/ por Fermín Goñi /
La literatura ha tenido, a lo largo de los tiempos, tres fuentes cardinales para nutrirse: los hechos, históricamente comprobados; las deformaciones de los hechos que han ido produciendo las transmisiones orales (incluso algunas escritas) y la imaginación de los autores, de los novelistas. Con estos elementos nutritivos se han ido produciendo novelas, cuentos, poesía, narraciones más o menos históricas y multitud de panfletos y pliegos de cordel. El magín de los novelistas siempre ha ido por delante de la narración histórica, ya que es más asequible pensar y soñar que recurrir a las fuentes fidedignas, muchas veces inasequibles o, simplemente, tediosas. Pero, ¿quién fue capaz de imaginar que una pandemia producida por un gen que contiene ácidos nucleicos podía paralizar, atemorizar y arruinar a buena parte del mundo, como nos está sucediendo ahora? ¿Quién? La verdad, no encuentro a persona alguna con tanta y tan fértil imaginación.
Vayamos a los hechos contrastados. El pasado treinta de diciembre de 2019 el oftalmólogo chino Li Wenliang, de treinta y cuatro años, comunicaba a seis colegas en un chat lo que consideraba como la aparición de un nuevo brote de Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SARS), aquel que entre 2002 y 2003 produjo 8422 casos de contagio y 916 muertes en veintinueve países de los cinco continentes. Fue la primera pandemia del siglo XXI y comenzó en la región de Guangdong, al sur de China. Al doctor Wenliang, funcionarios de la Oficina de Seguridad Pública de su país lo acusaron, por sus escritos en el chat, de hacer comentarios falsos y estuvo bajo vigilancia policial. Falleció por la COVID-19 el treinta de enero de este año. A partir de entonces el mundo supo que había un nuevo virus, el SARS-CoV-2, diferente a todo lo conocido hasta el momento, que se transmite por la respiración (aunque no es exclusivamente respiratorio, porque es también cardiovascular, anula el olfato, afecta al cerebro…) y que su velocidad de propagación ha sido extrema. A finales de junio, había más de diez millones de infectados diagnosticados (que pueden ser cinco veces más en total porque existen contagiados asintomáticos que continúan propagando la enfermedad) y los muertos superan el medio millón en los cinco continentes. Esto representa, sin duda, un aspecto de la globalización; hay otros, igual de dañinos.
La población de la Tierra ha descubierto, a la fuerza, que los humanos no somos sino una especie animal más y que todos estamos a merced de un coronavirus, con el que habrá que convivir durante muchos meses. Como todavía no hay medicamento que lo elimine, debemos asumir que viviremos un tiempo (hasta que llegue una vacuna de ámbito universal) con miedo y temor, junto a mascarillas, medidas de higiene continuas y distanciamiento entre los individuos. Lo repito: viviremos con miedo en tanto no se fabrique de forma masiva una vacuna que nos haga inmunes. Nunca, nadie, imaginó un mundo así. La realidad, como siempre, superó a la ficción.
En la literatura el tema de las epidemias ha sido tratado en numerosas novelas y asimilables. Después de Tucídides, Lucrecio o Séneca, Giovanni Boccaccio, en su Decamerón, narra las consecuencias de la peste negra ocurrida en Florencia durante 1348, que va arruinando la ciudad. Siete mujeres y tres hombres, todos ricos florentinos, se encuentran de manera casual al término de una misa en la iglesia vacía de Santa Maria Novella. Allí acuerdan huir de la ciudad y de la peste para instalarse en una villa abandonada en las afueras, concretamente en Fiesole. Durante dos semanas, descansando sábados y domingos, irán contando cuentos, diez cada uno, cien en total, que son a veces procaces, atrevidos (para la época) en materia de moral y anticlericales. La obra más conocida de Boccaccio transcurre mientras la peste negra mata a las dos terceras partes, aproximadamente, de la población europea; más de cincuenta millones de personas. En aquel siglo, un bacilo y su portador, una pulga, diezmaron al continente.
Ramón de Mesonero Romanos, después de un largo viaje por Europa, volvió a Madrid en 1834 cuando la ciudad, ese año y el siguiente, padeció una epidemia de cólera morbo. La epidemia lo contagió y, además, se cobró la vida de su madre. Lo cuenta, con su maestría habitual, en Memorias de un sesentón, mientras refiere también la desgracia de la primera guerra carlista. Es decir: había en España, simultáneamente, una epidemia mortal y una guerra civil; también mortal (135.000 personas fallecieron en la contienda). No es una novela. Mesonero Romanos relata lo que está viendo y padeciendo, ya que él fue uno de los que enfermaron.
En su novela Ensayo sobre la ceguera, de finales del siglo pasado, José Saramago retrata el caso de una pandemia imaginaria, la ceguera blanca, que se va extendiendo como una mancha de aceite golpeando a los infectados de manera doble puesto que el Gobierno, un gobierno que el autor no describe, los va recluyendo en campos de concentración, provocando más dolor y desolación. En la novela únicamente se salva la mujer del médico; un médico, como el resto de los personajes, que es anónimo y logra el milagro de dirigir a los ciegos en su lucha contra la opresión del Gobierno hasta que los ciudadanos, de manera sorprendente, comienzan a recuperar la visión.
