El runrún interior

El runrún interior: un dietario (3)

Pablo Batalla Cueto registra en su dietario pensamientos propios y notas de libros leídos y cosas vistas en Internet, escribiendo sobre el ideal de modestia de Michael Oakeshott, la lucidez de los contrarrevolucionarios para entender la revolución o las pérdidas millonarias provocadas a Coca-Cola por Cristiano Ronaldo al apartar una botella durante una rueda de prensa.

/ por Pablo Batalla Cueto /

El runrún interior: un dietario (2)

Martes, 15/6/2021. Hojeo con deleite la joya más preciosa de mi biblioteca: un libro grande que había en casa de mis abuelos y que, publicado por el diario El Liberal en 1897, ofrece una Vuelta al mundo de la Estación del Mediodía á la del Norte vía Suez y Chicago, con 320 «magníficos fotograbados de los sitios más importantes de las cinco partes del mundo». Me gusta abrirlo al azar. En cada página, una fotografía grande y, debajo, un pequeño texto, del que me divierten los monosílabos acentuados. «JERUSALEM.—Lo primero que se visita es la iglesia del Santo Sepulcro, sitio que ha dado lugar á las más apasionadas y violentas discusiones». «NÁPOLES.—Vedi Napoli e poi mori.—Esto dicen los napolitanos para significar que su población no encuentra rival en el mundo en lo tocante á belleza». «MOSCOU.—Los viajeros que han podido admirar el Kremlin en Moscou á la pálida claridad de la luna, refieren que el espectáculo excede en belleza á cuanto pueda imaginarse».

Me acuerdo de algo que contaba mi abuela. En su casa, cuando ella y sus hermanos eran pequeños, había un viejo anuario ilustrado de la revista Blanco y Negro que les maravillaba, y al que llamaban el Librón. Y sus padres, mis bisabuelos, cuando se portaban bien, les premiaban permitiéndoles hojear el Librón. En estos días en los que me acuerdo tanto de mi güela, que falleció en octubre pasado, siento una suerte de conexión espiritual atea con ella cuando abro la Vuelta al mundo de El Liberal y me admiro de sus fotograbados. Me gusta pensar que la fascinación de aquella niña por su Librón y la mía por este son la misma, transmigrada de un siglo a otro, «trepando por los siglos y los huesos».

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A mi amigo Abel Aparicio le ha pasado una cosa muy bonita. Escribió un libro de relatos sobre mujeres y mina durante el franquismo; mujeres reales, vivas aún. Está teniendo un éxito tremendo. Y ahora están haciendo un mural con la fotografía de la portada en el pueblo berciano de Almagarinos y van a organizar una ruta a Brañuelas, como la que sale en la trama. En agosto se hará un acto de presentación del mural. Y va a ser muy emocionante, porque va a acudir Libertad Aurora, protagonista del libro, una mujer mayor de biografía asombrosa, que no sabía que la tenía. Abel, que la conoció casi por casualidad un día que hacía una ruta en bici por aquella zona, siempre cuenta que ella le decía que su vida no era interesante. La mujer está ahora en una nube; Abel cuenta que ha rejuvenecido con el éxito de este libro que habla de ella. Y a mí, todo esto me parece un ejemplo precioso de cómo la literatura cambia el mundo; de su capacidad taumatúrgica de transformar vidas, memorias y territorios. Somos incapaces de ver La Mancha sin el prisma del Quijote, y ahora seremos un poquito incapaces de ver la cuenca del Tremor sin el prisma de ¿Dónde está nuestro pan? Y yo me alegro una barbaridad.

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Veo pasar por el Muro, en Gijón, a un hipster montado en una bici nueva que imita los antiguos velocípedos: la rueda de delante muy grande y la de atrás muy pequeña. «Para la historia, nada de lo que una vez aconteció ha de darse por perdido», decía Benjamin. Pues no.

