De nuevo la banalización del mal y el nacionalismo banal
/por Javier Pérez-Escohotado/
Ahora también duermen nuestros queridos inmortales.
Sarajevo, de Izet Sarajlić.
Mientras leía el Sarajevo de Alfonso Armada (AA), me acudían a la memoria Eichmann en Jerusalén y La banalidad del mal, de Hannah Arendt,[1] que asistió, como corresponsal del The New Yorker, al juicio contra el teniente coronel de las SS; y, asociado a los anteriores, el Nacionalismo banal de Michael Billig,[2] un tratado de psicología social muy oportuno en la España de hoy, tanto para tirios como para troyanos, insisto, tanto para troyanos como para tirios. Sobre todo, se me imponía la idea de que lo banal fuera una categoría que pudiera aplicarse a tantas cosas diversas, graves o ligeras: la guerra, las nacionalidades, una conversación, un genocidio, una retransmisión deportiva, una bandera, un himno, las patatas con chorizo, el pan con tomate, el mensaje de un presidente o de un rey, el trabajo diario, el uso de los pronombres, la ocasión que pasa…
El bien armado libro de Armada me ha obligado a recuperar, entre otros, el Sarajevo de Izet Sarajlić y también No matarían ni una mosca: criminales de guerra en el banquillo, de Slavenka Drakulić,[3] que tradujo la malograda Isabel Núñez, autora ella misma del prólogo y de una obra sobre el tema.[4] (En estos días, con las manifestaciones de una parte de Cataluña en pie de guerra, tal vez valga la pena releer la entrevista con Drakulić que Ángel Vilaniño publicó El Confidencial hace algún tiempo [8/10/2017], pero que reviste completa actualidad).
Este es más o menos el contexto, mejor, el asedio graneado bajo el que he leído las crónicas y los diarios que Alfonso Armada fue escribiendo en paralelo durante el tiempo que sirvió como cronista en el sitio de Sarajevo y la guerra de Bosnia-Herzegovina, en la antigua Yugoslavia. Esta edición de Sarajevo se sirve acompañada de una descarnada colección de fotos, realizadas por Gervasio Sánchez, quien acompañó durante sus viajes a Alfonso Armada, y que completa visualmente la magnitud de la tragedia. Sarajevo está organizado en tres cuadernos y dos epílogos, que incluyen tanto las crónicas publicadas en El País como las anotaciones de sus Diarios de la guerra de Bosnia, entre el 14 de agosto de 1992 y el 10 de agosto de 1993. Los epílogos relatan la desolada impresión que le causa el recuerdo de la guerra ya en Dayton,[5] Estados Unidos, en 2008, quince años después de su estancia en Bosnia y trece después de que se firmaran los Acuerdos de Dayton, en París, en 1995. El segundo epílogo, veinte años más tarde, en junio de 2013, narra el regreso a Sarajevo y su visita a Srebrenica,[6] acompañado igualmente por su ya inseparable compañero de fatigas, el citado fotorreportero Gervasio Sánchez.
Cuestión de género: la crónica, el diario, el drama
Al cumplirse los veinte años del final de aquella guerra, el autor ha reconstruido una obra en la que va alternando las crónicas que, como corresponsal de guerra, publicó en su momento y las anotaciones del diario que paralelamente llevaba y que dan la réplica a las crónicas, como en un diálogo entre el periodista y el individuo que escribe. La simple aparición en el libro de esos dos géneros y esos dos tonos convierte lo que fue un arduo y riesgoso trabajo de cronista de guerra, en un libro que se mueve en otro nivel literario y significativo. Yo no hablaría de un género nuevo, pero la mezcla de esos dos géneros hace que uno ilumine y potencie al otro: la crónica queda ahora mejor entendida al estar arropada por el discurso intimista y reflexivo del diario; y el diario queda infectado de la desnuda denuncia de la crónica, del relato descarnado de lo cotidiano, la soledad de la víctima, el miedo al francotirador, la traición, el desconcierto y las ganas de sobrevivir «así fuese de barriga», como dijo César Vallejo, el poeta que mejor expresó el drama de la guerra civil española.[7]
¿Por qué un libro espera años madurando aparentemente olvidado en un cajón? Desvelar estas decisiones puede ayudar a valorar como se merece la reciente y oportuna obra de Alfonso Armada Sarajevo, que al propio autor le empuja a decir con extrañeza: «No sé por qué he tardado más de veinte años en sacar estos cuadernos a la luz» (198).[8] Clara Usón, que prologa el libro, anticipaba una Firmada la paz, un nuevo conflicto reclama a los reporteros, y otros muertos y otras batallas acaparan los titulares de la prensa. Es entonces cuando vuelven a hablar los poetas, los escritores, que hicieron callar los cañones».[9] Este Sarajevo de Alfonso Armada hay que situarlo también en esa hora de los escritores y los poetas cuando, esperemos que para siempre, han enmudecido los cañones.
