Diarios de cuarentena

Avelino Fierro desde su celda (13, 14 y 15)

Nuevas páginas del diario de cuarentena de Avelino Fierro, que dedica los días de enclaustramiento a releer a Gil de Biedma.

Desde mi celda /13, 14 y 15

/por Avelino Fierro/

Miércoles, 25. Hola, Sergio. Pensaba escribirte días atrás, para saber de ti y de tus niñas guapas. Para saber de tus asuntos poéticos. Y me he ido retrasando, perdona. Pero el índice de un libro me ha llevado de nuevo a ti. De vez en cuando me levanto de la silla de leer, de escribir, de mirar a los tejados y camino por la habitación de los libros. Me detuve en uno de Auden, Otro tiempo, y lo ojeé. Vi el dibujo que hice al final del poema «La ley como el amor». Es una escena de la calle en la que vivo: una farola encendida —es de noche—, lluvia que cae sobre los coches aparcados y forma charcos, los contenedores de basura, un árbol sin hojas. Es invierno. El libro lo terminé de leer el 12 de diciembre de 1994. Imagino que lo leería de seguido, porque Auden siempre me ha gustado. Es una imagen, sin duda, de un día del diciembre de aquel año.

Hay otros. Un lector que se ha quedado dormido sobre la mesa, apoyando su cabeza entre los brazos; un libro abierto y la luz del flexo. Por supuesto, ese dibujo está al final de Canción de cuna: la ilusión nocturna muere:/ que te roce el viento al alba/ la cabeza soñadora…  Otro más: dos amigos detenidos en una calle, al lado de una parada de autobús, mientras las hojas de otoño se revuelven en el aire. Y un retrato del poeta al final del libro. Su cara agrietada de los últimos años.

He visto también entre sus páginas la fotocopia de otra versión del poema «Blues fúnebre». El traductor del libro es Álvaro García, y es su tono —si así puede decirse— al que estoy acostumbrado. Hay muchas diferencias. Mira ya los primeros versos. En el libro: «Parad vuestros relojes, descolgad el teléfono,/ dadle al perro un buen hueso para evitar que ladre». En la copia: «Detened los relojes y cortad el teléfono/ Con un hueso evitad que el perro ladre». En el tercer verso, «que callen los pianos, y al ritmo del timbal amortiguado»; «silenciad los pianos y a golpe de tambor». Otro tanto sucede en el resto del poema.

Me gusta más la primera versión. Todo en la segunda parece que discurre a golpes, a batacazos: al perro hay que darle con el hueso en la cabeza y otro tanto hay que hacer con el piano. No sé inglés ni pienso levantarme a buscar el diccionario, pero apuesto a que muffled drum, es un determinado tipo de tambor, distinto del que aporrean los cofrades de nuestra Semana Santa.

Cómo me enredo, Sergio. Me acordé de ti, antes de todo esto que te llevo escribiendo, al ver el índice y encontrar allí las «Cuatro canciones de cabaret par Hedli Anderson». ¿Recuerdas que la última vez nos vimos en un cabaret, en la lectura de poemas de Mariano Calvo Haya, de su libro La madera que arde? El lugar, que no sé si conocías antes, sirvió para espectáculos eróticos y despedidas de solteros. He estado allí muchas veces, no en esos stripteases alocados de un presentador con rímel y ligueros, sino en actos culturales, sesiones de DJ’s, conciertos, homenajes o cumpleaños. Joder, algunas veces nos hemos retirado bastante tarde. Esa esquina, ese fondo norte, arropado por la cortina de destellos rojos, tiene mucho encanto. He presentado allí el libro de mi amiga Ruth, Unos cuerpos. El título ya dice bastante.

Esa misma noche te llevé hasta mi editor, Héctor. Mira que eres tímido y te cuesta arrancarte. Pero, al parecer, el ambiente favoreció el encuentro y al rato ya habíais llegado al acuerdo de publicar en Eolas. Y me hablaste de tus traducciones inéditas de Eugénio de Andrade.