También Thomas Mann, a comienzos del siglo XX, en la novela Muerte en Venecia, centra su acción sobre unos personajes que, viendo cómo una epidemia de cólera se ceba con la ciudad, resisten instalados en un hotel de verano mientras Gustav von Aschenbach, un escritor alemán que ha perdido el método para volver a escribir, no aguanta y acaba muriendo. Muerte en Venecia no es stricto sensu una novela sobre epidemias, si exceptuamos la propia, mental, que lleva consigo Aschenbach. Albert Camus se ocupó igualmente, a su manera, de las epidemias en su novela (que él mismo consideró como una obra fallida) La peste, que transcurre en la ciudad argelina de Orán a mediados del siglo pasado. Orán había sido una ciudad crucificada por epidemias a lo largo de su historia y Camus retrató en 1947 lo que sufría la sociedad por una peste que contagiaron las ratas, mientras las autoridades decidían qué hacer para contener la plaga. El británico Daniel Defoe, en Diario de un año de la peste, publicada en 1722, se ocupa de la epidemia de peste bubónica que azotó Londres en 1665, mientras que el italiano Alessandro Manzzoni, entre 1821 y 1823, hace lo propio en Los novios cuando relata el ambiente que se originó por la gran peste de Milán, que mató a un cuarto de millón de personas entre 1628 y 1630.
También Gabriel García Márquez recurrió a la peste, en su caso la del insomnio, cuando el patriarca de Cien años de soledad, José Arcado Buendía, descubrió que en Macondo había aparecido una plaga que además de anular el sueño afectaba a la memoria. La cuarentena y un eficaz sistema de colgar carteles en todos los instrumentos, animales, plantas, lugares, etcétera, evitó que el pueblo quedara para siempre desmemoriado y sin saber qué comer. García Márquez relata que Buendía, para anular la desmemoria, colgó de la cerviz de una res un cartel que decía: «Esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche».
La literatura —en este artículo se citan algunos ejemplos— se ha ocupado de pestes y epidemias: ha sido un tema en ocasiones recurrente y se narra como lo que fue; algo imprevisto. Otra cuestión es encontrar a los culpables de situaciones tan dramáticas, si los hubiera. En Florencia, durante el siglo XIV, la Iglesia católica cargó todos los males a los ciudadanos por haberse separado de Dios; la peste fue un castigo divino. En el Madrid de 1834 algunos vecinos culparon a la Iglesia católica de haber envenenado varias fuentes públicas; la chusma, en venganza, asesinó en menos de un día a 73 frailes, y otros once resultaron heridos. En la pandemia española de la COVID-19 la culpa de lo que ha ocurrido (los casi 28.000 fallecidos y 250.000 contagiados), según los partidos de derecha y extrema derecha, es del Gobierno que preside Pedro Sánchez. El Ejecutivo ejerció el mando único frente a una epidemia que, desde sus centros médicos, gestionaban las consejerías de Sanidad de las comunidades autónomas, y decretó el Estado de Alarma, con su añadida cuarentena. El Ministerio de Sanidad tiene una plantilla de 1044 trabajadores (la consejería de Sanidad de Castilla y León, por citar un ejemplo, más de 7000) y las comunidades autónomas cerca de 150.000 médicos en nómina. ¿Piove? Porco Governo…, dicen en Italia.
Junto a todo esto nos queda otra certeza: lo de la globalización ha resultado ser pura filfa. Cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) estableció que la COVID-19 era una pandemia, los países que tenían los medios para paliar sus efectos se volvieron, como el mundo, locales. Lo global dejó paso a lo local. ¿O es que nos falla la memoria, como en Macondo, para recordar las semanas de marzo y abril, aquellas en las que los gobiernos —los europeos, sin ir más lejos— trataban de comprar a cualquier precio mascarillas, guantes, trajes protectores, batas desechables, respiradores y todo cuanto ayudase para frenar los contagios y la expansión de la enfermedad, pero el mundo era ya un gran bazar persa? Ha fallecido más de medio millón de personas y algunos se han hecho muy ricos con la peste. Es un gran tema para la novelística, además de una vergüenza insuperable. ¿O no?
Publicado originalmente en A Quemarropa, diario de la Semana Negra de Gijón.
[EN PORTADA: El triunfo de la muerte, de Pieter Brueghel el Viejo]

Fermín Goñi nació en Pamplona en 1953 y es licenciado en periodismo y ciencias políticas. En el ámbito periodístico ha trabajado para los diarios Norte Deportivo, Deia y El País, ejerció como corresponsal en España de Radio France International (Radio París), ha dirigido Tribuna Vasca y fue director general del ente público Radio Televisión Navarra, ha sido consejero delegado y fundador de Diario de Noticias y consultor en diversos medios de comunicación de Iberoamérica. En su faceta de escritor ha abordado diversos géneros, que incluyen la narrativa, el ensayo o los libros de viajes, como Guía secreta de Navarra (1979) y Navarra, una tierra de contrastes (1992). Es autor también de los libros históricos Aezkoa, cien años de lucha (1978) y Lecároz en 100 palabras (2015), del ensayo El fotoperiodismo, la fuerza de la imagen (1999) y las novelas Los escandalosos amores de mis amigos (1977), Y en esto llegó Fidel (1993), Las mujeres siempre dijeron que me querían (2001), Puta vida (2002), El hombre de la Leica (2006), Te arrancarán las tripas, negro (2008), Los sueños de un libertador (2009), Una muerte de libro (2011), El secreto de mi jardín (2013), Todo llevará su nombre (2014).
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