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El País: «Fueron apenas 20 segundos. Cristiano Ronaldo coge las dos botellas de Coca-Cola y las retira. A continuación muestra una botella de agua y remata: “Agua, no Coca-Cola…”. El gesto le ha costado a la firma casi 4000 millones de dólares de valor en Bolsa». Me recuerda a lo leído hace unas semanas sobre que cualquier tontería que Elon Musk publica en Twitter hace subir o bajar dramáticamente la ¿cotización?, ¿se dice así?, de sus criptomonedas. Los dioses olímpicos de la contemporaneidad generan terremotos, tormentas y cataclismos con un guiño, con un eructo, con un chasquido de dedos.  Mexan por nós, e din que chove.


Miércoles, 16/6/2021. Señala Hibai Arbide en Twitter, y es pavoroso y cierto, que ayer un racista asesinó a tiros a una persona al grito de «fuera moros», y hoy los medios no creen que sea la noticia más importante del día. Pero ¿y si hubiera gritado «Alá es grande»?

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Hay cuatro muertes prematuras y relacionadas (judíos durante, o a consecuencia de, la segunda guerra mundial) que me obsesionan de una manera curiosa: tengo la convicción de que compendian de algún modo una verdad cuádruple sobre la condición humana, pero no acabo de ponerle nombre a cuál. Me refiero a la de Simone Weil y a los suicidios de Benjamin, Zweig y Celan. Cuatro muertes distintas. Mi adorada Weil, de tuberculosis agravada por su decisión de compartir las condiciones de vida de la Francia ocupada, que la llevó a no alimentarse lo suficiente. Benjamin, en Portbou, perseguido por la Gestapo y creyéndose sin escapatoria (aunque la hubiera tenido). Zweig, a salvo en Brasil, pero horrorizado por el avance de los nazis, que creía irreversible. Y Celan, atormentado por su tragedia familiar años después del final de la guerra. Ahí hay cuatro arquetipos de algo. Pero ya digo: no acabo de decidir de qué. La única intuición que llego a palpar es la siguiente: Weil representa la desgracia de la compasión. Benjamin, la desgracia de la desesperación. Zweig, la desgracia de la sensibilidad. Y Celan, la desgracia del recuerdo. Y todos ellos, la desgracia del origen y la de la inteligencia.

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«Quiero demasiado a Benjamin para proponer algo así, pero con Zweig me parecería curioso hacer una obrilla de teatro, o similares, de una escena anacrónica donde se va informando del avance de la situación de Europa a través de redes sociales tal y como existen ahora», me comenta X. López. Interesantísimo. Yo le replico con otro pensamiento rumiativo que me acomete. Solemos pensar de Zweig que se precipitó; que, si hubiera sabido que los nazis perderían, no se hubiera suicidado. Pero ¿y si pensó que los nazis bien podían perder, pero el mundo posbélico sería en cualquier caso un mundo irreversiblemente arruinado en lo material y lo moral, sin nada que ver con el «mundo de ayer» al que dedicó sus memorias, y en el que tampoco quería vivir?


Jueves, 17/6/2021. Una convicción que he adquirido recientemente es que se entiende mejor una revolución, y en general la revolución como fenómeno histórico, leyendo a los contrarrevolucionarios. Decía Benjamin, cito de memoria, que nadie como quien va a ser ahorcado comprende la soga y la madera. Yo acabo de terminar Los antimodernos, de Antoine Compagnon, un libro espléndido que he dejado repleto de subrayados entusiastas, empezando por esto que puntualiza el autor: «Habría que distinguir entre contrarrevolución y antirrevolución. La antirrevolución designa el conjunto de fuerzas que resisten a la Revolución, mientras que la contrarrevolución supone una teoría sobre la Revolución».

De Maistre entiende, por ejemplo, mejor que nadie, que «hemos pasado mucho tiempo sin comprender la revolución de la que somos testigos; la hemos tomado por un acontecimiento. Estábamos equivocados: es una época». Y que el desencadenante de la Revolución no es la actividad subversiva de los masones o los protestantes, como creen los más obtusos de sus correligionarios, sino la degradación de la nobleza, que ha corroído los muros del Antiguo Régimen hasta hacerlos derruibles al golpe más leve. «Toda apología», dice, «debería ser considerada un asesinato por entusiasmo». Chateaubriand afirma que «la revolución estaba acabada cuando estalló: es un error creer que ella haya acabado con la monarquía; no ha hecho más que dispersar las ruinas». Dice también que hay que salvar al Rey a pesar de todo, y, asumiendo también que la Revolución no es un acontecimiento, sino una época, que en vano se pretenderá «volver a los viejos tiempos: las naciones como los ríos no remontan hacia sus fuentes […] El tiempo lo cambia todo, y uno no puede sustraerse ni a sus leyes ni a sus estragos». Chateaubriand contaba que, en una ocasión, dijo a Luis XVIII: «Disculpad mi franqueza: creo que la monarquía está acabada». Y que el Rey guardó silencio y dijo después: «Pues bien, monsieur de Chateaubriand, soy de su misma opinión».

