Viento sur
¿A quién importan ya las grandes preguntas?
/por Pilar Alberdi/
¿A quién importan ya las grandes preguntas? ¿Importaron alguna vez? Sin duda. Muchos de aquellos que consideramos hoy como clásicos se las hacían. Se dirá que estaban en la tradición; que ese pensamiento formaba parte del canon clásico; que la ciencia del momento no podía responder a preguntas relevantes, y que por alguna parte del camino de la historia que nos trajo hasta aquí esas cuestiones se perdieron. Por ejemplo, ¿hasta qué punto somos libres en nuestras decisiones? Esa fue el tipo de pregunta esencial para Sócrates, Agustín de Hipona, Cicerón, Séneca o Marco Aurelio.
En De República se pregunta Cicerón: «Y ¿cómo hubiera podido ser cónsul, de no seguir desde la infancia esta carrera que desde el rango de équide en que nací me llevó al honor supremo? No puedes acudir cuando quieras en socorro de la República, estrechada en peligros si no te has colocado en la condición que te permite hacerlo».
Y percibía en esto una serie ordenada de causas, que al final formaron su destino; pero no creía en un destino preestablecido.
Opinión similar observamos en Séneca: «Una causa depende de otra. Una serie interminable lleva implícitos los acontecimientos privados y públicos. Por eso hay que soportarlo todo con valentía, porque las cosas no caen del cielo, como creemos, sino que vienen». Y sí: al final, el destino es el resultado final de ese devenir de acontecimientos, cuando se lo considera desde esa perspectiva.
En el mismo sentido, Cicerón afirmaba que algunas cosas son verdaderas desde la eternidad, puesto que sucedieron. Dice: «Escipión tomó Numancia», y estaba claro que así fue, y no se podía negar. Y Séneca parece darle la razón cuando opina: «Hace tiempo que está decidido eso de lo que te alegras, y por lo que lloras», pero está decidido en la medida en que tú estás en una determinada posición y hay una sucesión de hechos y una serie de decisiones que en gran medida son parte del azar, así como de nuestro carácter y nuestras decisiones. Sócrates, intuyó claramente que llegaría el día en que sería juzgado públicamente, y de algún modo pasó parte de su vida preparando esa apología, porque en su carácter y proceder estaba y lo sabía casi con seguridad ese destino, por hechos a los que se había enfrentado y decisiones que había tomado libremente y que no aseguraban su vida. Por tanto, como refiere Platón, llegado ese día, no faltaron tres denunciantes y un jurado de 501 ciudadanos, de los cuales 280 lo condenaron a muerte. Si eso estaba en su destino, también se puede decir que un día lo estaba que yo leyese su apología, y desde la Acrópolis de Atenas buscase con la vista el lugar que ocupaba el foro.
El propio Cicerón afirma que creyeron en el destino Demócrito, Heráclito, Empédocles, Aristóteles y Crisipo en parte.
En su momento, Cicerón fue uno de los pocos romanos que conocía el griego, y tradujo algunas obras griegas. Incluso mantuvo como colaborador en su casa a un filósofo griego. Y todo eso, quedó inscrito en su destino, del mismo modo que la terrible muerte que le dieron; y cuya cabeza y mano derecha, sus asesinos, dejaron expuestas en lugar destacado de la tribuna de oradores, para regocijo de Antonio y de Fulvia, que le arrancó la lengua.
No puede haber destino, decía antes que estos san Agustín, porque si no, ¿qué significaría el libre albedrío? Nada. ¿Qué sentido tendría? Ninguno. Porque si no fuéramos responsables de nuestras decisiones, al menos de aquellas en las que podemos decidir, pues si no fuera así, no tendría ningún sentido regañar o castigar a nadie, ni imponer sanciones o leyes.
Y, frente a esa idea compatibilista en la que —si bien habrá cosas que nos vengan dadas y sobre las cuales no podremos decidir, si podemos, deberemos hacerlo en otras— pasan los siglos y llegamos lentamente al protestantismo, y ahí vuelve irreductible aquella idea de un destino absolutamente determinista, defendido especialmente por Calvino. O has nacido bueno o has nacido malo, eso era todo; en eso consistía vivir. Triste suerte si has nacido del lado de los malos. El novelista Hermann Hesse describe cómo en su bautismo su severo padre dijo de él: «Este niño será bueno o malo, ya lo sabremos». Pero frente a esta clase de protestantismo, la Iglesia católica se mantuvo en los fundamentos del libre albedrío: somos capaces de decidir dentro de las circunstancias cómo debemos actuar; y por tanto, somos responsables. Es verdad que los hechos, las circunstancias, nos empujan; pero aún hay espacio para tomar decisiones. Los clásicos latinos afirmaban que en la peor de las desgracias, la de ser esclavo, por ejemplo, aun quedaba a los afectados la libertad de quitarse la vida.
