La ley de la selva
/por Pablo González/
Era la joya de la corona, la niña bonita del sur, espejo de seriedad para sus desnortados y alborotadores vecinos. Chile recibía parabienes sin igual de aquellos que fijan el camino a seguir y las instituciones a obedecer. Finanzas, financieros y caudillos del mercadeo mundial elogiaban sin reparos hasta que, sin saber cómo ni por qué, los chilenos se cansaron de ser ejemplo a seguir. El papel, ya se sabe, aguanta cualquier fría estadística retorcida hasta el límite, pero la vida real en el paraíso neocon ya es otro cantar. Las cuentas no muestran la letra pequeña, y el humano continúa en su pertinaz costumbre de comer tres veces al día y de exigir techo, trabajo y demás caprichos.
En época de halagos a la cantidad, Chile va de fábula: su PIB es de doscientos cincuenta mil millones de euros, casi cuadruplicado desde 1999; Santiago de Chile, con unos dieciocho mil dólares de renta per cápita, es una de las ciudades más ricas de América del Sur y la cifra para el país en su conjunto es de catorce mil dólares, casi igualándose con la periferia europea y elevándose orgullosa sobre su fallida región. De acuerdo al FMI, al Banco Mundial y a los consabidos think tanks el largo pétalo, que decía Neruda, representa el cielo neoliberal en la Tierra, o al menos en América Latina; pero claro está que, como de costumbre, hay demasiadas cosas que no se dicen y que vienen a explicar la raíz de las trágicas protestas que lo asolan desde hace meses.
El 50% de los trabajadores gana trescientos ochenta dólares al mes, estando la línea de la pobreza por ingresos en cuatrocientos veinte dólares. Es decir, la mitad de los asalariados, aun trabajando, son pobres. Peor están los pensionistas, ya que nueve de cada diez reciben menos de doscientos cincuenta dólares mensuales de un sistema privatizado por la dictadura de Pinochet (dictablanda según él y algún otro… la opinión al respecto de los miles de asesinados no ha podido ser recabada). Su sistema tributario es, más o menos, un atraco a mano armada para los que siempre suelen andar con las manos arriba: el 50% que menos tiene paga el 16% de sus ingresos totales para que el 10% más rico tribute solo el 11%; de acuerdo al procedimiento común entre sus correligionarios españoles, sospecho que se hacen llamar patriotas. La educación, privatizada, es definida en la Constitución como bien de consumo, no como derecho, y tiene uno de los sistemas más injustos y segregados del mundo. El que puede pagar tiene las puertas abiertas, luego dará lecciones a los que las han topado cerradas a cal y canto, incapaces de atravesarlas por no haberse esforzado lo suficiente.
Tal es el milagro para la mayoría de los chilenos, atrapados bajo una plutocracia corporativista encabezada por Sebastián Piñera, empresario/presidente poseedor de una fortuna estimada en dos mil ochocientos millones de dólares, y hegemonizada por los habituales dogmas de fe: competitividad, crecimiento sostenible, libertad de mercado y demás palabros que mal ayudan a entender lo obvio; que para que unos pocos disfruten de semejante obscenidad en sus cuentas corrientes, unos muchos deben terminar, a la fuerza, comiendo poco y mal. Así funciona este sistema económico, hiena depredadora del bien común que vacía la democracia y sus instituciones y destruye al Estado como garante de derechos, inalienables solo para el que pueda pagarlos.
Hace ya más de cuarenta años de la reunión en la que un futuro premio Nobel, adalid neoliberal y azote de lo público llamado Milton Friedman convenciera a Augusto Pinochet para convertir Chile en laboratorio de unas nuevas políticas económicas basadas en la absoluta desregulación de los mercados laboral y financiero y en la total privatización de los servicios públicos. En realidad, eran medidas tan viejas como el hambre, la gleba o las novelas de Charles Dickens: de ahí la feliz ocurrencia de añadir al supuesto invento el prefijo neo. Para Friedman y los fundamentalistas del mercado, su libre funcionamiento era suficiente para garantizar la asignación óptima de recursos y la maximización de capacidades productivas, justificándose por tanto cualquier sacrificio ante el altar del nuevo dios. Y muchos recomendó, para desgracia de tantos chilenos, durante su etapa como asesor estrella de la brutal dictadura, origen de la mayoría de medidas antisociales que han llevado al país a su situación actual. Mientras tanto, el otro gran economista neoliberal del siglo XX, Friedrich Von Hayek, se congratulaba igualmente por el taconazo militar, encantado de haberse conocido: «un dictador puede gobernar de manera liberal, así como es posible que una democracia gobierne sin el menor liberalismo. Mi preferencia personal es una dictadura liberal y no un gobierno democrático donde todo liberalismo esté ausente». Sorprendente oxímoron el de dictadura liberal, incomprensible para el viejo liberalismo, catequesis para el nuevo. Amén.
