/ por Antonio Gracia /
Apliquemos la lógica: este alienígena interior no es una maldición saturnal, ni ha venido de otros espacios exteriores: estaba aquí, injerto en los meandros de la teoría de la evolución, esperando que el progreso propiciase su estallido y le abriese la puerta para manifestarse como un elemento más, igual que el radio existía, aunque no lo supiéramos, antes de Madame Curie, y la penicilina antes de que Fleming conjurase sus ingredientes para bien de la humanidad. Es un enemigo contra el que no valen flechas ni bombas, ni oraciones, sino cientifismos. Entonces, ¿qué pueden hacer los líderes sociales sino tratar de atajarlo y, luego, buscar una supervivencia en el nuevo caos ordenado? ¿No es eso lo que hicieron los descendientes de los nativos contaminados de nuevas enfermedades por los conquistadores de la América colombina?
No hay catástrofe estelar, no hay apocalipsis. No hemos entrado en un nuevo mundo, ni este se va a acabar, sino que se extiende y amplifica, como siempre, con nuevos seres, consecuencias de los anteriores. Porque el universo es una obra en expansión, una mutación constante. Y conoceremos otros que tendremos que integrar y armonizar. Que sepamos gestionar los cambios, que desarrollemos enfermedades e inmunidades, progresos y regresos, depende, también, del ser humano, como ocurrió con las múltiples mutaciones de la naturaleza, la existencia y la convivencia. Cambiaremos como nos cambió la peste medieval o el nazismo, Lutero o Copérnico: actualizándonos; y sobrevivirá el ente darwínicamente más dotado para sobrevivir: la inteligencia. Vemos, como si hubiera ocurrido en un instante, la transformación de los dinosaurios y el nacimiento del homo sapiens; y sin embargo fueron millones de años lo que duraron esas metamorfosis. Entonces no existía la prisa y los organismos iban lentamente desde su causa a su consecuencia. Hoy es la prisa la que nos hace llegar tarde porque creamos causas sin prevenir sus consecuencias. Se nos olvida que somos una mínima palanca de Arquímedes en el movimiento de nuestro planeta. Somos un microbio que ahora quiere ser habitado por otro al que le importamos lo mismo que al Diablo una manzana del Edén.
Pero nos importamos a nosotros mismos. Y la naturaleza cósmica, terrícola y humana lo asimilará si dejamos que el puzle se recomponga y ayudamos a ello. Porque si todos queremos lo mejor para nosotros y para los demás, ¿por qué no creer que los demás quieren lo mejor para sí mismos y para nosotros? Ese deseo nos iguala a todos, nos solidariza, nos hace creyentes de unos en otros, sin excepciones. Sin embargo es la desconfianza la que rige nuestra sociedad; y el vecino duda de su vecino y el gobierno desconfía de la oposición así como esta desconfía de aquel y todos desconfiamos de todos. In aeternum. ¿Por qué será sino porque somos una sociedad de caínes sin abeles? Algo de eso sostenían Machado y Unamuno: que nuestro mal es el cainismo.
¿Por qué el político tiene como primer rasgo distintivo la desconfianza en los otros políticos? ¿Acaso es esa una virtud? Incluso ahora, que el enemigo interior es el primer enemigo de todos, todos acusan al otro de gestionar mal la batalla contra el virusaurio. ¡Que tú no lo haces bien y que tú lo harías peor! ¡Que el Sánchez no tiene idea y el Casado tiene menos! Que los dos quieren divorciarse de la sensatez y casarse con una verdad falsa. ¿No es más lógico que —todos los políticos— dejen de ordeñar la vaca del cainismo —y la teoría conspiratoria— y confíen en quienes suelen equivocarse menos en estas cuestiones, que son los expertos, los científicos, microbiólogos: de izquierdas, de derechas y de en medio? Ellos deberían ser los únicos césares de esta singular batalla; el único Alejandro de este nudo gordiano.
Pero claro: en una democracia el fracaso de los gobernantes es el fracaso de los electores. Y no aprendemos más que a repetir los errores: también la muchedumbre, tan docta en ciencias sociales y pandémicas, elige, califica y descalifica a este o aquel politicoide teniendo como único doctorado cum laude lo aprendido en la tribuna del televisor.

Antonio Gracia es autor de La estatura del ansia (1975), Palimpsesto (1980), Los ojos de la metáfora (1987), Hacia la luz (1998), Libro de los anhelos (1999), Reconstrucción de un diario (2001), La epopeya interior (2002), El himno en la elegía (2002), Por una elevada senda (2004), Devastaciones, sueños (2005), La urdimbre luminosa (2007). Su obra está recogida selectivamente en las recopilaciones Fragmentos de identidad (Poesía 1968-1983), de 1993, y Fragmentos de inmensidad (Poesía 1998-2004), de 2009. Entre otros, ha obtenido el Premio Fernando Rielo, el José Hierro y el Premio de la Crítica de la Comunidad Valenciana. Sus últimos títulos poéticos son Hijos de Homero, La condición mortal y Siete poemas y dos poemáticas, de 2010. En 2011 aparecieron las antologías El mausoleo y los pájaros y Devastaciones, sueños. En 2012, La muerte universal y Bajo el signo de eros. Además, el reciente Cántico erótico. Otros títulos ensayísticos son Pascual Pla y Beltrán: vida y obra, Ensayos literarios, Apuntes sobre el amor, Miguel Hernández: del amor cortés a la mística del erotismo y La construcción del poema. Mantiene el blog Mientras mi vida fluye hacia la muerte y dispone de un portal en Cervantes Virtual.
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