Germán Huici: «No propongo un Cielo como alternativa al Infierno; si seguimos buscando una “gran solución”, una utopía, seguiremos recogiendo grandes decepciones»
/ una entrevista de César Iglesias / fotografías de Alejandro del Pozo /
Germán Huici Escribano (Madrid, 1981) adquirió pronto el vicio —para algunos nefando— de pensar. Su razón de vivir es también razón de pensar, lo que le lleva a afirmar, con permiso de Descartes: «Existo, luego pienso». Por educación y actitud, forma parte de una generación de ensayistas y pensadores que ha hecho de su experiencia vital el sustento de su escritura sin necesidad de abominar de las tradiciones filosóficas. Practica Germán Huici un pensamiento espeleológico que le ha conducido a recorrer alguna de las simas donde anidan nuestros monstruos cotidianos. En plena pandemia ha dado a la imprenta Desde el Infierno (Trea, 2020), un diario filosófico en el que intenta alumbrar las tinieblas del capitalismo. A este título le preceden otros dos ensayos: Entre miradas (Elba, 2013), donde abordó la pintura en una época en que el diluvio de imágenes y la fugacidad consumista condena el arte a las estercoleros de la intrascendencia, y El dios ausente (Elba, 2016), en el que se aventuró a descifrar, en compañía de Walter Benjamin, la dogmática del capitalismo y el consumismo patológico, una religión con millones de fieles y escasos herejes.
Empecemos por el epílogo de su último libro: Cuarentena, escrito el 10 de abril, en plena devastación coronavírica. Afirma, sin rodeos, que el confinamiento «reafirma el carácter infernal del presente». ¿Tenía dudas cuando concluyó el ensayo de que residíamos en el Averno?
Es una pregunta muy observadora, ésta. Es interesante cómo en los escritos se deslizan cosas que el que las escribe no sabe que dejó caer o no cree que lleguen a percibirse. La respuesta es: sí, dudaba. Más que dudar de la visión de esta era que da el libro, dudaba de que fuese útil. Ver la era presente como infernal es una apuesta filosófica que pretende aclarar cuestiones, también movilizar un punto de vista crítico. Un excesivo pesimismo puede llevar al fatalismo y a la inactividad, y, siendo el libro un texto que pretende ser político, yo no deseaba eso. Pero, al mismo tiempo, vivimos en una fase del capitalismo que carece de esperanza en una era mejor: ya no se espera la revolución que refunde la realidad y la mejore, como sucedía en el sigo XX. Éste es uno de los rasgos infernales que yo detecto en el presente. Esta incapacidad para concebir una alternativa histórica lleva a aceptar situaciones verdaderamente perversas, aunque se reconozcan como tales. Determinadas cosas que han pasado, que se han impuesto, desde que empezó la crisis del COVID-19 son un buen ejemplo de ello. El nivel de aceptación es escalofriante. Se dice mucho eso de que el capitalismo se adapta a cualquier cosa, pero hay que recordar que el capitalismo es una ideología profesada por sujetos. El capitalismo somos nosotros. Por eso quiero denunciarlo como infierno: para recordar que hemos normalizado un mundo, una forma de vivir, que es realmente terrible. En ese sentido, el confinamiento disipó mis dudas, no tanto de que vivimos en el Infierno, sino de que tiene utilidad explicar esta época como infernal. Recordar el malestar al que nos hemos acostumbrado, para que se haga insoportable y que buscar una alternativa no sea algo opcional, sino inevitable.

Los fundamentalistas religiosos, tanto los jerarcas como sus legionarios, y los neofascistas hablan estos días del demonio con mayor asiduidad y lo vinculan a la pandemia. ¿Le preocupa esta coincidencia temática?
Me preocupa un poco. No tanto porque el texto se pueda malinterpretar: creo que su lectura hace evidente que no tiene nada que ver con ese fenómeno. Lo que me preocupa es que el conservadurismo está usando el término con una utilidad hasta cierto punto análoga. El neofascismo se presenta como más revolucionario que la izquierda mayoritaria, que peca de posibilista; de derrotista. Es sólo una fachada, claro: el fascismo siempre ha usado el atractivo revolucionario para imponer regímenes de mimbres económicos conservadores. Pero Trump, Bolsonaro, etcétera, manejan una imagen revolucionaria y subversiva que el progresismo parece haber perdido. «El mundo es un Infierno, necesitamos cambiar el mundo para que deje de serlo» puede ser un enunciado con el que estoy de acuerdo a nivel alegórico, y que creo que la izquierda debería recuperar. La mentira de la supuesta revolución conservadora reside en que ese cambio pase por reinstaurar un pasado grandioso que nunca existió o que era estructuralmente tan injusto como el presente. Este relato, aparte de éticamente terrible, es un engaño. No se puede reinstaurar el pasado.
