/ una reseña de José María Castrillón /
Muertos o por nacer os considero
según el tiempo os tiene confundidos.
López de Zárate
«He tenido que llegar hasta aquí para no colgar más mi sangre en el perchero». Así presiente Marta Agudo (Madrid, 1971) en Sacrificio el final del camino que, de alguna forma sin duda extraña y poética, había aventurado años antes en su libro 28010: «Poco a poco el cerebro, plegado de temor hacia sí mismo, irá tallando fechas, distancias». La llegada a un tiempo estrechamente predestinado a la ausencia la llena, sin embargo, de conocimiento, de una sabiduría ardiente y conclusiva. Con tan solo 22 años Emil Cioran se había preguntado: «¿Por qué el hombre se vuelve lírico durante el sufrimiento y el amor?» Siguiendo en el fondo una intuición de Nietzsche se respondía: «Existe un canto de la sangre, de la carne y de los nervios. De ahí que casi todas las enfermedades tengan propiedades líricas […] la enfermedad produce siempre un ahondamiento íntimo» (En las cimas de la desesperación).
La enfermedad atraviesa buena parte de la poesía de Agudo. En su poemario precedente, significativamente titulado Historial, volcaba su estupor ante la enfermedad de los otros e insistía en hallar explicación a través de una letanía sin cierre: «si estar enfermo es un continuo sobreponerse, si estar enfermo es matar al tiempo con tu espacio, si estar enfermo…». Incluso antes, en el citado 28010, se había identificado con el canto del enfermo: «Me llamo Marta, me llaman Marta y me persigue el idioma en que se expresa el moribundo».
Los desastres decisivos del cuerpo reformulan nuestra percepción del vivir, intensifican nuestro estado de lucidez y, en fin, nos hacen trazar trayectorias temporales y vitales antes no percibidas. Pero en la poética de Marta Agudo, desde su Fragmento (2004) hasta este Sacrificio, la enfermedad y el sufrimiento aparejado pertenecen a un sistema circulatorio más amplio: la conciencia de existir y sus irisaciones individuales, es decir, la identidad. Desde la reflexión sobre el nombre propio hasta la problemática presencia de los otros («no hay tensión más continua que los otros», se decía en 28010), su poética de la identidad revela una relación conflictiva y cruzada consigo misma y con los demás. Se trata de una relación coincidente con la visión poética pues se extraña de lo propio y siente lo ajeno como suyo. Sacrificio no aclara esas dudas y reticencias si no es con la contumaz constatación de que la enfermedad es su territorio existencial: «No es un estado, es una condición./ Estar enferma». De nuevo, un vislumbre de Cioran viene al caso, pues es la condición de enfermo lo que hace del ser humano un ser diferente, individuo por ello entre los otros (El aciago demiurgo). En Sacrificio, la enfermedad va igualmente más allá de la afección: acuña el ser, es marca original, y así «los niños […] nacen con las yemas de los dedos ya labradas. ¿Las huellas del sacrificio?». Y se insiste en la identificación: la humanidad es una «cadena irreversible» hacia la muerte, donde «cada síntoma o persona constituye un tupido linaje» (el subrayado es nuestro). La concepción de la existencia como un sistema silencioso de herencias, de linajes, no es nuevo en la poética de la autora. Ya en su primer libro, Fragmento, se advertía en un poema (curiosamente en contracubierta y no en el interior): «El mundo reducido a una cadena del ser».
Conviene advertir en este punto que, en una nota final, la autora avisa de que ha concebido su discurso poético en torno a un mito: la figura del Minotauro y la entrega de doncellas para el sacrificio. Se trata, en realidad, de un mito interiorizado que sitúa al monstruo Asterión no en un laberinto bajo los cielos cretenses, sino en un glaciar, en una suerte de sima helada. En cualquier caso, sería consecuente esperar un imaginario teatralizado a la manera del inacabable séquito de almas en pena que ingresan en el infierno de Dante (canto III). Sin duda, son evidentes las referencias al ritual mitológico del sacrificio en varios poemas (en cinco para ser exactos) y es suficientemente explícita la visión motriz que apunta la autora en el paratexto, y que se potencia con el paisaje helado del fotógrafo Cano Erhardt reproducido en la cubierta. Sin embargo, el ritual al que nos enfrenta Marta Agudo, y al que se enfrenta la propia autora, no se plasma tanto en una escenificación teatralmente apocalíptica como en la expresión de un silencioso discurrir de la química corporal.
