de poner la ciudad patas arriba cada vez que se intuye la necesidad de un nuevo progreso, provocando embotellamientos apocalípticos que generan una enorme frustración. Todo posee una lógica maravillosa: se trabaja para pagar el coche y se paga el coche para ir a trabajar mientras se pierde el tiempo (y en ocasiones la vida) varados en medio de un mar de afortunados automovilistas. Pero, ¿a quién le importan estas menudencias si el objetivo declarado del gobierno de turno es aumentar la cifra de autos vendidos para estimular la industria nacional?
En el elevado barrio de Santa Teresa, esos encantadores bondinhos que contempló Machado de Assis circulaban desde 1896, hacían las delicias de los turistas y prestaban un servicio real a los moradores. En 2011 un fallo en los frenos provocó una catástrofe que arrojó un saldo de cinco muertos y numerosos heridos. Ante la pesadumbre general, las autoridades, que omitieron el estado de abandono de la máquina debido a una brutal política de recortes, aprovecharon para impulsar el proyecto de un tranvía no pilotado cuya primera consecuencia era disparar el precio del billete. Ni siquiera se apeló al cinismo para ocultar que este plan tenía como único objetivo multiplicar los ingresos del turismo en detrimento de un vecindario en pie de guerra. El día del viaje experimental, el tranvía fantasma, sin conductor ni pasajeros, se salió de los railes a las primeras de cambio para gran consternación de políticos y empresarios.
En algo más de un siglo, la magnitud de la destrucción general provoca admiración. A grandes rasgos, este proceso no se diferencia demasiado de lo sucedido en las grandes capitales europeas, pero llama más la atención debido a la prodigalidad de la naturaleza con la bahía de Guanabara. Los cirujanos de hierro se llamaban Haussmann o Pereira Passos, pero el objetivo era siempre el mismo: construir una ciudad ordenada, controlable y estructurada en torno a grandes arterias de circulación.
El Río que Marc Ferrez fotografió a finales del siglo XIX era una ciudad que aún respiraba, de playas agrestes y paseantes enfundados en trajes de lino color tabaco o de algodón blanco; un Río descongestionado oteado desde los morros por miserables que se apretujaban en chabolas insalubres; que miraba de reojo a París, pero que todavía no aspiraba a convertirse en el país del futuro.

Sólo quien se ha impuesto el deber de ver más allá de lo evidente es capaz de acceder a la verdadera crítica. Ese fue el caso de dos cronistas imprescindibles del Río Belle Époque. El primero de ellos fue un dandi, bohemio y flâneur llamado João do Rio. Remedo tropical de Oscar Wilde, a quien tradujo, João do Rio procuró su material periodístico en las calles, los cafés y los tugurios de una ciudad locuaz y muy dada a la conversación. Desde allí desplegó un agudo sentido de la observación para plasmar el costumbrismo de los cariocas y la idiosincrasia de la urbe en una época de cambios veloces.
El segundo de estos pintores de la vida moderna tropical fue Lima Barreto, un mestizo antipatriota y anarquista que murió en 1922, a los cuarenta y un años, de la misma forma que había vivido: pobre y sin reconocimiento. Sin embargo, fue el más afilado de los críticos en una República Velha tan atravesada por la corrupción como cualquier otra época.
Testigo de la empresa de modernización patrocinada por el Estado y las élites locales, Lima Barreto dejó constancia de que entre los cariocas todo era «inconsistente, provisional, no dura»; de que no había nada «que recordase al pasado». Modernizar significaba, ante todo, demoler: «De un tiempo a esta parte parece que esta gente enloqueció; derrumban casas, levantan otras, tapan unas calles, abren otras»; pero Lima sabía bien que el verdadero nombre de esa gigantesca movilización de recursos y hombres era «especulación, juego de terrenos».