No voy a recoger aquí todos los subrayados que he hecho; se me iría de madre esta entrega de mi dietario. Pero sí una alusión a Baudelaire que me ha interesado especialmente. Decía el escritor que «la creencia en el progreso es una doctrina de perezosos, una doctrina de Belgas. Es la doctrina del individuo que cuenta con sus vecinos para hacer su trabajo». Quien cree en el progreso y en las leyes ineluctables que lo hacen advenir se vuelve apático: puesto que la historia se hace sola, no hace falta hacerla. Sentémonos a esperar y el progreso llegará solo. Cierto marxismo pecó mucho de eso, y Julien Benda —cita también Compagnon— escribía sobre el «error» de «la creencia en que el aumento de justicia en el mundo puede ser obra de algo distinto a la voluntad humana». El antimoderno, por el contrario, es pesimista. Pero eso es lo que lo conduce, paradójicamente, al activismo; a la «vitalidad desesperada» que Barthes encontraba en Pasolini.


Viernes, 18/6/2021. Leo este titular en La Nueva España: «No queremos dar a Sanidad datos que ya tiene Facebook». Recuerdo haber pensado algo parecido aquellos días en que el Instituto Nacional de Estadística rastreó nuestros teléfonos móviles para realizar un estudio de movilidad, y se armó la de Dios es Cristo. Desconfiamos del Estado, pero no de las grandes empresas privadas. El virus neoliberal carcomiéndonos las meninges.

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Me topo con esta cita de Flaubert: «No hay un burgués que, en el ardor de la juventud, no se haya creído capaz, aunque solo haya sido un día o un minuto, de pasiones y empresas elevadas. El libertino más mediocre ha soñado con sultanas; y todos los notarios llevan dentro de sí los restos de un poeta»

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Veo un vídeo de la revista Ctxt en el que el reportero Willy Veleta toma unas declaraciones a María Luisa, una mujer asturiana, de 95 años, que asiste a la exhumación de una fosa común cerca de Grau. Tenía diez años cuando fusilaron a su padre y ahora, como titula la revista, «se conforma con poco: “Que aparezca al menos un hueso”». Añade el titular: «Se nos parte el corazón. El mismo corazón que no ha tenido ningún presidente de la “democracia”». En el vídeo, hay algo que me parece muy curioso y representativo de la dialéctica que se establece, en lo que respecta a la memoria histórica, entre los abuelos y los nietos; y, en general, de cómo se relaciona con el pasado emblemático la gente que lo vivió y la que no. El reportero intenta extraerle a María Luisa el tipo de declaración ideológica intensa que nosotros haríamos: «¿Su padre peleaba por un mundo mejor?». La señora se encoge de hombros y responde: «Él trabajaba en el Ayuntamiento de Grao». Ahí está un poco todo.

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Sopeso una idea. E. P. Thompson llamaba famosamente «inmensa condescendencia de la posteridad» a nuestro menosprecio de las, así llamadas, revueltas del Antiguo Régimen, pero ¿no hay una condescendencia gemela de la posteridad hacia las Grandes Revoluciones de la Modernidad? Me refiero a cómo tendemos a ver a los protagonistas de esos procesos como figurones de folletón; personajes como de cartel o escultura soviética, intensa y clónicamente politizados de manera desmatizada, conscientes de estar haciendo la revolución. Cuando uno mira la realidad histórica con la mirada limpia de apriorismos, lo que encuentra es un magma muchísimo más complejo de motivaciones y una gradación más rica de implicaciones y conciencias de clase y de sujeto revolucionario. Y toneladas de espontaneidad y de incertidumbre. Y, cuando reducimos este magma a esos arquetipos teatrales, y nos relacionamos con los supervivientes de la época en base a ellos, los tratamos también con condescendencia, aunque sea una condescendencia paradójica, expresada en el lenguaje de la admiración. No nos hacemos cargo de la persona real. «No te admiro a ti, sino a la película que me he montado y que te toma a ti como pretexto». No es condescendencia la palabra, es cierto. No sé cuál es. Pero habría de ser una que incidiera en que ese tratamiento es un reflejo especular de la condescendencia de la que hablaba Thompson; el reverso de una misma manera de no respetar la complejidad de la historia y de las gentes que la hacen.