En 2016 publicó El dios ausente y ahora nos sirve Desde el infierno. La tradición judeocristiana indica que si hemos matado o exiliado a Dios de nuestras vidas, lo previsible es que nuestro destino sea el submundo. ¿Ha sido esa la senda recorrida entre ambos ensayos?
Hay tintes de eso, sí. Me interesan mucho las religiones en general y el judaísmo y el cristianismo en particular. Son dos ámbitos mitológicos e ideológicos fascinantes y amplísimos, y, por supuesto, su influencia sigue presente, también en el pensamiento laico. Soy muy weberiano en esto. La modernidad, desde la Reforma y la Contrarreforma hasta finales del siglo XX, ha sido una época de revoluciones frustradas. En parte, por una herencia del milenarismo cristiano. Recordemos que el cristianismo primitivo, por lo que sabemos, fue un grupo religioso muy radical en sus planteamientos y minoritario. Los primeros cristianos pensaban que la segunda venida de Jesús era relativamente inminente e iba a traer el Reino de Dios a la Tierra. A esta Tierra. Convertir la teoría de esa secta milenarista judía en la religión estructural de un ámbito cultural tan amplio como el Imperio romano implicó una inmensa cantidad de soluciones filosóficas, casi ingenieriles. Es un proceso fascinante que culmina en gran parte con san Agustín. Pero, por lo que lo traigo a colación, es porque estructuralmente esa vertiente mesiánico-revolucionaria del cristianismo tiende al inevitable fracaso y al pesimismo. Esto entronca con un pesimismo sobre la condición humana, que está presente en el Tánaj (es ambigua esta visión del sujeto en el judaísmo, pero en parte está ahí). La cosa es que ese pesimismo ontológico y el milenarismo frustrado resurgen en el presente. Por eso en El Dios ausente ponía en relación la ideología de nuestra era con el gnosticismo pesimista. En mi último ensayo hablo del mundo como infierno, que entroncaría, de nuevo, con ese gnosticismo pesimista. En este libro no he querido entrar en estas relaciones entre cultura laica y tradición religiosa, pero es algo que está siempre presente en mi pensamiento: en parte porque creo que somos animales religiosos, no podemos evitar vivir en un mundo simbólico, alegórico (en cierta medida mágico); creyente. La filosofía tiende a enredarse con el tema de la creencia en el mundo supuestamente laico. Una solución al respecto es el concepto de ideología, también el de inconsciente. Al final la clave es que vivimos inmersos en constelaciones de creencias, que no responden a principios lógicos, que se rigen por otras estructuras.

A finales del XIX Jack el Destripador dejó aquella nota lapidaria junto al cadáver de una de sus víctimas: «Desde el infierno». Hemos tardado en ser conscientes. ¿Se lo explica?
Aunque no se sabe con seguridad si la carta la firmó el asesino mismo, es claramente el testimonio de una mente perturbada. Es un testimonio terrible, empezando por su plasticidad, por la letra temblorosa, exaltada. El texto es dantesco. Un loco es una persona que se ha sumergido en una fantasía personal. La diferencia crucial con la cordura es que el cuerdo habita, en mayor o menor medida, en una fantasía social, compartida por muchos. La fantasía de Jack era terrible, sin duda. Pero, si nos resignamos a vivir en un mundo sin esperanza, sin grandes ideales, con este nivel de desigualdad social, de contaminación, de ausencia de intimidad, de protagonismo de la pantalla frente al cuerpo, con una incapacidad para disfrutar de los placeres más sencillos de la vida alarmante… Estamos sumergidos en una suerte de Infierno común. Sin duda, no tan oscuro como el de Jack, paro aún así bastante oscuro.
Nos advierte de que somos incapaces de reconocer que vivimos en el inframundo, cuando la mayoría de nosotros ardemos en sus llamas. ¿Tan poderoso es el liberal-satanismo o nos va la marcha?
Jajajaja. Probablemente las dos cosas a la vez. Pero es poderoso, sí, este capitalismo satánico. Aunque yo no lo llamaría liberal: es un término que me parece engañoso. La única libertad que defiende es la libertad del mercado. La libertad es para mí un valor muy importante, pero la libertad de las personas para vivir, no para trabajar y comerciar. Dicho esto y hablando del poder de este particular satanismo: con sus diferentes variantes, el capitalismo se ha extendido prácticamente por todo el mundo. Ahora China emerge, pero, con sus particularidades, es una manifestación de la misma visión del mundo. En épocas de colapso cultural, ha sido común que la alternativa histórica se tome del extranjero. Pero, ahora el extranjero sólo aporta otra versión de lo mismo. Nos hemos quedado sin bárbaros que invadan esta Roma. Eso, ideológicamente, implica un poderío y una solidez tremendas. La única esperanza es que esta obra se derribe por su propio paroxismo. El exceso de rigidez tiende a volver a las cosas quebradizas. Esa es, en parte, mi esperanza.