En el periodismo se podría matizar y distinguir entre profesión y oficio. La profesión es expectativa, mientras que el oficio es ejercicio y práctica. Se accede a la profesión después de unos estudios que facultan para ejercerla; pero el oficio implica algo más, una habilidad que se asocia al tiempo, a la dedicación y al talento individual. En un oficio, por tanto, se puede destacar al cabo de los años, después de que se haya ejercido la profesión, lo que permite alcanzar el grado de maestro en el oficio o quedarse en un correcto oficial autorizado y consentido por el gremio. Un oficio es, además, algo de lo que se puede vivir, y en el que también se puede morir, como se constata en este Sarajevo de Armada, que demuestra un elevado oficio de escritor.[10]
Pero ¿cuándo se puede hablar de nuevo periodismo? ¿Podríamos decir que este Sarajevo está dentro de lo que conocemos como nuevo periodismo? La dictadura del qué, quién, cómo cuándo, dónde, por qué y para qué puede ser útil desde dos perspectivas: la del lector, a quien se le facilita así la información y la del editor del periódico, que puede así recortar el texto teniendo en cuenta el espacio y la importancia que se conceda al asunto. Esto es el periodismo profesión. El territorio restante es periodismo puro, periodismo de siempre, ese que se inclina hacia la narrativa o que se estira hacia el diarismo o la poesía, como es el caso del Sarajevo de Alfonso Armada. Normalmente se identifica la etiqueta nuevo periodismo con la escuela de escritores norteamericanos formada por Wolfe, H. S. Thompson, Gay Talese y Joan Didion, entre otros.[11] Este movimiento tuvo su momento cumbre, su edad dorada entre 1962 y 1977, pero ha permanecido como referencia histórica y tal vez como modelo. La cuestión de si este Sarajevo se pueda calificar de nuevo periodismo, a mí me parece una falsa cuestión o, mejor, una cuestión banal. Desde luego, Sarajevo vive de otras corrientes literarias. En todo caso, si hubiera que proponer un antecedente, el punto de contacto con el nuevo periodismo habría que situarlo en la línea de Joan Didion, salvando todas las diferencias. Por ejemplo, El año del pensamiento mágico, tal vez su obra más conocida en España,[12] es un libro difícil de encasillar; en realidad, narra la muerte de su marido, el escritor John G. Dunne y la enfermedad de su hija Quintana, que al poco de la publicación del libro también muere. En él se mezclan la crónica hospitalaria con la narración casi forense de los hechos; la descripción cirujana con la reflexión sobre la muerte; es, además, crónica, ensayo y experimento autobiográfico. Incluso podría recomendarse como libro de autoayuda, porque, en mi opinión, puede aliviar ese oscuro periodo que denominamos duelo. Se trata, pues, de una mezcla de géneros, que es precisamente lo que hace que el libro tenga ese aire corrosivo de libro redondo, de obra total, del que de forma convencional suele decirse que se lee como una novela, que es lo que se dice cuando no se sabe qué decir o cuando el escritor no usa un género determinado y los ha subvertido o roto o simplemente manipulado, agitado y mezclado como en un cóctel.
En este Sarajevo se adivina una línea dramática en la ordenación de las crónicas, que está continuamente pespunteada por las anotaciones del diario. A lo largo de la obra se logra un sostenido crescendo, tanto en las crónicas como en los apuntes del diario, que alcanza su clímax en el tercer cuaderno, cuando en junio de 1993, en Madrid, desasosegado por su vuelta a Bosnia, corroído de miedo y deseo, el autor anota que regresa porque quiere «rebajar la cuota de mi vergüenza, de mi complicidad como europeo» (107). Este autoanálisis está distribuido a lo largo de todo el libro, al igual que una severa autocrítica de su papel de espectador; aunque, de forma contradictoria, también sabe que está ayudando a que se entienda la verdadera tragedia de esa guerra, que no es otra que la imposibilidad (?) de que puedan llegar a convivir esas tres etnias (serbia, bosnia y croata), ligadas más o menos a tres religiones monoteístas (ortodoxa, musulmana y católica), que son también tres modos de entender el mundo. Junto a la constatación de ese sueño de imposible convivencia, aparece la denuncia constante de la limpieza étnica de los musulmanes a cargo de la coalición de los serbios de Milošević y los croatas de Franjo Tudjman (120). En ocasiones, esa mirada crítica y destemplada arremete incluso contra determinados intereses del mismo periódico que le ha enviado a Bosnia: «Mi empresa es un animal sin alma. ¿Es este el periodismo que yo quería?» (120). En este mismo cuaderno, interrumpe sus apuntes y reflexiones con una entrevista a Juan Goytisolo,[13] quien coincide allí con Susan Sontag, que ha acudido para representar, en un teatro semiderruido y en constante amenaza, la sintomática obra de Brecht Esperando a Godot.[14]¿Esperando a Europa? ¿Esperando a los intelectuales?