Si damos crédito al estereotipo, bien podríamos pensar de Río que no hay lugar más propenso a gozar de la vida y a huir de los afanes, como decía Italo Calvino de una de sus ciudades invisibles. Pero el estereotipo, amigo lector, aunque con un fondo de verdad, suele jugar malas pasadas. Resulta muy difícil gozar de la vida en un perpetuum mobile que desplaza diariamente a millones de personas hasta sus puestos de trabajo, generalmente idiotas y mal retribuidos, en una ciudad que huye constantemente de sí misma, estirando sus confines gracias a renglones de asfalto paralelos a centros comerciales y urbanizaciones de lujo frente al mar.
Lima Barreto insistió en que las ciudades deberían tener «una fisionomía propia»: «eso de que todas las ciudades se parezcan es el gusto de los Estados Unidos y Dios nos libre de que nos alcance esa peste». Pero esa peste hace mucho tiempo que llegó a Brasil y se ha propagado de forma vertiginosa. Impresionados con el diseño de la ciudad americana, los planificadores cariocas no tardaron en aprender que la mejor forma de arruinar una ciudad eran los túneles, los viaductos y las líneas rectas trazadas en un mapa, y se pusieron manos a la obra sin demora.
Resulta paradójico que Le Corbusier se haya salido con la suya en una ciudad organizada en torno al espacio público. Desde luego, aún es posible pasear por lugares increíbles como la Lagoa Rodrigo de Freitas, una laguna de siete kilómetros de cuerda que encajona Ipanema entre dos líneas de agua, aunque al precio de soportar el barullo del tránsito aledaño y la pestilencia de los residuos industriales que la han convertido en un vertedero. Tampoco podemos olvidarnos de enclaves únicos como la Floresta da Tijuca, el pulmón natural urbano más grande del mundo, o las sendas que conducen al Corcovado.
Sin embargo, la magnitud del estropicio puede apreciarse más claramente los domingos y los festivos: esos días, cuando se prohíbe el tráfico rodado en los calçadões de Copacabana e Ipanema, así como en el Aterro de Flamengo, podemos hacernos una idea del poder destructor de la velocidad y la cultura del motor.
Salvo estas excepciones, Río es una ciudad diseñada contra el paseante. Algunos datos hablan por sí mismos: la población del Estado de Río de Janeiro en 2015 era de 16,6 millones de habitantes; en 2016 el número de vehículos alcanzaba 6,4 millones. Ese mismo año fallecieron en las carreteras del Estado 1984 personas. En 2017, en Brasil más de 47.000 personas se dejaron la vida en accidentes de tráfico, la mayoría peatones o ciclistas. Sí, lector, no es una errata, ha leído bien: 128 personas por día, un muerto cada once minutos. Estas cifras fantásticas se asumen como la triste deuda de sangre a pagar por un país que tiene como héroe nacional a Ayrton Senna, un señor cuyo mayor mérito consistía en circular a trescientos kilómetros por hora en un circuito cerrado.

A merced de las exigencias de la movilidad motorizada, el peatón es un elemento sospechoso en el Río que se extiende más allá de Leblon. En la Barra da Tijuca y en Recreio dos Bandeirantes, la nueva burguesía se refugia en sus guetos de lujo postizo cercados por muros alambrados y vigilados por agentes de seguridad procedentes de las favelas adyacentes. Fuera de estos búnkeres, un desierto de asfalto recuerda la obligación de disponer de un automóvil.
Del mismo modo que los griegos, Lima Barreto y João do Rio insistieron con frecuencia en que la ciudad creaba al ciudadano. Desde luego, no hay forma de que una megalópolis de shoppings, highways y suburbios acondicionados tecnológicamente no promueva una favelización de ricos que contemplan la calle como una selva donde impera el sálvese quien pueda. Embobada por el derroche y el consumo ostentoso, la burguesía adinerada va de vacaciones a Orlando, celebra Halloween, bebe zumos industriales en el paraíso de las frutas y compensa su complejo de inferioridad aprendiendo inglés.