Pero ¿somos capaces de reflexionar lo suficiente como para que las grandes preguntas nos interesen? Evidentemente, de esto ya responde cada uno. Si para Kant existían los imperativos categóricos —unas responsabilidades ineludibles que uno asume frente a su propia conciencia—, Victor Hugo parece confirmarlo, explicando cómo una vez que se comprende el deber, es decir, aquello con lo que uno debe cumplir sí o sí, su vida puede pasar a ser un infierno, que también se acabará aceptando, a cambio de mantener la propia dignidad, apoyada en la responsabilidad. Tolstói escribía a su mujer pidiendo que explicase a los hijos que tenían en común que nada caía del cielo y que los alimentos o las ropas que vestían, así como los cuidados que recibían eran fruto del trabajo de los demás; trabajo a los que esos niños y jóvenes no estaban sometidos gracias a su origen noble. Porque estaba, es verdad, esa nobleza superficial, que para Tolstói era parte de su destino, pero también estaba la otra, la que llegó después, la del corazón, la que hacía posible que Tolstói se sorprendiera de ser el propietario de siervos o de bosques; un Tolstói que sólo reconocía como verdadera literatura aquella que mostrase la verdad de la condición humana con sus brillos, pero también con todas sus mezquindades. De ahí su respeto por Victor Hugo, el autor de Los miserables y Nuestra Señora de París.
Y claro, por supuesto que podemos decir que todo está en el destino. Al final, lo está. Pero el valor está en intentar ser el que uno debe ser, encontrar ese camino, en gran parte totalmente ignorado, que se va haciendo día a día, porque de lo contrario sólo queda el arrepentimiento de lo que no se hizo, no se vivió o uno no se responsabilizó, y no cambió. Y las personas que acompañan a los moribundos lo saben, porque han escuchado sus últimas conversaciones. En ese sentido, Elisabeth Kübler-Ross es siempre una autora recomendable en temas como los de la enfermedad, la muerte y la conciencia.
Pero esa tradición fuertemente determinista también está en Hegel. Y no cabe dudas de que la filosofía de Hegel influyó en su día, y avaló, el colonialismo con su desprecio por otras culturas, porque en su sistema solo sobreviven las culturas fuertes, y las más débiles solo existen para gloria de las anteriores.
¿Somos libres? ¿Por qué nos creemos libres? Sin duda toda nuestra vida ha estado marcada por una serie de causas, que nos llevaron hacia adelante en una línea determinada, pero ¿en qué medida decidimos? ¿En qué medida dijimos no o sí cuando debíamos? ¿En qué nos excusamos? ¿Por qué lo hicimos? Isaiah Berlin decía que, para tener opción de libertad, el agente debería poder actuar de forma contraria; y Spinoza, que los hombres se creen libres porque «son conscientes de sus voluntades y deseos, pero son ignorantes de las causas por las cuales ellos son llevados al deseo y a la esperanza».
Hannah Arendt, una filósofa reconocida por su aporte al conocimiento de los totalitarismos, repitió una y otra vez en sus obras que los hombres no reflexionan suficiente, y no lo hacen porque en el día a día es más fácil sobrevivir con prejuicios y siguiendo la moda de eso que se ha dado en llamar opinión pública.
Qué lejanas parecen hoy las palabras de Pico della Mirandola en su conocida Oración de la dignidad del hombre. Escribió:
Fue entonces cuando el Máximo artífice, sabiendo que no podía darle a esta criatura algo que fuese suyo propio, decidió que sería algo común tomado de todas las cosas singulares y propias de las demás. Tomo entonces al Hombre, obra suya imaginada como de naturaleza indeterminada, lo puso en medio del mundo, y le dijo: «No te he dado sede ni figura propia, ni menos aún algún peculiar don específico, ¡oh, Adán!, con el fin de que seas tú quien de manera libre escojas, bien por voluntad propia o bien por tu juicio, lo que tendrás y poseerás respecto de tu sede y de lo que haces. La naturaleza de las otras criaturas ya ha sido definida según las prescripciones de las nobles leyes que las constriñen. Para ti, en cambio, no habrá coerción irremediable, pues será tu propio arbitrio, que he puesto en tus manos, el que predefinirá lo que serás».
Y aquí estamos, y esto somos. Pero qué somos, cada uno lo podrá contestar.
Esa oración eleva al ser. Construir una vida desde ese pedestal idealista debe marcar la diferencia. En un momento como el actual, en que la infantilización de una sociedad opulenta cree que todo le cae del cielo porque sí, precisamente de un cielo sin dioses, ya no se trata de alfabetizar, sino de humanizar.
Pilar Alberdi (Mar del Plata [Argentina], 1954) es escritora y licenciada en psicología por la Universitat Oberta de Catalunya y graduada en filosofía en la UNED. Reside en Rincón de la Victoria (Málaga). Ha publicado poesía, teatro, narrativa, y artículos en diferentes medios periodísticos y ha recibido, entre otros, el Premio de Relatos Feria del Libro de Madrid, convocado por la editorial Plaza & Janés; el Ciudad de Segovia de Teatro y el Lazarillo para Textos Teatrales. Su página web es http://www.pilaralberdi.com/.
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