A partir de la crónica «El experimento criminal de Sarajevo», el libro de Armada incrementa su intensidad y avanza hacia el verdadero desenlace interno del drama.[15] En estos momentos extremos, roza, a veces, la prosa poética: «Una vida, otra cena más, otra noche oscura del alma que cubre la ventana que no da al mar, sino al río, a los francotiradores emboscados y al agua inmóvil, a las casas convertidas en cenizas y a la tarde que aventa nuestra cena mientras masticamos: sesos, olvido…» (138).
Cargado con una pesada mochila de culpa, ese dramático final no se refleja sólo en el plano de las emociones, sino en la constatación de que, después de 16 meses de sitio, Sarajevo es el símbolo del fracaso, la expresión de la imposibilidad de que serbios, musulmanes y croatas puedan volver a convivir juntos. El Sarajevo de AA pone al descubierto ese hilo sutil con el que está cosido el drama cuando señala que al principio del conflicto, se estaba simplemente ante una guerra, «con el tiempo y la propaganda, se ha convertido en una guerra civil», según le comunican los doctores Ismet Ceric y Liliana Oruc (149). Este es el verdadero «experimento criminal de Sarajevo»: convertir una guerra en guerra civil gracias a la propaganda. Y en este punto, Alfonso Armada decide contestar a Abdulah Sidran, que le ha preguntado si sabe qué ideología es la responsable de lo que ocurre en Bosnia; el periodista le responde sin dudarlo: «Sí, el fascismo» (153).
Al final de esa guerra incivil, la experiencia profesional de cronista se ha convertido en «parte indeleble de mi vida, de lo que soy» (162). Esta identificación del periodista con el ser que ha vivido la experiencia humana convierte al libro en algo que sobrepasa la misma crónica, el ensayo o el mismo diario. En las conclusiones de su documentadísima tesis doctoral sobre la influencia de la propaganda en esta guerra, María Teresa González aporta alguna explicación para esa interferencia escritor/individuo: «En Bosnia-Herzegovina al tiempo que los acontecimientos se complicaban cada vez más se fue dando una mayor simplificación de las informaciones. Los periodistas se concentraron en Sarajevo desde donde dieron una versión de lo que sucedía en la república sesgada por la influencia de las autoridades bosnias y por sus propias vivencias personales».[16]
Las crónicas de AA tienen, además, algunas otras cualidades que habría que subrayar. No son, como sucede con frecuencia, la excusa para elevarse por encima de los hechos concretos y articular un discurso a favor de una potencia o la otra, a favor de una ideología u otra en sintonía con los principios de la empresa para la que uno trabaja. Las crónicas de Alfonso Armada optan por elegir siempre la cotidianidad y el lado de la víctima. Con estos dos ejes, resuelve con eficacia lo que está viendo y tiene que trasmitir, y así compensa y equilibra su trabajo de corresponsal y su compromiso como individuo.

La banalización del mal y el nacionalismo banal
Relacionar estas dos expresiones, digamos mejor sintagmas, tiene su oportunidad ahora que esta palabra se ha escuchado tan a menudo con motivo de las últimas elecciones de Grecia. La plaza en la que se reúnen los griegos se llama, por algo, Sintagma; y el sintagma también se llama así por algo. Podríamos definir el sintagma como conjunto de palabras, de unidades (por extensión, también de individuos), que puestas en orden de dependencia mutua realizan alguna función respecto al núcleo del sintagma y éste, respecto al conjunto de la oración completa. Parece una definición de la democracia si se lee en una clave más abstracta. Por cierto, ¿alguien que no sea imbécil puede dudar de que, a lo largo de la historia, Grecia ha sido y es algo más que una parte de Europa? Xavier Vidal-Folch recientemente nos recordaba que «el Estado griego independiente, desgajado del Imperio otomano, fue pensado por las potencias europeas como Estado-tapón o dique frente al gran imperio musulmán del momento. Y luego, como valladar frente al expansionismo del Imperio soviético». Y concluye: «Grecia quizás sea siempre un problema, pero es parte esencial del contrato de Europa consigo misma».[17]
Poner en relación esos dos sintagmas, «banalización del mal y nacionalismo banal», puede parecer tendencioso. Como salvaguarda intelectual, hay que adelantar que mal y nacionalismo no se pueden equiparar necesariamente; sí, en cambio, se puede afirmar que, históricamente, determinados nacionalismos han provocado conflictos y desastres con mayor frecuencia de la deseable: sólo en este sentido se aproximan los términos. Al margen, pues, de esa proximidad, lo que se analiza aquí es que los dos sintagmas del título compartan la categoría de banal; es decir, los mecanismos por los que algo como el mal o el nacionalismo se pueden convertir en banales, y eso merece, al menos, una página de atención.