¿El engaño reside en que hemos asumido la cotidianeidad infernal?
Sí, sin duda. La hemos aceptado, además, no como una construcción cultural, sino como la realidad más innegable y prosaica. Se analizan las leyes del mercado como se estudia un fenómeno natural, como algo que existe al margen de nosotros y que hemos de simbolizar. ¡Pero el mercado lo hemos creado nosotros!
Describe algunas manifestaciones de los dominios de Lucifer. Vamos por partes. La primera: la dictadura del Big Data.
Conecta con lo anterior. El Big Data es un ejemplo supremo de algo puramente humano que tomamos por una realidad superior. Tiene esa pátina de autoridad técnico-científica que hace que lo aceptemos sin crítica. Las respuestas que nos da el Big Data son tan matizables y cuestionables como cualquier análisis humano. En general, tenemos una relación pseudomágica con la informática. Aceptamos los avances tecnológicos con una ausencia de crítica que me parece preocupante.
Otra: la fe en las máquinas es imperturbable, cuando vivimos en la sociedad de la avería.
Pocas máquinas dan tantos errores como un ordenador. No digo que eso lo convierta en una mala máquina: digo que estamos confiando en su infalibilidad en contra de la evidencia.
La satrapía de las pantallas es también una de las torturas infernales del presente.
El mundo de las pantallas no puede sustituir a la vida tangible. Una realidad sin cuerpo es una realidad degradada.
Seguimos: el absolutismo mercantilista como forma de esclavitud.
Es ambiguo esto. Yo no usaría el término esclavitud de forma literal, porque tiene connotaciones muy concretas. Pero la libertad individual de un trabajador de un taller de Bangladesh que tiene que elegir entre trabajar en unas condiciones peores que las de la mayoría de los esclavos de la antigua Roma es una libertad paradójica y cuestionable. Se habla mucho de la libertad económica en nuestra época; yo prefiero llamarla libertad de mercado. Libertad para tasarlo todo, inclusive el tiempo de las vidas humanas. Luego lees sobre la vida en los regímenes soviéticos, en el Moscú de los años sesenta. La repartición equitativa de la riqueza no era perfecta, ni mucho menos, pero era mucho más amplia que en los países capitalistas. La gente no cerraba las puertas de sus casas, no tenía sentido robar a un vecino que tenía lo mismo que tú. Había pleno empleo con jornadas muy reducidas y una exigencia laboral más laxa. Para mí eso es libertad económica: un mundo donde los criterios de la teoría económica no rigen la vida íntima de los individuos. Luego, muchos otros aspectos de la libertad individual estaban estrictamente reprimidos. No pretendo reivindicar el sovietismo como ejemplo de libertad individual, ni mucho menos. Pero si en algo había más libertad individual, era en el plano económico. Hoy la teoría económica (que no la economía tangible) rige nuestras existencias de forma casi dogmática.

El malismo como ideología desvergozada. Ahí están Aznar, Abascal, Salvini, Le Pen, Putin. Trump, Maduro, Xi Jimping, Daniel Ortega y tantos otros legionarios del mal.
Es una lista de nombres muy diversa, habría que hablar de cada caso, de varios no tengo la información necesaria. No todos los citados me parecen desvergonzados: algunos, como Abascal, reivindican un neomoralismo, perverso y mentiroso, pero con su forma particular de decoro. Otros sí son claros ejemplos de malismo desvergonzado. Me parece además una terminología muy acertada. El ejemplo paradigmático es Trump, que ejemplifica la decadencia de la política democrática espectacularizada. Cuando unas elecciones se viven como un show televisivo, no gana el que lleva mejor programa, ni el más respetable, ni el más solvente: gana el que más entretiene. Trump resultó más entretenido que sus rivales ejerciendo un papel de clarísimo villano. Eso le llevó a la presidencia del país más poderoso del Occidente.
Chernóbil es una de las metáforas a las que recurre para sustentar su relato: el industrialismo de la catástrofe que sólo nos puede deparar la destrucción de todo tipo de vida sobre la Tierra o la del «escarmiento a nuestra arrogancia», cuando la humanidad haya sido borrado del planeta y sólo queden otros seres y ruinas. El ejemplo no es una distopia: es una realidad. ¿Hay vida tras los apocalipsis?