Este ritual secreto e implacable transcurre en esa esfera temporal que es el cuerpo, y deviene como una cadena de errores, como una progresión equivocada que define crudamente nuestro estar en la vida: «no se puede pedir más a esta suma de átomos desparramados», a esta «sucesión de órdenes que se mutilan entre sí» y «sin migas para el retorno, cáncer que no supe». Si Cioran define la vida como «química y estupor» (Silogismos de la amargura), Marta Agudo nos revela «el sacrificio ordenado que sostiene toda tabla periódica». Porque aquí las cuentas se echan en «la cicatriz sin herida», pues «todo centímetro vive su máxima expresión» como en una «víscera hecha de sucesiones». Visión dramática, sí, pero interior, «en bandadas de sodio, nitratos, potasio…».
Es posible ─y preciso─ acotar en los límites de las circunstancias compositivas de Sacrificio esta suerte de batalla perdida e inaudible en la noche del cuerpo; pero es igualmente sugerente ─y plausible─ llevarla hasta coordenadas más amplias. En la poética que nos ocupa, existir obedece a combinatorias heredadas que aherrojan la particularidad del individuo. En Historial ya se adelantaba: «Luz primera transformada en cadena de genes. La herencia de lo vivo. El pedigrí de lo perdurable». Tales combinatorias, su registro agorero en nuestras manos, vuelven poco menos que imposible hacerse en libertad: «Aquí tienes tus órganos: arma tú el lego a ver qué se te ocurre». No es casual que para Heidegger la enfermedad sea ausencia de libertad.
Un breve aparte. En Sacrificio y en la obra anterior de Marta Agudo la libertad es el mar. No hay espacio en estos comentarios para tratar los sentidos que el mar adquiere en sus libros, pero apuntemos que podrían suponer una noción de libertad absoluta, no exenta de asombro y hasta de miedos. Pero baste aquí señalar un texto que recordará al que inicia estas líneas: «Ha tenido que llegar hasta aquí para entender la caligrafía gozosa del mar».
Pero retomando el hilo determinista que guiaba las anteriores consideraciones, la constricción existencial no se explica exclusivamente en términos biológicos y se extiende a otras esferas de lo identitario y de la expresión: «¿Se hereda la estructura mental de lo escuchado?» ─se decía en 28010─ y como habiéndose respondido proseguía: «¿Hacia dónde, pues, trazar la fuga?». El lenguaje, con sus herrajes gramaticales, se encuentra entre lo heredado; y sus combinatorias, cercanas a las valencias químicas, son objeto igualmente de la mirada asombrada y reticente de Marta Agudo. Pero en Sacrificio la química del lenguaje se diluye en la gramática del cuerpo: «La gramática también zozobra por la piel» y «los complementos circunstanciales marcarán la índole de tu existencia». Así pues, escribir ─como existir─ supone un sobreponerse, con incierto éxito, a los nombres heredados (también al propio) y a la gramática desgastada pero inexorable de lo impuesto.
La imagen poéticamente dislocada de «el laberinto en su rehén» constata, en fin, el lento devenir de un código sin impugnación ni conciencia: «Otros lo intentaron antes que yo […] buscaron dibujos o la maqueta de un dios monótono […] Bocetos, pero siempre irresponsables» que se plegarían, definitivamente, a «este progromo enérgico y sin dioses».
La estupefacción ante un atisbo de orden, pero incomprensible en sus fines, se materializa en el lenguaje de Sacrificio. Ya Antonio Ortega comentaba a propósito de Historial que «el lenguaje […] se rebela contra la imposibilidad de dar cuenta del daño» (en Babelia, EP, 22 de julio, 2017). La poética de Marta Agudo se encuadra en una veta irracionalista de nuestra poesía que cree en la apertura del sentido, en el desplazamiento hacia los márgenes de los sentidos rectos. Las imágenes saltan según principios sobrevenidos y creativos que perciben «colmillos sin dedales», nos definen como «linfático balancín de otoños» y advierten «la prosapia del ornitorrinco» (de nuevo esa incomprensible combinatoria de la naturaleza). Pero incluso el sufrimiento admite una estructura: «la articulación del miedo».
Por una parte, el irracionalismo de su poesía acoge formas bien queridas por Agudo. De entre todas (Cernuda, Aleixandre…), en Sacrificio se rastrea la impronta barroca asentada en el oxímoron de algunas imágenes («muchedumbre exacta o cumbre de escalón») o los ecos de Quevedo («Aquí los pañales son idénticos para los recién nacidos que para los próximos a morir»). Por otra, la apertura radical del lenguaje admite goznes estructurales estrictamente calculados, como el arranque a partir del término del poema anterior (procedimiento menos usado que en títulos anteriores), la presencia de un ritornello cada siete textos («He tenido que llegar hasta aquí…»), el número simbólico de los poemas (coincidente con la edad de su autora) o la elección de la última palabra del libro, «despedida».
