Llugares

Llugares: Barcelona

Eduardo Moga narra para la serie 'Llugares' un largo paseo por la capital catalana.

BARCELONA

/por Eduardo Moga/

Viajar en metro es algo irrelevante, que los urbanitas hacemos sin apenas darnos cuenta. A veces, sin embargo, se convierte en una sucesión de pequeñas sorpresas, como metáforas en un verso figurativo. Cuando voy a comprar una T-10 en las máquinas de la estación, el aparato no me deja introducir la tarjeta del banco. No sé qué pasa. Lo intento y lo vuelvo a intentar, pero no puedo. Hasta que caigo en la cuenta: el anterior usuario se ha dejado la suya en la ranura del expendedor, es decir, le ha pasado lo que tantas veces he tenido miedo de que me sucediera a mí, despistado hasta la médula como soy. La tarjeta olvidada es de La Caixa y su titular, un tal Joan Font Torres (Joan: si me estás leyendo, quiero que sepas que he lamentado mucho lo que te ha pasado, que no me he aprovechado de tu olvido, y que he entregado la tarjeta a la taquillera de la estación de Rocafort).

Cuando, ya en el andén, voy a subirme al metro, bajan del vagón media docena de africanos con sus fardos mon(s)t(r)uosos a la espalda. Hay mucho trajín de manteros por todas partes. También para ellos es temporada alta. Los productos falsificados con los que se benefician de la miseria (y casi la esclavitud) de las mujeres o los niños tailandeses que los fabrican, y evitan ellos la indigencia, encuentran fácil salida entre quienes tienen poco dinero para los regalos de Navidad, pero muchas ganas de quedar bien con parientes y amigos. Llego a la plaza Cataluña y me entretengo en la plazuela hipóstila que da a las Ramblas hojeando los libros de poesía de un puesto que monta aquí todos los días una ONG. Entre la basura que suele acumularse en estos chiringuitos callejeros, en la que predominan los best sellers, descubro una Segunda antolojía poética de Juan Ramón Jiménez, en bastante mal estado. Pero la fecha de publicación es 1920 y no hay signos de que no sea una primera edición. Me cuesta creer que una primera edición de ese libro medular haya acabado en este albañal y que, al alcance de cualquiera de los miles de transeúntes que pasan por este lugar cada día, siga aquí. Aunque lo que debería sentir no es incredulidad, sino tristeza: que su propietario, inadvertido de su valor, se haya desprendido de él, y que ninguna de los miles de personas que han estado cerca se haya interesado por el volumen, o ni siquiera lo haya reconocido, son indicios elocuentes del lamentable estado en el que se encuentra la poesía como hecho cultural y bien público. Verifico en Google, la enciclopedia británica de la modernidad, que se trata, en efecto, de la primera edición (publicada en 1922, en realidad, aunque la fecha de impresión que conste en el volumen sea 1920) y la compro por tres euros, junto con sendas ediciones chilenas (de la editorial Moderna, en la calle Monjitas, de Santiago) del Romancero gitano (con un ex-libris de Francisco Oliveros, de Montevideo: el libro, sin duda, ha viajado mucho) y Yerma, de García Lorca. Ninguna tiene fecha de edición, pero deben de ser de los años cuarenta. Cada una me cuesta un euro. El triple hallazgo confirma uno de los principios por los que, como lector e incipiente bibliófilo, me gobierno, más inflexible que cualquier otro: hay que mirar en todos los puestos de libros, por mugrientos que sean. El estand más infame puede contener una joya. En amontonamientos arrabaleros he encontrado primeras ediciones de Manual de espumas, de Gerardo Diego, y Descripción de la mentira, de Antonio Gamoneda, entre otros títulos fundamentales.

Las Ramblas

Paseamos ahora por las Ramblas, invadidas por turistas y ociosos navideños. Abriéndome paso con abnegación por entre el gentío, siento ramalazos de turismofobia. Los venzo, no sin esfuerzo, pensando que yo también he nutrido, y pienso seguir nutriendo, las filas del turismo en muchos lugares del mundo. A la marabunta de guiris, que convierten este otrora paseo familiar en un océano de cuerpos sudorosos (estamos en diciembre, pero hace calor), se suman los innumerables vehículos que vuelven tortuosa la caminata: bicis (que pitan para que te apartes), rickshaws (que pasan a toda velocidad, como si estuviéramos en Bangkok), patinadores, sedgeways, skaters. Y todo esto sucede en la acera. En uno de los raros momentos en los que podemos levantar la vista sin riesgo de ser atropellados, observamos en un balcón del Museo Erótico, en la Rambla de Sant Josep (me encanta que el Museo esté en una calle tan apostólica), a una modelo publicitaria vestida de Marilyn Monroe meneando la falda y enseñando las bragas. Por suerte, no hace frío. Cerca, junto a la torturada iglesia de Nuestra Señora de Belén —y no sólo por las columnas salomónicas de su portada, cuyo retorcimiento siempre me ha angustiado, sino porque ha sufrido varios incendios devastadores, el último, como era previsible, en la guerra civil—, un minusválido hace caricaturas de los paseantes con los pies. También a él le conviene esta temperatura. Algo más allá, una estatua viviente se ha disfrazado del monstruo de Alien, con babas de plástico y todo, y le acaricia la cabeza a una mora que ha accedido a fotografiarse junto a él con el pañuelo bien calado.