Naturalmente, quienes disfrutan de los beneficios de lo que llamaban con un indisimulado orgullo la «séptima potencia industrial del mundo» no están dispuestos a renunciar a la parte del león. En el otro extremo de la cuerda social, los perdedores de la globalización, una bolsa creciente de trabajadores precarios, pobres y excluidos, ni siquiera tiene derecho a las migajas de la modernización.
Prensada entre las Milicias (antiguos policías reconvertidos en mercenarios), la policía y el Tráfico, un Estado paralelo que impone su propia ley, la población de las favelas sobrevive como puede en medio de una violencia escalofriante que aterroriza a sus vecinos de clase media. Favorecida por la particular orografía de Río, la proliferación de favelas en el corazón de la ciudad ha convertido a los barrios acomodados en escenarios de una insoportable violencia cotidiana. Especialmente en la Zona Sul, esta colindancia ha institucionalizado los tiroteos, los asaltos, las balas perdidas y los arrastões ante el hartazgo de los ciudadanos de orden, que aplauden un salvajismo policial que no deja títere con cabeza y entonan el «bandido bueno, bandido muerto».
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El esfuerzo modernizador también ha colocado en su campo de visión a aquellos espacios que caracterizaban la sociabilidad carioca. El boteco ha sido uno de los principales damnificados por el rodillo estético de la posmodernidad tropical. Como ha sucedido con los chigres, sus primos lejanos asturianos, los botecos han sido desplazados por negocios adaptados a los nuevos tiempos donde la palabra ha perdido protagonismo frente a una constelación de pantallas de televisión. Todo es diáfano, aséptico, artificioso, monótono en los nuevos bares. La transformación de Lapa es un ejemplo evidente de esta gentrificación. Queda poco de aquel barrio popular en el que los botecos han dado paso a sofisticados establecimientos de samba custodiados por porteros como armarios roperos que filtran la clientela y cuidan del orden. Con el adecentamiento de los botecos, en muchas ocasiones auténticos tugurios que pedían a gritos una reforma, hay que lamentar también la desaparición del malandro, ese personaje de la bohemia carioca con el que convivieron Lima Barreto y João do Rio.
Tuve tiempo de conocer algunos botecos centenarios que conservaban sus barras de mármol con las huellas de los vasos de chopp («caña»), su pintoresca clientela y su atmósfera de autenticidad. Eran lugares con una identidad reconocible, donde reinaba un cierto espíritu que se buscará en vano en las cadenas de bares idénticos que se han multiplicado por la ciudad. En un ambiente de extroversión exagerada, tan característica de los cariocas, no era raro poder bater papo («conversar») durante horas con algún sambista veterano o un viejo parroquiano que rememoraba los días de su infancia en los que frecuentaba el bar de la mano de su padre.
Cabe preguntarse por el tipo de memoria que atesorarán las nuevas generaciones educadas por la sociedad digital y los espacios homogenizados. ¿Serán capaces de admirar la fusión de cultura erudita y raíces populares de este país con vocación de continente que dio frutos tan espléndidos como las Bachianas brasileiras de Villa-Lobos? En estos tiempos en los que la favela se estremece al ritmo cruel y feroz del funk, en el que imbecilidades repulsivas como Ai se eu te pego («¡Ay, si te cojo!») venden más de siete millones de copias es difícil augurar nada prometedor. ¿Se conmoverán con el lirismo de aquel flanelinha («aparcacoches») llamado Cartola? ¿Sabrán quienes fueron Tom Jobim y João Gilberto? ¿Apreciarán a un Gilberto Gil que pasó de instigador del movimiento tropicalista a ministro de Cultura en el gobierno de un sindicalista metalúrgico del ABC paulista reconvertido en lobista del gran capital del ladrillo?