Tras Chile, triste pionera del proyecto, esta suerte de capitalismo ultra se extendió al norte, comenzando por el Reino Unido de Margaret Thatcher y los Estados Unidos de Ronald Reagan y terminando por casi todos los demás (la España del bipartidismo y su entrega fiel a las privatizaciones, austeridades y demás imposiciones de Maastricht no fue different esta vez). La agresividad neoliberal no fue tan dramática en Europa occidental, baluarte de unos derechos sociales que, mal que bien, aguantaron como pudieron el feroz ataque, mas el fondo de las cacareadas reformas fue (y sigue siendo) el mismo. El Estado debe estar lo más lejos posible de la producción de bienes, de la fijación de precios o salarios y ha de ser privatizado todo servicio público: seguridad social, sanidad, educación, pensiones, vivienda… El capital privado debe gestionarlos como meros productos de mercado, porque la salud, el techo o el saber no son derechos humanos, son mercancía que un Estado anquilosado y usurpador no sabe maximizar. Así está siendo, y así nos va yendo. Después de más de cuarenta años de hegemonía neoliberal, en la que el dios mercado y su santísima trinidad (globalización, crecimiento y competitividad) se han enseñoreado de la práctica totalidad de nuestro sufrido mundo, el 1% más rico del planeta concentra el 50% de la riqueza global y la historia se repite.
El pensamiento económico liberal dominó gran parte del siglo XIX y las primeras décadas del XX, hasta que la desaforada desregulación de los mercados financieros provocó el colapso bursátil de octubre de 1929 y una larguísima crisis que, no olvidemos, concluyó con el sobrecogedor auge del fascismo y una guerra total en Europa. La Gran Depresión ocasionó un profundo viraje en las políticas económicas de los gobiernos occidentales, convencidos por fin de que las prácticas bancarias y financieras debían ser estrechamente vigiladas. Impusieron para ello un fuerte intervencionismo en la actividad económica basado en un consenso que casi nadie cuestionaría hasta varias décadas más tarde: la planificación de las esferas más importantes de la economía era cosa pública. Los Estados Unidos fueron pioneros durante los años treinta con las políticas de Franklin Delano Roosevelt y su New Deal, fijando un rumbo que seguirían los gobiernos de Kennedy y Johnson décadas más tarde; en Reino Unido el gobierno de unidad durante la Segunda Guerra Mundial implantó decididamente las políticas económicas recomendadas por William Beveridge y John Maynard Keynes, continuadas más tarde por diferentes gobiernos laboristas. Así sucedió también en la mayoría de los países de la postguerra europea al oeste del Telón, que terminaron aplicando, a derecha e izquierda, keynesianismo en su versión nacional: Francia, Alemania Federal, Holanda, Suecia… El Partido Conservador del Reino Unido, por ejemplo, asumía sin ambages el contrato social y el Estado del bienestar, cúspides de un avance histórico tan ineludible como necesario tras décadas de desnortada y anticuada política económica liberal; incluso Winston Churchill, poco sospechoso de rojo peligroso, defendía en 1943 que «no se puede hacer mejor inversión en una comunidad que dar leche a sus bebés». En 1970, tras veintisiete años de incremento incesante del PIB nacional, Margaret Thatcher acabó con el suministro gratuito de leche en las escuelas británicas, ganándose de paso el sobrenombre de Milk Snatcher. Por lo visto, lo que era asumible para el Reino Unido en plena guerra dejó de serlo en 1970, aun tras larga época de bonanza y crecimiento; acaso los colegiales ingleses vivían por encima de sus posibilidades. Tal paradoja en la gestión láctea no haría otra cosa que mostrarnos el dramático desplazamiento a la derecha acaecido en la gobernanza económica a partir de los años setenta, cuando el fanatismo librecambista emergió vociferante de las catacumbas en las que llevaba encerrado desde el crac del 29. Desde entonces van ganando, y, por cierto, de forma bastante aplastante.
