Poéticas

La poesía de Iván Bunin

Álvaro Valverde reseña una antología de poemas del vate ruso: un «solitario contemplativo», poeta «de la mirada» de descripciones naturales precisas, con una minuciosidad «que no cansa porque está hecha de detalles significativos que buscan siempre trasladar al lector un estado del alma. Del alma rusa, acaso».

/ una reseña de Álvaro Valverde /

Iván Alexéievich Bunin (Vorónezh [Rusia Central], 1870- París, 1953) nació en una familia de nobles propietarios rurales arruinados (con antecedentes literarios) y vivió sus primeros años en una hacienda de Yeletsk, «tierras de Rusia central contiguas a la estepa». «Pasé en el campo casi toda mi infancia y primera adolescencia», cuenta él mismo. En 1889 abandona la casa paterna y se muda a la ciudad de Oryol, donde conoce a su primer amor, que termina casándose con otro, asunto que inspira su novela La vida de Arseniev. Viaja a San Petersburgo y Moscú, donde conoce a los escritores del momento: Tolstói, Chéjov, Gorki… En 1898 se casa con Anna Tsakini, de 19 años. Dos años más tarde la deja. Ella está embarazada de su único hijo, Nikolái, que muere de meningitis en 1905.

«Comencé a escribir pronto», confiesa. Su primera colección de poemas, Listopad, apareció en 1901. Recibió el Premio Pushkin de la Academia Rusa de las Ciencias (de la que sería elegido miembro de honor) más de una vez; una de ellas por sus traducciones de poetas estadounidenses e ingleses (Longfellow, Byron y Tennyson, entre otros).

En 1906 conoce a Vera Muromtseva, su segunda y última mujer, con la que se casa, tras conseguir el divorcio, en 1922. Antes de la Gran Guerra, en la primera década del siglo, viajó con ella por el sur de Rusia, la Europa mediterránea, los Balcanes, el norte de África y Oriente Medio. Como el poeta persa Saadi, por el «afán de contemplar en su totalidad la faz de la tierra y de dejar en ella la impronta de mi alma», dijo. Poema di un viaggiatore se titula un libro publicado recientemente en Italia que recoge prosas y poemas sobre ese viaje.

En 1917 triunfa la Revolución. Huye con su mujer a Odessa. En mayo de 1919, «tras haber apurado un cáliz de sufrimientos morales realmente inenarrables, emigré del país». Después de pasar por Bulgaria y Serbia, se estableció en París. Ese largo viaje le dio para escribir Días malditos (un diario de la Revolución), basado en las notas que tomó sobre los acontecimientos de los años 1918 y 19 en Moscú y Odessa; «uno de los análisis, además en directo, de la Revolución, de sus desmanes y consecuencias, más certeros, sin aspavientos, que he leído», según el poeta y crítico Fermín Herrero. En 1933 se convirtió en el primer ruso que ganaba el Premio Nobel de Literatura.

En español se han publicado, entre otras, Obras escogidas (Aguilar, 1957 y 1965), Cuando la vida empieza (Caralt Editores, 1955 y Orbis, 1984), Una aldea (Planeta, 1973), El primer amor; En el campo (Espasa, 1974 y Altaya, 1996), Cuando la vida empieza (Orbis, 1993), Días malditos (Acantilado, 2007), El amor de Mitia y otros relatos (Pre-Textos, 2003, en edición de José Muñoz Millanes) y Relatos de alamedas oscuras (Caparrós Editores, 2003).

En la nota editorial de El amor de Mitia, leemos: «a Bunin le pasó lo que a la mucho más joven Nina Berberova: como su imagen no se ajustaba a la del escritor experimental o políticamente radical en boga durante la primera mitad del siglo XX, permanecieron mucho tiempo en la penumbra de la emigración sin ser apenas traducidos, en compañía de otros valiosos autores rusos. Bien es verdad que la condición de premio Nobel de Bunin ha impulsado esporádicos esfuerzos por dar a conocer su obra en otras lenguas».

Aunque debe su fama internacional y su prestigio literario a los libros en prosa, Bunin, sí, fue poeta. Que tengamos noticia, es la primera vez que se publica un libro con sus versos en español. La primicia es de la salmantina Sígueme, una secreta pero acreditada editorial religiosa (abierta, sin anteojeras) cuyo catálogo (que incluye algo más que teología) se debería frecuentar. Por su calidad, sencillamente. Es la segunda vez que se atreven con la poesía. El antecedente fue, nada menos, la obra del portugués Daniel Faria, todo un acontecimiento para los avisados lectores españoles, del que han publicado tres libros: Explicación de los árboles y de otros animales (2014), Hombres que son como lugares mal situados (2016) y De los líquidos (2017), en traducción del diplomático extremeño Luis María Marina. Llega ahora Poemas, de Bunin, lo que confirma, tras lo leído, el buen criterio.