La banalización del mal
Cuando Hannah Arendt publicó su estudio sobre el juicio contra Eichmann, celebrado en Jerusalén en 1961, no pasó desapercibida la frase con que se cierra la narración de los últimos momentos del dirigente nazi, quien, tras pedir una botella de vino, se bebió la mitad y se dirigió al patíbulo: «Fue como si en aquellos últimos minutos [Eichmann] resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes».[18]
Por esta frase, Hannah Arendt recibió una contundente caterva de severas críticas, que incluían la completa descalificación de toda su crónica y del estudio profundo de las ramificaciones de aquel juicio histórico que su libro contiene, acusada poco menos que de connivencia con el verdugo y el genocida. La argumentación que le permite hablar de banalidad del mal se desarrolla en el capítulo «Los deberes de un ciudadano cumplidor de la ley». Eichmann repitió a lo largo del juicio que «él cumplía con su deber; no sólo obedecía órdenes, sino que también obedecía la ley». Estos tres parámetros (deber, órdenes, ley) determinan la banalidad del mal, que Hannah Arendt supo intuir perfectamente como el meollo, el quicio en el que se sustentaban la tranquilidad de ánimo y la sangre fría con las que todos estos nazis pudieron llevar a la muerte a millones de personas sin que se les conmovieran las condecoraciones. La idea del cumplimiento de la ley, que es deber de todo ciudadano, constituye un principio que todos tenemos interiorizado y asumido de forma aparentemente natural, cultural y automatizada; o sea, banal. Pero, a su vez, de forma tan natural, automatizada y banal, deberíamos saber que puede darse una contradicción irreconciliable entre órdenes y ley. Sabemos, además, que determinadas órdenes, en ciertas circunstancias, no deben cumplirse con ciega obediencia precisamente porque el ser humano tiene la capacidad de juzgar por sí mismo y decidir si obedece. Pero, sostiene H. Arendt, «el mal, en el Tercer Reich, había perdido aquella característica por la que generalmente se le distingue, es decir, la característica de constituir una tentación».[19]
Slavenka Drakulić extrae el título de su obra No matarían ni una mosca también de Hannah Arendt, incorporando su obra en esa misma corriente de la banalización del mal. Isabel Núñez, la traductora, confiesa que éste es «uno de los mejores ensayos que he leído sobre la guerra de los Balcanes. Se trata de periodismo inteligente, claro, analítico y brillante».[20] Porque, claro, no hay periodismo inteligente si no va unido a los otros adjetivos. En su obra, Drakulić expone que la tranquila Yugoslavia que sale de Tito ha quedado rota, aunque «La fraternidad y la unidad parecían reales. Crecimos juntos, fuimos al colegio juntos —serbios, croatas y musulmanes—, nos hicimos amigos, nos casamos, tuvimos hijos, sin pensar nunca que la nacionalidad podía dividirnos».[21]
Son palabras que podrían atribuirse perfectamente al general de las fuerzas de la República Serbia Radislav Krstić, el primer criminal de guerra condenado por genocidio en el tribunal de La Haya. Este militar, que estuvo en Sarajevo, dijo ante el tribunal que le juzgó que esta ciudad tenía algo especial: «Ese espíritu de unidad era particularmente pronunciado en la ciudad. Nunca nos preguntábamos sobre el origen étnico de cada uno. Todos nos sentíamos residentes de Sarajevo».[22] Esta misma sensación de convivencia armónica se desprende de la crónica que Alfonso Armada escribe sobre el cumpleaños de Haris Basic (37): «En el party hay serbios, croatas y musulmanes, pero a estos últimos les gusta nombrarse “bosnios”, nada más que bosnios. Están dispuestos a luchar hasta el final. No confían en una paz cercana. No confían en recibir ayuda del exterior. No confían en que los serbios cumplan ni la mitad de la mitad de lo acordado en Londres».
Y esa misma sensación la comparte la propia Drakulić y muchos otros, prácticamente todos los habitantes de Sarajevo, pero la banalidad del mal permanece soterrada y al acecho. En 1991, al estallar la guerra, Krstić se une a las fuerzas armadas de la República Serbia. En 1995 se le encarga una misión en las ciudades de Srebrenica y Zepa. Por aquel entonces, Ratko Mladić asumió el mando de las tropas y comenzó a dar órdenes. Krstić no supo o no pudo oponerse ni negarse a ellas, y la consecuencia fue la limpieza étnica de musulmanes: «siete mil hombres fueron ejecutados en masa y treinta mujeres, niños y ancianos fueron deportados a la fuerza. Esto se hizo siguiendo las instrucciones del presidente de la República Serbia, Radovan Karadzić».[23] Y Drakulić se pregunta: «¿Cómo pudo nuestro vecino convertirse en enemigo? ¿Cómo interiorizamos al enemigo y cuánto tiempo se tarda?». Y ella misma se responde: «Cuando cayó el enclave de Srebrenica, la máquina de propaganda serbia, especialmente la televisión, llevaba demonizando al enemigo –croatas, musulmanes bosnios y albaneses- casi diez años».[24]
Mladić, Krstić y los otros fueron el brazo armado de ese lento, insistente, responsable (y cooperante necesario) trabajo intelectual de demonización o cosificación, de perfecta identificación y banalización del enemigo.