Así el capitalismo, sistema con peligrosa tendencia a envenenar el planeta y el alma del hombre, mostró su cara más amable durante estas décadas de keynesianismo progresista, tal vez forzado ante la alternativa establecida en la acera de enfrente, que bien podía ser vista como camino posible a ojos de las clases populares occidentales si sus gobiernos retomaban antiguas malas costumbres; pero, como suele repetir Julio Anguita, los cascotes del Muro cayeron hacia ambos lados. Fuese como fuere, aquel Estado del bienestar razonablemente bien financiado y las políticas públicas redistributivas enfocadas en el pleno empleo representaron, en general, valiosas conquistas que hoy están siendo vilmente dilapidadas. En 1976, el 1 % más rico de la población de Estados Unidos poseía el 9% de la riqueza; hoy, después de cuarenta y tantos años de ola neoliberal acumula más del 20%. No es simple coincidencia que este 20% sea justamente el porcentaje que el 1% más rico de la población estadounidense poseía en 1928, justo antes de que se desencadenara la Gran Depresión. La desigualdad no solo es lacra indigna e intolerable, es también ineficiente económicamente para un sistema voraz que gesta en su vientre la semilla de su propia destrucción.
¿Hay alternativa? Siempre la hay, la hubo y la habrá, aunque tantas veces parezca perderse a cada paso que damos. Tony Judt escribía que todos los cambios políticos de relevancia van precedidos de una profunda transformación cultural e intelectual, de una conquista hegemónica del sentido común general. Y a poco que uno lance una mirada al retrovisor, es evidente que así fue en los años de postguerra y progresismo económico y así está siendo en la presente y demasiado duradera acometida neoliberal. En época convulsa, de múltiples y rigurosísimos retos, la izquierda tiene ante sí la obligación histórica de recuperar lo que jamás debió perder: la capacidad discursiva para resituar la economía y sus relaciones de poder en el centro del tablero, porque éstas siguen siendo el hilo conductor de nuestro devenir. Solo a partir del reconocimiento de errores pasados (el contrasentido de que Margaret Thatcher hubiese entendido más y mejor a Antonio Gramsci que la mayoría de la izquierda europea de su época quedará para siempre en los anales de la historia) y de la construcción de un renovado contrapoder cultural capaz de enfrentar la vigente hegemonía podremos afrontar como se merece la longeva y humana lucha por alumbrar un mundo mejor, más justo y decente. El neoliberalismo, cataclismo de funestas consecuencias, ha desmantelado la mayoría de tejidos que sostenían nuestra vida pública para convertirnos en meros accionistas, en hombres y mujeres insolidarios, dolientes de un extremo individualismo que ha ido destruyendo cualquier cohesión en torno a un proyecto colectivo; y así, que cada palo aguante su vela. Urge por tanto edificar una nueva casa común, donde libertad e igualdad convivan por fin en perfecta armonía, con paredes verdes, violetas, arcoíris… Una casa de cimientos rojos y treinta habitaciones perfectamente amuebladas, erigida a partir de planos audaces, reflexivos y emancipados de la anacrónica y fracasada arquitectura neoliberal. Albañiles del mundo, unámonos y levantemos, al fin, una casa en la que quepamos todos.
Pablo González (Grau [Asturias], 1985) escribe sobre tecnología, sociedad y política y ha colaborado en diversos medios digitales. Entusiasta defensor del software libre, ha asesorado al Ayuntamiento de Grau en materia de nuevas tecnologías. Fue cocreador de Moshtown, una app buscadora de conciertos para dispositivos móviles. Ingeniero técnico de telecomunicaciones por la Universidad de Oviedo y máster en Dirección y Administración de Empresas por la Universidad Europea Miguel de Cervantes, actualmente trabaja como consultor de sistemas y seguridad en el sector tecnológico. Además, es aprendiz de músico y gaitero y toca el bajo en la mundialmente desconocida banda de punk The New Ones.
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