Sin duda, sí. San Agustín ya pensó que el mundo se acababa cuando agonizaba mientras los vándalos sitiaban Hipona. Y la segunda guerra mundial hizo plantearse algo parecido a muchos, como Benjamin o Zweig. Yo no sé si la degradación ecológica que estamos generando terminará con nuestra propia extinción, pero sí veo una grandilocuencia apocalíptica, en el sentido mitológico del término, en esa obsesión tardo-moderna de vernos como los futuros verdugos de la vida en la Tierra. Creo que en parte es una suerte de sueño de la (pos)modernidad: un deseo de castigo por una culpa estructural y un delirio ególatra. Me parece un exceso dramático; creer que nos hemos vuelto tan poderosos que en nuestra caída arrasaremos con todo. A lo mejor nos hace falta humildad, también para poder corregir las muchas cosas que pueden precipitar esa caída, que igual llega, pero de forma menos espectacular. Quiero decir, que a lo mejor conseguimos extinguirnos sin destrozarlo todo, a lo mejor no somos para tanto. Esto no quiere decir que no sea horrible y preocupante lo que estamos haciendo a los océanos, a las abejas, a los grandes mamíferos… Pero también está más que comprobado que la vida se abre paso en circunstancias sorprendentes: por eso Chernóbil es hoy en día un vergel radiactivo.
Si el capitalismo es el infierno tangible, ¿podemos confiar en la existencia de un cielo posible o seguimos haciendo caso a Dante: lasciate ogni speranza?
Mire, esto entronca con lo anterior: nos volvemos a encontrar con la grandilocuencia moderna. Este Infierno se asienta en el fracaso de las utopías del XX. Como el asalto al Cielo ha fracasado, pues no asentamos en una forma de vivir que literalmente pone en peligro nuestra especie. Casi es un capricho infantil de la izquierda: «como no puedo tener una utopía, me enfado y dejo que el capitalismo campe a sus anchas». El libro no propone un Cielo como alternativa al Infierno. Es una cuestión dialéctica: la antítesis no hace más que reforzar el conjunto. Las dialécticas se rompen no con soluciones opuestas, sino con fórmulas que replanteen toda la relación ideológica. Si seguimos buscando una gran solución, una utopía, seguiremos recogiendo grandes decepciones. Pero que no haya soluciones políticas, éticas e ideológicas totales no significa que los esfuerzos no den réditos. Parece que la izquierda de los siglos XIX y XX fracasó porque no logró soluciones perfectas. Pero, ¿de dónde salen los derechos de los que gozamos hoy y que estamos perdiendo? De la actividad política. Hoy, el activismo político europeo en el campo económico está en horas muy bajas, y por eso las diferencias de clase aumentan. En España, en concreto, es alarmante. El feminismo, en cambio, está en alza, y surgen mejoras. La sociedad sigue siendo machista, las soluciones no son totales, pero yo veo cambios. Para salir del Infierno creo que tenemos que dejar de aspirar al Cielo para evitar la consiguiente decepción y empezar a conformarnos con la vulgaridad y la veracidad de la tierra. Esto parece que contradice mi lamento sobre el fin de las grandes esperanzas, pero es que yo creo en tener grandes esperanzas por seguir luchando, por no detenernos, sin llegar nunca a una situación perfecta. En política, como en casi todo en la vida, primar la vivencia del proceso sobre la consecución del objetivo, es clave. Claro que el distanciamiento de esa vivencia, de esa veracidad, en el que estamos sumergidos a causa de los excesos de la virtualidad y la burocracia es un enemigo difícil de derribar. Pecamos de exceso de idealismo, en los dos sentidos del término: el convencional y el filosófico.
Pese a todo, abre la puerta a la felicidad en el infierno, incluso con la pandemia. Explíquese.
Bueno, la vida de cada una tiene facetas. A nivel individual, a mí pensar me ayuda a ser más feliz. Existe el tópico conservador de que pensar demasiado le genera a uno problemas y le hace más desgraciado. Es algo muy matizable esto. Pensar genera problemas, pero también los resuelve. Yo me he criado frente a un televisor, tengo una cuenta bancaria, me han enseñado que la política representativa es la forma casi única de hacer política. Lo normal en mi generación, vamos. Pero me he quitado muchos lastres pensando, tengo menos necesidad de estatus que antes, he aprendido la importancia de comer, de bailar, de tocarse; de esas experiencias tan difíciles de tasar y que yo defiendo como subversivas en este capitalismo de excesos idealistas que habitamos. Cuando consigo una cierta estabilidad económica, cosa que en mi vida hasta el momento sólo sucede a temporadas, soy bastante feliz. No es tan complicado ser feliz, en realidad. El problema es que, como decía, la vida tiene facetas, y si ser feliz en lo íntimo es factible, la política lo pone más difícil. En el Infierno se puede escarbar refugios íntimos, pero no refugios políticos.