En edición bilingüe, la traducción al español es de Manuel Abella Martínez, que ha vertido a nuestro idioma obras de Arendt, Brentano, Jung, Otto, Sjöwall, Soloviov, etcétera. Merece la pena destacar el cuidado del volumen, en tapa dura, sobrio, bien cosido y elegante que lleva en la cubierta y las guardas un sugerente paisaje de un prado cubierto de nieve pintado por Isaak I. Levitán.

En lugar de prólogo, se incluyen un par de notas autobiográficas, fechadas, respectivamente, en 1921 y 1934. Ambas en París. Los poemas van fechados y el orden es cronológico. Desde 1888 a 1952.

Se le da mucha importancia a las primeras líneas de una novela. En el caso de los poemas, se suelen ponderar los finales; cuanto más redondos, mejor. Sin embargo, que el primer poema de un libro de poesía empiece: «Amaba yo en la infancia la penumbra del templo/ cuando, al atardecer,/ se llenaba de luz resplandeciente/ ante la muchedumbre que rezaba» es, además de motivo de alegría, la primera pista fiable de que lo por venir. Cuando menos, promete. Nos da también para pensar que, sin saber nada de ruso, el traductor  parece saber lo que se hace: uno tiene delante de los ojos buena poesía en castellano.

Iván Bunin

«En la estepa», segundo poema de la muestra, leemos: «Pero yo amo,/ aves peregrinas,/ estos campos. Sus míseras aldeas/ son mi terruño; he regresado a ellas/ cansado ya de viajes solitarios/ y siento su hermosura desolada/ y me complace su belleza triste».

Este sentimiento, el de la tristeza («¿Dónde te escondiste, dorada alegría?»), será una constante en Bunin por más que aluda a que «el mundo es bello en todos sus rincones» o que «la aceptación es mi destino». Sabe que «la vida vivida no regresará», y esa será la fuente principal de su melancolía.

Estamos ante un solitario contemplativo. Un poeta de la mirada. Sus descripciones de la naturaleza son precisas, de una minuciosidad que no cansa porque está hecha de detalles significativos que buscan siempre trasladar al lector un estado del alma. Del alma rusa, acaso, a lo que él aspiró.

Su paisaje fundamental es la estepa, el lugar de su infancia: «miro la estepa, de este a oeste,/ en la traslúcida distancia». Como buen viajero y, por eso, cosmopolita, no renegó de otros, como los marítimos, por ejemplo. «A menudo recuerdo los otoños/ del sur» (que evoca los veranos que pasó a orillas del mar Negro).

Bunin será para algunos, y en el mejor sentido, un poeta menor. Porque escribe en sordina, en un tono susurrante y confidencial. Con sencillez. Léase «En una ciudad vieja», un poema que podría haber escrito cualquier poeta español del 900. Machado, pongo por caso. Como «Cedro»: «Amo este mundo». «Yo adoro esta tristeza en primavera».

Los Alpes están presentes en varias composiciones (una con ese título): «En un lago» o «Día de invierno en el Oberland», que representa bien su lado romántico (en el sentido literario).

Por más que se ejercite en el poema breve, de pronto nos sorprende con otros más extensos, como «Abandono», donde aborda un asunto obsesivo: el «de la casa ancestral en que nací». Como ocurre en «Desde el jardín, cruzando cortinas polvorientas…» o «Por primera vez». Una tragedia de la nunca se repuso. Una vuelta que me recuerda, salvadas todas las distancias, al primer libro de Brines.

Allí leemos: «Acaso es hora de que el campo cambie/ de dueño en estos pagos, a nosotros/ se nos hace imposible aquí la vida./ Aquí todos vivimos con tristeza y zozobra/ y toca hacer liquidación final». Y más adelante: «Yo amaba el fin de los otoños rusos», que es un bonito endecasílabo. La casa, al cabo, le susurra: «Sin los señores, todo es tan tedioso».

En «Ruinas» aflora otro tema central, de estirpe también romántica: «Hay tanta calma en estas viejas ruinas». Como lo es el jardín, símbolo recurrente, este con matices modernistas.