En tu primer libro hay un poema, «Nocturno», que me ha hecho recordar ese dibujo de mi calle. Hablas de una ventana que enmarca ese trozo de un mundo anochecido que los dos estamos contemplando.

Pero volviendo a W. H. Auden y al a veces tremendo embrollo de las traducciones, se me ocurre que podemos acabar incluyendo el poema completo. Es uno de los más conocidos. Así esta carta de tono privado y de difusión pública puede que sirva para meterles el gusanillo de la poesía a algunos. Copio la versión de Jordi Doce, que está en su libro Los señores del límite, una antología de poemas y ensayos de Auden. Hasta el título es otro: «Blues fúnebre», habíamos dicho; aquí, «IX» (De «Doce canciones»).

Detened los relojes, descolgad el teléfono,
Haced callar al perro con un hueso jugoso
Y silenciad los pianos; con tambor destemplado
Salga el féretro a hombros, desfilen los dolientes.

Den vueltas los aviones con vuelo inconsolable
Y escriban en el cielo las nuevas de su muerte,
Que lleven las palomas crespones en sus cuellos
Y los guardias de tráfico se enfunden negros guantes.

Era mi Norte y Sur, mi Oriente y Occidente,
Mi día laborable y mi domingo ocioso,
Mi noche, mi mañana, mi charla y mi canción;
Pensaba que el amor era eterno: fui un crédulo.

No queremos estrellas; apagadlas de un soplo;
Desmantelad el sol y retirad la luna;
Talad todos los bosques y vaciad los océanos;
Pues ya nada podrá llegar nunca a buen puerto.

Hasta mañana. Un abrazo.

A.

 

Jueves, 26. Sergio, todavía es pronto para ver la reacción de los lectores al poema de Auden que hemos copiado en tu carta de ayer. Ese poema aparece recitado en aquella película, Cuatro bodas y un funeral, y tuvo su momento de gloria entre el público. Algo parecido a lo que ocurrió con la Quinta de Mahler, desde que el Adagietto fue parte de la banda sonora en  Muerte en Venecia, la película de Visconti. Por cierto, nadie cita estos días la obra de Thomas Mann —y es tan evidente— entre las que retratan la llegada de una epidemia. Vemos al pobre Aschenbach tratando de enterarse, de saber algo de los progresos del mal, ya que los periódicos locales habían desaparecido desde hacía varios días de la mesa del hall del hotel.

Volvamos a Auden. Empecé a leerlo en aquellos Poemas escogidos que editó Visor en 1981. Es esa una selección extraña, no aparecen sus poemas mayores, a excepción de «Musée des Beaux Arts» y «En memoria de W. B. Yeats». Al final viene «Sólo para amigos», que está requetebién. El tema: un retiro en una casa en el campo, con té, música y cotilleo, hablando «el lenguaje de la amistad». Los versos finales siempre los recuerdo para nombrar a aquellos a quienes tengo cariño, a alguien que me merece la pena: «que dentro del círculo de nuestro afecto/ tú también careces de doble». Ese poema destila un ambiente como el de los de su último libro, Thank You, Fog. Su lectura me animó a garabatear unos versos a lápiz, al lado: «En el andén, de regreso/ bajo oscuros nubarrones/ sé que olvidaste el amor…». Uff.

Harold Bloom no trata bien a Auden. Dice de él que como autor de canciones es el mejor en lengua inglesa del siglo XX, pero que como poeta reflexivo padece de la continua evanescencia de su materia. No sé si es lo mismo que quiere decir Jordi Doce en el libro del que te hablaba ayer, cuando escribe que Auden tiene pocos poemas definitivos, poemas que podamos considerar encarnaciones verbales de una visión estable o duradera. ¿Era Auden un tarambana e irreflexivo en su ideología poética?