«Ser anarquista» es el título del noveno capítulo. Intuyo que no va de reconocerse bakunista, pero intuyo que hay algo declaración ideológica. Se proclama anticapitalista, pero hay muchas formas de anticapitalismo y algunas de ellas luciferinas.
Creo que un anarquismo no utopista es muy útil hoy. Vivimos en un mundo en el que las instituciones de todo tipo han alcanzado una complejidad monstruosa. A eso me refiero cuando hablo de exceso burocrático. Todos esos aparatos técnico-teóricos por los que se rige la vida suelen ser sistemas que se crearon en parte como formas de gestión de la sociedad de masas, pero que han acabado convirtiéndose en cánones que seguimos de forma casi ritual, olvidando su propósito inicial. La toma de los medios como fines es esencial en la burocratización. Ocurre con el dinero y el mercado, con la burocracia estatal y bancaria, pero también con las herramientas que podrían mejorar nuestra vida política. Partidos políticos, sindicatos, se han convertido en medios que tomamos como fines. Para alejarse de todos estos excesos abstractos, veo en la acción directa, en la política de calle, algo muy valioso. Creo realmente que la empatía sin corporeidad se degrada muchísimo. Se necesita la presencia de los cuerpos de los otros para comunicar el sufrimiento, la angustia económica. Sobre todo en este Infierno de datos y pantallas. Porque la izquierda, al final, por mucho que teoricemos los que vamos de intelectuales, tiene en esa empatía su sentido primero. Ser de izquierdas se basa en el deseo de que se acabe la injusticia; es una cuestión de empatía. Desde esa óptica me considero anarquista.

Su anterior ensayo, El dios ausente, revela su preocupación por la formulación teocrática del capitalismo. ¿Qué importancia tuvo en esa reflexión que dejó Walter Benjamin titulada El capitalismo como religión?
Para mí, una lección a sacar de ese texto breve de Benjamin es que el capitalismo no es algo pragmático, prosaico, sino algo en lo que creemos con fe y pasión. Algo en lo que no sabemos evitar creer. Vivimos enterrados en su pegajosa realidad ideológica. Yo estoy muy influido en esto por Slavoj Žižek y su noción de ideología, pero creo que, verdaderamente, la línea que separa lo ideológico de lo religioso es bastante fina. Al final, como apunté más arriba, la clave es que somos seres creyentes. Es importante tener esto claro porque uno no se libera igual de un pensamiento lógico que de una creencia. Yo, como Žižek, vengo en parte del pensamiento lacaniano, y a través del psicoanálisis he reflexionado sobre cómo funcionan las estructuras culturales inconscientes. También me han influido mucho fenomenólogos de las religiones, como Mircea Eliade, y autores que ponen en relación directa lo religioso y lo ideológico, como René Girard o Thorstein Veblen. Supongo que mis dos últimos libros están intentando armar un manual de apostasía. Por eso, Desde el Infierno se plantea desde la experiencia propia, un poco como un diario, porque liberarnos de una creencia, o de un sistema de creencias, es un acto experiencial, personal. Estas ambigüedades entre logos y mythos las maneja también de forma extraordinaria Friedrich Nietzsche. Las diferentes formas de pensamiento no son estancas: están relacionadas; pensar nos ayuda a alejarnos de la creencia, pero no basta. Hay también que pasar un proceso, el trauma de abandonar un mundo ideológico para pasar a otro. Y estos trances son peligrosos: recordemos que Nietzsche, que avanzó demasiado en soledad, acabó loco.
George Steiner nos habló en su Nostalgia del absoluto de cómo las religiones monoteístas han sido sustituidas por otras creencias de hierro. Al sabio Steiner se le olvidó incluir al turbocapitalismo y su soporte ideológico, el liberal-satanismo, si me autoriza el neologismo. ¿Ha identificado sus dogmas y nuestros rituales de sumisión a ellos?
Una respuesta completa a esta pregunta sería muy amplia. El dios ausente está dedicado a identificar algunos de esos dogmas y rituales. Pero apuntaré algo en este sentido, a modo de resumen. Sobre los rituales, vivimos en una sociedad muy ritualista. Ese formalismo burocrático que afecta a la actividad económica, a la relación política, al ocio informático de la red social, es, según mi interpretación, una suerte de rito sin mito. Algo cuya repetición da sentido a nuestras vidas individuales y sociales; pero se trata de un sentido degradado, infrahumano. Frente a los rituales tradicionales, la ausencia de simbolismo del rito burocrático construye una existencia vacía de esencia narrativa. Además de seres creyentes somos seres narrativos; ambas cosas están íntimamente relacionadas. Repitiendo cosas vacías de significado nos asemejamos a autómatas; una sensación muy presente en la literatura moderna, pero también en la mayoría de gente que coge, día tras día, el transporte público a primera hora para ir a trabajar. Es por esta centralidad de la repetición vacía por la que las sociedades occidentales contemporáneas están llenas de adictos crónicos. Adictos al trabajo, a las drogas, al juego, al consumo…, todos autómatas sin historias que les llenen, que les den sentido.