Lo bíblico está presente en «Sansón», «En la ruta de Hebrón…», «Huida a Egipto», «Jacob iba a Harán…», etcétera. Y el Corán en «Abrahán». En «Alejandro en Egipto», un poema más religioso que histórico, dice: «El Dios, que aún está lejos,/ llegará, y será amigo de oscuros pescadores».

Hicimos alusión antes al mar. El «mar abierto», que «trae otra vez a la memoria/ eso olvidado para siempre».

En «Estambul» (Zargrado para los rusos) emerge el Bunin viajero. Como en «Enorme y viejo, un rojo paquebote…» y «Llamada»: «Como viejos marinos que viven retirados,/ sueñan siempre, de noche, con la extensión azul/ y obenques movedizos y aseguran oír/ la llamada del mar en horas de tristeza». Sus recuerdos, añade, «me incitan a más viajes, a nuevas singladuras».

«Bosque en la montaña» nos traslada a Grecia. Termina: «Busco una senda al templo de mis padres».

En «Luz en el mástil», con un precioso arranque leopardiano, escribe: «Es dulce y triste contemplar de noche/ la luz de tope, sobre el mar en sombra,/ de un barco que se aleja en la distancia».

En «Ayo» regresa de nuevo a los viejos tiempos aristocráticos de su infancia. Así se titula precisamente otro poema donde recuerda un día caluroso y un «pino torcido» al que trepaba. «Solo recuerdo mi infancia:/ todo lo otro no es mío».

La intensidad de «Abiertas las ventanas…» tiene un toque oriental.

«También el ser humano se atormenta/ recordando otro tiempo, otras regiones», leemos en «Un perro», que concluye: «soy hombre y, como Dios, llevo en mi sino/ compadecer cualquier melancolía».

En «Abedul», otro delicado poema, leemos este alejandrino aliterado: «al abedul aislado le es liviano el destino».

La memoria, otra de las claves de esta poética, brilla en «Atardecer»: «Solo sabemos descubrir la dicha/ en el recuerdo». Y sigue: «¡Y vive en todas partes!». El verso final reza: «Veo, oigo y soy feliz. En mí está todo». Ese «mundo» —leemos en «Cigarras nocturnas»— que «incita/ a embriagarse de sueño, amar, crear».

Una nota al pie de «Pozo» me sirve para indicar que son muy pocas las que figuran al pie de algunos poemas, pero todas concretas y necesarias.

«Soledad» es uno de sus poemas, digamos, narrativos, casi relatos condensados.

En «Incensario» viaja a Sicilia, una experiencia que le sirve para escribir otro poema: «Siroco»: «Dios se ha fundido al mundo/ y lo arrastra a algún sito en furioso arrebato».

En los últimos poemas (solo hay uno posterior a 1923) habla de su país tras el triunfo de la Revolución. En «La casa en ruinas…» leemos: «Campan por Rusia los rabiosos,/ la arrasarán, como los tártaros./ Pero, y ahora, ¿quién nos salva?/ Y si no hay Dios, ¿quién los castiga?». De lo mismo trata «Año diecisiete».

«En la Perspectiva Nevski», Bunin evoca su primera visita a la mítica ciudad de San Petersburgo (de la que en otro sitio había dicho: «Todo es grato, todo es nuevo:/ el aroma del café,/ las lámparas, las alfombras/ y el periódico frío y húmedo»). Termina: «Yo era entonces, solitario, indolente/ y había llegado a un mundo grande, extraño, difícil…/ Pero nunca en la vida he podido olvidar/ esa noche sin techo y sin abrigo».  

Y ya que de rememorar hablamos, estos versos: «Qué dicha misteriosa/ ir pisando el pasado».

La desolación impregna también los poemas de finales de los años diez y primeros veinte. Como cuando escribe: «¡Qué amargo fue a mi joven corazón/ tener que abandonar los campos de mi padre,/ dejar atrás la casa en que nací!». A este tiempo feliz se refiere «Año 1885»: «Era entonces abril y la vida era leve».

«Venecia», no obstante, celebra el «regocijo/ porque la vida es siempre nueva,/ alegre el sueño del pasado».

Emotivo resulta «Hija», donde sueña con la que no tuvo.

En el poema final, que escribe un año antes de su muerte, leemos: «Nadie más bajo la luna,/ solo Dios y yo./ Nadie más que Él conoce mi pena mortal,/ esa que escondo a todos».

Termino citando «En los montes», que empieza: «La poesía es oscura. No se expresa en palabras». Y más adelante: «No está la poesía en eso que la gente/ llama así, poesía. Está oculta en mi herencia./ Cuanto  más rica es ella, más poeta soy yo». Nada que añadir.