Hacemos un alto en el camino para tomarnos un chocolate con melindros en el Café de la Ópera, uno de los más antiguos de la ciudad, justo delante del Liceo. Se inauguró en 1929, y sigue regentado por la misma familia que lo abrió. El café, restaurado en varias ocasiones, conserva, no obstante, el aire vienés de sus orígenes y parte de la decoración original: espejos, molduras, medallones con figuras de mujer. Ya no es centro de reunión homosexual, como fue en los ochenta y noventa. Recuerdo haber visto una noche a un joven alto y desgreñado meterse deprisa en el baño, que entonces estaba en la planta baja, con una larga hinchazón bajo los pantalones rojos y ceñidos. Salió sin ella. Seguimos el paseo hasta el Moll de la Fusta [el Muelle de la Madera, que aquí solía estibarse a principios del siglo pasado], en cuyo centro se alza una rotunda estatua del poeta Joan Salvat-Papasseit, futurista y ácrata, que trabajó en este lugar como vigilante nocturno (sería interesante hacer una antología de poetas seguratas: a falta de mayor investigación, se me vienen a las mientes algunos de los posibles antologados: el propio Salvat-Papasseit, Vicente Gallego, Roberto Bolaño, Elías Moro, Pere Gimferrer, que fue policía militar en Palma de Mallorca, y yo mismo, que serví a la patria en el Servicio de Vigilancia del CIR de Rabassa, en Alicante, cuando hice la mili) y que murió de tuberculosis a los treinta años, después de escribir uno de los libros más hermosos de la vanguardia, y de toda la poesía contemporánea, El poema de la rosa als llavis [El poema de la rosa en los labios]. Delante de Salvat-Papasseit se apiñan los suntuosos yates del puerto deportivo y el esbelto pailebote Santa Eulàlia, de tres palos, construido en 1918, inmóvil en las aguas verdes y tranquilas de la dársena. Al otro extremo del Moll de la Fusta ha instalado su carpa el Raluy, uno de esos circos que han sobrevivido a los tiempos y siguen desplegando su anacrónico encanto (o su lobreguez) en estos tiempos animalistas y digitales.

Volvemos al Raval por la basílica de la Mercè, que Ángeles nunca ha visitado. Recorremos su nave rococó hasta el camarín de la Virgen, que sostiene al Niño en su regazo, ambas elegantes tallas de madera, en las que brillan el cetro, el orbe y las coronas que simbolizan la majestad de Dios en la Tierra. Fuera, huele a porro, especialmente en la calle Avinyó, la de las señoritas de Picasso, que en realidad eran putas (Picasso era un gran putero, como tantos otros exquisitos artistas de su tiempo y de todos los tiempos). No sé si quedan burdeles aquí, pero es indudable que perdura cierta bohemia, al menos la amante del cannabis. En un bar sirven leche de pantera. En otro local venden semillas, pero no se anuncian así, «Se venden semillas», sino como seed center, que es más bonito, aunque también más incomprensible. La calle Avinyó acaba en la de Ferran, que a su vez conduce a la plaza de Sant Jaume. Este año el belén que siempre se instala en ella es distinto de cualquier otro: no tiene figuras que representen a los personajes del nacimiento, sino solo símbolos sentados a una mesa. Los dos extremos, los más importantes, los ocupan el niño Jesús, en una trona, representado por un babero con su nombre y una aureola dorada alrededor de una cabeza inexistente, y el caganer, ese catalán que se empeña en defecar en los pesebres para relativizar la solemnidad de la escena, y que identificamos gracias a la enorme barretina y al agujero en el asiento de la silla que no ocupa. En los demás se disponen unas orejas de burro o unos cuernos de buey, un virginal manto azul y blanco, un martillo y dos troncos, tres coronas, unas alas y un cayado de pastor. La cosa, responsabilidad de Sebastià Brosa, choca, descoloca, pero intriga. Y está bien que sea así: la incomodidad es uno de los mejores frutos del arte. A un ateo como yo, el respeto por las tradiciones religiosas le importa un comino, pero el arte, aunque perturbe, o porque perturba, merece estimación. Naturalmente, las fuerzas vivas del lugar han expresado su desacuerdo con el, a su juicio, estrafalario montaje: el jefe del PP en el ayuntamiento, Alberto Fernández Díaz, hermano de Jorge, el ministro del Interior que organizó la policía patriótica y condecoró a la Virgen por sus méritos policiales, lo considera «un bodrio»; Ciudadanos lo ha calificado de «ridículo» y «vergonzoso»; y el arzobispado ha reclamado un belén «que se entienda», que es lo mismo que los poetas de la experiencia le exigen a la poesía.