Sobre la dogmática del tardocapitalismo es variada y compleja, pero lo más característico de ella es que se disfraza de realidad prosaica o de evidencia científica. Se presenta lo cultural como natural. Hay muchos ejemplos.Uno muy claro es la idealización de la competencia entre individuos como forma idónea de relación entre las personas. Herbert Spencer y su darwinismo social siguen presentes hoy, por desgracia. En general, aún no hemos superado el cientifismo y tendemos a dogmatizar cualquier enunciado que esté respaldado por la Academia cientifista. Esto no es un ataque el método científico, en absoluto, sino a la ciencia empleada para justificar cuestiones ideológicas, políticas, morales o económicas.
El Libro, llámese Torá, Biblia o Corán, es la referencia para los antiguos absolutismos, como lo es la producción de Karl Marx o de Sigmund Freud para los de los dos últimos siglos. ¿Qué manual totémico maneja el fundamentalismo capitalista? No me cite la producción de Adam Smith, porque al menos introducía la compasión (ahí está su Teoría de los sentimientos morales), o de David Ricardo, Karl Popper o Friedrich Hayek, de la que excluyo a la casquería ideológica de Milton Friedman y sus conmilitones.
Me cuesta citar a otros, porque creo que la teoría económica es la teoría referencial del presente y lo es de forma casi devocional. Es lo más parecido que tenemos a textos sagrados. Incluiría en este corpus a los economistas citados por usted, pero también a los progresistas, con John Maynard Keynes a la cabeza. Es cierto que sería una teoría no tan cerrada como la Biblia a partir del siglo IV: es una revelación más abierta, aunque no exenta de dogmas que la articulan. Pero la forma en la que acatamos los dictados de los economistas —o, más bien, la interpretación que el poder hace de ellos— es escalofriante. Ninguna época anterior toleraría que se pasase hambre con la cantidad de excedente de alimentos que generamos en el presente; y lo hacemos en nombre de la economía. Es cierto que producimos más que nunca, pero es innegable que la repartición de la riqueza es menos justa que en otras épocas. Tiramos comida al mar, toneladas, para mantener los precios. Es algo grotesco moralmente, pero también es un inmenso sinsentido. Yo lo veo como una demostración de fe, entre muchas otras. Otra cosa es recuperar partes o la totalidad de la obra de un economista desde una perspectiva crítica. Efectivamente, los economistas presentan contradicciones, y, por supuesto, plantean cosas mucho menos terribles de lo que el sistema termina aplicando. Pero es que ahí entra la exégesis que el poder hace de los textos. Recordemos que el Evangelio es un texto con una ética social estrictamente revolucionaria, que abole las clases económicas de forma explícita. Las comunidades cristianas trabajaron formas de protosocialismo durante siglos. Pero luego el Imperio romano asimiló el cristianismo y la cosa cambió. Las estructuras de poder tienden a hacer interpretaciones sorprendentemente heterodoxas de sus textos canónicos. Las constituciones de los Estados modernos ofrecen otro ejemplo de esto.
¿El economicismo se ha convertido en la ciencia del absolutismo infernal, pese a que habitualmente yerre (siempre a favor de los mismos) tanto en vaticinios como en soluciones?
Sin duda. Más o menos ya lo expliqué más arriba, pero es clave lo que señala: que seguimos confiando a pesar de los evidentes y abundantes errores. Lo hacemos en contra la evidencia razonable, como buenos creyentes.
Habla del homo oeconomicus, pero su pensar en imágenes nos trae una más próxima y visual: Terminator, el robot exterminador de su creador. ¿Esa es otra amenaza diabólica?