Otro capítulo del libro está dedicado a Milosević,[25] quien en el tribunal de La Haya, en opinión de Drakulić, «intentó hacer algo en lo que los serbios siempre han sido expertos: presentarse como víctimas de los acontecimientos históricos, complots y malentendidos, y cargar contra los errores ajenos». Milosević es el responsable de doscientos mil muertos y para él, «ver a otro hombre sufriendo no significa nada, porque el mal es la ausencia de empatía».[26] Esta es la cara oculta de banalidad del mal: la falta de empatía, la asepsia en el cumplimiento del propio trabajo. Para Hannah Arendt esa banalidad, desde un punto de vista filosófico, consistía en la naturalidad con que alguien cumple las órdenes con independencia de la gravedad o maldad de las mismas, y eso se interioriza como lo más natural del mundo, como un deber profesional o patriótico, como algo banal. Ahí están los ingredientes de la banalidad del mal: victimización, cosificación y cumplimiento del deber (patriótico o militar) con absoluta falta de empatía. Todo eso alimentado por la televisión y la prensa al servicio del conflicto y de la limpieza étnica.
En Sarajevo, Alfonso Armada denuncia hasta la saciedad la incomparecencia de la intelectualidad europea[27] y de la izquierda española ante el espectáculo de la limpieza étnica de los musulmanes: «Aquí están toda la tristeza y el pavor de la guerra mientras el mundo mira en otra dirección».[28] Sarajevo se ha convertido en la «capital de la vergüenza de Europa». «Yo escribo mi colección de diarios contra el olvido y contra el mal», confiesa AA en una entrada del 2 de julio de 1993. El autor, es consciente, además, de que tal vez su trabajo resulte inútil «para hacer retroceder el tamaño del mal». Pero tanto las crónicas como las anotaciones del diario apuntan no tanto al análisis del mal o del nacionalismo, sino a la tragedia humana de los musulmanes y al desgarro que supone una guerra civil. El libro no sobrevuela olímpicamente la realidad hacia las regiones etéreas de la diplomacia de bloques y otras elucubraciones geopolíticas, sino que de manera voluntaria se ata a la víctima, al individuo, al personaje que arriesga su vida para ir a comprar lo necesario, al médico que se mantiene en su puesto, a la madre que prepara una imposible comida, al que pregunta ¿por qué? La técnica de Alfonso Armada no persigue la denuncia de la banalidad del mal en términos filosóficos, sino que exponiendo y narrando la cotidianeidad de una guerra, logra elevar a los individuos y sus gestos a la categoría de personajes de un drama, héroes de una tragedia. Así mismo, invierte los abstractos banales de patria, nación, raza y religión, para convertirlos en solidaridad, duda, miedo, apoyo, ayuda, emoción, rabia, ternura, compromiso. Sus crónicas están llenas de personajes extraordinarios, como Leila, quien recuerda: «Creo que uno solo me violó, y se fue a las dos de la tarde». Otros se llaman Alma, Gabriela, Korda, Gino, Cupo o Edo, el niño guardián de la destruida biblioteca de Sarajevo.
El nacionalismo banal
Anthony Giddens, teórico de la llamada tercera vía, definió el Estado-nación como «conjunto de normas de gobierno institucionales que ejercen el monopolio exclusivo sobre un territorio con unas fronteras bien delimitadas, cuya administración viene sancionada por la ley y el control directo de los medios para ejercer la violencia en el interior y en el exterior». Lógicamente, en todo proceso de formación de un Estado-nación se lucha por «el monopolio de los medios de violencia».[29]
Desde la perspectiva de la psicología social, tal como la desarrolla Michael Billig, la banalidad del nacionalismo se articula sobre la repetición inconsciente aunque deliberada por los medios que detentan la violencia institucional de la idea del Estado-nación, que se basa en una cotidianidad reiterativa (la bandera, el himno, la repetición del nombre de la nación, el recurso al nosotros, al ellos…), que da por hechos conceptos que son modernos o claramente inventados como, por ejemplo, territorio y soberanía.[30] Esas nociones que parecen de curso legal y naturales, que se dan por supuestas, son precisamente las que Billig califica de banales y son, en todos los casos, «permanencias inventadas»; o sea, ideas, imágenes o símbolos que, aunque sean una invención, persisten en la mente y el recuerdo de los individuos sin discusión alguna.[31] Por ejemplo, hablar de mil años de historia de un país o una nación es una aberración desde la historia y desde la psicología social, pues hace mil años nadie tenía conciencia de pertenecer a un Estado-nación. La ideología dominante, según Barthes, se expresa con la voz de lo natural, de lo banal, y actúa para que «las personas olviden que su mundo es fruto de un constructo histórico» (71), voluntario o impuesto, pero histórico. Como puede comprobarse, este proceso de banalización se consigue no sólo a través del recuerdo y la repetición, sino también a través del olvido, de la misma manera que el estado-nación se consolida por medio de una dialéctica entre interioridad y exterioridad (108). Esta dialéctica se observa, por ejemplo, en la constante controversia entre nosotros y ellos. Gaizca Fernández, al analizar la obra de Martín Alonso El catalanismo del éxito al éxtasis, cuando éste habla de los «trescientos años de expolio», indica que «se trata de un ejemplo claro de cómo el nacionalismo catalán está instrumentalizando la historia en la que, parafraseando a Gabriel Celaya, ve un arma cargada de pasado. Ciertamente, su uso partidista no es una novedad, pero sí el alcance y la efectividad del mismo».[32] Este sería un caso de olvido intencionado (olvido de la historia) que, por medio de la reiteración, se convierte en banal, es decir, se da por cierto y trae consecuencias. Pero ¿quién paga las consecuencias? El gasto (sangre, sudor y lágrimas), en estos procesos de creación del Estado-nación, siempre corre a cargo de las clases medias y populares. Los dirigentes acaban situados donde estaban o en las nuevas estructuras por ellos creadas.
