/ una reseña de Álvaro Valverde /
Enrique Juncosa nació en Palma en 1961. Es crítico de arte y comisario de exposiciones. En, por ejemplo Tate Britain, de Londres; Hamburguer Banhoff, de Berlín; Musée des Beaux-Arts, de Nantes; Kunsthal de Rotterdam; Museo Guggenheim, de Bilbao; Fundació Joan Miró, de Barcelona; Whitechapel Art Gallery, de Londres; Fundaçao Gulbenkian, de Lisboa; Museo de Arte Moderna, de Rio de Janeiro; Astrup Fearnley Museet vor Moderne Kunst,de Oslo; Fundaçao Serralves, de Oporto; SMAK, de Gante; MAXXI, de Roma; o el Pabellón Español de la Bienal de Venecia. En la actualidad prepara una exposición de Miquel Barceló para el Museo Nacional de Osaka en Japón.

Fue director del Irish Museum of Modern Art de Dublín (labor por la que recibió la Orden del Mérito Civil concedida por el Gobierno de España), director adjunto del IVAM de Valencia y subdirector del Museo Reina Sofía de Madrid. Ha escrito sobre la obra de numerosos artistas, tanto nacionales como extranjeros. También literatura. Además de un libro de relatos, Los hedonistas, varios volúmenes de ensayo sobre arte contemporáneo (como Miquel Barceló o el sentimiento del tiempo y Las adicciones: ensayos sobre arte contemporáneo) y la traducción de textos de Julian Barnes, Djuna Barnes y Colm Tóibín, es autor de los libros de poesía Amanecer zulú (1986), Pastoral con cebras (1990), Libro del océano (1991, ilustrado por Barceló), Peces de colores (1996), Las espirales naranja (2002), Bahía de las banderas (2007) y La destrucción del invierno (2013). Vuelve ahora al catálogo de Pre-Textos, donde ya había publicado tres libros, con Estrella rota.
Si algo caracteriza la poesía de Juncosa es, a mi modo de leer, su cosmopolitismo. No es extraño si tenemos en cuenta que estamos ante un perfecto viajero que ha visitado no pocas partes del mundo y en algunas ha vivido. Uno de los epígrafes que abren el libro, de Elizabeth Bishop, dice: «Los puertos son necesidades, como sellos postales o jabón». Se ve a las claras que se trata de alguien que «se ha movido o se mueve por muchos países y se muestra abierta a sus culturas y costumbres» (DRAE). Basta con leer no solo los poemas sino también la «Nota final» que lo cierra. Allí da cuenta de que la mayor parte están escritos en sucesivos veranos pasados en la cántabra Pisueña, pero que otros fueron concebidos en Brasil, Italia, Marruecos y México, gracias a varios programas de residencias como el de la paradisíaca casa toscana de Beatrice Monti della Corte von Rezzori que acoge la Fondazione Santa Maddalena.
Ya en el primer poema afloran los lugares (en este caso, París) y el arte (el surrealismo de Breton). Podría hablarse de culturalismo (por el simple hecho de que Juncosa es un hombre culto), pero también de una indudable inclinación por la belleza lo que a veces significa decantarse por el lujo.
En «Líquenes», segundo poema del libro, aparece la infancia y el niño que exploraba el mundo a través de los mapas. Los viajes.
No faltan en el libro poemas íntimos, propios de un afán autobiográfico. Así, «Pijamas de seda» (algo más que un juego frívolo) o «Adiós al amor».
«Los cipreses» remiten a otra presencia habitual: la de Grecia: «Los recuerdo en Delfos». «También en la Toscana», sigue. Son símbolos de muerte, sí, pero también de «insatisfacción sexual».
«Plantas carnívoras» es una ácida metáfora de los indeseables.
En «Invisible», leemos: «Pero nadie me ve./ Soy de un tiempo remoto».
«Los títulos de W. S.» está dedicado a José Carlos Llop, más que un paisano, y juega con los rótulos de obras, tanto reales como hipotéticas, de un poeta fundamental para Juncosa: el norteamericano Wallace Stevens. Ya advierte en la mencionada nota que hay intertextualidad (con versos de Gorostiza, Lezama Lima o William Carlos Wiliams), veladas citas de escritores como el autor de Las auroras de otoño.
En «Días felices», uno de los poemas más logrados y extensos del libro, se aprecia el tono diarístico que se distingue en diferentes poemas. Anotaciones de lo que ve y siente el viajero. La mirada, no hace falta subrayarlo, es fundamental en esta poesía de matices y sutilezas, fuerte en su fragilidad. Poesía de atmósferas que son, en realidad, estados de ánimo. «El mundo era triste/ y expectante», escribe.