Sábado, 19/6/2021. Una cita de 1894 de una conferencia de Kropotkin en Londres, publicada en Twitter por Rafa Valdés:

«Cosa notable: cuando se recorre la literatura surgida del marxismo y se busca un solo progreso en el desarrollo de las ideas, no se encuentra ni un solo punto de economía política en el que la escuela haya avanzado después de Marx; mientras que la escuela económica burguesa ha progresado por cierto de veinte años a esta parte, la escuela marxista ha permanecido estacionaria. Se limita a repetir las fórmulas del maestro; se ha empantanado en abstracciones que ocultan la incuria del análisis; recita fórmulas de progreso que Marx pudo creer vagamente correctas hace cincuenta años, pero no se atreve a verificarlas ni tan siquiera a profundizarlas; se complace en las afirmaciones extraídas del libro, pero tan descabelladas que hacían decir al propio Marx que era todo lo que se quisiera “salvo marxista”. Es como aquellos que antes consideraban que toda la sabiduría estaba encerrada en la Biblia. El libro ha esterilizado su pensamiento».

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Ayer terminé de leer Tierra de mujeres: una mirada íntima y familiar al mundo rural, de María Sánchez. Me gustó. Contiene una serie de imágenes bellísimas que se me han quedado muy prendidas; la clase de estampas poderosas en las que uno ve ya una alegoría antes de saber o de decidir qué alegorizan: por ejemplo, la de cómo los pastores despellejan a los corderos muertos para, con esa piel arrancada, arropar corderitos huérfanos de tal modo que ovejas que no son su madre, oliéndolos y creyéndolos suyos, los adopten. O este otro pasaje del que sí he decidido ya que es una metáfora de la labor del (buen) historiador:

«Ella [su abuela] murió y con su muerte me dejó otra manía. La de rebuscar en las cómodas de las casas de mis abuelos en busca de fotografías. No las que cuelgan en las paredes, ésas no. Me obsesioné con aquellas que se quedan en una caja de galletas, solas, amontonadas, tapándose las unas a las otras, sin luz que las estropeen, sin voces que las acompañen y las miren, sin cómodas ni escritorios sobre los que descansar. Pasaron a ser las que recibían mis preguntas. En ellas buscaba todo lo que había dejado pasar sin darme cuenta».

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Releo en el prólogo de Jorge del Palacio a Ser conservador y otros ensayos, de Michael Oakeshott, que estoy consultando, tras haberlo leído el año pasado, para recuperar unas citas para un artículo para LaU, que su funeral «reunió en la parroquia local a una docena de personas entre amigos, discípulos y vecinos. La anécdota de la ceremonia la protagonizó el pastor, quien admitió haberse quedado perplejo tras leer en las páginas del Daily Telegraph quién era aquel hombre amable, atento y jovial que les había acompañado como vecino durante dos décadas: “Parece —dijo— que hemos tenido a un gran hombre viviendo entre nosotros”». Veo un ideal de vida en esa modestia; en ese pasar por el mundo alcanzando las alturas intelectuales que uno pueda, pero sin hacer ruido.