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A pesar de todo, hay cosas que no cambian, como por ejemplo el fervor de los cariocas por el fútbol. No obstante, también él ha sufrido el impacto de la modernización. La hemorragia de jugadores talentosos que hacen las maletas rumbo a Europa, donde el dinero de la televisión lo ha corrompido todo, llevándose por delante al fútbol aficionado, se ha hecho incontenible. Fuera del contexto europeo, han surgido nuevos destinos: ligas poco atractivas como Japón, China y Qatar, pero que ofrecen salarios astronómicos a jugadores de segunda fila o en la recta final de sus carreras.
El caso es que desde la década de los noventa Brasil ha dado la espalda a una manera inconfundible de entender el fútbol, como antes había abandonado sus tradiciones. Una aciaga tarde de julio de 1982 supuso un antes y un después para el fútbol brasileño: la derrota de una selección irrepetible frente a Italia en el antiguo estadio de Sarriá abrió un intenso debate entre los defensores del jogo bonito, que asumían el imponderable de perder siendo fieles a sus principios, y los valedores de la aplicación del método científico en aras del resultado. Sócrates, protagonista de la democracia corinthiana, y Dunga, representante del estilo cuartelero, simbolizaron posiciones irreconciliables en una disputa cuyos ecos aún no se han apagado.

La modernización del fútbol brasileño ha consistido en desembarazarse del toque y del sentido asociativo para adoptar un pragmatismo que no contempla más que la victoria. El juego se ha convertido en un trámite y todo se subordina al esfuerzo, la entrega y la competitividad. Es el lenguaje de la fábrica, de los negocios, del dinero, no del juego. Ya no se habla de disfrutar o de la libre expresión del jugador, sino de ser intensos, de competir, de sudar la camiseta.
Con estos antecedentes, no sorprende que, en general, los brasileños no hayan rendido tributo de admiración a quienes han bebido de su tradición. Cuando Guardiola sonó como candidato al banquillo de la canarinha, un clamor popular barrió el rumor de una vez por todas. É chato, aburre, se afirmaba.
Nadie se escandalizó cuando en el último Mundial la selección ingresó en el campo en formación paramilitar. Este insólito espectáculo se convirtió en estupefacción al contemplar a los atletas llorando descontrolados cuando se escucharon las primeras notas del himno nacional. La deriva militarista y la hipersensibilidad patriotera que se apoderó de los jugadores son las mismas que han corroído los cimientos de la sociedad brasileña. Alcanzaron su culmen con la concesión de los Juegos Olímpicos de 2016. Hoy sabemos que hubo que sobornar a medio mundo para que la cita recalase en Brasil; y sabemos también que Río era la ciudad que presentaba peores indicadores en la carrera por la concesión olímpica, pero la que ofrecía mejores mordidas.
La organización de los Juegos y del Mundial alimentó la autoestima de un Río que, por fin, certificaba su ingreso en el selecto club de ciudades del futuro. Después de una larga espera, el vaticinio de Zweig cobraba pleno sentido. Tan sólo dos años después, impresiona ver el estado de ruina de las faraónicas instalaciones construidas para estos fastos, un decorado de cartón piedra que ocultaba turbios intereses teñidos de verde amarelo.
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Sin duda, Río fue una ciudad hermosa antes de que los coches lo aniquilasen todo. En realidad, en muchos sentidos aún lo sigue siendo, aunque su belleza sea la de una anciana ajada tras décadas de urbanismo descabellado, incesante crecimiento demográfico, arquitectura concentracionaria y una irritante tendencia al feísmo. A pesar de todos sus intentos —y han sido muchos— el hombre no ha conseguido arruinar por completo una naturaleza prodigiosa que aún sorprende a la vuelta de cualquier esquina con un panorama deslumbrante.
Quien llega por vez primera a Río percibe de inmediato su magnetismo. Algún encanto debe de tener cuando ejerce una influencia tan poderosa sobre los extranjeros. Lo sé bien; también fui víctima de este embrujo. En mi caso, su efecto duró casi dos décadas. No hay manera de que no te cautive esa mezcla de surrealismo, evasión y explosión sensual envuelta en un clima contraindicado para melancólicos. Los estímulos son tantos y tan intensos que son pocos los forasteros que regresan a casa defraudados.