«Thanatos» es un poema que impresiona, donde, como en otros, utiliza el juego tipográfico con sencillez y sin alardes. La delgadez de los versos, siempre cortos, acentúa un minimalismo en absoluto hermético donde la sugerencia es ley.
«Teoría de los naufragios» es uno de mis preferidos. Los jardines (ingleses a ser posible: «son los que más me gustan/ por parecer silvestres,/ falsamente descuidados»). Y «una isla solitaria».
«Alba» tiene como motivo la pintura, en este caso del napolitano Francesco Clemente. «Que yo veo el alba y el día claro», dice a modo de estribillo.
«El espejo de obsidiana» o «Playa escondida» nos trasladan a México.
De pronto, «Tánger»: «Kif, colt y tés de azúcar». «Alguien que huye/ y se esconde». La vida como si fuera una película.
«Estatua helenística», dedicado muy a propósito a Juan Antonio González Iglesias, nos devuelve a la Grecia clásica: «La belleza de la verdad/ será entonces un nuevo canon/ que ha perdurado hasta nosotros», concluye. Griego es también «Los adoradores del nombre»: «¿Es nombrar/ mágico?/ Si cambia un nombre,/ ¿el mundo se transforma?».
En «Terremoto», otra constante: el deseo, la sensualidad, el amor. Como en «WhatsApps».
En «La saxífraga» apunta una poética: «Prefiero a los poetas/ americanos,/ del norte al sur,/ por encima de todos los otros». Al escribir «Hartford» remite de nuevo a Stevens, que vivió y murió en esa ciudad de Connecticut.
«Bocaina de Minas» está dedicado a la artista Janaina Tschäpe, en cuya hacienda (en la brasileña Minas Gerais) se alojó Juncosa durante un mes. «El mundo es verde/ y la tierra roja», leemos. «Las estrellas distintas». Evoca «la lectura en las hamacas». Plantas y animales en un mundo «incomunicado e incognito». El de los tucanes, pongo por caso, al que dedica un hermoso poema.
Por sorpresa, un soneto: «El cuerpo toma el control». Y otra vez el deseo.
También por sorpresa, incluso para él mismo, «Nostalgia del paraíso»: «Este es el primer poema/ que escribo sobre Mallorca,/ lugar en el que nací». El cosmopolita toma conciencia de sus raíces. De su paisaje. Estamos ante un autorretrato que se desplaza hacia lo narrativo, evidente en otras partes del libro.
Para compensar, «Bucólica y antibucólica». El mar Mediterráneo, el verano mallorquín, el buceo. Al leerlo uno piensa en Barceló y su mundo acuático. «Algunas noches,/ sin embargo,/ el deseo es una metrópolis».
La cruda realidad se impone en «Hablar con la muerte»: «No juego al ajedrez con ella/ como en la película/ de Ingmar Bergman./ Soy empero su peón». Luego alude a sus enfermedades y termina: «Sí, ahora hablo con la muerte/ cada día y cada noche./ Tal vez por ello/ tengo tantas ganas/ de vivir».
«El futurismo ruso en Arezzo» nos muestra al experto en arte que visita esa ciudad italiana (de la que habla en su informe de la Fondazione Santa Maddalena) y en la que se encuentra con pinturas vanguardista en un mercadillo, pero también con Piero della Francesca. Por seguir con el tema, en «El artista iletrado» destapa la ironía.
Cierra el libro «Hoy», una «versión» de un poema de James Schuyler (de la Escuela de Nueva York, como Ashbery, Koch y O’Hara), fechado el 26 de julio de 1965, y que parece suyo; muy propio de su particular universo, quiero decir. El microcosmos de un genuino poeta cosmopolita.
Selección de poemas
Arcano 18
En París,
corro por la calle
con André Breton,
disparando al aire
balas de fogueo.
Nos cruzamos con poetas
estallando lunas
de cristal,
para romper el hielo
ante doncellas
impresionables
.
Otros pasean
crustáceos
por el bulevar
como mascotas.
Y otros se besan
en los palcos
de terciopelo
rojo,
danzando,
con túnicas de lamé
dorado,
imitando a Salomé,
la perversa,
antes de extraviarse
en los áridos paisajes
del sol etíope.
Nos detenemos,
vagos
y nocturnos,
ante un edificio
racionalista.
Vibra
de
forma
casi
imperceptible
en
si
bemol.
Entramos en un salón
vacío,
solemne como un templo.