La lucha contra la corporeidad es central en este Infierno. El Infierno es un mundo donde el cuerpo es despreciado. El tema de la represión del cuerpo ha sido tratado de forma particularmente lúcida en el pensamiento feminista y antirracista, porque defiende los derechos de colectivos que han sufrido la represión de lo corporal con particular virulencia. ¿Qué tiene que ver esto con Terminator? Que Terminator es un modelo, es el uomo nuevo que viene a suplantarnos. Esto se dice explícitamente en las dos primeras entregas de la saga, que son las que me parecen brillantes. Un robot es el trabajador perfecto: no se queja, no cobra, no se cansa, no falla. Ya comenté más arriba que esa infalibilidad que les atribuimos a las máquinas modernas es una fantasía. En realidad sufren innumerables averías y sus vidas útiles son cada vez más breves. Terminator no es como las máquinas que existen, sino como las máquinas que deberían existir, como las máquinas que deberíamos ser. La metáfora de la máquina como modelo de la persona es bastante elocuente; tiene muchas manifestaciones. Otras serían: el trabajo del cuerpo en el gimnasio, el ocio disciplinado en sus diferentes vertientes, la sexualidad estandarizada y burocratizada a través de aplicaciones como Tinder o Grinder… Tengo una concepción del cuerpo muy influida por Maurice Merleau-Ponty: para mí el cuerpo es percepción, sensualidad, presencia, movimiento, baile. El cuerpo es tacto antes que ningún otro sentido, y después de tacto, gusto, también es empatía. Para mí todo esto está en crisis, molesta al orden establecido. Yo no critico la religión en su esencia: creo que es algo inherente a las personas, y encuentro, frente al capitalismo, en esa corporeidad, algo sagrado que enfrentar al relato imperante. Un sujeto opuesto a Terminator, blando en vez de duro. Michel Foucault también me ha influido mucho en toda esta parte de mi pensamiento, y Silvia Federici.
El poeta y Premio Cervantes Antonio Gamoneda, activista anticapitalista desde su adolescencia de proletario de la posguerra, sostiene la necesidad de «restablecer la conciencia de la pobreza, que es nuestra realidad, para ser pacíficamente revolucionarios, pero eficazmente revolucionarios» y su invocación es articular alternativas militantes frente al consumismo. ¿Lo comparte?
No lo sé. Leo las palabras de Gamoneda y me resultan cercanas y análogas, pero dudo mucho. Podría apoyar una revuelta de aspiraciones revolucionarias en un momento dado, aunque es cierto que, por mi propio pensar dialéctico, sí tendría sentido oponer a la grandilocuencia de la máquina infernal de la historia y sus dinámicas de masas, la paciencia de obrar en lo íntimo, en lo pequeño. Trabajar lo político desde la experiencia, no desde el acontecimiento. Paciencia, intimidad, pequeño, experiencia, son palabras subversivas en el presente, sin duda. Pero, al mismo tiempo, las injusticias generan una suerte de urgencia en mí que no puedo evitar, aunque puede que sea un sentimiento traicionero. No tengo claro cómo debo vivir mi vida política.

¿Predica usted con el ejemplo en su cotidianeidad?
Algo. Vivo con humildad para el ámbito que me rodea, aunque no encuentro ningún mérito en ello porque realmente tengo todo lo que deseo, menos tiempo. A temporadas, los trabajos alimenticios me roban demasiado tiempo. Casi nunca trabajo en cosas relacionadas con mi actividad intelectual. He militado en diferentes colectivos, proyectos: como comenté antes, creo mucho en la utilidad de las diversas formas de activismo. Escribir mismo es para mí una forma de activismo, aunque también lo hago por ego, por supuesto. Creo que la culpa y la vergüenza son emociones negativas, conservadoras, más inmovilizadoras que creativas. Pero lo cierto es que librarme de la culpa estructural que siento por no estar viviendo una vida coherente es algo que me acompaña. Tampoco trazo una línea entre la ética política y la personal. Está de moda la frase todo es política: para mí recibir una llamada de un amigo que tiene un problema y dejar lo que esté haciendo para salir a ayudarle es algo muy similar al activismo. Otro ejemplo: viví dos años en Toronto. Es una ciudad maravillosa, pero con una vida social distante. Mi pareja de entonces y yo tuvimos la suerte de hacer amigos en seguida; gente que nos gustaba mucho. Encontramos una casa con una cocina grande y dimos muchísimas cenas. Gastamos mucho tiempo y dinero que no teníamos en dar de comer. Se generó un grupo, un ámbito social que antes no existía, en torno a esas cenas. Dos recién llegados a la ciudad conseguimos crear ese ambiente tan familiar. Toronto es la ciudad con más inmigración del mundo: en Nochebuena había gente lejos de su familia, también amigos musulmanes que no celebraban la Navidad. Esa cena me gustó mucho. Todo este proceso de las cenas de Toronto tal vez sea la actividad política de la que me siento más satisfecho: mucho más que de lo que haya escrito; lo veo algo más útil. Lo digo completamente en serio, no es una hipérbole. Por otro lado, también tengo mis furores consumistas. Últimamente compro discos de vinilo por encima de mis posibilidades. También hago demasiadas cosas, y me tomo casi todas ellas como deberes profesionales. Es paradójico pero es así: en cierto sentido, soy un adicto al trabajo, a la tarea con un objetivo, aunque sea autoimpuesta. Es difícil no ser un poco demonio cuando has crecido en el Infierno: ya dije más arriba que las creencias son muy pegajosas.