Esto también me gusta:

«La búsqueda desmesurada de un ideal conduce, muy a menudo, a la exclusión de otros, quizá de todos los demás. En nuestro afán por alcanzar la justicia olvidamos la caridad, al tiempo que la pasión por la virtud ha convertido a muchos hombres en personas duras y despiadadas. No hay, de hecho, ideal alguno cuya búsqueda no conduzca a la desilusión; el desencanto es lo que espera al final a todo aquel que tome este camino. Todo ideal admirable tiene su opuesto, no menos admirable. Libertad u orden, justicia o caridad, espontaneidad o deliberación, principio o circunstancia, uno mismo o los demás: éstos son los tipos de dilemas a los que esta forma de la vida moral nos enfrenta constantemente, haciéndonos ver doble al atraer siempre nuestra atención hacia extremos de naturaleza abstracta, ninguno de los cuales es deseable por completo. […] Por supuesto, estos ideales en conflicto se reconcilian en todos los caracteres amables (es decir, cuando dejan de aparecer como ideales), pero eso no basta; se exige una conciliación verbal y teórica».

Y esto:

«Un poema dista mucho de ser la traducción en palabras de un estado mental. Lo que el poeta dice y lo que quiere decir no son dos cosas, la una sucediendo y la otra encarnándose, sino la misma cosa; no sabe lo que quiere decir hasta que lo ha dicho. Y las “correcciones” que pueda realizar sobre su primer intento no son esfuerzos orientados a lograr que las palabras puedan corresponderse más fielmente con una idea ya formulada, o a imágenes plenamente formadas en su mente, sino que se trata de esfuerzos renovados para formular la idea, para concebir la imagen. No existe nada antes del poema mismo, excepto, quizá, la pasión poética».

La forma y el contenido. Me recuerda a una imagen de Benjamin (a quien me acabo de dar cuenta de que cito obsesivamente en esta última semana de mi dietario) en Infancia berlinesa hacia mil novecientos: los calcetines enrollados que fascinaban al Benjamin niño, curioso por ver qué traían dentro aquellas bolsitas, y que al desenrollarlas comprobaba sorprendido que tanto la bolsa como lo que traían dentro dejaban de existir. Aquello le «enseñó —escribe— que la forma y el contenido, lo envuelto y el envoltorio son idénticos».


Domingo, 20/6/2021. Arturo Pérez-Reverte protagoniza la polémica tuitera del día. Le ha dado por coordinar un libro de cuentos escritos por escritores serios; amigos como Vargas Llosa, a los que ha llamado, y por supuesto él mismo. «Son materias serias. No es el pirata garrapata y la gallina turulata sino cosas que pueden dar que pensar», dice, con menosprecio cruel e imbécil de Juan Muñoz Martín, humilde y nonagenario autor de El pirata Garrapata o Fray Perico y su borrico, clásicos entrañables de la literatura infantil. «Estaba leyendo —cuenta el académico, cada vez más indistinguible de su parodia de Joaquín Reyes— algo sobre la guerra del Peloponeso y me dije: los críos están perdiendo la memoria de las cosas. Antes leíamos la Biblia, la Ilíada… ahora no se lee nada de eso. Pensé en un niño en las Termópilas y escribí el cuento. En media hora. Y al momento pensé que autores que no son de literatura infantil escribieran para niños». No tengo palabras para comentar semejante flipadura. Pero Xandru Fernández sí las tiene:

«Algo que me llama muchísimo la atención de los alarmistas del fin de la literatura que presumen de haber leído la Odisea en el parvulario es que, a juzgar por los ejemplos que ponen siempre, han leído poquísimo. Lo cual no tiene nada de malo, pero es incongruente con el reproche que dirigen contra todo dios: si defienden la necesidad de leer entero y verdadero y antes de los doce años el canon literario tope gama, cabría esperar que se lo hubieran leído ellos. Pero nada de eso: siempre los mismos títulos, la Odisea y el Quijote y Moby Dick, que muy bien, pero nunca te mencionan Gargantúa, ni El paraíso perdido, ni El hombre sin atributos. Dicen defender la vigencia de los clásicos, pero luego esos clásicos no llegan a la media docena. Y entre ellos nunca está Ovidio, por ejemplo. O Juvenal. O Tácito. O San Agustín. No: Homero y Cervantes. Por Dante ni preguntemos. Al menos Harold Bloom defendía un canon gordo y contundente. Fabada pura. Lo de PR y VL es sopicaldo con tropezones de testosterona y cursilería. Empalaga y no alimenta».