Sándalo, incienso
y brocados escarlatas.
Al fondo hay dos sillones
cómodos y blancos:
Inventamos a Novalis,
Invocando a druidas y chamanes,
y toda emoción se vuelve imagen.
Pijamas de seda
Para Joan Roma
Duermo desnudo.
Información que te parecerá inútil
e innecesaria.
Así que voy a mentirte.
Duermo con pijamas de seda,
estampados de rayitas
marinas y celestes,
comprados en boutiques
espléndidas
en la Quinta avenida y las cuarentas.
Pijamas para leer
a Francis Scott-Fitzgerald.
La seda suena
al desplazarse
bajo sábanas
y requiere música de cámara
impresionista.
Y cuando no me duermo,
tal vez porque estoy sólo,
la seda me acompaña.
Recuerdo un viaje en barco
por el Mekong
hasta la ciudad más bella del mundo:
Luang Prabang.
Villas racionalistas
y templos de madera
lacada en oro
bajo palmeras perfectas,
medias lunas
lentas
y herbívoras,
y ocasos exaltados.
Hubo también un tiempo
de safaris,
o de ruidosos loros de colores
sobre glaciares azules.
Sí, duermo con pijamas de seda,
ahora,
cuando el viento ha arrasado la jungla,
y solo puedo acordarme
de ese otro país
en el que están también Kioto,
y Katmandú,
y las laderas de los Andes.
Alba
Para Francisco Clemente
Lirios blancos y temblores,
dos ángeles perezosos,
que yo veo el alba y el día claro.
Cálida noche sin sueño
y un gran cansancio gozoso,
que yo veo el alba y el día claro.
Azulada visión del tacto
la luz que emana del cuerpo,
que yo veo el alba y el día claro.
Las horas destruyen flores
fundando un imperio helado,
que yo veo el alba y el día claro.
Memoria de tatuajes
y los besos más incendiarios,
que yo veo el alba y el día claro.
Te huelo en mi cuerpo esclavo
y eres bruto animal salvaje,
que yo veo el alba y el día claro.
Vuelve a mis brazos, y ríe,
para concertar el orden del mundo,
que yo veo el alba y el día claro.
Terremoto
Tus ojos esta mañana
eran lagunas
de agua salobre
en algún lugar de los trópicos.
Cuando pestañeabas,
veía el chapoteo salvaje
de cocodrilos sanguinarios.
Un mundo lacustre y secreto
de trampas para jaibas,
hombres negros en lanchas,
y pelícanos café.
Cuando nos mirábamos,
las flores caían de los arbustos
sepultando a los colibríes,
y el aire era de fuego.
Los temblores sacudían la tierra
para que pudiéramos encontrarnos
sigilosamente en el cielo.
Thanatos
Para Elena Ruiz
La neblina se apodera del mundo
y su luz es uniforme y exquisita.
Todo es verde
con innumerables matices
elocuentes.
Las nubes se desplazan
como ejércitos morados
e imponentes,
y el aire es frío
como el filo de un cuchillo
para cortar sashimi.
A
lo
lejos
una
columna
de
humo
sobre
un
techo
de
pizarra.
Se oyen los graznidos
distantes
de los cuervos insolentes
y negros,
ignorados por los perros.
El mundo
como lenguaje cifrado,
donde los ojos
son raras membranas
entre lo racional luminoso
y la noche de las imágenes
celestes.
El día se acaba:
crepúsculo de plata.
Puedo esperarte,
aquí,
con la vista perdida
en las intricadas copas
de los árboles,
y absorto en el estruendo
derramado sobre el valle,
gamelán hipnótico
de las esquilas

Enrique Juncosa
Pre-Textos, 2021
80 páginas
16 €

Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) es autor de libros de poesía como Las aguas detenidas, Una oculta razón (Premio Loewe), A debida distancia, Ensayando círculos, Mecánica terrestre, Desde fuera, Más allá, Tánger y El cuarto del siroco (los cinco últimos en la colección Nuevos Textos Sagrados, de Tusquets) o Plasencias (De la Luna Libros). Sus poemas están incluidos en numerosas antologías y han sido traducidos a distintos idiomas. También es autor de dos novelas: Las murallas del mundo y Alguien que no existe; un libro de artículos, El lector invisible, y otro de viajes, Lejos de aquí. La editorial La Isla de Siltolá publicó, en edición de Jordi Doce, la antología Un centro fugitivo; y la Editora Regional de Extremadura, Álvaro Valverde. Poemas (1985-2015), con dibujos de Esteban Navarro.
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