Más allá de sus playas y sus puntos turísticos más reconocibles (Pão de Açúcar, Corcovado), Río ofrece una constelación de lugares que perfilan un mapa raramente al alcance del visitante ocasional. No se trata exactamente de una ciudad invisible como las de Calvino, sino de puntos dispersos en el espacio que conforman una geografía secreta, personal.
Pienso, en primer lugar, en algunos bares. En dos establecimientos centenarios, el Bar Luiz, en la Rua da Carioca, acosado por un fondo de inversiones que exigió su cierre debido al impago del alquiler, y el Bar Brasil, en Lapa, aún es posible sumergirse en el Río de otro tiempo e imaginarse cómo eran las cosas antes de que no hubiese forma de librarse de las televisiones. El Bar do Gomes, en Santa Teresa, también pertenece a esta estirpe de locales con solera.
Si decidimos merodear por el centro, podemos visitar el Real Gabinete Português de Leitura, una de las bibliotecas más hermosas del mundo, que frecuentaron nuestros cronistas Machado de Assis y João do Rio. Duele ver cómo sus centenarios libros se destruyen por falta de presupuesto para mantenerlos a salvo del calor, la humedad y el polvo; por no hablar del horrendo mobiliario moderno, incluidos unos flexos lastimosos, que desentona estrepitosamente junto a las imponentes estanterías de madera y metal.
Siguiendo hacia la Cinelândia, el Theatro Municipal, una réplica a escala de la Ópera de París que ahora alberga galas de fútbol, trasparenta el gusto de una burguesía de principios del siglo XX que se miraba en el espejo de Francia. En la planta baja, un amplio café de estilo oriental en el que se filmaron algunas escenas de la película Blame it on Rio (Stanley Donen, 1984), estrenada en España con el sensacional título de Lío en Río, atestigua un eclecticismo muy en boga en ese periodo.

Y hablando de cafés, la maravillosa Confeitaria Colombo está más allá del elogio. Con sus magníficos espejos tallados procedentes de Bélgica, su barra prominente, su viejo ascensor de reja, sus enormes vidrieras que contienen confituras irresistibles, la Colombo es una reliquia del pasado; un residuo tropical de los cafés centroeuropeos. Por desgracia, en una era de teléfonos móviles, pantallas por doquier y consumidores de viajes, estaba cantado que el destino de estas catedrales de la palabra era el de convertirse en espacios museísticos para una marabunta de turistas que todo lo profanan cámara en mano. El maestro Mauricio Wiesenthal le ha dedicado un sentido homenaje a esta venerable confitería en una de las cartas de Siguiendo mi camino.
Si la buena salud de una ciudad se mide por la calidad sus librerías, Río no presenta indicadores demasiado esperanzadores. Sin embargo, antes de abandonar el centro resulta casi obligado hacer una visita a Berinjela, una librería de viejo situada en los bajos de un edificio comercial en la Rio Branco en la que un amante de los libros puede depararse con verdaderos tesoros. Confieso mi favoritismo: gracias a esta librería he podido armar con paciencia y algunos aprietos económicos una biblioteca de la que no podría desprenderme sin un profundo dolor y una enorme amargura.
Dejando atrás el centro de la ciudad, en la carretera del Botánico nos encontramos con el Parque Lage, sin duda, uno de los lugares más encantadores de Río. Ubicado en las faldas del Corcovado, contiene una suerte de villa romana rodeada de jardines, construida al gusto de una famosa cantante lírica en los años veinte, Gabriella Besanzoni, esposa de Henrique Lage. En 1964, Philippe de Broca rodó allí varias escenas de El hombre de Río, una película trepidante que roza lo grotesco, protagonizada por Jean-Paul Belmondo y la malograda Françoise Dorléac.