Pero yo quería hablar hoy de tus traducciones del portugués Andrade, que desconozco y tengo ganas de ver editadas. Estos días, con bastante tiempo libre —los delincuentes no delinquen, los negocios civiles están aplazados—, leo un poco de todo. Acabé esas prosas de Andrade, A la sombra de la memoria, y he releído poemas de El otro nombre de la tierra. Al final de ese libro tengo la anotación siguiente a lápiz: «Abril 90. Hospital General Princesa Sofía». Y al lado del poema «Sobre la tierra», escribí estos versos que te copio en prosa: «De nuevo vivo amé la mañana con redoblado ardor. El frescor de abril llenaba la estancia del convaleciente, pálpito de luz morada sobre la pupila herida y el tenue bostezo de la ciudad. La vida golpeando mi pecho, dispuesto a quebrarse de nuevo». Y le puse de título Le malheur, porque me pareció de lo más decadente y simbolista. Estaba hospitalizado —en uno de mis ingresos recurrentes— desangrándome por dentro. Todo eso afortunadamente pasó, y ya ves ahora qué buena figura me gasto.

Yo no me veo traduciendo. Me gusta tener cerca un libro de Yves Bonnefoy; leo en francés y luego voy al castellano. Hasta hace poco tenía otro más interesante y denso, de Jaccottet. Disfruté observando las soluciones del traductor. Es Rafael-José Díaz, creo que hace buena labor. Es, además, amigo del autor, lo visita y se cartean. Este le hace observaciones, v. gr.: veilleuse de verre no es «mariposa de cristal», sino «un pequeño vaso de cristal para una vela», con lo que nuestro traductor desemboca en «lamparilla de cristal», y agradece el haber evitado sugerir una metáfora absurda que no existía.

Gil de Biedma, en el prólogo a la traducción de los Four quartets, que hace Álex Susana, escribe que traducir es un juego de envite y azar, en que maestría, astuta paciencia, talento para descartarse y buena suerte intervienen a cada ocasión en proporciones cambiantes e imprevisibles. No sé si con eso de la buena suerte se refiere a la intuición, de la que hablan bastante los especialistas. Pero lo hacen en un sentido casi científico, como algo controlable y que sea posible validar, que se encuentra en la conciencia lingüística pasiva del traductor. En fin, no sé qué hago contando esto a un especialista como tú.

Creo que sabes que cuando editamos mi libro Contra tiempo, entregamos de regalo varias cosas, tiramos la casa por la ventana (cómo se traduciría esto al francés, ¿qué expresión usarán ellos?): una postal, un marca páginas y una separata con el texto de los días en París. Isabel Llagaria, que se acaba de jubilar como profe de francés, se dio el atracón de traducir esas cincuenta páginas; no sé si atracón o festín, porque dijo que le había resultado muy agradable. Sólo un día nos escribió un correo para consultarnos cómo se podía traducir el nombre de un pájaro. Se ve que mi prosa no encierra muchas dificultades. Por cierto, Isabel conoce, porque vivió en su mismo pueblo, a Christian Bobin.

Mándame, por favor, alguno de tus poemas portugueses. Yo te enviaré por correo, a la antigua usanza, en sobre franqueado, un dibujo (↑) que acabo de hacer inspirado en un breve texto de Andrade. Abrazos.

A.

PD.- Se me acaba de ocurrir. ¿Qué te parece si le digo a nuestra editora que intente crear un enlace a la música y otro al dibujo? ¡Vamos a competir con las plataformas de la industria del entretenimiento!

 

Jueves o viernes, lo cierto es que no sé bien qué día es, Sergio. Como escribe Biedma a J. A. Goytisolo desde Nava de la Asunción: «Tu carta me llegó hace unos días, pero no sé cuántos, que al fin y al cabo para eso contrae uno estas encantadoras enfermedades: para prescindir del número y el nombre de los días. Por lo menos eso es lo que yo aprendí de Hans Castorp y de aquel insoportable Settembrini». Sergio, como tú y yo tenemos la sensación de que alguien lee por encima de nuestro hombro estas cartas, creo que para los curiosos menos ilustrados podemos aclarar que esos son los personajes de La montaña mágica de Thomas Mann.