Selección de poemas

Entré en su cuarto a medianoche,
y ella dormía. En su ventana
la luz lunar iluminaba
la colcha de satén, caída.
Estaba echada boca arriba,
desnudo el pecho, separados
los senos, plácida en el sueño,
igual que el agua en una copa.

(1898)

Cedro

Un cedro oscuro en la mitad de un valle
que adoro por sus plácidas montañas.
Contempla el cedro las lejanas cumbres
y se refleja en el cristal del lago.
Un cedro oscuro, triste, entre montañas
—yo adoro esta tristeza en primavera—.
En torno a él, el júbilo del bosque,
y el ciclamen, que crece en sus raíces.
Amo este mundo. En un eterno cambio
vive y despliega su belleza…
¿Cómo creer que existe el mal, la insidia?
La hora oscura pasa, pasará.
Un cedro oscuro en la mitad del valle,
¡crece y crece, a despecho del destino!
Los días son fugaces, mas ninguno
transcurrirá sin que de ti me acuerde.

(1901; 1902)

Ruinas

Sobre el Ponto azulado, ruinas grises,
los restos de una vieja torre griega.
Al sur, la móvil extensión marina;
al norte, cerros calvos.
Entre las piedras rotas, olivos retorcidos
y el licio, compañero de las ruinas.
Al pie del muro, rojos promontorios
y el berilo verdoso de las olas.
Inhóspitas zahúrdas subterráneas…
Es agradable perturbar su sueño:
gritarse, haciendo ecos, en los sótanos,
mirar el cielo desde las troneras.
Octubre avanza y no se va el verano,
en los montes, la hierba amarillea,
pero el aire es aún puro, y en el cielo hay tal luz…
y en el mar un azur tan delicado…
Hay tanta calma en estas viejas ruinas…
Me paso el día, entre el fragor del agua,
contemplando una vela brigantina
y en el cielo, a las águilas.
Y el mar se duerme en un rumor de raso,
parece que en el mundo ya no hay vida,
solo fulgor, azur, un aire claro,
silencio, espacio y luz.

(1903-1904)

En las costas de Asia Menor

Se alzó aquí el reino de las Amazonas.
Eran violentos, bárbaros, sus ocios.
Pudieron aquí oírse sus gritos jubilosos,
relinchos de caballos bañándose en el mar.
Mas la vida es fugaz y… ¿quién podría hoy
señalar en la arena sus pisadas?
¿El viento que atraviesa el mar desierto?
¿Las desnudas riberas?
El viento se llevó, hace mucho tiempo,
sus voces, de esta costa…
Y también hace tiempo que borró el mar perlado,
de las arenas grises, las huellas de sus cascos…

(1904)

Íbamos juntos, pero tú
ya habías dejado de mirarme.
Nuestro coloquio, intrascendente,
se lo llevaba un viento frío.
Nubes muy blancas, entrevistas
entre la fronda. Chispeaba.
Y tu mejilla estaba pálida,
tus ojos, zarcos, como flores.
Yo procuraba no mirar
tus labios finos, entreabiertos,
pero, por dicha, estaba ya
vacío el mundo prodigioso
por el que aún íbamos juntos.

(18.IX.1917)

Noche

Noche de hielo y mistral
(aún no se ha aplacado).
Miro el fulgor, a lo lejos,
de montes nevados.
Una luz dorada, inmóvil,
llega hasta mi lecho.
Nadie más bajo la luna,
sólo Dios y yo.
Nadie más que Él conoce
mi pena mortal,
esa que escondo de todos…
Fulgor, frío, mistral.

(1952)


Poemas
Iván Bunin
Sígueme, 2021
240 páginas
18 €

Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) es autor de libros de poesía como Las aguas detenidas, Una oculta razón (Premio Loewe), A debida distancia, Ensayando círculos, Mecánica terrestre, Desde fuera, Más allá, Tánger y El cuarto del siroco (los cinco últimos en la colección Nuevos Textos Sagrados, de Tusquets) o Plasencias (De la Luna Libros). Sus poemas están incluidos en numerosas antologías y han sido traducidos a distintos idiomas. También es autor de dos novelas: Las murallas del mundo y Alguien que no existe; un libro de artículos, El lector invisible, y otro de viajes, Lejos de aquí. La editorial La Isla de Siltolá publicó, en edición de Jordi Doce, la antología Un centro fugitivo; y la Editora Regional de Extremadura, Álvaro Valverde. Poemas (1985-2015), con dibujos de Esteban Navarro.

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