Plaza de Sant Jaume

En la fachada del ayuntamiento cuelga un lienzo con un lazo amarillo. Yo ya no soy vecino de Barcelona, pero, si lo fuera, me ofendería ese partidismo sectario: en España no hay presos políticos, sino políticos presos por actos supuestamente delictivos, y que los jueces decidirán si lo son: destruir propiedad pública, amenazar y coaccionar a funcionarios, malversar caudales públicos, entre otras conductas —no ideas— sancionables. Calificar como presos políticos a los encerrados en Lledoners es insultar a los verdaderos presos políticos, a los golpeados y torturados, a los detenidos, juzgados y condenados sin garantías, en un Estado dictatorial, por defender principios y valores democráticos.

Seguimos por la calle del Bisbe Irurita hasta el claustro de la catedral, que no es, ni mucho menos, uno de mis favoritos, porque le falta la austeridad y el recogimiento que asocio con ese lugar de meditación (los niños gritan al reconocer las figuras del belén, de tamaño natural, estas sí, comprensibles; los padres discuten sobre si comprar un cirio o una postal; las ocas y los turistas graznan). Pero Ángeles quiere verlo otra vez, y yo accedo a esquivar a las muchísimas personas que han tenido la misma idea que ella, para complacerla. Cuando vamos a entrar, una señora de las que salen, muy mayor, tropieza, cae y se deja los dientes en un escalón de piedra. La levantan entre varios, porque las señoras muy mayores que se han caído son lo más parecido a un saco de hormigón que conozco. El percance es otro milagro inverso: la adversidad que dispone Dios para quienes acuden a reverenciarlo. Otras veces manda un terremoto o una tormenta, se derrumba una iglesia y mueren 200 feligreses, niños incluidos. En esta ocasión, el percance es menor, aunque a la damnificada le costará un pico el dentista, pero la razón es la misma: el amor de Dios.

Nos recuperamos del guirigay claustral (y claustrofóbico) en la vecina plaza de Sant Felip Neri, una de las más recoletas de la ciudad, en la que, no obstante, hay mucha más gente de lo habitual, incluyendo a los parroquianos de una terraza recién inaugurada y a un africano que toca la guitarra (mal) en la fuente. Las paredes de la iglesia que da nombre a la plaza se han conservado tal como quedaron tras el bombardeo de la aviación franquista el 30 de enero de 1938: agujereadas de metralla. La explosión mató a 42 personas, la mayoría niños, que se habían refugiado en los sótanos del templo (otro milagro inverso, pues: Dios permitió que los fascistas, que se declaraban católicos, asesinaran a la muchachada acogida a su amparo). Los italianos al servicio de Franco martirizaban Barcelona desde Mallorca, donde tenía su base la Aviazione Legionaria, y ese infausto día cometieron una de sus fechorías más recordadas.

Continuamos la paseata por la plaza de la Catedral, donde curioseamos, sin verdadero interés, por el mercadillo de antigüedades que se instala en ella todos los años por estas fechas, y luego entramos en la tienda del colegio de arquitectos de Barcelona, cuyo friso luce un espectacular grabado de Picasso, y en la que tampoco compramos nada, pero que nos permite constatar que Gaudí, aupado por la espectacularidad de sus obras y, en especial, de la Sagrada Familia, icono turístico mundial, cotiza al alza, y Dalí, otrora santo y seña de la catalanidad artística, y el propio Picasso lo hacen a la baja: donde el primero ilustra libros, cuadros, calendarios, maquetas y tazas, los otros dos no aparecen sino en rancias agendas, en un rincón de la tienda.

Sagrada Familia

La última visita del día es a Stock Llibres, una librería de viejo de la calle Comtal en la que suele haber (o, al menos, solía: hace años que no he entrado) buenos títulos a la venta, y asequibles. Esta vez doy con una Guía de Extremadura, de 1961, de Miguel Muñoz de San Pedro, conde de Canilleros, y con un número especial de Cuadernos Hispanoamericanos, de 1981, dedicado a Juan Ramón Jiménez. Cada uno vale 20 euros. No me decido a comprarlos. La cartera, víctima asimismo de las Navidades, está exprimida y llevar los dos tochos a Sant Cugat me supondrá un esfuerzo para el que, después de toda una tarde caminando, no estoy preparado. Y volvemos, en efecto, después de comer una pizza solo pasable en un local de la Via Laietana. Al llegar a casa, reparo en una reciente pintada en una finca cerca de la nuestra: «Viva España», dice. Así, a palo seco.


Eduardo Moga (Barcelona, 1962) es poeta, traductor y crítico literario. Ha traducido a Frank O’Hara, Yoel Hoffmann, Évariste Parny, Carl Sandburg, Charles Bukowski, Richard Aldington, Billy Collins, Tess Gallagher, Ramon Llull, Arthur Rimbaud, William Faulkner y Walt Whitman. Ha publicado más de veinte libros de poesía, cuatro antologías y otros tantos libros de viaje, así como recopilaciones de crítica literaria. De sus poemarios, La luz oída mereció el Premio Adonáis de Poesía en 1995, y con Insumisión recibió en Estados Unidos el International Latino Book Award en 2014. El último es Muerte y amapolas en Alexandra Avenue (2018).

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