Sigo con Biedma. En otra de las cartas dirigida a Carlos Barral desde Salamanca, dice que se siente cansado de leer y escribir y no poder pasear largamente. Vamos, eso es lo mismo que nos sucede a nosotros ahora. Tú, al menos, estarás acompañado por las zalamerías de tus niñas.

Yo había leído la correspondencia entre Biedma y Ferraté. Ahora estoy con esta que editó Lumen en 2010, mucho más extensa. Es una delicia. En la segunda carta salen a relucir, casi haciendo volatines, Rilke y Mallarmé. En la tercera, el comienzo es este: «He aquí que estamos en el momento alado, aquel en que la tarde roza delicadamente el cristal de la mesa sobre la cual escribo». En la siguiente, la dirección de Barral va en verso y al parecer así quedó escrita en el sobre que el cartero llevó hasta Vía Layetana. Y otra más. En ella vengo a enterarme de que el título que pone a sus versos de «Las Afueras», «Según sentencia del tiempo» viene de Anaximandro.

En esta última, dirigida a C. B., el 5 de abril de 1952, el compilador cuenta en nota al pie de página, la siguiente anécdota. Gil de Biedma está en otoño de 1953 en Madrid preparando oposiciones al cuerpo diplomático. Le suspenden en el primer examen, el de cultura general. «Se le pidió que escribiera sobre su ciudad preferida y eligió el pueblo de Arévalo, tal vez para frustrar las expectativas cosmopolitas del tribunal, al que la evidente boutade le pareció inadmisible». Me puse a reír, porque me recordó a un amigo que estuvo en el mismo trance con distinto resultado. José de León, pintor y adicto furibundo a la joie de vivre —que ayer mismo me enviaba un wasap sobre la plaga de estos días, un mensaje elegante, a la vez alusivo y elusivo— fue entrevistado para obtener una beca de un año en la Academia de España en Roma. A la pregunta del tribunal del porqué de su interés por aquella estancia en Italia, contestó: «Fundamentalmente, me gusta la pasta». El tribunal, de menos ringorrango, lo aceptó sin preguntar nada más.

Ya ves que estoy embebido en lo biedmaniano y en los inicios de la Escuela de Barcelona. He sacado más cosas de la biblioteca. Por ejemplo, dos ejemplares de la revista Papeles de Son Armadans, de enero y agosto de 1961, que ni recordaba. En el segundo, Biedma publica bajo el nombre de Coplas morales esos dos hermosos poemas, «Albada» y «Canción de aniversario».

Todo esto antes de volver a tu Andrade. Ayer, en esta rebusca libresca, encontré una nota a mano que puede que se refiera a una antigua versión tuya de uno de sus poemas. Es ese que finaliza así: «Intimidad con la tierra, tesón del corazón. Así se hace el poema».

Para mí Portugal es Lisboa, Pessoa y poco más. Ahora que he leído las prosas de Andrade y releído sus versos, se me aparece Oporto, de la que llega a decir que hace que el resto del país —excepción hecha del Alentejo y del Alto Duero— parezca, por comparación, completamente amorfo. Y sé algo más del tiempo de la infancia, y de ese deseo panteísta de fundirse con la naturaleza. Y de un rumor de garzas blancas. También de las dunas de la costa portuguesa. En ese capítulo hay una frase que subrayé, «caminan por la orla del agua y por mi memoria». El poeta habla de una mujer y un galgo que aparecen en la playa.

Vienen ahora, a la vez que la luz de este sol de amanecida que toca en los libros y me hace bajar la persiana, enormes deseos de viajar a Portugal, a ese Alto Duero, a la zona de las bodegas de la familia inglesa de Andy. Me lo propone todos los veranos y nunca acepto. Esta vez no será así, iremos a pasar unos cuantos días con la compañía de los versos de Andrade, oyéndolos con esa otra música, la misma y a la vez distinta, la de tu traducción.

A.


Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en cuatro volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012)Ciudad de sombra (2013-2014), La vida a medias (2015-2016)Contra tiempo (2017-2018) todos ellos publicados por la editorial Eolas.

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