Se me ocurre que ese reivindicar algo muy intensamente, pero en su versión abreviada o baja en calorías o sota-caballo-y-rey, es algo muy del momento y se ve con más cosas: la Razón, el Materialismo, la Nación, la Biología, son defendidos con histrionismo por gentes antipáticas de las que, cuando se pasa revista a la concepción que manejan de esos grandes y complejos palabros, se comprueba que una extremadamente reduccionista, prêt-à-porter. La Razón reducida a llamar pan al pan y vino al vino, el Materialismo reducido a inventario de lo visible, la Nación reducida a una bandera, la Biología reducida a unos genitales. Y me acuerdo de lo que comentaba Žižek de la era del café sin cafeína y la leche sin lactosa: la sociedad contemporánea se caracteriza por ofrecer productos que conservan la forma de aquel del cual llevan el nombre, pero sustrayéndole su esencia.


Lunes, 21/6/2021. Le leo a David M. Rivas en Facebook que los mambises cubanos le cantaban esta coplilla a Valeriano Weyler: «Mi querido Valeriano,/ cuando te vayas de aquí,/ te llamarán Valerie,/ porque habrás perdido el ano».

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Ruidosa zapatiesta reaccionaria tras el anuncio de Sánchez de que concederá los indultos a los líderes independentistas catalanes presos. Federico Jiménez Losantos clama que es el mayor traidor de la historia de España; más, incluso, que Fernando VII. Otros piden un golpe de Estado más o menos subrepticiamente. Pero comparten ira con la CUP, que ha entendido bien que los indultos son, en el fondo, una humillación para el independentismo (al que, además, contribuyen a dividir): que el Estado contra el que luchas te perdone revela, no su debilidad, sino su fortaleza.

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Una columna inquietante de Pablo Elorduy sobre cómo la derecha ha ido abandonando el discurso de la moderación y la reconciliación de la Transición, ha pasado a aspirar a romper el régimen desprendiéndolo de las concesiones que se vio obligada a hacer a la izquierda en 1978 y, hoy, «en la calle, hay una tregua implícita y resignada, derivada de la constatación cada vez más firme de que está llegando el turno de la nueva derecha». Escribe Elorduy que «la tensión para el curso que viene es comprobar si la intención de dar un paso hacia un nuevo sistema como el que ha sido investido este viernes en la Asamblea de Madrid es recogida de forma mayoritaria por la descascarillada sociedad que salió del 78, o si, aunque la falta de proyecto sea evidente, es capaz de oponer resistencia esa mezcla entre quienes reivindican aquel consenso y quienes, aun añorando una profundización en clave republicana de la democracia, en este momento solo temen la purga anunciada por la nueva derecha». Yo que me cuento entre los segundos, me siento identificado con el anhelo de que esa mezcla funcione. No es tiempo para predicar la revolución; los revolucionarios, hoy, son ellos. Y lo que la hora impone es detenerlos.

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Una cita preciosa de El mundo de la Antigüedad tardía: de Marco Aurelio a Mahoma, de Peter Brown, que Taurus acaba de reeditar en su maravillosa colección de «Clásicos radicales», y empecé a leer ayer:

«Las hermosas estatuas clásicas de los dioses habían sido reducidas a añicos; pero, argumentaba Juliano [el Apóstata], aunque los atenienses hacía tiempo que habían quebrado la “estatua viviente” del cuerpo de Sócrates, su alma continuaba viviendo. Ocurría lo mismo con los dioses. En los astros nocturnos las divinidades habían encontrado formas más apropiadas a su eternidad impasible que en las perecederas estatuas humanas, pues, en las estrellas, los colores de la tierra, descompuestos por la difracción, se concentran en un fulgor continuo firme e imperturbable. Los astros y los planetas se balanceaban con seguridad sobre las cabezas de los últimos paganos cual resplandecientes estatuas de los dioses alejadas del vandalismo de los monjes. A través de toda la Edad Media, esas estrellas se hallaban aún en los cielos sobre la Europa cristiana, inquietando a los que rememoraban todavía la inmortalidad de los dioses».

El runrún interior: un dietario (4)


Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, NevilleCrítica.cl, La Soga, Nortes y LaU; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. Ha publicado los libros Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ (2017) y La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (2019).

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