/ una reseña de Mariano Martín Isabel /
Hay cosas que se sienten «en lo más hondo de la conciencia, en un sitio anterior al pensamiento […] uno no lo sabe con la cabeza sino con las tripas» (p. 14). Este relato no es la crónica de una muerte anunciada sino la justificación de una vida; desde el principio sabemos cómo termina y lo que contemplamos a través de él es la creación de un mito convertido en homenaje, pues el autor desglosa los méritos del padre desaparecido como si fuera Jorge Manrique. Y enfrente está la madre.
El mundo de la madre. El de la realidad deformada, no la deformación esperpéntica de la realidad. Hipérboles cuando «de fumar y rezar» le puede salir a uno «cáncer de garganta» (p. 121). El mal gusto visto a través del estilo cuando Tatá se queda tuerta. Y frente a la expresión descarnada, la lucidez de la antítesis: «todas eran viejas, incluso las jóvenes» (p. 123).
El mundo del padre. El de la realidad mesurada como «las montañas de Antioquía, donde no es blando ni el paisaje» (p. 38); demasiado ocupado estaba, como médico, en «esquivar al menos un dolor evitable en este mundo tan lleno de dolores fatales» (p. 47), de ahí su preocupación por la higiene, por la medicina de la ciudad, él mismo se inventó la palabra: poliatría, en una ciudad y un país donde los niños mueren porque no hay agua potable. El aristotélico término medio que, para quien conozca bien a Aristóteles, no es equidistancia sino lucha contra la intransigencia.
La simbiosis del padre y la madre. El padre, respetuoso y justo pero con «el inevitable sedimento machista de su educación» (p. 67). Como don Quijote y Sancho, ambos se identifican hasta trocarse el uno en el otro. Él era agnóstico pero de un materialismo espiritual, y ella, que «dejaba lo espiritual para el más allá […], en lo terrenal perseguía los bienes materiales». Compartían «un núcleo de ética humana con el que estaban identificados» (p. 131).
De día era el mundo de la madre; de noche, el del padre. De las tenebrosas cavernas teológicas al pensamiento ilustrado, de la oscuridad del día a la luz de la noche: paradojas; un día oscuro y una noche luminosa y la luz del sol se transformará algún día en «cáncer tenebroso» (p. 181). «La pérdida y hallazgo del niño en el templo, como me sentía yo, un niño perdido en ese templo de la casa de mi abuela» (p. 126); cuando venía el padre (p. 128) «ahí venía mi salvador, mi verdadero Salvador».
El mérito del autor se agiganta aunque a veces confunda las ciencias empíricas con las exactas (p. 137). La edad de oro es una infancia que se rompe en dos entierros, y el más terrible de ellos no es el del padre asesinado. La madre personifica la voluntad, cabalmente retratada cuando, al pronunciar la palabra Palacio, dice el autor (p. 59), se podían «oír las mayúsculas». El padre representa el ideal. Y ese mundo merecería durar pero ¿de qué sirve que dure mucho si no dura para siempre?
¿Qué dice el autor? Que Dios no existe. Que después de la muerte no hay nada. Que al final sólo queda el olvido, y esta idea se expresa en tres etapas. Primera: Jorge Manrique. La vida es inútil («cuán presto se va el placer»). La vida es fugaz («todo ha de pasar»). Las diferencias no sirven («allegados, son iguales»). Como el tiempo que se va ya no vuelve, todo intento por retenerlo es inútil (p. 274) pero es necesario dar testimonio de él, de lo contrario no tendría sentido. Segunda: Borges. En un soneto titulado «Epitafio», Borges dice que «ya somos el olvido que seremos» (p. 279) y aquí tenemos el título del libro. Las palabras sólo sirven «para alargar (el) recuerdo un poco más, antes de que llegue el olvido definitivo» (p. 196). Tercera etapa: el pesimismo. El escritor intenta dar testimonio pero el auténtico testimonio es el que se da con la propia vida, el martirio; si las víctimas escriben la historia con su sangre, sus victimarios la escriben con «tinta de sangre y pluma de plomo» (p. 310), por eso no debieran salir del tártaro: del abismo terrible del olvido. «No voy a citar más a este patriota», dice el autor hablando del jefe de los paramilitares, «se me ensucian los dedos» (p. 311). Y no es justo que justos y malvados vayan a parar al mismo sitio; de ahí el pesimismo.
Tras la muerte queda la memoria personal, que desaparecerá con nosotros; por ella el autor rescata a su padre del olvido. Pero más que nosotros durarán los libros, «prótesis para recordar» («parte de mi memoria se ha trasladado a este libro» y eso prolongará un poco más la memoria «de un padre ejemplar»). Los justos tienen razón y mueren asesinados: eso es absurdo. Los asesinos no la tienen y viven, y eso es más absurdo. Pesimismo de la razón: al autor le ha faltado Gramsci (el optimismo de la voluntad) y le ha faltado Camus (esta vida absurda cobra sentido gracias a la solidaridad), a pesar de que tiene, ante sus mismas narices, el mejor ejemplo solidario que puede haber en Camus: su propio padre. El autor se siente ateo cuando clama a la «indiferencia del cielo» (p. 318), anonadado cuando «al universo le tiene sin cuidado que existan hombres», e impotente porque hasta lo más duro, el metal, desaparecerá también puesto que seremos «una lápida cuyas letras se irán borrando en el cementerio».