Sacrificio nos pone bajo la piel del miedo y en el curso de una voz, sin embargo, plena de entereza que se deja marcar pero no destruir por la quemadura de la lucidez. Como toda la trayectoria poética de la autora, responde a quebraduras vitales que dotan al discurso poético de una férrea unidad pero resuelta en una lengua de aperturas, conmocionada y sabia a partes que iguales, fluyente en la forma maleable del poema en prosa, sin nudos retóricos ni engrudo ideológico sin disolver pero profundamente lúcida y solidaria. Sacrificio contribuye decisivamente a la consideración de Marta Agudo como una de las voces más personales, por su profundo lirismo, del panorama poético de los últimos años.
Selección de poemas
SEPA el cuerpo sus golpes:
pared de hondas sacudidas
tras cada incertidumbre.
Morse, zarza escrita.
Lenguaje hecho de tildes
y puntos sobre pieles.
VÉRTEBRA a vértebra yergues el discurso,
geometría del verbo
en verso suspendida.
Ni ebrio origen ni trazo rebosante.
de Fragmento (2004)
Hay un rojo sanguíneo: la transexual periferia del lenguaje. La miro, como quien contempla la perfección de un muerto, como quien roza el privilegio de la flecha o los saltos de un día a otro con la dulce fluidez con que ríen los idiotas.
de 28010 (2011)
Material memoria o este cuerpo que pronostico mío porque
conozco el cordón de su sangre.
Así la piel, con veinte uñas mordidas.
El esqueleto en las sagas infantiles del calcio.
Las articulaciones o el renglón de la prehistoria.
Se llega a las vísceras o la destreza instintiva que transforma
en páncreas lo que fue recoveco de mar.
Es en el pulmón donde comienza la historia. El oxígeno
fecunda los materiales que un dios que no vive dibujó. Sean
los leucocitos, hematíes y glóbulos blancos.
Más adentro el cerebro: el área del lenguaje, la ubicación
espacial, la destreza asociativa y el córtex que comprende.
Luz primera transformada en cadena de genes. La herencia de
lo vivo. El pedigrí de lo perdurable.
de Historial (2017)
19
Como los avisos de los aeropuertos repito mi nombre para recordarme. Válvulas de un oxígeno ya respirado, juegos de identidad contra una tarde gastada. Hoy viste demasiado el mar…
33
Todo era una lluvia de agujas, alfileres sosteniendo recetas, colmillos sin dedales. Variaciones de la agresión con nombres como capas de epidermis.
La desnudez recibe sombras de algún temor infantil o ancestro del daño.
Aquí la venda no arropa, recubre,
aquí una vía no es rumbo, sino maniobra para pretenderte inmóvil.
Cáscara que caducas a golpe de mínimas resonancias…
39
Agua lustral y mortífera. Bosque de gotas sosteniéndose a cada segundo: cambio climático. No asusta el final y sí esta cantarina sordera, el sacrificio que se creyó liviano e hizo del hombre su propio salvaje. Jibarizador del segundo y tercer mundo, linfático balancín de otoños. Quizá sólo el cavernícola supo de la sangre para el equilibrio, tormenta exacta del «tienes-te doy». Colmillo ancho de garra leve, tuyo será al final todo. Falta léxico, faltan letras… Y el mundo era sólo un tanatorio azul…
de Sacrificio (2021)

Marta Agudo
Bartleby, 2021
70 páginas
13 €

José María Castrillón (Avilés, 1966) es doctor en filología hispánica por la Universidad de Oviedo. Es autor de artículos y libros de didáctica de la lengua y la literatura. Ha publicado los textos poéticos La sonrisa de un delfín (Heracles y Nosotros, 1991), Animal de compañía (Nómadas, 1998), Aún por recorrer (Magua, 2004), La vieja munición (Idea, 2005), el círculo y la piedra (Trea, 2006), gramos (Trea, 2010) y Formas de saber que sigues vivo (La Garúa, 2021). Es autor de la antología Subir al origen: antología comentada de poesía occidental no hispánica (1800-1941) (Trea, 2018). Codirigió el monográfico Antonio Gamoneda: en la lógica mortal (Ínsula, abril, 2008) y editó la antología La sien en el puño (Eolas, 2017) del poeta colombiano José Manuel Arango. Perteneció al consejo de redacción de la colección literaria Nómadas y de la revista Solaria. Es profesor y crítico literario.
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