A poca distancia de allí se encuentra el soberbio Jardín Botánico, una completa delicia para la sensibilidad, una muestra de la exuberancia de la naturaleza en el trópico. Perderse en los vericuetos del Botánico, abismarse con sus robustos bambúes, su Orquideario, su Jardín Japonés, sus cactus, compensa, aunque sea por un momento, del horror automovilístico y arquitectónico.
En el 1702 de la Avenida Atlántica, el majestuoso Copacabana Palace continúa siendo el hotel más bonito de la ciudad. Construido entre 1919 y 1923, por aquel entonces en las afueras de Río, e inspirado en el Carlton de Cannes, el Palace no ha podido sustraerse a la decadencia general de los tiempos: en los butacones de su elegante café, una burguesía con modales tabernarios se despatarra en camiseta, bermudas y chanclas mientras parlotea de negocios.
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Los diversos avatares políticos de los últimos años han convertido a Río en una ciudad desmoralizada y abatida. Aún está por determinar el alcance de la corrupción, sorprendente incluso para los extravagantes estándares del país. Sin embargo, sería un error considerar que los males de Río tienen su origen en la gangrena institucional. Desde luego, el formidable latrocinio del que cada día se conoce un nuevo episodio no ayuda la hora de configurar una ciudad más decente, pero la corrupción no explica el fondo de la cuestión. Vinculando su suerte a un modelo de desarrollo depredador e intrínsecamente desigual, Río, y por elevación Brasil, ha perdido por completo el sentido de las proporciones, de la mesura y la sensatez, de sus raíces y de sus tradiciones. Todo se hace a lo grande sin importar las consecuencias; crecer a toda costa ha puesto en jaque a una ciudad enredada en sus delirios desarrollistas. El país que prometía ser una fiesta de los sentidos ha terminado en la sala de urgencias del progreso.
Y como suele suceder en estos casos, una sociedad asqueada se ha arrojado en brazos del penúltimo salvapatrias que ha prometido guiar con mano dura el rumbo del desarrollo. Los más despistados han visto en la aplastante victoria de la extrema derecha el imprevisto auge de los sectores más reaccionarios. Pero el viejo matonismo militar, machista, cristiano y racista no habla el lenguaje de la reacción: su misión es honrar el lema de la bandera, es decir, más orden y más progreso. Ventrílocuo del gran capital, el compromiso de Bolsonaro con una paz social manu militari, la jerarquía, el chauvinismo y los valores marciales ha seducido a un electorado resentido harto de inestabilidad política, criminalidad y carestía.
Hace algunos años, una campaña institucional recordaba a los viajeros del metro que Río era la ciudad del espectáculo. Parado frente uno de estos carteles, recuerdo haber pensado que, sin proponérselo, la Prefeitura había dado en el clavo. La reciente destrucción del Museo Nacional de Brasil es la perfecta metáfora de esta megalópolis espectacular en el sentido debordiano; los gritos desesperados de los bomberos ante sus cubas vacías son un trasunto del extravío de una ciudad que continúa esperando al futuro. Hace tiempo que Río arde en el fuego de su propia desmesura; y no hay agua que pueda sofocar esta locura.
Anteriormente, en Llugares:
(1) Trieste, por Víctor Muiña.
(2) La Haya, por Daniela Martín Hidalgo.
(3) Lieja, por Juan Ignacio González.
Michel Suárez (Pola de Siero, Asturias, 1971) es licenciado en historia por la Universidad de Oviedo, con estancia en la Faculdade de Letras de Coímbra, y máster y posteriormente doctor en historia contemporánea por la Universidad Federal Fluminense de Río de Janeiro, con estancia en París I, Panthéon-Sorbonne. Además, edita y es redactor de la revista Maldita Máquina: cuadernos de crítica social. Lo fundamental de su pensamiento fue abordado en esta entrevista para EL CUADERNO.
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