Y si eso es la muerte, ¿qué es la vida? Un paréntesis entre dos orillas de la nada, pero también felicidad, color, calor, y arte y belleza, dice citando a Goethe (p. 298); pues hay un «consuelo paradójico que tiene la evocación de la muerte cuando se la envuelve en la perfección del arte: en san Juan de la Cruz, Cervantes, Quevedo…» (p. 271). La belleza no sirve para nada y sin embargo nos importa. El amor se vacía cuando se orienta hacia la fama y al éxito pero se llena de sentido cuando se dirige hacia el padre o al hijo (p. 299); cuando nos falta la persona amada se convierte en tristeza y la peor de las tristezas es la que no tiene lágrimas, porque nos lleva a los límites de la razón («llanto sin lágrimas», «rabia sin rabia», «quieta inquietud», dice en la página 286). Lo mismo que la tristeza húmeda es la más fácil, también lo es la escritura húmeda: la aprovecha el autor para dar unas pinceladas de su estética. «Si recordar es pasar otra vez por el corazón», el recuerdo del padre asesinado «me conmovía demasiado para poder escribirlo. Las veces innumerables en que lo intenté, las palabras me salían húmedas, untadas de una lamentable materia lacrimosa, y siempre he preferido una escritura más seca, más controlada, más distante» (p. 296). La escritura seca contiene sentimiento pero huye del sentimentalismo fácil de la escritura húmeda.
Esta profesión de fe le hace caer en el pecado de orgullo. Cuando dice (p. 157) que la memoria «está hecha de intemporales conchas de recuerdos desperdigados sobre una playa de olvido» utiliza una hermosa metáfora que le parece «muy retórica, y quisiera borrarla»; pero «voy a dejarla», dice, «como una forma de mostrar, o de mostrarme, que yo también habría sido capaz de adornarme mucho al escribir esta historia, si hubiera querido, o si hubiera querido complacer a ese tipo de lector que solo considera poético lo rebuscado»; como un pintor abstracto un tanto pretencioso que quiere demostrar que también sabe hacer pintura figurativa. Héctor Abad confunde sentimiento con melodrama y grandeza con grandilocuencia, sin advertir que existen literaturas húmedas que no caen en lo fácil cuando hablan desde la cercanía.
Nombra a los autores que le gustan (Sócrates, Platón, Borges, Jorge Manrique), a otros los cita sin nombrarlos (Marx y Wagner, por ejemplo), otros se le pasan por alto pero están presentes en lo que dice (hemos hablado de Camus y de Gramsci); en general domina a los autores que maneja, aunque no siempre demuestre haber comprendido a Sócrates y cite a Montaigne sin advertir que es Sócrates el que habla por boca suya. Cuando viaja en un avión vacío lo llama el «Jumbo fantasma»: ¿cómo no pensar en Wagner? La panoplia conceptual y erudita es amplia y el autor moldea con habilidad los materiales que utiliza, pero se le escapa una cosa: y es que hay una zona de su mente, muy por debajo de la conciencia, donde siente lo contrario que su conciencia (que es también, paradójicamente, lo contrario de lo que dice). Dice que la literatura sólo puede alargar el recuerdo, pero al final nos espera el olvido. Pero dice también, y lo dice citando a Mejía Vallejo y asumiendo la cita, que «lo que se escribe con sangre no se puede borrar» (p. 299); con sangre, no con tinta; con la vida, no con la pluma (mucho menos con plomo); ¡es posible, entonces, escapar al olvido! «Todo ha de pasar», dice citando a Jorge Manrique, pero debiera haber dicho, con Machado, que «todo pasa y todo queda»; que al final de Heráclito respira Parménides y que el Duero (pensemos en Gerardo Diego) es «siempre el mismo río, pero con distinta agua».
La belleza perdura más allá de la muerte aunque no sirva para nada. Y la verdad, que dura más que la mentira, ¿también, al final de todo, se olvidará? No. Lo que se escribe con tinta puede olvidarse, no lo que se escribe con sangre; menos aún lo que se escribe con la vida (pues, como decía Nietzsche, es bueno aquello que merece repetirse y es indudable que en el mundo hay cosas buenas). Si el mensaje explícito del libro es que al final de la memoria nos espera el olvido, el otro mensaje interior del que el autor es portador sin darse cuenta es que la gente justa no está destinada sólo a durar más en la memoria, sino a durar para siempre: perdurar más que durar; y en el vacío de Dios la vida también permanece.

Héctor Abad Faciolince
Alfaguara, 2017
328 páginas
18,90€

Mariano Martín Isabel es doctor en filosofía y profesor del instituto Andrés Laguna de Segovia. Vivió catorce años en Francia. Ha escrito artículos de filosofía en Francia, España, Italia, Finlandia, Ecuador y Méjico, y ha hecho algunas incursiones en la novela, como Las caras del mar. Su teoría de la razón viva concibe la novela como expresión viva de la razón. Es coautor del libro Andrés Laguna, humanista y médico, y ha escrito sobre Ortega y Gasset, Miró Quesada, Miguel Hernández y María Zambrano, entre otros. Desde hace algo más de un año anima un blog en el que intenta ahondar en el concepto de filosofía literaria; de periodicidad semanal, publica textos agrupados en cuatro secciones: filosofía, literatura, educación y el rincón de «el mirador» (atalaya desde la que desmenuza la realidad con objetividad apasionada).
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