Una lengua, en opinión de Billig, es uno de los métodos más eficaces para ejercer esa violencia, pues la creación de un Estado-nación independiente precisa de una gramática común que imponer a todos los súbditos coercionados. Así mismo, la bandera, todas las banderas, las monedas o los billetes, se usan para proponer «un recordatorio banal de la nacionalidad» (77). En Leyendas históricas catalanas, Martí de Riquer analiza una de las más populares, la de las cuatro barras otorgadas a Guifré el Pelós, que han pasado a formar la bandera de Cataluña. La leyenda, dice Riquer, «nace en las páginas de un historiador valenciano del siglo XVI poco escrupuloso y consigue una difusión y una aceptación sorprendentes, incluso muy superior a otras; con dificultad encontraríamos un catalán medianamente culto que no la conozca; a su conocimiento contribuyó poderosamente la inflamación patriótica de los románticos y los escritores de la Renaixença». Y la anécdota, como demuestra Riquer, es una leyenda porque «el uso de los emblemas heráldicos sobre el escudo no aparecen en Europa hasta finales de la primera mitad del siglo XII».[33]
En realidad, la nación es, siguiendo a Benedict Anderson, una comunidad imaginada y la llamada identidad no es otra cosa que «una especie de latencia o esquema cognitivo interiorizado en el seno del almacén de la memoria del individuo» (122). Por otro lado, históricamente «la aparición de los Estados-nación ha venido acompañada habitualmente de la creación de historias nacionales». Incluso el mismo territorio, con el que se llenan la boca los políticos (siempre desde la psicología social) no es propiamente un lugar físico-geográfico, sino, sobre todo, un ente que debe ser también imaginado «exactamente igual que la comunidad nacional» (129). Con estos juncos, identidad, lengua, territorio, historia, se teje un Estado-nación, que ante todo debe ser imaginado para poder ser banal. Y es que el nacionalismo banal consiste en dar por sentada la existencia de las naciones, por eso los políticos se dotan de «palabras prosaicas y automáticas» que faciliten la asimilación mecánica y sin reflexión de la identidad o de la misma posibilidad de un Estado-nación sin que eso genere duda alguna ni problema.[34]
Por otro lado, la identidad se construye no sólo por la reiteración banal de un nosotros, sino por la identificación enemiga y contraria de un ellos. El nosotros existe gracias a la elaboración de un ellos que, a su vez, es un constructo histórico y un enemigo a menudo inventado, con su ogro malo, su leyenda negra y sus balanzas fiscales. Sin estos dos componentes del constructo histórico y de enemistad inventada no puede crearse una identidad que opte a un Estado-nación. Por tanto, las instituciones coercitivas deben facilitar estos relatos y convertirlos en banales, en corrientes, en naturales, en generales, en interiorizados por los ciudadanos a través de los medios de divulgación, que no son otros que la escuela, el municipio y los medios de comunicación de masas, convenientemente subvencionados y engrasados económica e ideológicamente. También la familia resulta un excelente espacio para la narración de cuentos y leyendas, todo lo cual nos da un cuadro de transmisión de la identidad que recuerda épocas que todos creíamos superadas y cuyo nombre debería conocer bien cualquier ciudadano español en edad de votar y que haya llegado a los últimos temas de la asignatura de historia en el bachillerato. En relación con esta transmisión, María Teresa González, en su citada tesis sobre la influencia de la propaganda en la guerra de Bosnia-Herzegovina, se refiere en concreto al papel que los medios de comunicación tuvieron en aquel conflicto:
Se puede concluir que una de las causas de la violencia y de su mantenimiento en los territorios de la antigua Yugoslavia reside en la manipulación de los medios y en su uso partidista. Los medios, que fueron radicalizando su discurso desde finales de los años 80, contribuyeron a una mitologización del pasado, especialmente en Serbia y Croacia, insistieron en la idea de ‘diferencia’ respecto a las otras comunidades y fomentaron sentimientos de temor hacia los demás pueblos. Los medios de las diferentes repúblicas acabaron culpando a los otros pueblos de los problemas y prefirieron rescatar fantasmas del pasado en lugar de afrontar el reto que suponía la crisis política y, sobre todo, económica.[35]