En alguna ocasión se ha definido como pensador de las imágenes. En su libro de ensayos Entre miradas disecciona la charlatanería sobre el arte como una de los lastres de nuestro tiempo. Supongo que esto lo habrá hablado en casa con su padre, el ensayista y crítico de arte Fernando Huici. Confío en que no haya habido crisis familiar.
Jajajajaja. No no, me lo enseñó él. Es verdad que, volviendo al tema de predicar con el ejemplo, una cosa en la que fui consecuente es que cuando descubrí que yo sentía y pensaba que las artes visuales han de ser esencialmente visuales, dejé de escribir tanto sobre ellas. Mi padre ha ejercido su oficio desde una humildad que no es la más común entre los críticos, es un caso muy especial. Aun así, creo que él puede pensar que también ha escrito demasiado; se lo tengo que preguntar.
Yo reivindico que el arte tiene que ser algo para que disfrutemos con cierta sencillez. Homínidos anteriores al sapiens ya decoraban sus herramientas. Y bailaban. El arte no es algo que sólo esté al alcance de las élites intelectuales o de sujetos particularmente sensibles. Esta concepción es una aberración de nuestro tiempo. Otra represión del placer más directo, del cuerpo en realidad. El arte, en todas sus variantes, que son esencialmente diferentes aunque la filosofía haya abusado de teorizarlas unitariamente, tiene una esencia sensorial. Luego, una pintura o una instalación pueden tener también un contenido intelectual extraordinario, por supuesto. Pero si sobreintelectualizamos el arte lo volvemos elitista; se lo robamos a la gente. La base de todo esto que digo está en los textos de Ángel González García, que también me ha influido mucho.

Reivindica la contemplación como la única vía de captar lo fundamental de una imagen. ¿Sobran mediadores y exégetas?
Sobran mediadores y exégetas en todos los ámbitos de la vida.
Alude a Marcel Duchamp y sus advertencias de la dictadura de la palabra en el mundo del arte. ¿Es parte también del mercadeo capitalista?
Exacto, es otra forma de idealización, otro exceso idealista. Eso es el capitalismo de hoy: un idealismo excesivo y dogmatizado. Los teorizadores y teóricos mandan: en el arte, en la economía, en la política. Puede parecer una afirmación muy abstracta, pero de este problema derivan los problemas tangibles. Los teorizadores son los que justifican la diferencia de clase, el resto de injusticias. Establecen completos aparatos teóricos para justificar que el arte no es de la gente, que las casas no son de la gente, que el tiempo no es de la gente, que hay que arrojar toneladas de mantequilla al mar mientras muchos pasan hambre…
¿Tal vez la razón de ser de las artes visuales es incitar a la creación, sea con imágenes, palabras o sonidos?
Para mí la clave está en el placer. Desde esa perspectiva, tiene sentido perderle el miedo tanto al disfrute como a la creación. Es algo que me fascina del punk y que funciona. Con un poco de alegría, puedes ponerte a hacer algo muy sencillo y muy poco perfecto, lleno de errores pero que te haga disfrutar a ti mismo y a los demás. De todas formas, no defiendo con esto que todas las obras estén igual de bien hechas o que todos los sujetos tengan el mismo talento, o el mismo gusto. Pero eso no debería detenernos de crear y disfrutar. Pensemos en la cocina: no sé si es un arte, no me importa, pero es un campo que los críticos han pervertido más tarde y con menor grandilocuencia. Es obvio que se puede cocinar mejor o peor, pero eso no estigmatiza a nadie para cocinar. Pues con el arte igual. Son cosas básicas de la vida.
Concluyo. Tres ensayos y una novela. Define su escritura como diarismo filosófico. ¿Qué vínculos mantiene sus libros de pensamiento con el de narrativa? ¿Podemos hacer taxonomía, o lo suyo es la escritura mestiza?
Suena muy bien escritura mestiza. Honestamente, yo siempre quise contar historias; me gusta contar historias. Pero descubrí que me quedaban mejor los ensayos, o esa impresión me daba a mí. Aunque creo que los géneros no son muy importantes. A grandes rasgos, contar cosas con palabras escritas tiene mucho en común independientemente del género. Si acaso veo más diferencias entre la poesía y el resto de textos. La filosofía escrita, eso seguro, es un género literario.


César Iglesias es licenciado en filología española por la Universidad de Oviedo. Ha trabajado desde 1982 como periodista en diferentes medios de comunicación (Cadena SER, La Nueva España y La Voz de Asturias) y en gabinetes de comunicación de instituciones públicas. Es autor de la plaquette Las casas pechadas (Trea, 2011) y de los libros Lengua del duelo (Trea, 2016), Piazza del bacio (Trea, 2016), en colaboración con el artista plástico Federico Granell, y Suena la nieve (Isla de Siltolá, 2019)
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