Cuando, hacia el final de su obra, Billig aborda las concepciones posmodernas de los nacionalismos, apunta que nuevas ideas, como las de aldea global y globalización «están suplantando las condiciones del nacionalismo banal» (221). Constata, además, que un determinado movimiento de desintegración de los Estados-nación, que viene del siglo XIX, está conduciendo a que se imaginen «patrias más pequeñas en el seno del Estado existente», como en los casos de Escocia, Québec o los Balcanes (223). El análisis de estos tres casos le lleva a concluir que «el orden del mundo nacional [en el futuro] deja paso a un nuevo medievalismo» (225). Así mismo, establece que la globalización produce dos posibles reacciones nacionalistas: la que acepta esa globalización y el nacionalismo que él define «acalorado», aunque constata que, en realidad, «lo que está regresando es el tribalismo, no el nacionalismo» (226). Nuevo medievalismo y tribalismo, según Billig. Sin embargo, este movimiento hacia la integración o hacia el tribalismo conforma lo que se conoce como paradoja de Billig: «cuanto más se entregan los nacionalismos acalorados al ideal de la nacionalidad en su lucha por fundar sus patrias particulares, más aceleran el fin de la nacionalidad» (233). Tras la constatación de esta paradoja, Billig cierra su obra con esta advertencia que debería hacer reflexionar a todos, sobre todo a los políticos: «Aunque el futuro sea incierto, conocemos la historia del nacionalismo. Y eso debería bastar para fomentar cierto hábito de desconfianza vigilante» (294).
Epílogo
Alfonso Armada, cuando narra su viaje de Zaragoza a Sarajevo el 2 de julio de 2013, se cuestiona: «Hacemos la primera parada en Fraga, frontera con Cataluña. ¿Qué pasará de aquí a unos años? ¿Estará aquí el control de pasaportes? ¿Cómo no pensar en ello cuando vamos camino de Bosnia-Herzegovina?» (175).
Muchos ciudadanos que viven en Cataluña, algunos vinieron por necesidad, otros por curiosidad, otros por negocios, otros por admiración, huyendo otros, por ejemplo, de la misma Sarajevo en guerra, sin duda han podido compartir durante años la declaración de Slavenka Drakulić citada antes: «La fraternidad y la unidad parecían reales. Crecimos juntos, fuimos al colegio juntos —serbios, croatas y musulmanes—, nos hicimos amigos, nos casamos, tuvimos hijos, sin pensar nunca que la nacionalidad podía dividirnos».
Tal vez estas palabras puedan anticiparse como respuesta a las preguntas que plantea Alfonso Armada. Y no es un hecho gratuito que el autor, al final de su Sarajevo, piense en el futuro de Cataluña, porque lo que se está quebrando aquí es la sociedad civil, pues lo que se rompe es la convivencia; porque lo que se lleva gestionando durante años es la demonización de los otros, la cosificación y el desprecio de ellos; es decir, la confrontación; porque lo que se ha instalado ya en esta sociedad es la sospecha, la delación, la lista blanca y la negra, el ostracismo, el silencio de muchos de sus intelectuales y un raro ambiente de larvada confrontación. Una penúltima curiosidad terminológica: la palabra somatén, en castellano, es una corrupción de la expresión catalana som atents, estamos atentos. Estemos atentos. Finalmente, como si todavía fuera posible revertir eso que llaman proceso, me gustaría cerrar con el lamento que se lee en una de las mejores crónicas de Sarajevo, «A la sombra de los cerezos en Zeljezno Polje» (4/7/1993): «Hasta las cerezas acabarán por volverse amargas en Bosnia».
[1] H. Arendt: Eichmann en Jerusalén, Barcelona: Debolsillo, 2014.
[2] M. Billig: Nacionalismo banal, trad. Ricardo García, Madrid: Capitán Swing, 2014.
[3] S. Drakulic: No matarían ni una mosca: criminales de guerra en el banquillo, Trad. Isabel Núñez, ed. a cargo de O. de Miguel, Barcelona: Global Rhythm Press, 2008.
[4] I. Núñez: Si un árbol cae: conversaciones en torno a la guerra de los Balcanes, Madrid: Alba, 2009. Isabel Núñez aparece citada repetidas veces en este Sarajevo.
[5] Precisamente en Dayton vivía Alfonso Armada cuando El País le propone cubrir como corresponsal la guerra de Bosnia; el mismo Dayton al que vuelve en plena campaña que llevó a Obama a la presidencia.
[6] El reciente veto de Rusia, a petición de Serbia, para que el Consejo de Seguridad de la ONU calificara de genocidio la masacre de Srebrenica, sólo indica el peligroso rearme autoritario de estos dos regímenes.
[7] Verso que pertenece al poema «Hoy me gusta la vida mucho menos» de Poemas póstumos.
[8] Los números entre paréntesis corresponde a las páginas de Sarajevo de AA.
[9] C. Usón: «Y la creación surgió de las ruinas de los Balcanes», El País, 4/4/2012.
[10] Entre el 26 de junio de 1991 y abril de 1994 murieron 49 informadores, entre ellos el fotógrafo español Jordi Pujol Puente, alcanzado por una granada en Sarajevo. Reporteros sin fronteras tiene los datos de 2015: 16 periodistas muertos y 156 encarcelados, de momento.
[11] Marc Weingarten: La banda que escribía torcido: una historia del nuevo periodismo, Madrid: Libros del KO, 2013.
[12] J. Didion: El año del pensamiento mágico (trad. Olivia de Miguel), Barcelona: Global Rhytm y Círculo de Lectores, 2006.
[13] En sintonía con Goytisolo, arremete contra el «silencio de buena parte de la intelectualidad y la izquierda española ante el drama que se vive en Bosnia-Herzegovina en pleno corazón de Europa» (140). El mismo Goytisolo acabará escribiendo un relato-diario-reflexión sobre su visita a Sarajevo, que se publicó en El País (y en otros importantes periódicos) y por su editorial bajo el título de Cuaderno de Sarajevo. Estamos, pues, también ante un intergénero. ¿Nuevo periodismo o buen periodismo crítico de siempre?
[14] Paralelamente, también Susan Sontag llevará un diario de los dos viajes que realizó y que titularía Esperando a Godot en Sarajevo.
[15] En algún caso, incluso, desordena la cronología de las crónicas para lograr ese crescendo dramático, por ejemplo, las del 26 y 28 de julio del 93.
[16] Mª T. González San Ruperto: Las guerras de la ex Yugoslavia: información y propaganda, Madrid, 2001, pp 455-456: http://eprints.ucm.es/5146/1/T25315.pdf.
[17] X. Vidal-Folch: «Europa es el lugar de Grecia», El País, 6/7/2015.
[18] H. Arendt: o. cit., p. 368.
[19] Ibídem, p. 219.
[20] H. Arendt: Ensayos de comprensión (1930-1954), citado así en S. Drakulic: o. cit., cita inicial.
[21] S. Drakulic: o. cit., p.105.
[22] Ibídem, p. 106.
[23] Ibídem, p. 113.
[24] Ibídem, p. 112.
[25] A partir de este personaje, convendría reflexionar sobre la evolución de muchos individuos que hicieron carrera en el aparato del gobierno comunista para luego reciclarse y emerger como nacionalistas furibundos.
[26] Ibídem, p. 150.
[27] Responsables también por omisión.
[28] A. Armada: o. cit., p. 85 y 140.
[29] Textualmente así en Michael Billig: o. cit., pp 44 y 57. Billig no entrecomilla nunca la palabra violencia, que aquí debe ser entendida no sólo como fuerza coercitiva física, sino también como coerción mediática o poder para forzar o imponerse, en un sentido más amplio y simbólico, aunque real; o sea, la violencia o fuerza coercitiva que el ciudadano cede, en estados democráticos, para que la ejerza el Estado en beneficio de la comunidad, respetando, eso sí, las libertades de expresión, reunión y manifestación como elemental y mínimo común denominador.
[30] M. Billig: o. cit., p. 69. A partir de aquí, añadimos entre paréntesis las páginas de su obra en las que se trata cada asunto.
[31] ¿Podríamos llamarlos también memes sociopolíticos?
[32] G. Fernández. Sevilla: «Sobre la construcción de la identidad catalana», Claves de razón práctica, núm. 241 (julio/agosto 2015), p. 121.
[33] M. de Riquer: Llegendes històriques catalanes, Barcelona: Quaderns Crema, 2000, p. 10 y 13.
[34] No sería descabellado que algún intelectual de cualquier signo estudiara este rasgo de banalidad analizando, por ejemplo, las metáforas que usan los políticos nacionalistas; el partido de fútbol es tal vez el más frecuente.
[35] M.T. González: o. cit., p. 456.
Javier Pérez Escohotado, ensayista, poeta y crítico, es doctor en filología hispánica por la Universidad de Barcelona y profesor del Máster de Traducción Literaria del IDEC/Pompeu Fabra. Sus investigaciones se orientan hacia la gastronomía, la Inquisición y la vida cotidiana. Autor de los poemarios Laura llueve (2000) y Papel japón (2002), ha publicado, entre otros, los siguientes libros: Sexo e Inquisición en España (1998), Antonio de Medrano, alumbrado epicúreo. Proceso inquisitorial, Toledo 1530 (2003), Donjuanes, bígamos y libertinos. El filo de la Historia (2005), Crítica de la razón gastronómica(2007) y El mono gastronómico: ensayos de arte y gastronomía (2014). Asimismo, ha colaborado en Poemas memorables: antología consultada y comentada 1939-1999 (1999); ha editado y prologado Jaime Gil de Biedma. Conversaciones (2002) e Inventario de disidencias, suma de calamidades(2010). Ha publicado artículos de opinión y crítica en diversos diarios y revistas.
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